CAPITULO 6

La tribu se reunió junto a la pira funeraria de Cunobelin bajo la luz de un amanecer frío y tardío que hizo resplandecer sólo los bordes de las pesadas nubes y luego se desvaneció. Todos llevaban puestas sus mejores vestimentas y la mañana, de otro modo lúgubre, se vistió de tonos escarlata y azul, rojo, amarillo y blanco. Los jefes portaban sus cascos de bronce y sostenían los escudos esmaltados en rosa pálido y azul con aplicaciones de coral, los brazos apoyados en las enormes crestas y las lanzas resplandecientes con sus puntas de hierro. Caradoc estaba de pie al lado de Togodumno y Adminio, rodeados de sus respectivos jefes.

Caradoc vestía una capa rayada azul y escarlata. Los brazaletes de oro brillaban en sus brazos y llevaba un broche de amatista engarzada en oro. Portaba la espada que su padre le había regalado cuando se hizo hombre y participó en su primera incursión. Era de hierro y mango sencillo, pero la vaina de bronce estaba trabajada con un diseño de olas de mar, con una perla en la curva de cada ola. Su torques también era de oro, la torques de la realeza, con una punta de metal refulgente en cada extremo de la boca abierta de un perro. Descansaba con orgullo en su escudo y aguardaba tranquilo mientras los hombres y mujeres libres de su séquito se situaban detrás de él, diseminados hasta el muro de tierra y las puertas de madera.

Eurgain esperaba también con la pequeña Eurgain y la pequeña Gladys de la mano. Llevaba una túnica color bermejo bordada con flores de plata y una capa del mismo tono con una raya verde. Una delgada corona de plata adornaba su cabeza; en esa ocasión, Gladys y ella habían dejado sus espadas apoyadas en la pared junto a la entrada del Salón.

No había viento. Nada se movía, como si Dagda y la diosa sujetaran con firmeza las brisas en sus manos por respeto al hombre que cuatro de sus jefes portaban en un gran féretro. Caradoc se volvió para observar el lento avance de la procesión. No sentía pena, sino un profundo orgullo de que éste fuera su padre, un hombre que había vivido con plenitud y muerto bien, un hombre cuyo lugar seria imposible ocupar. Togodumno observaba también, y el orgullo iluminaba su mirada. Caradoc no dudaba de que Tog creía que podría no sólo emular sino superar a Cunobelin en palabras y obras. Detrás del féretro, avanzaban Cathbad y el escudero de Cunobelin, el segundo llevando el pesado escudo por encima de su cabeza, el último servicio que prestaría a su amo. Gladys le seguía, con su rústica capa negra abierta para revelar una simple túnica blanca. Su único adorno eran las perlas que llevaba en el hombro. Era evidente para todos que estaba sufriendo; sin embargo, mantenía la cabeza alta y las lágrimas rodaban espontáneamente por sus mejillas. Los jefes se detuvieron por un instante junto a la pila de ramas y leños. Luego, con una exclamación, levantaron a Cunobelin y lo depositaron en lo alto por encima de la gente que guardaba silencio. Adminio, Togodumno y Caradoc se adelantaron para tomar las antorchas encendidas de las manos de los sirvientes. De inmediato, un gran clamor se elevó cuando los jefes desenvainaron sus espadas para golpear sus escudos y gritar:

—¡Rey! ¡Rey! ¡Buen viaje, marchad en paz! —Caradoc vio que Llyn hacía una mueca y se cubría las orejas mientras él se agachaba y arrojaba la antorcha a la leña. Ésta se convirtió enseguida en un fuego rojo crepitante y las ramitas se retorcieron adquiriendo un color gris ceniza. El escudero corrió a colocar el escudo con suavidad sobre el pecho de Cunobelin. Entonces Cathbad tiró de una cuerda de su arpa y la nota vibró con dulzura y se extendió para mezclarse con el rugido de las llamas hambrientas.

—Os cantaré sobre la vida de Cunobelin —anunció— y la obtención de su precio de honor. —La gente se quedó inmóvil mientras Cathbad los conducía de regreso al pasado y se encontraron rememorando sucesos que habían olvidado hacia años: los banquetes, las hambrunas, los tiempos de felicidad y de dolor. Tan consumado era el arte del bardo, que Cunobelin parecía estar de pie frente a ellos, como lo había estado tantas veces, con los gruesos brazos cruzados y el cabello gris arremolinado alrededor del rostro arrugado, estudiándolos con esos ojos diminutos llenos de regocijo y malicia. Gladys se había dejado caer al suelo y había tapado su cabeza con la capa. Caradoc contemplaba las llamas destructoras y voraces que subían a toda prisa hacia su padre, que aguardaba sereno con las manos cruzadas bajo la protección de su escudo y la espada a su lado. Entonces, Cathbad comenzó a cantar sobre las épocas de tensión, los preparativos para la guerra contra los brigantes, las embajadas y los emisarios, el pacto de Cunobelin con los coritanos que posibilitó que su banda guerrera alcanzara sana y salva la frontera de Brigantia y, por fin, sobre la llegada de una pequeña niña de cabellos negros.

