Primavera del año 50 d. de C.
CAPITULO 20
Boudicca permaneció inmóvil mientras Hulda le colocaba la pesada capa escarlata alrededor de los hombros. Luego levantó la barbilla y la sirvienta sujetó los pliegues a la túnica con un pequeño broche de oro. La habitación era grande y lúgubre y estaba llena de las corrientes húmedas de la noche lluviosa de primavera, y aunque alcanzaba a oir las risas y las conversaciones inconexas de los hombres libres que entraban y salían de la casa, se sentía aislada, desconectada en ese cuarto ordenado y silencioso. Se acercó con rapidez a la mesa, tomó la corona de oro con incrustaciones de ámbar tibio y brillante y se la colocó en la frente.
—¿Dónde están las niñas? —preguntó, y Hulda se aproximó con la copa de vino.
—Han ido al salón. Lovernio prometió enseñarles el nuevo juego de mesa esta noche y dejarles tocar su arpa.
—Bueno, ve y siéntate con ellos, Hulda, y procura que Lovernio no saque los dados. Prasutugas no quiere que jueguen a ese tipo de cosas. Puedes retirarte. Ya no te necesito más.
La criada inclinó la cabeza, tomó su propia capa y Boudicca se quedó sola con las sombras soporíferas y bailarinas. Prasutugas llegaría tarde. Siempre llegaba tarde esos días, pues el brazo le dolía sin parar cuando el clima se tornaba húmedo y el vapor emanaba de los pantanos. Pero escondía bien su incomodidad y jamás se quejaba.
«Yo me quejaría —pensó ella—. Gritaría, me enfurecería y me emborracharía hasta quedar atontada, en lugar de sonreír como un druida doliente y aguardar a que me pregunten cómo me siento. Oh, Andrasta, ¿qué sentido tiene?» Vació la copa y la depositó con un golpe en la mesa. Luego se cruzó de brazos y se paseó despacio entre el fuego y los cortinajes pesados y delicados que ocultaban la puerta. La contabilidad ya estaría terminada.
«Pero supongo que está hablando con el asistente del procurador; estarán intercambiando comentarios insignificantes y corteses mientras los hombres libres regresan a sus granjas con las manos vacías y yo espero aquí, cada vez más enfadada. No quería ir esta noche, lo sabe, y sin embargo, me deja aquí aguardando mientras pierde el tiempo. Ahora, Favonio tendrá motivo para hacer otro de sus comentarios despectivos a su limpia y perfumada Priscila. "Éstos bárbaros carecen de modales, querida; no le dan importancia al tiempo." Y Priscila cacareará como una de esas aves extrañas y ridículas que llaman gallinas y enviará a su sirviente a la cocina con la orden de mantener la comida caliente.» La imagen hizo sonreír a Boudicca y tomó la copa; al ver que estaba vacía, se arrojó en una silla. «No, es injusto. Favonio y Priscila son buenas personas que hacen todo lo posible por civilizar a este pueblo salvaje. ¡Qué tarea tan desagradable y tan ingrata! ¡Oh, Subidasto, feroz y leal hijo de los icenos! ¿Qué piensas de nosotros ahora? ¿Acaso no somos elegantes con nuestras suaves cortinas romanas y nuestros triclinios y nuestra hermosa vajilla de plata? —Se levantó de un salto y comenzó a caminar otra vez—. Esta noche, no. No debo pensar esta noche; debo ser dulce y simpática. El hambre me está trastornando.»
Oyó pasos fuera y el jefe apostado en la puerta saludó. Prasutugas entró deprisa, quitándose la capa. Trató de desprenderse el cinto y ella corrió a ayudarle.
—Lo lamento, Boudicca, pero no podía irme sin terminar. El asistente del procurador no lograba equilibrar las cuentas y yo tampoco. ¿Dónde está Hulda?
—La mandé a cuidar a las niñas. Déjame ayudarte. —Le quitó la túnica floreada por encima de la cabeza, con cuidado al pasaría por el muñón, pero a pesar de su esmero, él hizo un gesto de dolor—. ¿Te duele mucho hoy? —preguntó, y buscó otra túnica limpia en el mueble. Prasutugas agitó una mano.
