CAPITULO 25

Venutio pasó menos de dos horas en la aldea y se marchó esa misma mañana. Durante las dos últimas semanas había viajado lejos, guiando a sus hombres hacia el sur, puesto que Aricia lo había mandado buscar con palabras de arrepentimiento y sumisión y el corazón le había dado un vuelco al escucharlas. Se habían peleado muchas veces antes. El la había dejado en varias ocasiones para ir a sus tierras al norte, jurando con amargura que jamás volvería a ensombrecer el vano de su puerta. Sin embargo, cada vez que ella había extendido la zanahoria de la reconciliación, Venutio había corrido tras ella, siempre dispuesto a perdonar, siempre ansioso por verla, por tocarla, por ser blanco de su ingenio sarcástico e inteligente. Había aprendido a acostumbrarse a los insultos y las bromas desagradables ya no le herían.

Sabía que en el fondo de su avidez y de su odio, y del temor a la soledad, Aricia le necesitaba. Siempre había regresado cuando le había llamado. Pero esta vez era diferente.

Apenas podía pensar en lo que ella había hecho. La vergüenza le inundaba como un río caliente de orgullo derretido, vergüenza de ella, de él, de Brigantia. El país estaba manchado de vergüenza y el pueblo apestaba a ella. Su agitación era tan profunda y su dolor e ira tan intensos que no podía estarse quieto y ordenó a los suyos que volvieran a recoger las provisiones que acababan de empezar a esparcir sobre el campo en las afueras de la aldea, caminó de jefe en jefe, de familia en familia, ahogado en su pérdida. Lo observaban con cautela, observaban su rostro enrojecido y contraído, los puños apretados, los calzones manchados de rojo y el pecho desnudo y lastimado donde la sangre ya se coagulaba con rapidez. Mucho antes de que hubiera hablado con todos, la noticia de lo hecho por su esposa y de su reacción corrió por la aldea y se propagó por el territorio.

Antes de los tres días de iniciada la marcha al oeste, su grupo de hombres se incrementó. Las granjas se vaciaron al instante. Las familias abandonaron sus chozas en las aldeas. Cuando se adentró en el bosque vasto que lo conduciría al sur y luego al oeste de nuevo, un cuarto de Brigantia le acompañaba.

Venutio no tenía planes. El informe sobre la batalla final y desastrosa de Caradoc le llegó falseado y distorsionado; sabía que los hombres que tenía que buscar serían difíciles de encontrar, ocultos en lo profundo de la seguridad de las montañas. Pero continuó avanzando. El latigazo del gran crimen de su esposa le impulsaba sin piedad. No podía dormir. Por las noches, cuando las fogatas de sus seguidores se apagaban, dejaba su tienda y se paseaba por los bosques oscuros. Si se detenía, si permanecía inactivo, la oleada de dolor insoportable le alcanzar¡a y le ahogaría. «Aricia», pensaba mientras se abría paso entre los árboles imponentes y oscuros, pero no lograba hilar ninguna otra palabra coherente. Apenas el nombre. «Aricia». Sus pies lo pronunciaban contra las hojas secas del año anterior que hacían crujir; su corazón lo palpitaba a través de su sangre, ardiente, enfermizo y fascinante.

«Aricia». Y sólo cuando su cuerpo estaba exhausto y su mente embotada y no podía tenerse en pie, buscaba el pequeño solaz de su tienda y recibía la bendición de la inconsciencia durante una hora o dos antes del amanecer.

Después de una noche de marcha junto al océano para evitar ser detectados, llevó a su gente al norte del fuerte de Deva a medio terminar. De haber estado en su sano juicio, jamás habr¡a hecho algo así. Un río conectaba el fuerte con la costa y éste siempre bullía con patrullas; dado que los deceanglos no cesaban de hostigar a los miembros de la Vigésima, los romanos eran todo ojos y oídos. Pero la suerte estuvo de su lado. El pantano y el pequeño estuario estaban tranquilos bajo un cuarto creciente. Venutio no lo sabía, pero la Vigésima, envalentonada por la derrota de Caradoc y la dispersión de las tribus, había abandonado su fuerte para dirigirse al sur, a los pies de las montañas ordovicas. Durante cuatro días más, Venutio se mantuvo junto a la costa y luego giró tierra adentro. No había senderos. No tenía destino, salvo el de luchar y purificarse. Se movía por instinto, recordando vagamente la dirección que debía seguir, ya que había pasado tres meses de sufrimiento con Caradoc en esas montañas, la mitad de él un rebelde, la otra mitad añorando a Aricia y la llanura árida de Brigantia. Había abandonado a Caradoc para volver corriendo a los brazos de su esposa como un niño arrepentido. Pero no había olvidado.