Caradoc sintió los ojos de Eurgain que se posaban en él y mantuvo el rostro impasible mientras los recuerdos involuntarios y dolorosos flotaban como una niebla en su mente. Siete años. El antiguo y dulce deseo le obstruyó la garganta y bajó la cabeza. Cerró los ojos para anular el presente. «... habrá un vacío. Ah, bruja —pensó—. Dicen que te has casado con ese alto y recio hijo de las colinas cuya barba le llegaba a la cintura y cuya mano jamás se alejaba de su espada. Sufrí cuando me lo contaron. Pero yo tengo a Eurgain, mi amada, ¿y tú qué tienes? Una Casa dividida por luchas internas y una tribu debilitada por tus ambiciones y tu codicia. Pobre Venutio. ¿Acaso se consume de deseo por ti, en medio de su furia, al verte hipnotizar a la gente como una serpiente negra?» Abrió los ojos y volvió la cabeza, un gesto de dolor, una firme negación. Su mirada encontró la de Eurgain. Ella le dirigió una sonrisa trémula al ver la amargura desnuda, y él se la devolvió con alivio y verguenza.

Cathbad calló, hizo una reverencia y se retiró. Entonces, Adminio inició los cánticos funerarios. Todos se le unieron, un millar de voces que cobraron fuerza para entonar una melodía victoriosa que ahogó casi por completo el ruido del fuego, acompañada del martilleo de pies, la sacudida de escudos y el llanto de Gladys. En la lejanía, al este, las nubes se estaban abriendo y los brillantes rayos del sol cortaban el cielo como grandes espadas doradas, bañando las praderas distantes. Sin embargo, la mañana seguía siendo plomiza y el humo de la pira se elevaba como una gran pluma negra, se expandía y pendía sobre las chozas y casas de la aldea. Cantaron durante una hora, una canción fundiéndose con otra para formar un tapiz de recuerdos inolvidables. Después comenzaron las alabanzas. Uno por uno, los hijos de Cunobelin se plantaron frente al fuego y sus palabras resonaron en el aire pesado, resucitando fugaz y emotivamente el pasado. Los jefes se acercaron también para revivir las incursiones y banquetes, con los ojos excitados y húmedos y haciendo gestos enfáticos. Sólo Gladys se negó a hablar.

Permaneció quieta en el suelo, apenas apartada del calor del fuego. Su dolor describía el poder y la presencia de Cunobelin con más elocuencia que cualquier palabra que hubiera podido pronunciar. Por fin, el gentío se acercó aún más y entrelazaron sus brazos. Volvieron los rostros hacia donde el sol vertía a borbotones una cascada de gloria lejana y cantaron la última canción de despedida y bendición, con las espadas, escudos y lanzas apilados frente a ellos. Luego se separaron en silencio mientras a sus espaldas las lenguas de fuego se elevaban, enroscaban y lamían la túnica blanca y las manos unidas e indefensas de Cunobelin con una voracidad precisa y negligente.

Caradoc y Eurgain volvieron a su casa; los niños, callados e impresionados, les siguieron. Togodumno y Adminio se dirigieron al Salón con sus jefes para sentarse alrededor del fuego y mirarse con desconfianza velada y expectante. Gladys permaneció donde estaba, sentada y con el rostro descubierto pues estaba sola, observando el holocausto. El breve y violento espasmo de dolor se había agotado y la había dejado vacía. Los recuerdos llenaron su mente sin rencor ni pesar. Fluían a su conciencia desde alguna fuente recóndita y profunda, y le devolvían días de carcajadas roncas, largas charlas nocturnas, discusiones acaloradas y recios abrazos paternales. Sus ojos recorrieron el humeante cadáver sin reconocerlo. Esa carne burbujeante y pestilente no era Cunobelin, y Gladys se enjugó las lágrimas que todavía le surcaban las mejillas y sonrió.

Durante todo ese día y parte de la noche, las llamas se alimentaron continuamente y la aldea permaneció callada. Al atardecer, Caradoc, desde la entrada de su casa, observó las columnas de chispas teñir de rojo el cielo nocturno. Su mente descansaba por fin. Eurgain y él habían pasado el día analizando la próxima reunión del Consejo y habían decidido que Caradoc debía proponer su acuerdo si los jefes le votaban sólo a él. No había otra manera de evitar el derramamiento de sangre con un Togodumno que parecía haber arrojado toda prudencia a la pira funeraria de su padre. Cada nervio de su cuerpo se encogía ante la sola idea de tener que matar a su hermano y de comenzar su reinado bajo la sombra de la violencia y el resentimiento.

Sabía que podía matar a Tog. Él era un luchador persistente y empecinado, mientras que Tog entraba en combate saltando con los brazos y las piernas en un ataque salvaje e indisciplinado que normalmente le salía bien, pero que en el caso contrario, lo cansaba y obligaba a recurrir a tretas y estratagemas. También había decidido hablar si votaban a Togodumno, porque tanto el como Eurgain estaban convencidos de que en manos de Tog, los catuvelaunos se convertirían rápidamente en una tribu desorganizada y pendenciera, intimidada por Tog y sus jóvenes y obcecados jefes.