—Como siempre en primavera. Ha comenzado a supurar otra vez.
—Favonio llamará a su médico y entonces te sentirás mejor. —Le pasó la túnica limpia por la cabeza, se la ciñó con el cinto y comenzó a peinarlo. Él no se movió, dócil como un niño—. Vamos a llegar tarde. —Arrojó el peine al suelo y le puso la capa sobre los hombros— Creo que deberíamos ir a caballo.
Prasutugas escogió cuatro brazaletes de plata y se los puso en la muñeca.
—No puedo, Boudicca, esta noche no. El carro nos espera. —Su voz era aguda, casi un gemido, y ella se dio cuenta de que el dolor era muy intenso.
Un druida podría haberle dado alguna droga, pero a esas alturas ya no habitaba ningún druida en territorio iceno. El médico le pondría un bálsamo y el vino se encargaría del resto. Le acarició la mejilla.
—No tenemos que ir, Prasutugas. Podríamos quedarnos y sentarnos junto al fuego, comer cordero y beber buena cerveza. Luego nos iríamos a la cama. —Lo sugirió sin esperanza, y aun antes de que terminara, él sacudió la cabeza y se dirigió a la puerta.
—Es muy tarde ya para rechazar la invitación y, además, quiero ir. Favonio debe de tener noticias que contarnos. —Ella se encogió de hombros, apagó con un soplido la lámpara que colgaba junto a la puerta y le siguió.
La lluvia los azotó en el rostro al avanzar los pocos pasos que había hasta el carro, y Boudicca se cubrió con la capucha para protegerse del viento tibio y mojado. La luna brillaba baja en el oeste, un cuarto creciente débil y gris sobre nubes raudas, y los árboles que rodeaban la aldea se encorvaban bajo los primeros vientos de la primavera. Montaron y Prasutugas mantuvo el equilibrio con facilidad. Boudicca tomó las riendas y bajaron traqueteando a lo largo del camino que conducía a las puertas, de los terraplenes truncados y del montículo marrón que había sido el foso. Lo habían rellenado con tierra y la hierba crecía donde antes había corrido el agua. Cuando el carro lo cruzó, sacudiéndose, los centinelas romanos se enderezaron y saludaron. Boudicca silbó a los caballos y éstos se internaron en el refugio de la línea de árboles desde donde se vislumbraban las luces de la pequeña guarnición a través de la fresca oscuridad. Llegaron en unos minutos. Otros centinelas levantaron faroles y abrieron de par en par las altas puertas de madera mientras ellos trotaban hacia el recinto. Se detuvieron, descendieron y un muchacho corrió a tomar las riendas.
Un oficial avanzó para recibirlos.
—Saludos, señor —dijo—. Una noche desagradable. Por favor, seguidme. —Le devolvieron el saludo y caminaron por la tierra apisonada del patio de reuniones, pasaron el cuartel general y viraron a la izquierda hacia el sector de las casas de los oficiales, una ordenada hilera de construcciones de madera. La puerta de Favonio estaba abierta; la luz de las velas y las lámparas se mezclaba con la lluvia y la convertía en un brillante fulgor frío. Los tres subieron al pórtico y sus botas produjeron sonidos huecos en los rústicos tablones. Boudicca se echó hacia atrás la capucha y se sacudió el cabello.
El oficial se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó en el momento en que Favonio mismo salía a recibirlos con los brazos abiertos, con el rostro carnoso envuelto en sonrisas y una elegante toga blanca que caía sobre sus pies grandes con sandalias.
—Saludos, Prasutugas, y a ti también, Boudicca. Pensamos que quizá no vendríais. ¡Entrad, entrad! —Les hizo pasar y un sirviente cerró la puerta y se volvió para tomar sus capas. Favonio, al ver el semblante tenso y agotado de Prasutugas, comentó con pesar—: No te sientes bien esta noche, amigo mio. ¿Acaso es tu brazo? ¡Longino! —El sirviente inclinó la cabeza—. Corre a buscar al médico. —Se volvió hacia su invitado—. Deberías habernos avisado de que no te encontrabas bien y no podías venir. Priscila lo habría comprendido.