Sabía que no tenía esperanza alguna de hallar por su cuenta a Emrys y a Madoc, si es que todavía vivían. Ellos tendrían que encontrarle a él, y debían de estar escondidos en el corazón frío de las montañas, golpeados y precavidos. Día tras día, Venutio y sus cientos de hombres avanzaban hacia donde los bosques crecían sobre laderas muy escarpadas, los ríos descendían del cielo a la tierra y los pocos valles existentes eran tan pequeños y secretos que podían atravesarlos sin darse cuenta. De vez en cuando, encontraban alguna granja sobre la ladera de uno de esos valles, siempre vacía, con el techo de paja podrido, las paredes deterioradas y el pequeño campo de la hondonada cubierto de maleza y de vegetación del bosque alta y nueva. El silencio reinaba en la campiña como un dios vigilante, un silencio que los oía y los veía profanar sus dominios celosamente custodiados. Y aunque hacían los sacrificios lo mejor posible y se rodeaban de hechizos de inmunidad, el mero peso de esa conciencia omnipresente comenzó a afectarles.

Un mediodía caluroso y quieto, cuando se habían detenido junto a un arroyo para beber y remojar sus pies cansados, se pusieron de pie y se encontraron cercados. No habían oído ningún ruido, ninguna agitación de advertencia, una rama o el viento. Sin embargo, cuando Venutio se incorporó, halló una espada en su cuello y una docena de ojos brillantes clavados en él con hostilidad. Sus jefes se quedaron parados como unos tontos mientras los cuchillos delgados los pinchaban.

—¿Quiénes sois y qué estáis haciendo aquí? —preguntó el jefe que escudriñaba a Venutio con una eficiencia fría.

No hubo palabras de bienvenida ni de hospitalidad, pero el brigante no las había esperado. Cerró los ojos con alivio y luego los abrió.

—Soy Venutio, jefe de la tribu de Brigantia. Y éste es mi clan y mi gente —respondió—. Busco a Madoc, o a Emrys, el jefe ordovico.

—¿Por qué?

—Preferiría explicárselo a cualquiera de ellos dos. —Había pensado en explicar a los rebeldes que sus seguidores eran numerosos y que no debían recurrir a la violencia con demasiada premura, pero comprendió que si esos hombres eran vencidos y tal vez asesinados, más le valdría volverse y regresar a casa. Sonrió con ironía para sus adentros. Ya no tenía un hogar. Además, si hacía daño a los rebeldes, jamás saldría ileso de las montañas.

—He oído hablar de este jefe —dijo uno de los hombres—. Peleó junto al arvirago un tiempo, pero no se quedó. Una de sus manos está atada a Roma.

—¡No es cierto! —bramó Venutio. Pero si lo era. Lo había sido hasta entonces y ¿de qué manera podían saber esos asesinos cómo había sido lastimada su alma?

El jefe se decidió enseguida.

—Traedlos —ordenó en voz baja y se marchó, engullido por la sombra estática del mediodía. Sus compañeros hicieron un gesto. Venutio recogió sus pertrechos, indicó a su escudero que pasara la orden y siguió al primer hombre dentro de la penumbra verde.

Al cabo de dos horas llegaron a un campamento. Las tiendas marrones se levantaban junto al mismo arroyo del que había bebido Venutio. Dos personas estaban acuclilladas en la orilla hablando en voz baja y Venutio reconoció con alegría la máscara de lobo de bronce de Sine, su espalda verde, larga y curvada y los flecos grises en sus calzones verdes. No conocía al hombre. Sin una palabra, el guía le dejó y los dos que estaban junto al agua se levantaron. Los brigantes circularon alrededor del campamento y luego se acuclillaron en el suelo, callados, de dos en dos y de tres tres, con los ojos en su señor. Venutio esperó con cierto temor, y luego Sine se situó frente a él.