Caradoc se apoyó contra el marco de la puerta; dentro, las niñas chillaban y protestaban porque Tallia intentaba convencerlas de que se fueran a la cama. Llyn se había marchado con Cinnamo, probablemente a pescar, y no había regresado aún. Tal vez Tog le matara de todos modos antes del Consejo o en algún lugar secreto, pero algo dentro de Caradoc lo negaba. Tog podía ser egoísta y cruel, pero sus cambios de humor y sus impulsos estaban siempre a la vista de toda la tribu. ¿Y Adminio? Se dejó caer al suelo y se acuclilló con el entrecejo fruncido. No conocía bien a Adminio; nadie le conocía. Iba y venía como quería con una tranquila y modesta seguridad en sí mismo, y no se disculpaba con nadie por el hecho de que le desagradara pelear y prefiriera cazar, o porque la compañía de los comerciantes le gustara más que la de sus compatriotas en torno al fuego del Salón. Suponía sin duda alguna que el título de rey recaería en él y seguía los frenéticos manejos de Tog con los jefes con una sonrisa de superioridad. Tog era el benjamín. Tog siempre sería el niño malcriado e ingobernable, a quien nadie tomaba en serio. ¿Qué haría Adminio? Caradoc lo sabía, pero no deseaba pensar en ello. Esperaba equivocarse.

A la mañana siguiente, el fuego se había consumido y los jefes de Cunobelin juntaron las cenizas calientes y las colocaron en una urna gris, alta y curva. Más tarde la enterrarían, junto con la carne y el pan, las armas, los perros, las joyas y las enormes túnicas del anciano, pero pusieron un guardia a vigilarla y se marcharon, ansiosos por asistir al Consejo. La mañana había comenzado a aclarar. La densa capa de nubes se deshacía en largas y entrecortadas cintas que se estiraban en el cielo como las panzas de los gatos de los comerciantes; el viento las acariciaba para alargarlas más y más. Hacía frío, pero la opresión del día anterior se había disipado y el pueblo bullía otra vez con sonidos y risas.

Adminio y Togodumno habían sido los primeros en tomar sus lugares en el Salón tan pronto había amanecido. Sus jefes se peleaban para conseguir las mejores posiciones. Caradoc y Gladys llegaron juntos, seguidos de Eurgain y Llyn, todos rodeados por los jefes de Caradoc. Cinnamo vio a Sholto sentado entre los hombres de Togodumno con aire desafiante y el rostro lleno de resentimiento; de forma deliberada, intentó volverle la espalda a la comitiva de Caradoc. Detrás de ellos, los hombres y mujeres libres empujaban y conversaban excitados. Cuando el Salón se llenó tanto que los presentes estaban sentados rodilla con rodilla y los que se encontraban cerca del fuego se adelantaban cada vez más, presionados por los que estaban detrás, llegaron los comerciantes y se deslizaron hasta quedar de pie en las sombras del fondo. Caradoc había ordenado a Vocorio y a Mocuxsoma que se apostaran junto a las puertas para cerciorarse de que nadie entrara armado. Aun así, al ver a los comerciantes amontonados atrás, irreconocibles como individuos en la penumbra, Caradoc se intranquilizó. No estaba seguro de la razón por la que les temía. Eran aventureros en su mayor parte, los mestizos del Imperio que venían a Albion a hacer fortuna y a vivir con mayor peligro del que tendrían en su hogar. Sin embargo, no eran montañeses incivilizados como los brigantes de Aricia. En ocasiones se emborrachaban, montaban un escándalo y se peleaban con los hombres libres, pero, en general, eran sujetos sencillos, toscos y sinceros. Excepto los espías, por supuesto. Caradoc cerró su mente a ese pensamiento, un pensamiento que siempre le conducía a Adminio.

—Ojalá estuviera presente un druida —dijo Gladys, preocupada—. Así no correriamos el riesgo de que la tribu se deshonrara. Tengo miedo, Caradoc.

—¿Tú? —sonrió a los ojos velados de su hermana—. ¿Has estado urdiendo tus propios planes, Gladys? ¿Acaso intentarás influir en el voto? —Pero ella no rió. Se sentó más derecha y la trenza negra cayó en su regazo.

Caradoc notó que su vaina estaba vacía—. ¿Dónde está tu espada? —inquirió con agudeza. Como respuesta, Gladys levantó la falda de su túnica, sin mirarle. La espada desnuda yacía bajo sus rodillas.

—Hoy se dividirá el clan de la Casa Catuvelauna —declaró—. No podría ser de otro modo y por lo tanto, he resuelto no hablar. Mi corazón añora los días en que todos nos amábamos, Caradoc. Pero el bienestar de la tribu es más importante que el amor entre los miembros del clan regente. Mi único temor es que el nuevo reinado comience con sangre, con malos presagios. ¡Ojalá tuviéramos también un vidente!

—¿Derramarás sangre? —insistió él con tono apremiante—. Gladys, ¿por qué te sientas sobre tu espada?

Se volvió a él con vehemencia.

—Porque no la colocaré a los pies de Adminio si lo eligen, ni a los pies de Togodumno. Y tampoco la pondré a tus pies, hermano mio. ¡No permitiré que me atrapen en una alianza que me encadenará si cambio de opinión!