Avanzaron hacia el salón. Contra una de las paredes, el fuego se elevaba hacia la chimenea con un crepitar alborozado. A la derecha, las llamas iluminaban el templo casero donde Júpiter el Supremo, Mercurio para la fortuna, Marte y Mitra recibían las ofrendas diarias. Favonio era devoto de Mitra y se decía que había alcanzado el grado de León, aunque sólo sus colegas iniciados y él mismo sabían si el rumor era cierto. Los hombres de Mitra eran honrados. Vivían según una estricta y ascética filosofia de disciplina personal y conducta franca, y Prasutugas había comentado a Boudicca en repetidas oportunidades que los icenos eran afortunados al tener sus asuntos en manos de alguien como Favonio. Sin embargo, Boudicca, que observaba con aversión al dios flanqueado por aquellos guardias severos con antorchas en las manos como había hecho tantas otras veces en esa habitación, no se dejaba impresionar.
«Prefiero los vientos puros de los bosquecillos de Andrasta», pensó cuando apareció Priscila, sonrojada y bonita con su túnica amarilla. Llevaba el cabello recogido bien alto, con cintas amarillas entrelazadas. Sus pies diminutos y suaves estaban adornados con volantes y sus brazos tintineaban con brazaletes de oro. Una nube de perfume fuerte hizo fruncir la nariz a Boudicca cuando las dos se abrazaron con sonrisas de mutua aversión.
Boudicca pensaba que las mujeres romanas eran juguetes, adornos como las espirales de azúcar que adornaban sus preciosas tortas e igual de inútiles. Priscila no era la excepción, a pesar de que su marido la había traído hasta ese oscuro confín del imperio y la había expuesto a todo tipo de peligros e incomodidades. En cuanto a Priscila, miraba a Boudicca con un desprecio bien disimulado; la consideraba una bárbara hombruna y grosera, típico exponente de la masa inculta de nativos sórdidos que no conocían el tacto ni la cortesía y se resistían con inigualable menosprecio a sus esfuerzos por instruirlos. Sentía pena por Prasutugas, que poseía las cualidades de un buen ciudadano romano pero que no lograba liberarse de su dominante esposa. En su debilidad, suponía Priscila, permitía que ella le pisoteara. Ningún hombre romano lo habría tolerado.
Una vez por fin concluido el ritual de los saludos, Favonio los invitó a acomodarse en los triclinios; todos se recostaron con rapidez; los estómagos se quejaban de hambre. Priscila hizo una seña al sirviente que aguardaba con los brazos cruzados junto a la puerta.
—Gustatio —ordenó, y se volvió a los invitados con una ancha sonrisa.
Sirvieron vino en las copas de cristal azul mientras el viento golpeaba la ventana.
—¿Cómo va el viñedo? —preguntó Prasutugas a Favonio—. ¿Ya ha dado señales de vida?
—Parece estar rebrotando —contestó el romano—, pero es muy lento. Si las uvas de este otoño resultan tan amargas como las del año pasado, abandonaré el intento y me concentraré en las rosas. Por lo visto, les sienta bien la humedad.
—Este verano construiremos un hipocausto que estará listo para el invierno —dijo Priscila—. El invierno pasado casi me congelo, y Marco tosió de diciembre a mayo. —Siguió parloteando y Boudicca probó el vino y lo hizo a un lado. Le habían puesto miel de nuevo y le resultó asquerosamente dulce.
«Todo en ellos es exageradamente dulce —pensó con desprecio—. Pobre Marco, con esa tos.» Sin embargo, le agradaba el chico de ojos claros y sinceros y su manera directa de hablar. Mientras los sirvientes avanzaban cargados con fuentes, tomó la copa de nuevo y bebió más vino, contenta de ver que esa noche había ensalada, hecha con los brotes frescos de la huerta del destacamento, apenas verde. El sirviente se inclinó y depositó una fuente sobre el inmaculado mantel blanco, justo frente a ella. Boudicca suspiró para sus adentros. Ostras otra vez. No comprendía la pasión romana por los mariscos de su costa. Observó divertida a Priscila pasarse la lengua por los labios y recoger la cuchara.