Los ojos oscuros y severos le estudiaron de pies a cabeza mientras la delgada mano derecha descansaba ligeramente en la empuñadura de la espada.

—Te conozco —dijo—. Venutio. El jefe brigante. Peleamos en el mismo bando durante un tiempo, ¿verdad? Y luego te embargó el cansancio y el hambre y nos abandonaste. —Su voz era tan ruda como su mirada, tan dura como el bronce gastado de su máscara—. No te queremos aquí. No confiamos en ti.

Venutio no quería dar explicaciones, no en ese momento.

—¿Dónde está Emrys? —inquirió.

—Viajando. Está juntando a los jefes que huyeron de Scapula.

—¿Y Madoc?

—Fue a Siluria a reunir a su pueblo antes de que sea destruido. La Segunda ha enloquecido. Los soldados están incendiando los bosques y matando a cada hombre o bestia que encuentren allí. —De pronto, se le ocurrió algo. Venutio lo advirtió en sus ojos y el fuego en ellos le hizo retroceder—. Hay rumores de que el arvirago deambula por las montañas, buscándote —añadió—. Pero el rumor más firme es que escapó a Brigantia. ¿Lo has traído de regreso a nosotros, Venutio?

La esperanza vehemente en los ojos negros volvió a llenar de vergüenza ardiente la garganta del brigante. Bajó la cabeza.

—No, Sine, Caradoc no está conmigo —replicó. Ella notó que había algo más y asintió. El fuego en su mirada se extinguió con la misma rapidez con que se había encendido. Venutio descubrió que no podía proseguir. Tragó saliva. El sudor corría por sus sienes. El dolor hinchaba su lengua y palpitaba inflexiblemente en su cabeza. De repente, apretó ambos puños contra la frente—. ¡Sine! —exclamó con voz jadeante. Las palabras brotaban tan dolorosas, tan melladas que desgarraban su boca—. El arvirago ya no vendrá. Me buscó, pero no me encontró. Mi esposa lo capturó y lo vendió a Roma. Ahora debe de estar en el fuerte de Lindum o camino a Camalodúnum.

Se hizo un silencio doloroso e instantáneo. Venutio no podía mirar a Sine. Ella también se esforzaba por respirar. En torno a ellos, comenzó un gemido, una ola creciente de espanto y pérdida que partió de Venutio, se extendió, y pronto se perdió bajo los árboles. Sine se llevó una mano temblorosa a su rostro oculto, pero esa fue la única señal de que la noticia la había deshecho. Cuando volvió a hablar, su voz era fría y resuelta como siempre y se elevó sobre el dolor y la rabia circundantes.

—¿Ella te envió a nosotros con este mensaje?

Venutio se había recuperado un poco. Abrió los puños y los dejó caer a su cinto.

—No, la he dejado, a ella y a Brigantia, para siempre. No regresaré.

De pronto, la ira la desbordó y Sine gruñó con su boca de lobo sonriente.

—¡No te queremos aquí! ¡No deseamos a ningún brigante aquí! ¡Sois una tribu apestosa y mentirosa, llena de gente sin honor que ya no merece ser llamada libre! ¡Vete! Vete! —Venutio no podía saber si lloraba. Tal vez no. La recordaba como una mujer sin dulzura, sin piedad e intransigente. Se adelantó.

—Sine, no puedo marcharme. No tengo adónde ir. Te he traído hombres y mujeres, guerreros, y vendrán más cuando se extienda la noticia de la caída del arvirago. Permíteme quedarme. Déjame demostrarte que ya no soy el jefe que abandonó a Caradoc por debilidad.

Ella dejó de gritar y le escudriñó el rostro. Había más allí de lo que las palabras podían expresar.

—¿Y Eurgain? ¿Y Llyn? ¿Dónde está la familia? —preguntó.

Venutio meneó la cabeza con pesar.