—¿A quién prefería Cunobelin? —preguntó él—. ¿Por qué nunca habló?

—Porque quería mantener tu lealtad, la de todos vosotros, y porque deseaba terminar sus días en paz. Pero tenía su preferido, como bien sabes. —Habría continuado, pero se hizo silencio y Adminio se encaminó al espacio abierto de los oradores y se volvió hacia su clan.

Togodumno estaba tenso, nerviosamente concentrado; Caradoc sintió la mano de Eurgain deslizarse bajo su codo, para refrenarle o apoyarle, no lo sabía, y los jefes posaron las grandes manos en sus rodillas y observaron con ojos de halcones depredadores bien abiertos. Adminio empezó a hablar, pero enseguida la multitud gritó:

—¡La espada, la espada! —Al cabo de un momento, Adminio se encogió de hombros sin gracia y desenfundó su espada para dejarla caer al suelo.

Recomenzó y los murmullos amainaron, pero mientras hablaba, no cesaba de mirar la espada y a sus hermanos. Togodumno le sonreía con insolencia.

—¡Catuvelaunos! —exclamó—. ¡Hombres libres de la tribu! Mis palabras serán breves y os pido que las consideréis con cuidado. Hablo primero porque mi derecho es superior, como todos vosotros sabéis. Soy el mayor, el primogénito de Cunobelin, heredero legítimo del titulo de rey. No os traeré nuevas conquistas. Cunobelin ya lo hizo. No os traeré hambre y muerte. Togodumno, si sois lo suficientemente tontos como para elegirle, lo hará. Os traeré más riquezas: bronce y plata para vuestras esposas y vuestros cabalíos, vasijas elegantes, chozas más grandes y caldeadas, más granos y más ganado. ¿Por qué debería ofreceros guerra? ¿Por qué habríamos de expandirnos más? Ya somos más grandes que cualquier otra tribu y nuestras monedas son codiciadas desde Brigantia hasta las minas de los dumnones. ¿Cómo hemos llegado a ser tan poderosos? Os lo diré. —Hizo una pausa, pero ningún sonido rompió el silencio. Percibió hostilidad y continuó—. Seré sincero con vosotros, jefes. No os mentiré para conseguir vuestro voto. Hemos crecido en fuerza y riqueza porque es voluntad del césar que así sea. —Esperaba que tras pronunciar esas palabras hubiera un gran estallido de furia, una oleada de negaciones e insultos enardecidos, pero el silencio se intensificó y Adminio se azoró. Por un instante, perdió el hilo de sus palabras y se quedó mirando su espada. Echó hacia atrás su capa mientras el único sonido que llenaba el recinto era el crepitar del fuego. Escudriñó los rincones del Salón en un intento por adivinar la complacencia de los comerciantes, pero entre ellos había un denso océano de rostros impávidos y atentos.

Prosiguió con menos confianza; una terrible certeza crecía en su interior. Era un hombre de natural aplomo, ciego a todo, excepto a su propia superioridad, y jamás se le había ocurrido pensar que los jefes no confiaran en él ni le admiraran. En su arrogancia, no había contemplado la posibilidad del fracaso. Un forcejeo con Togodumno tal vez, pronto sofocado por su juiciosa madurez, pero la derrota, jamás. Se sentía como si estuviera abandonando el cobijo de pieles tibias para plantarse desnudo en las crueles heladas de pleno invierno. Por primera vez en su vida se enfrentaba con una realidad no creada por él mismo, y los pilares de su derecho y de su linaje comenzaron a tambalearse—. La voluntad del césar —repitió despacio—. Nuestros lazos con Roma han aumentado. Durante cien años, hemos sido sus aliados en todo menos en nombre. Si Roma retirara su apoyo imperial a Albion, acabaríamos siendo pobres y nos quedaríamos indefensos en menos de un año. —«¿Es cierto?», se preguntó, presa de la duda por primera vez. Pero, ¿por qué dudarlo si sus amigos romanos insistían sin cesar en que así era? Cuadró los hombros—. Debéis elegirme a fin de que se asegure nuestra prosperidad. Haré oficial nuestra relación con Roma. Firmaré tratados y de ese modo, protegeré nuestro comercio y a nuestra tribu para siempre. —Los que le rodeaban parecían imágenes de madera, un bosque de estatuas congeladas, hechizadas para siempre por sus palabras. Ni siquiera movían los ojos. Adminio sentía que tenía más que decir, pero sus pensamientos eran confusos. Se quedó allí parado un momento, el único ser vivo en ese lugar tibio y lleno de sombras rojizas. Luego se agachó, tomó su espada y se sentó.

Durante diez largos latidos, nadie se movió. Caradoc estaba perplejo, aunque había imaginado que Adminio diría lo que había dicho. Sin embargo, era más chocante oírlo que imaginarlo; había deseado tanto que su hermano cambiara de idea en el último momento... Pero no. Adminio era el títere de Roma. Miró por encima del hombro a los comerciantes y, más que ver, percibió la callada satisfacción en sus filas. Con su movimiento de cabeza, la multitud se relajó, suspiró, rompió el hechizo y volvió en sí.