—¿Cómo están las niñas? —le preguntó Favonio al tiempo que masticaba con fruición—. Ayer vi a Ethelind pasar corriendo a caballo. ¡Cómo está creciendo!
—Será una excelente amazona —contestó Prasutugas por su esposa, al advertir su aire abstraído—. Tiene una habilidad natural. Pero es imprudente.
—Marco también monta muy bien —acotó Priscila—. Está impaciente por tener la edad que le permita entrar a formar parte de la caballería. Favonio mandó buscar un tutor a Roma, pero es tan caro educar a un niño aquí... Me las arreglo con las lecciones de gramática e historia, cuando logro que el pequeño diablillo me preste atención, pero ya está en edad de aprender fliosofía y retórica y eso me supera.
«¡Filosofia! —pensó Boudicca—. ¡Retórica! Por Andrasta, ese muchachito es digno de recibir el adiestramiento de un jefe de tribu y ella quiere enseñarle filosofía.»
Los sirvientes comenzaron a retirar los platos vacíos y el médico entró.
Su cabeza descubierta y mojada brillaba y sus pies dejaban diminutos charcos en el suelo de baldosas. Favonio le saludó con tono afable.
—Acércate y bebe una copa de vino. Haré que te lo calienten. Por favor, Julio, examina el brazo de Prasutugas. Ha vuelto a causarle molestias.
El médico saludó a todos los presentes y se sentó junto a Prasutugas. Cogió el muñón con delicadeza y apartó la manga vacía. Priscila desvió la vista. La herida se había vuelto a abrir y rezumaba un liquido amarillento. El médico exclamó con fastidio:
—Tal vez tenga que cortar un poco más —manifestó sin rodeos—. El bálsamo no está dando ningún resultado.
Prasutugas se alejó y se bajó la manga con el brazo sano.
—Ya habéis cortado antes —protestó— y todavía no cicatriza. Mejorará en el verano. Por ahora, sólo dadme más bálsamo.
El médico se levantó.
—Os lo enviaré esta noche. No deseo vino, gracias, señor. No interrumpiré vuestra cena. —Inclinó la cabeza y se marchó. El silencio descendió sobre la mesa. Los sirvientes regresaron con el siguiente plato: cordero humeante y fragante. El aroma a tomillo y romero llenó la habitación y las porciones se sirvieron en lustrosos platos de color coral. Boudicca levantó la vista.
—¿Hay noticias del oeste? —inquirió con su voz ronca y áspera algo más elevada de lo que hubiera deseado. Favonio enarcó las cejas en dirección a su esposa y estudió los ojos castaños y brillantes de Boudicca.
«¡Qué mujer! —pensó Favonio con admiración—. Contempla esta mesa como un águila depredadora y su conversación es tan sutil como el grito bronco de un águila.» La piel rosada alrededor de sus párpados se arrugó cuando sonrió y contestó.
—No, nada nuevo. Según los rumores, el gobernador tiene intenciones de llevar a cabo un gran esfuerzo esta temporada y rodear a Caradoc y sus hombres. De hecho, ha habido mucha actividad en Colchester estos días. Los últimos legionarios activos han marchado hacia el oeste y los veteranos se ocupan de reemplazarlos. A los nativos no les gusta, por supuesto. Los veteranos tienen derecho a tierras y éstas deben provenir de los campesinos. Habrá dificultades si Scapula no tiene cuidado.
—Ya hace tiempo que ha dejado de tener cuidado —señaló Priscila, al tiempo que cortaba un trozo de carne con su cuchillo—. Está obsesionado con Caradoc. Hasta sueña con él. Hace que le lean los augurios todos los días, con la esperanza de que su suerte cambie. Pero ese jefe salvaje sigue matando soldados como el viento arrastra las hojas. El gobernador ha subido el precio de su cabeza a seis mil sestercios y ofrecido la ciudadanía romana al nativo que lo entregue.
—¿Más vino, Priscila? —terció su marido enseguida y se echó hacia delante para servirle antes de que lo hiciera el sirviente, y susurro—: ¡No sigas! ¡Los avergonzarás! —Se enderezó y sonrió—. ¿Saldrás a cazar mañana, Prasutugas? Si lo haces, creo que iré contigo. Deseo ver cómo se comportan los perros.