—No lo sé. No estaban con él cuando... cuando... —Al cabo de un rato, Sine se cruzó de brazos.

—Muy bien. Puedes quedarte. Pero no te prometeré nada hasta que mi esposo y Madoc regresen. Quizá decidan asesinarte.

—Entiendo. Puedes vigilarme si lo deseas, Sine, pero no escaparé. Mi destino ahora está aquí.

Ella le observó alejarse. El cabello rojo enredado rozaba su espalda y las piernas largas y gruesas se mecían con naturalidad desde las estrechas caderas.

—No estarás aquí mucho tiempo, brigante —masculló—. No aguantarás el ritmo.

Uno de los jefes de Venutio la oyó y se aproximó.

—Estáis equivocada, señora —manifestó—. Ha hecho un juramento y su esposa carga el peso de su sangre. Se quedará.

Ella replicó con vehemencia:

—Esa es una ceremonia seria, pero habría sido más honorable para él si la hubiera matado. ¿Qué le importa a ella el peso de la sangre de su esposo?

El jefe saludó y se retiró. Sine se quedó escuchando el lamento a su alrededor, con los dedos todavía en su espada. «Vuelve pronto, Emrys —pensó—. ¡Date prisa! O le mataré.»

Emrys regresó tres semanas después con el grueso de su tribu. Para entonces, la noticia del encarcelamiento de Caradoc en Camalodúnum había sido confirmada por los espías, que hicieron una pausa sólo para añadir la noticia de la captura de Eurgain y la ejecución de Bran antes de seguir camino a Mona para informar al maestro de los druidas. Emrys escuchó en medio de un silencio resignado. Hizo llamar a Venutio, le dio la bienvenida con cortesía y luego le interrogó en detalle. El brigante tenía poco que añadir a la tragedia excepto su propia herida invisible, y Emrys, después de una noche de infructuosa discusión con su mujer, decidió permitir que Venutio se quedara. Después de todo, había traído sangre fresca al oeste, y muchos hombres de las tierras bajas, ofendidos y humillados, le habían seguido para incrementar las filas rebeldes. Día tras día, esas filas crecían a medida que los supervivientes de la batalla iban apareciendo. Pero no había cohesión ni determinación en ellos. Faltaba Caradoc para estimularles y despabilarles.

Emrys se alegró cuando Madoc, herido pero indomable, entró contoneándose en el campamento con tres mil de sus hombres. El sur de Siluria ya no existía. Era un desierto ennegrecido y lo que el fuego no había destruido, lo habían hecho los soldados. Pero Madoc no estaba desanimado. Todavía podían armar un frente allí, en el norte de sus tierras, un punto de batalla... si tan sólo hallaran al arvirago. Cuando Emrys le dio la noticia, reaccionó como era previsible: rugiendo como un toro herido. Desenvainó su espada y empezó a correr, azotando los árboles. Luego se desplomó junto al fuego y sollozó.

—¿Qué haremos ahora, Emrys? —preguntó cuando hubo terminado—. ¿Es posible continuar sin un arvirago?

—No podemos rendirnos, de modo que no tenemos opción —contestó Emrys con firmeza. Madoc se enjugó el rostro y enfundó su espada—. Creo que todos hemos aprendido una dura lección desde que el orgullo de mi pueblo forzó a Caradoc a una batalla campal. No volveremos a ser tan tontos. Tú y yo, Madoc, debemos continuar.

—Los démetas. Los deceanglos. ¿Nos escucharán?

—Creo que sí. Pero si no lo hacen, no importa. Ahora están enzarzados en sus propias batallas; los démetas a lo largo de sus costas, y los deceanglos contra la Vigésima. Los deceanglos tendrán que confiar en nosotros, ya que somos los únicos que estamos en condiciones de proporcionarles la ayuda que necesitan.

—Ah, Madre, qué tragedia! —suspiró Madoc—. Y todo porque tus arrogantes hombres libres se negaron a bajar la cabeza y a aceptar la autoridad del arvirago!

—No pelearé contigo, viejo amigo —declaró Emrys con tono enérgico—. Si eres sabio, no verterás reproches en nuestras cabezas, puesto que ahora están tan bajas que ya no pueden estarlo más. Debemos mirar hacia delante.