Togodumno arrojó la espada al centro y se plantó detrás de ella al tiempo que abría su capa y separaba los pies. Su rostro era una máscara lúgubre, pero sus ojos ardían con el fuego del éxito. Adminio era más que tonto. Adminio estaba muerto. Él y Caradoc intercambiaron una rápida mirada y luego Togodumno proclamó:

—No voy a seguir la costumbre del Consejo. No voy a alardear de mis hazañas, no me pavonearé ante vosotros ni endulzaré mis palabras. Sólo diré lo siguiente. Mi hermano es un traidor y aquellos de vosotros que le votéis seréis traidores también. ¿Qué pondrá Cayo César en el acuerdo que Adminio dice que firmará? ¿Acaso nos dará todo sin tomar nada? ¡Vosotros lo sabéis! Adminio nos vendería a todos a Roma a cambio de juguetes miserables y Roma nos enviaría un gobernador para dirigir el Consejo y soldados para violar a nuestras mujeres y consumir nuestro grano. Esto es lo que quiere Adminio. Su alma tribal ha muerto ante nuestros propios ojos. Ya no es uno de nosotros. Yo digo que nuestros lazos con Roma se están convirtiendo en una soga que nos ahorca y, a menos que cortemos el nudo, pronto la estrecharán sin piedad. ¡Echad a los comerciantes! ¡Quemad sus naves! Entonces nos volveremos hacia los icenos y los dobunnos y les haremos la guerra, como lo deseaba mi padre. Cunobelin no tuvo el coraje. En su vejez, temía a Roma, pero yo no. ¿Y vosotros? —los provocó.

Caradoc, alarmado, vio que los jefes se inquietaban y murmuraban con ira. Tog los estaba presionando mucho y Caradoc sintió que los músculos del cuello le dolían por el ansia de actuar, de hacer algo, cualquier cosa, para detener ese juego inútil. No obstante, aguardó, consciente de que Tog tenía derecho a decir lo que quisiera y que luego estaría más calmado, más razonable. «De lo contrario —pensó—, uno de nosotros morirá.»

Togodumno se volvió y comenzó a pasearse delante de su audiencia. Arqueaba su cuerpo alto y grácil, y el cabello castaño claro se mecía con él mientras sus ojos se clavaban en ellos.

—Elegidme, jefes y guerreros, y volveremos a los días de nuestros padres. Lucharemos otra vez y los catuvelaunos recuperarán su honor, su poder y su fuerza. Os traeré a Subidasto ensartado en la punta de mi lanza. La cabeza de Boduoco colgará frente a mi choza. Verica se ahogará en el océano y ¡todo será nuestro! ¿Qué decís?

Levantó los brazos y, de repente, los jefes cobraron vida.

Durante años, Cunobelin los había contenido con mano firme, les había ofrecido incursiones y ganado como se echan las migajas a un perro hambriento. Pero Togodumno les alargaba un trozo de carne del tamaño de una montaña y ellos se abalanzaron sobre el botín con un apetito feroz. Gritaron su nombre y exclamaron «¡Rey!». Se pusieron de pie con locura en los ojos y Caradoc vio que los comerciantes se apresuraban hacia las puertas. Se levantó junto con Cinnamo y Caelte para intentar desenvainar la espada, pero el tumulto era muy grande.

Oyó que Gladys gritaba y divisó a Vocorio que corría hacia las puertas con las niñitas sobre los hombros. ¿Dónde estaba Llyn? Entonces, le empujaron contra la pared. Extrajo su cuchillo de la túnica y se preparó para abrirse paso hasta donde estaba Gladys, que había saltado sobre una mesa y blandía su espada.

—¡Caradoc no ha hablado! —vociferaba—. ¡Caradoc debe hablar!

Cinnamo y Caelte se abrían paso con los puños y las rodillas. La multitud se balanceaba y cedía. En ese momento, Caradoc avistó a Togodumno. Avanzaba agazapado entre las sombras, cuchillo en mano, hacia donde se encontraba Adminio, atrapado en el tumulto con expresión atónita. En un instante, el cuchillo se hundiría en la espalda de Adminio y Tog habría cercenado los últimos vestigios de la razón. Caradoc se zambulló hacia delante y pateó a sus jefes para pasar. Oyó que Gladys gritaba;

—¡Adminio! ¡Cuidado!

Caradoc se arrojó sobre Tog y ambos cayeron al suelo. Adminio se volvió y el alboroto comenzó a extinguirse. Tras un feroz espasmo de resistencia, Tog soltó el cuchillo y quedó inmóvil. Caradoc se tiró encima de él y sintió el cálido aliento en su cuello, así como los músculos tensos, luego se levantó y tomó a su hermano del brazo para ponerle de pie. El rostro de Tog estaba enrojecido. Sholto se agachó y recogió el cuchillo para dárselo a Togodumno, pero Caradoc se interpuso y se lo arrebató. Adminio dio un salto adelante y se prendió del cuello de Togodumno. Lo sacudió como un perro a una rata. Depués lo empujó para atrás, pero no sacó la espada.