Pero Boudicca no iba a permitir el cambio de tema.
—¡Seis mil! Supongo que eso habrá sorprendido en Roma —y emitió una carcajada grave y áspera, casi varonil—. Hará falta más que dinero para persuadir a los jefes de que olviden su juramento a Caradoc. Han pasado tres años desde que Scapula llegó a Albion y encontró a los cornovios y a los dobunnos en un estado de confusión, y a las legiones desmoralizadas. Y todavía la situación es precaria. ¡Qué hombre! Le conocí una vez, ¿lo sabias, Prasutugas?
Favonio no alzó la vista del plato. Priscila enrojeció, se aclaró la garganta y se preparó para distraer a sus invitados. Pero Boudicca no pensaba detenerse y Prasutugas supo con pesar que la velada ya estaba estropeada. Meneó la cabeza con reserva, como si no estuviera interesado, y miró a su esposa con una súplica desesperada. Pero ella sonrió intencionadamente, levantó la copa con aire burlón y bebió.
—Yo tenía seis años. Mi padre me llevó con él a Camalodúnum cuando fue a presentar una queja a Cunobelin. No recuerdo de qué se trataba, pero sí que tomé la mano de Caradoc y monté su caballo. Me parecía alto como un gigante y muy apuesto. Tenía cabello castaño tupido y ojos tiernos. Se rió de mi padre y de mí cuando le dije que los catuvelaunos padecían la enfermedad romana.
Prasutugas emitió un sonoro gruñido y Priscila tragó, ya sin apetito. Pero Favonio se recostó en el triclinio y clavó la vista en Boudicca con una expresión carente de cordialidad.
«Te conozco, señora —pensó mientras observaba cómo las llamas se elevaban detrás de su invitada y daban una vida roja y vibrante a las intensas ondas castañas de su cabello al tiempo que arrancaban destellos color miel del ámbar de su corona. Ella le sonreía con el rostro pálido y pecoso iluminado con malicia. Los ojos castaños claros destellaban, y las uñas de los dedos hábiles y romos repiqueteaban en el cristal de la copa—. Sé por qué los icenos eligieron rey a Prasutugas y no a ti. Aguijonéame todo lo que quieras; no me dejaré fastidiar. Y si tu hostilidad se apacigua de esta manera, te felicito. Tienes las manos atadas y lo sabes. Tus jefes quieren paz y prosperidad y puedes despotricar todo lo que desees. Yo mando aquí.»
—¡Qué tonto fue al burlarse! —comentó con tono seco—. Debes admitir, Boudicca, que bajo su autoridad, los catuvelaunos terminaron destruidos como tribu.
—Como tribu, sí, pero no como pueblo libre, los que quedan. Para ti es un desterrado loco y harapiento con un precio sobre su cabeza pero para los hombres del oeste es arvirago, un salvador.
—¿Salvador de qué? Sus seguidores mueren como moscas, de hambre y peleando, cuando con una sola palabra suya, podrían deponer las armas, regresar a sus hogares y vivir en paz. Creo que es un asesino.
—Sería la paz de la muerte del alma —contestó ella con suavidad. Sus ojos perdieron el brillo y se llenaron de dureza—. Favonio, te pido disculpas por mi descortesía de esta noche, pero ya me conoces lo suficiente para saber que no me quedaré aquí sentada sonriendo mientras se atropellan mis principios. Scapula ha olvidado que está aquí para gobernar. Ha movilizado todas las legiones con un único fin: la captura de un hombre solitario y perseguido. ¿Qué tiene que ver esa locura con la prosperidad y la paz de la provincia?
Favonio llamó a los sirvientes.
—Traed el mensae secundae —ordenó, lacónicamente, y volvió a mirar a Boudicca—. Incluso tú conoces la respuesta a esa pregunta. Cuando capturen a Caradoc, la resistencia acabará. Así será. Sólo él continúa la guerra y cuando le envíen encadenado a Roma, lo cual por supuesto terminará por ocurrir, la gente seguirá su vida normal.
Boudicca sacudió la cabeza con vehemencia y el vino le salpicó las manos.
—No, no lo harán. Oh, Favonio, es lo que no comprendes. El pueblo no quiere tu paz ni tu prosperidad. Sólo quieren la libertad.