—Preferiría no hacerlo —repuso Madoc—, pero tienes razón. Ahora, ¿qué opinas del brigante? A Sine no le gusta.

—Mi Sine odia y ama lo que escoge y a quien escoge —explicó Emrys.

Sus ojos se volvieron para estudiar a su esposa que estaba midiendo su espada con su escudero—. Pero sus emociones no interfieren con su sentido común. Venutio todavía debe demostrar que es digno de confianza. Le vigilaremos de cerca, pero creo que esta vez está aquí para quedarse.

—¡Bah! Un hombre que permite que una mujer como esa bruja brigante domine sus pensamientos es débil y no merece el esfuerzo de ser salvado —se quejó Madoc—. Pero es un gran guerrero. —Emrys guardó silencio. Se había llevado una mano a la barbilla y su mirada se había vuelto a posar en Sine, que lanzaba estocadas junto al agua. Madoc se puso de pie y se fue a dormir.

Esa noche, Emrys, Madoc, Venutio y unos pocos jefes se congregaron. No era un Consejo, puesto que llamar a Consejo habría significado una espera de días mientras los hombres libres registraban las montañas en busca de los extraviados que aún se encaminaban al campamento. Los hombres habían comido y bebido y estaban sentados con las piernas cruzadas en la tibia oscuridad, cerca del pequeño fuego. A su alrededor, el campamento cada vez más numeroso se disponía a descansar. Los exploradores estaban apostados. Las madres reunían a sus hijos, y voces suaves llenaban de nuevo el aire nocturno. En algún lugar, un bardo cantaba una amable canción de verano y, en la distancia, el entrechocar de hierro contra hierro contradecía la paz que envolvía a los hombres. Emrys se quitó la capa de los hombros y los miró con atención, uno por uno.

—Quiero hablar de Caradoc —dijo—. ¿Existe alguna posibilidad de rescatarlo? Dadme vuestra opinión.

Durante un momento, lo consideraron con las miradas bajas. Luego la voz ronca de Madoc retumbó.

—Scapula ha intentado atraparlo durante años. Y ahora ha tenido éxito. No dormirá hasta que Caradoc se encuentre camino de Roma y, hasta entonces, Camalodúnum estará abarrotada de soldados desde el muro de piedra hasta las puertas. Intentar un rescate sería un suicidio.

—Si hubiera alguna esperanza de que el arvirago regresara, aun cuando significara la muerte de todos los hombres de la banda guerrera, lo intentaríamos —dijo un jefe—. Pero no hay esperanza. La única oportunidad que tuvimos fue cuando lo trasladaron a Camalodúnum, pero como no supimos de su captura hasta que llegó allí, no pudimos hacer nada. Ahora es demasiado tarde.

—Estoy de acuerdo. —Venutio habló con vacilación, consciente de que los hombres le mantenían a distancia y que esto duraría hasta que de alguna manera pudiera demostrarles su firme resolución de permanecer con ellos—. Se pudo haber intentado un rescate por la fuerza de las armas durante el viaje al sur, pero hemos estado demasiado desorganizados para planear una emboscada de ese tipo. Un grupo pequeño de hombres podría deslizarse al sur hasta Camalodúnum, pero lo dudo. No se permitirá a ningún hombre de las tribus acercarse a la celda del arvirago. Hemos perdido la oportunidad. —De inmediato, sintió la hostilidad del resto. «Tú nos hiciste perder la oportunidad —le dec¡a el silencio reinante—. Tú eres el culpable.»

Emrys cruzó con flojedad sus brazos bronceados por el sol.

—Caradoc no querría que le rescatáramos a menos que existiera una buena oportunidad —precisó—. Diría que necesitamos a cada guerrero que nos queda para los días venideros.

—¿Y las mujeres? —interrumpió Venutio con brusquedad. Todos los ojos se clavaron en él.

—Habla, brigante —gruñó Madoc con un brillo astuto en la mirada.

—Los hombres no podrán entrar en Camalodúnum, pero las mujeres quizá sí, guerreras disfrazadas de campesinas. No demasiadas. Cinco o seis, tal vez. —Los hombres no le quitaron la vista de encima y Emrys llamó a su escudero.