—¡Tonto cobarde! —exclamó—. ¿Así gobernarás la tribu? ¿Con una cuchillada por la espalda a quienes no hagan lo que tú digas? Jefes y hombres libres, tened cuidado. ¿Os agrada vuestro nuevo rey ahora? —Se volvió y se alejó de allí.

Al ver la furia y amargura profundas en su rostro, la gente se apartó para dejarle pasar. No pidió una pelea a muerte. Sabía que un desafio sería inútil y que, aunque resultara victorioso, los jefes no le querrían como rey.

Gladys bajó de la mesa y corrió tras él. Le puso la mano en el brazo, pero Adminio cruzó la puerta en busca de la luz del sol y Gladys lo siguió, atrapada en el remolino de sus veloces pasos.

—Ahora, Tog —murmuró Caradoc mientras le entregaba el cuchillo—, me toca hablar a mi y me escucharás. ¡Avergonzaos, jefes y hombres libres! —gruñó con ira—. ¿A qué ignominioso extremo hemos llegado que el Consejo se celebra con tanta ligereza? Sentaos. ¡Sentaos!

En silencio, los presentes se apartaron y se sentaron en el suelo, pero Togodumno se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—Seré rey —susurró—. Los jefes te escucharán porque están avergonzados, pero ya has visto cómo me han respondido. No se dejarán dominar más, Caradoc. —La delgada mano le apretó, trémula de excitación, pero Caradoc se liberó con suavidad. A su derecha, donde se encontraba Mocuxsoma con su espada lista, aguardaban Eurgain y Llyn. Eurgain se había quitado la capa y sus dedos acariciaban el puño de la espada; Llyn tenía los ojos fijos en su tío con expresión meditabunda.

—Oh, siéntate, Tog —repuso Caradoc con voz tranquila aunque el corazón le estallaba y le temblaban las rodillas—. No eres Cunobelin ni jamás lo serás. —Un paso le llevó al resplandor pleno del fuego. Dio la espalda a Togodumno, y Cinnamo y Caelte se pusieron detrás de él—. Gente de mi clan —comenzó quedamente—. Señores de la tribu. Hoy habéis visto algo terrible. Hermano contra hermano, codicia y ambición donde antes había armonía y amistad. Habéis rechazado el reclamo de Adminio y creo que ha sido una decisión sabia, pero todavía no habéis votado por Togodumno. Decidme, ¿acaso sois unos niños salvajes e irresponsables? ¿Seguiréis a Togodumno a la guerra y a la discordia?

—Sí, lo haremos —masculló alguien, y los susurros sediciosos se extendieron y cobraron fuerza—. ¡Togodumno rey! Una tribu pura, una guerra honrosa.

Pero también había gritos de «¡Caradoc rey!». Caradoc alzó la voz de nuevo antes de que se produjera otra erupción de violencia.

—Hasta vosotros estáis divididos —dijo con pesar—. Algunos apoyáis a Togodumno porque estáis cansados de demasiados banquetes y muy pocas incursiones, y otros buscáis mi guía porque sabéis de mi moderación en todo. Podríamos pasar el día y la noche enteros aquí sin llegar a una decisión. —Miró a Eurgain y ella asintió de manera imperceptible, con el rostro pálido y los labios apretados—. A vosotros, jefes, y a ti, Tog, os propongo un acuerdo. —Los murmullos se silenciaron y todos los ojos se fijaron en él—. La tribu se dividirá—. Hizo una pausa, y en el silencio atento, desvió la vista hacia el rincón de su padre y creyó oir una leve y ronca carcajada—. Me quedaré aquí, en Camalodúnum, con todos aquellos que elijan quedarse conmigo, y tu, Tog, puedes regresar a Verulamio, de donde provenimos originalmente los catuvelaunos, y reinar en el Oeste. Acuñaremos moneda juntos, firmaremos tratados para no luchar nunca entre nosotros y compartiremos el comercio; pero tú y yo, ambos, ostentaremos el titulo de rey. —Se quedó quieto. «¿Accederá o se abalanzará sobre mi?», pensó. Sintió que todo su cuerpo se ponía rígido. No volvió la cabeza, pero notó que su hermano dejaba las sombras de la pared y se acercaba en silencio. Caradoc se serenó y escrutó los ojos de los hombres sentados frente a él en busca de una señal.

De improviso, Togodumno rompió a reír. Saltó para situarse frente a Caradoc, con el rostro lleno de regocijo. Alzó los brazos y sin dejar de reír, le abrazó y bramó ante la perpleja audiencia.

—¡Un acuerdo! ¡Por supuesto! ¿Qué otra cosa podía esperarse del taimado Caradoc, fiel hijo de su padre? —Estalló en carcajadas otra vez, pero Caradoc le miró a los ojos y vio que permanecían gélidos. Por fin, Togodumno se calmó. Se sentó en el suelo y Caradoc se acomodó a su lado con renuencia mientras los jefes comenzaban a levantarse para desenvainar sus espadas y adelantarse—. ¡Acepto! —gritó Togodumno—. Todos los que deseéis ir conmigo a Verulamio, acercaos y ofrecedme vuestras espadas. ¿Cuántos crees que te seguirán a ti? —musitó a Caradoc, pero éste se limitó a sonreír, demasiado aliviado como para hablar. Sabía que esto podría ser el comienzo de sus problemas. Tog y él pasarían muchas horas delineando acuerdos y salvaguardas y, aun así, era posible que un día Tog decidiera dejarles de lado y avanzar con su banda guerrera para barrer Camalodúnum.