—¡Bah! —replicó con malhumor—. Libertad es una palabra que usan los niños. Ningún hombre ha sido libre jamás. ¿Qué clase de libertad quieren, entonces? Roma puede librarles de la guerra, la necesidad, las enfermedades y el temor. ¿Qué más pueden pedir? ¿Qué?
—Quieren que los dejéis en paz.
Un silencio lúgubre cayó sobre la mesa, un manto de turbación e incomodidad. Mientras los sirvientes servían los pasteles y depositaban tortas, dulces y tazones con manzanas sobre la mesa, los cuatro estudiaron las paredes. Favonio decidió seguir con la lección hasta el final. Prasutugas y Boudicca habían compartido su mesa en muchas ocasiones, y ya había habido discusiones antes, pero esa vez, sabía que la afilada lengua de Boudicca le acicateaba por temor. La época de las campañas había comenzado. Scapula, con iracunda desesperación, había cambiado sus tácticas y los barcos de la Classis Britannica estaban desembarcando soldados en las costas siluras, mientras todos los hombres disponibles se reunían en territorio dobunno, listos para dispersarse por las montañas y rodear a los rebeldes. Esa vez no habría errores. La reputación del gobernador dependía de la captura de Caradoc y lo sabía. El tiempo se le estaba acabando, su salud no era buena y la expansión de la provincia había quedado paralizada mientras él dedicaba todas sus energías a la caza de un solo hombre. La situación estaba llegando a un punto decisivo y Boudicca lo sabía. Favonio no creía que fuera tan estúpida de dejar de lado la cautela y organizar su pequeño levantamiento. Sus jefes lo habían intentado dos años antes cuando Scapula había ordenado desarmar a las tribus antes de dejar su retaguardia poco vigilada para realizar el primer avance contra Caradoc. Y si bien ella no había movido un dedo, los había alentado en secreto. Al igual que Caradoc. Sus espías estaban en todas partes y Favonio no dudaba que esa influencia insidiosa había precipitado el espontáneo estallido de rebeldía tribal. No obstante, los sediciosos fueron sofocados. Prasutugas se disculpó y Roma tuvo piedad. Los icenos aprendieron la lección y pasaron a ocuparse en paz de sus actividades crecientemente lucrativas. Sólo Boudicca ardía como una fogata que no había sido apagada todavía. Favonio la admiraba, pero su feroz y salvaje belleza no le impedía ver que no era digna de confianza. Mientras siguiera siendo locuaz y discutidora, él sabía que Roma no tenía nada que temer; por lo tanto, a pesar de sus provocaciones, la trataba bien. Pero la vigilaba de cerca para observar si su rebeldía, que se había vuelto tan evidente, se iba a cauces más callados y oscuros. El y Priscila habían soportado sus arranques durante muchas cenas, pero esa noche había ido demasiado lejos.
—Ayer cogimos a un espía —declaró de pronto mientras cortaba una manzana con habilidad—. Mis oficiales pasaron la noche interrogándole, pero no dijo nada. Lo hice ejecutar esta mañana.
Boudicca permaneció inmóvil; sólo el rápido palpitar de su túnica escarlata reveló su conmoción. Favonio no la miró.
—¿Cómo supiste que era un espía? —preguntó Prasutugas con tono casual. En su rostro agradable se veía el esfuerzo que hacía por no mostrar ansiedad. Favonio masticó la manzana y la tragó con ayuda de un sorbo de vino.
—Me mintió. Me dijo que era un artista itinerante, que había venido a ejercer su arte en la aldea. Pero cuando le desvistieron, tenía el cuerpo cubierto de cicatrices. Los artistas no suelen pelear. Una lástima. Era un joven apuesto.
—Los artistas solían pelear —replicó Boudicca, y su voz sonó como una cascada de guijarros rodando por un risco— antes de que Roma les enseñara que no es caballeroso que peleen. —Empujó el plato y puso los pies en el suelo—. ¿Cuántos hombres inocentes has ejecutado, Favonio?