—¡Trae al explorador de Camalodúnum!

Le esperaron con respiración agitada y posturas ansiosas. El hombre vino y se acuclilló frente a ellos.

—Detalla el despliegue de tropas en la aldea —le ordenó Emrys.

El explorador respondió con presteza y balanceándose sobre sus pies descalzos.

—Dentro de Camalodúnum, alrededor del foro y de los edificios administrativos donde se encuentran el arvirago y su familia, hay doscientos soldados. No se permite la entrada a ningún miembro de las tribus, sin excepción. Sólo los romanos pueden pasar al templo y a las oficinas del gobernador y del alcalde. Entre ese lugar, el muro y las puertas, hay quinientos más, apostados en cada calle. Entre la aldea y el río y diseminados por el bosque, hay más de mil.

—¿Estás seguro? —Los números parecían ridículos, casi dos mil hombres para custodiar a una familia.

—Bastante seguro. A veces limpio los arneses en las cuadras con el criado de un centurión. Le gusta hablar. A menos que un hombre pueda volar, el arvirago irá a Roma, y pronto. En un mes.

Emrys le dio las gracias y lo despachó. El entusiasmo de los jefes se había convertido en desilusión.

—No creo que intentemos un rescate —concluyó Emrys—. Tu idea era buena, Venutio, pero los romanos ya saben que las manos que empuñan nuestras espadas no tienen sexo. Caradoc lo entenderá.

Se quedaron sentados sin hablar. Una idea descabellada tras otra se sucedía en sus mentes, pero eran conscientes de que todos los planes eran inútiles. Muchos kilómetros se extendían entre ellos y Camalodúnum y en la propia ciudad no había más que muerte. No obstante, ninguno quería ser el primero en dejar el fuego y admitir el fracaso, de manera que permanecieron allí hasta que el silencio descendió sobre el campamento y el suave cielo nocturno de verano se cubrió de estrellas.

Venutio sabía que le vigilaban estrechamente. Sólo cuando dormía estaba a solas, aunque su clan y su tribu se mezclaban con libertad y creciente comodidad entre los demás hombres de las tribus. Todas las mañanas, Madoc y Emrys le mandaban a buscar, con mucha cortesía, con mucha suavidad, y pasaba los días yendo de campamento en campamento. En ocasiones, Madoc y Emrys viajaban; estaban organizando una nueva red de comunicación a través de las montañas entre los campamentos de una docena, cien e incluso quinientos guerreros. Venutio comenzó a trazar un mapa en su cabeza y llenó lentamente sus contornos con rutas para las provisiones, senderos para los exploradores y caminos de guerra entre un grupo rebelde y otro. Por primera vez, se dio cuenta de la genialidad del arvirago mientras Emrys y Madoc reconstruían con esmero lo que Roma había destruido. Un manto invisible de hilos delgados mantenía unido al oeste y a lo largo de esos hilos, como arañas calladas y laboriosas, fluían granos desde Mona, hombres y noticias. Se transmitían órdenes, se averiguaban y confirmaban estrategias. Emrys y Madoc empezaron a reparar con paciencia los hilos cortados y, en la mente de Venutio, el oeste fue adquiriendo una forma íntegra a medida que se conectaban el norte con el sur y el este con el oeste. El oeste era un ejército. Sus unidades se dispersaban a lo largo de kilómetros de terreno escabroso, demasiado vasto para que un general romano pudiera controlarlo. Pero no estaba demasiado separado para un guerrero dotado si sus compatriotas eran ágiles y capaces de interpretar con rapidez un cambio en las órdenes; si podían quedar aislados del centro del poder y sin embargo eran capaces de funcionar como una parte de la totalidad. Las unidades cambiaban de posición, de forma, crecían o disminuían, y esos hilos vitales se modificaban con ellas, siempre fluidos, siempre estáticos.