Pero, por el momento, ésta era la mejor solución. En medio de una bruma de cansancio y de tristeza profunda y desgarradora, observó las espadas que se iban amontonando ante sus rodillas dobladas. Eurgain depositó la suya en el regazo de Caradoc y se arrodilló para besarle. Llyn le echó los brazos al cuello, pero Caradoc sólo era consciente de la presencia de Tog a su lado, que hablaba con los hombres y contaba alegremente las espadas que caían frente a él. Entonces Caradoc se levantó y los despidió a todos. Los hombres se acercaron y recogieron sus armas. Un silencio satisfecho reinó en el Salón y Tog suspiró y se reclinó. Sus jefes se acomodaron a su alrededor. Cinnamo y Caelte se acuclillaron junto a Caradoc, y Eurgain se sentó más atrás, un destello de luz en la penumbra—. ¡Bueno! —comentó Togodumno al tiempo que se desperezaba y sonreía a su hermano—. Debo admitir que manejaste la situación con habilidad. En realidad, nunca te habría matado, Caradoc. Lo sabes, ¿verdad?

—No, no lo sé —contestó Caradoc—, y tú tampoco. Desearía que aprendieras a controlar tus impulsos, Tog. Nadie está seguro a tu lado. ¿Te satisface mi plan?

Tog hizo una mueca.

—Bueno, no del todo, pero entiendo la sabiduría que te inspira. Aunque no hubiéramos luchado y al margen de quién hubiera sido elegido, habrían surgido conflictos entre los jefes. Es mejor así. Me sorprende que no se me haya ocurrido a mi.

—Estabas demasiado ocupado con Adminio.

Tog suspiró y una extraña luz apareció en sus ojos.

—Ah, si, Adminio. Tendremos que matarle, Caradoc. De lo contrario, seguirá conspirando a espaldas nuestras, creando problemas entre nosotros y amotinando a los comerciantes.

—Lo sé —convino con desgana—. Pero deberá hacerse de una forma correcta y abierta, y con el consentimiento de los jefes. Tu método era una locura.

—Nos habría ahorrado muchos problemas.

Permanecieron callados un momento. Caradoc tenía el corazón agobiado por los pensamientos que le inspiraba su hermano mayor. Percibía la compasión de Eurgain que le envolvía desde las sombras como una nube de paz tibia e invisible. Sus jefes guardaban silencio con las miradas clavadas en el suelo. Ese clima adverso era, de alguna manera, doloroso e insatisfactorio, como si algo hubiera salido mal, como si hubieran quedado cabos sueltos y problemas sin resolver. Caradoc sintió que su propia ansiedad luchaba contra la calma de Eurgain. Se movió.

—Tus jefes querrán actuar de inmediato —expuso—. ¿Qué harás?

Tog le dirigió una sonrisa amplia de gran complacencia.

—Lucharemos contra los coritanos y los dominaremos. Luego atacaré a los dobunnos. No nos llevará mucho tiempo. Boduoco duerme todo el día. Después —añadió, y se frotó las manos—, ¡a Brigantia! ¿Sabes, Caradoc? Creo que una vez que haya derrotado a Aricia en la guerra, me casaré con ella. —Caradoc alzó la cabeza y vio su propia obsesión reflejada en los ojos de Togodumno—. Sí, hermano mio —añadió en voz baja—, también yo estoy enfermo y no tengo una Eurgain que me serene. —Se enderezó, rió, y al momento calló—. ¿Qué harás tú? ¿Y nuestros planes con respecto a Verica?

—Verica tendrá que irse —respondió Caradoc—. Necesitamos sus minas. No quiere vendernos su hierro, está resentido, así que tendremos que tomarlo.

—¿Y luego?

Caradoc se encogió de hombros.

—Luego tal vez los icenos y los cantios. ¿Quién sabe?

Togodumno se puso de pie.

—Si, ¿quién sabe? —acotó como de paso—. ¿Seguirás estrechando la mano de Roma?

Caradoc se incorporó y se quedó pensando. Si asentía, alimentaría el fuego de conquista que ardía en Tog y, en ocasiones, en sí mismo. Si lo negaba, Tog se preguntaría si toda la agitación del Consejo había sido sólo para colocar a Caradoc en el lugar de Cunobelin. Enarcó las cejas, sonrió y abrazó a su hermano.

—No lo sé —repuso—. Primero, ocupémonos de Adminio —sugirió y se tomaron del brazo para salir al día soleado y húmedo, con sus jefes detrás.