—No tantos como te gustaría creer, Boudicca —contestó en voz baja. Su rostro redondo y rubicundo permanecía sereno—. Y por supuesto, no esta vez. Antes de que mis soldados le mataran, levantó los brazos y gritó: «¡Libertad!».
Priscila se puso de pie con determinación.
—Ha sido una cena encantadora y estoy cansada de que vosotros dos me estropéeis la velada con vuestras eternas discusiones. En el fondo, estáis de acuerdo, lo sabéis, y ojalá hubiéramos tenido música esta noche para ahogar vuestras palabras. Ahora nos sentaremos junto al fuego y hablaremos sólo del clima.
Boudicca buscó la mirada de Favonio y le sonrió. Por una vez, él se dejó conquistar por su descarada simpatía. Ella también se incorporó.
—Perdóname, Priscila —dijo amablemente—. Me encanta pelear, como ya sabes de sobra. ¿Volverás a invitarme? Dime, ¿llevarás a Marco a Roma este invierno o tendrás listo tu hipocausto? —Se dejó caer en el suelo junto al fuego con una sonrisa cuidadosamente estampada en sus facciones afiladas. Priscila parloteó con alegría, aliviada y feliz con los chismes. Mientras tanto, Prasutugas hizo una seña al sirviente para que le llenara la copa y dedicó su atención a la caza y al orgullo de su vida, sus perros.
Cuando los invitados se marcharon, Priscila se reclinó con un suspiro.
—¡Qué terrible es esta mujer, Favonio! Cualquiera podría esperar que hubiera aprendido algo de buenos modales. ¡Y esa voz! En ocasiones, cuando la miro, me parece tan vieja como las colinas de Tiberio, pero no debe de tener más de veintitrés o veinticuatro años. Pobre Prasutugas. No me sorprende que sea tan callado. —Su marido se acercó y la miró con expresión meditabunda.
—Tiene veintitrés años. Luchó en doce incursiones y mató a cinco hombres. Por nuestra culpa perdió un reino y una forma de vida que amaba más que nada. ¿No te parece, amor mio, que hay algo de patético en esta reina guerrera que ahora debe sentarse a tus pies mientras tú no paras de hablar de tus melones y tu hijo?
Ella levantó la vista, dolida.
—Sólo trataba de cumplir con mi deber. Vivo aterrada pensando que una de estas noches os enzarzaréis en una pelea y, sin embargo, sigo invitándola porque tú me lo pides.
Él se agachó y la besó, estaba arrepentido.
—Lo lamento, pero sabes por qué los invito. Es importante que estemos cerca de ambos.
Priscila se apartó con fastidio.
—No es ésa la única razón. Admite que te agrada.
Favonio sonrió a la rígida e iracunda masa de cabello negro de la que colgaban las cintas de niña.
—Sí —confesó—, me agrada. Ahora, ven a la cama.
Boudicca se quitó la capa y arrojó la corona de oro y ámbar sobre la mesa. Caminó con paso airoso hacia su silla y se dejó caer mientras sonreía con pesar a Prasutugas.
—Lo siento —dijo con voz ronca—. Lo siento mucho. He vuelto a hacerlo, ¿verdad? Y prometí comportarme. —Bostezó—. No debí preguntar si había noticias del oeste y comenzar toda la discusión. Si Priscila me consideraba grosera, después de esta noche debe de estar harta de mí.
Prasutugas fue hasta el fuego con paso inseguro. La cantidad de vino que había ingerido y el dolor constante y molesto le mareaban.
—No importa. Favonio es un hombre tolerante y creo que le diviertes con tus encendidos discursos.
—¡Como un oso de circo enjaulado, supongo! —estalló—. ¡Oh, Prasutugas! ¿A qué extremo de humillación hemos llegado? Si mi padre viviera, Roma estaría combatiendo contra dos frentes de batalla y no uno, y Caradoc sabría que tiene amigos entre los icenos. Nos desprecia y con razón.
Él cerró los ojos con cansancio. Su rostro estaba desencajado y gris.
—Esta noche no, Boudicca, por favor. Estoy extenuado. —Ella se levantó y se aproximó para ayudarle a quitarse la capa y desvestirse. Prasutugas se quedó inmóvil.
—¿Llamo a Hulda para que venga a lavarte el brazo?