Sólo un hombre de una habilidad excepcional podía haber creado y mantenido esa telaraña viviente, y Venutio acabó por comprender que su esposa había destruido algo, a alguien, irreemplazable. Mientras avanzaba por los desfiladeros con los ordovicos o los siluros, la tristeza y la ira por Caradoc se intensificaban en su interior. Los druidas no habían hecho nada por reemplazar al arvirago. Un arvirago primero se hacía, después se escogía. Era demasiado pronto. Pero podría no suceder jamás.

Comenzó a notar los puntos fuertes y débiles. Advirtió que las provisiones de Mona seguían una larga ruta antes de adentrarse en las colinas y decidió que era un procedimiento peligroso. Se sentaba solo por las noches y movía las unidades en su mente como piezas de juego, sin fiarse mucho de su honor, como hacía Emrys, ni contradiciendo órdenes por recelo, como solía hacer Madoc. En su mente, el oeste adquirió una forma nueva. No dijo nada a sus guardianes todavía desconfiados, ya que su consejo habría sido recibido con recelo. Observaba, aprendía y esperaba. De vez en cuando, Sine iba a verle por las noches, todavía hostil pero muy cortés, y hablaban de trivialidades. Venutio intuía que ella buscaba sondear algo más profundo que las palabras, pero no sabía qué. Su esencia, tal vez, su alma. Se le ocurrió que Emrys la enviaba, pero no le importaba. Las piernas largas y cruzadas con descuido, el cabello negro desordenado y agitado por el viento y el aire de honor puro y salvaje acentuado por la mirada de lobo maliciosa y gélida le reconfortaban. Era tan distinta de Aricia... Ningún laberinto de necesidades complejas y a medio asimilar ni maquinaciones frías y encubiertas alteraban las conversaciones entre ellos, y los velos benditos de la paz pronto descendieron sobre él. Empezó a sanar.

Un mes después, cuando el otoño ya se olía en el viento, uno de los espías de Camalodúnum encontró a Emrys y a Venutio juntos. Estaban almorzando venado y bayas. El hombre se acuclilló enseguida y compartió la comida con ellos antes de transmitir su noticia.

—El arvirago se ha ido —manifestó por fin—. Estuve allí. Muchos hombres de las tribus se congregaron para despedirle con canciones. Se le veía muy cansado, pero salvo eso, bien.

—¿Habló? —Emrys había estado esperando ese mensaje, pero no pudo evitar estremecerse. El dolor latente y siempre presente renació.

—Sí, pero no dijo muchas palabras. «Decidles que no me rendí y que ellos tampoco deben hacerlo», dijo. Supongo que no habrá podido decir más, sabiendo que estaba viendo Albion por última vez.

Emrys suspiró.

—Gracias, hombre libre. Regresa a Camalodúnum. Necesito conocer los planes de Scapula para el invierno, pero no vuelvas con la información. Envíala a través de la cadena. —La siguiente orden le costó pronunciarla, y su voz sonó ronca—. Cuando se sepa la noticia de la ejecución del arvirago, quiero enterarme lo antes posible.

—Entendido, señor. —El espía se puso de pie y se alejó. Venutio y Emrys no podían mirarse. Una soledad imprevista los embargaba. Mientras Caradoc había estado en Albion, en cierta manera, su presencia se había cernido sobre el oeste, pero en ese momento los dos hombres se sentían vacíos, débiles y desorientados. La energía de un hombre poderoso había desaparecido y dejado una sensación de pérdida y vacío.

Venutio fue el primero en incorporarse. Se echó hacia atrás el cabello fulgurante, y se quedó observando a Emrys.

—Has oído la última orden que nos impartió —declaró ásperamente—. No nos rendiremos. Jamás. Mientras haya un guerrero que llame al oeste la cuna de su libertad, seguiremos peleando. No pensaremos en el pasado y ya no me avergonzaré de algo, que de haber podido, habría dado mi alma por evitar. Ni tampoco me esconderé aquí, esperando el perdón. Caminaré por los campamentos en libertad y con la espalda erguida. ¡Arriba, Emrys! No podemos fallarle ahora.

Sorprendido, Emrys alzó la vista. El rostro severo sobre él le hizo levantarse. Durante un instante, se miraron a los ojos e intercambiaron una carga de determinación, un pacto de luchar o caer juntos. Pero no era amistad. Se entendían mutuamente, nada más.