Adminio bajó la colina mientras Gladys corría tras él. Pasó el taller del guarnicionero, la herreria y las perreras, donde el adiestrador le saludó con alegría. Por fin, entró en la cuadra. Gladys llegó jadeando y tropezó cuando entró en el oscuro recinto; un olor penetrante y vaporoso la envolvió. Siguió los ruidos tintineantes que producían los arneses al chocar. Había caballos a derecha e izquierda; movían las colas y comían heno. En cualquier otro momento, se habría detenido junto a cada uno para acariciarlo y hablarle en voz baja, pero esa vez continuó su camino. Su hermano estaba ensillando un animal; sus dedos maniobraban con ira los trozos de metal y cuero. Gladys se escurrió entre el amplio flanco del caballo y la pared, y le observó. Adminio hizo caso omiso de ella; en su cara había una mueca rígida, sus labios estaban apretados y sus ojos negros plagados de dolor. Colocó la embocadura del freno en la boca del caballo y le pasó las riendas por el pescuezo.

—¿Adónde vas, Adminio? —preguntó ella con suavidad.

No hubo respuesta. Adminio pasó por debajo de la cabeza del caballo y apartó a su hermana con brusquedad. De pronto, se detuvo y apoyó la frente en el cuero marron.

—Voy a presentarme al césar —replicó ásperamente.

Gladys dio un paso hacia él.

—¡No! No, Adminio, ¿cómo puedes siquiera considerar semejante cosa? ¿Serás como Dubnovellauno, vagarás por Roma, agacharás la cabeza, te arrodillarás frente al senado y sufrirás toda clase de humillaciones? ¿Y para qué? Quédate.

—Me matarán —precisó con los ojos entrecerrados—. Caradoc y Tog. Pronto recordarán que estoy libre y vendrán a buscarme. No pueden dejarme vivir, Gladys, y lo sabes. Pero seré vengado. El césar me escuchará. Está loco, todo el mundo lo sabe, y se le puede manejar con las palabras adecuadas. Le pediré justicia y Cayo me la dará porque le diré... —Se alejó de ella y montó. Gladys se hizo a un lado para evitar los cascos—. Le diré que el Consejo me eligió y que mis hermanos me echaron. Los comerciantes me apoyarán. Le diré que si no me ayuda, perderá todas sus conexiones comerciales en Albion.

—¡No te atreverás! —replicó ella—. ¿Y tu honor, y tu libertad? Adminio, si te marchas, el Consejo te declarará esclavo y perderás tus riquezas. ¿Es eso lo que quieres? —Adminio la miraba desde la montura, mostrando los dientes mientras apretaba y soltaba las riendas en sus manos.

—¿Qué importa cómo me considere la tribu? —exclamó—. De ahora en adelante seré un romano. —Se arrancó la torques del cuello y la arrojó a la cara de su hermana. Tras herirla en la mejilla, la torques luego cayó al suelo con un leve tintineo—. Los catuvelaunos no son otra cosa que un montón de campesinos ignorantes y pendencieros —gritó—. ¡Regresaré para verlos aplastados por las botas de las legiones de Cayo! —Dio una violenta patada al caballo en las costillas y el animal resopló y buscó la puerta. Adminio se agachó sobre el cogote de la bestia y hombre y caballo se marcharon.

Gladys se quedó allí temblorosa, pasándose la manga de la túnica por la mejilla herida. Los caballos habían dejado de masticar y se habían vuelto hacia ella. Los ojos castaños claros la estudiaban con curiosidad. Los tranquilizó como una autómata, con palabras suaves y tontas. Recogió la torques y caminó tambaleándose hacia la puerta. Los hombres ya corrían hacia allí, con Caradoc y Togodumno a la cabeza. Los esperó con una mano en la mejilla y los ojos parpadeando ante la brillante claridad. Los restos de las nubes se habían diluido y el cielo azul irradiaba una tibia blancura.

—¿Dónde está? —jadeó Togodumno al llegar—. ¿Adónde ha ido?

Gladys se dirigió a Caradoc y le miró con tranquilidad.

—Se ha ido a ver a Calígula —explicó—. Para buscar venganza.

Se volvió para ocultar las lágrimas y Togodumno estalló en desdeñosas carcajadas. Caradoc se acercó y rodeó a su hermana con un brazo.

—¿Estás herida? —le preguntó con ternura, y ella meneó la cabeza. En silencio le entregó la torques. Caradoc la cogió, azorado—. ¿Acaso sabe lo que ha hecho? —dijo, y ella asintió. Las palabras de Adminio cayeron de su boca como moras venenosas.

—¿Vamos tras él? —inquirió Sholto con ansiedad, pero Togodumno habló.

—Que se vaya, el muy tonto arrogante —se mofó con tono burlón—. A Cayo le importamos tanto como a Tiberio. No se lanzará a la guerra por un jefe descontento. —Abrió los brazos y levantó el rostro hacia el bendito sol de invierno—. ¡Ahora podemos proceder! ¡Que la banda guerrera se prepare! ¡Oh, Caradoc, un imperio tan grande como el romano para ti y para mí! —Cinnamo respondió a la sonrisa torcida de Caradoc con otra fugaz y extraña. Gladys se enjugó las lágrimas y se alejó.

—¿Adónde vas? —gritó Caradoc al verla pasar bajo la sombra oscura de la entrada de las cuadras.

Gladys se detuvo y contestó con desprecio:

—Al mar.