—No. Quiero dormir. Si mañana hay sol, me sentiré mejor.
—Quizá debamos cauterizarlo otra vez.
Prasutugas retiró las mantas y se metió en la cama con un profundo suspiro de alivio.
—No quiero que me lo cautericen más. Sólo sirve un mes o dos y después la herida se abre y todo vuelve a comenzar. ¡Malditos coritanos! Sé cómo te sientes, Boudicca, pero yo estoy feliz de que los días de incursiones hayan acabado. La paz romana es valiosa para mí. Si hubiera llegado antes, todavía tendría mi brazo y no sería un hombre disminuido. —Ella se quitó la ropa, se peinó y se deslizó a su lado, alarmada por el calor que emanaba de su cuerpo y su expresión floja y dolorida. Cada vez que se le abría la herida y su salud empeoraba, los temores de Boudicca renacían. Sin embargo, Prasutugas siempre se recuperaba y volvía a sus perros y a sus caballos, y esa vez no sería la excepción. La velada había dejado en su boca un sabor amargo de viejos sueños y no pudo resistir la tentación de posar una mano en el hombro sano de su marido.
—Uno de estos días tu herida te matará, esposo mío, lo sabes. ¿Y qué ocurrirá entonces con los icenos? La política de Roma con sus reinos vasallos es muy clara, pero te niegas a verla. Cuando Boduoco murió, ¿acaso le sucedió su hijo? ¡No! Apareció el procurador con su séquito de buitres y despojaron a los dobunnos de la poca riqueza que les quedaba. Y terminaron gobernados por un pretor. Encima, el pobre hijo de Boduoco tuvo que pagar un impuesto por la herencia, ¡aunque su herencia eran sólo impuestos!
Prasutugas hizo un esfuerzo por sentarse y esbozó una sonrisa resignada.
—Favonio me ha asegurado que la situación aquí es distinta. Boduoco era un pésimo gobernante y muchos de sus jefes se habían vuelto incontrolables por la influencia de Caradoc. Roma tuvo que intervenir. Pero aquí será diferente.
—¿Por qué? Al dejarme fuera de tu testamento, te prestas al juego del emperador. Si mueres antes de que las niñas tengan edad suficiente para gobernar, Roma podrá avanzarse con bastante derecho para gobernar por ellas y yo no podré hacer nada al respecto. Los icenos dejarán de ser un pueblo. Roma nos arrebatará todo lo que aún no nos ha arrebatado.
—No nos ha arrebatado nada —respondió él con paciencia, consciente de que no podría dormir hasta que ella hubiera descargado su ansiedad—. Somos la tribu más rica de Albion. Hasta nuestros hombres libres llevan ropas de lana suave y pueden permitirse contratar artistas para que les hagan cosas hermosas. Por primera vez, nuestras energías están puestas en el crecimiento. No hay incursiones ni guerras. Jamás hemos sido tan afortunados.
—Algún día morirás —insistió ella con su voz gutural profunda— y todo el dinero que has pedido prestado a Séneca para convertirte y convertir a tus jefes en romanos deberá ser devuelto. ¿Acaso las niñas podrán pagarlo? Sólo yo podría calmar la inquietud de la sanguijuela. Al despojarme de todo poder, si mueres, dejarás a la tribu expuesta a la ruina. Favonio lo sabe. Se ríe a espaldas nuestras. ¡Pobres e ignorantes salvajes que intentan imitarnos! ¡Pobres bárbaros ciegos e inocentes!
—Eres injusta y desconfiada. Los tiempos han cambiado, Boudicca, desde que tu padre te alimentaba con el odio hacia Roma mezclado en la carne y el orgullo en el pan. Favonio trabaja mucho por nosotros. Me cae bien.
—A mi también me cae bien, pero me siento en el salón y miro hacia el pasado y ¿qué veo? Los galos son romanos, los panonios son romanos, los mauritanos son romanos, el mundo entero se está convirtiendo en una vasta provincia romana, oprimido por hombres que hablan de cooperación y prosperidad en el mismo tono con que ordenan atrocidades y exterminio.
—Sí, los tiempos han cambiado. El honor ha cedido paso a una lógica divertida. Los jefes ya no llevan espadas en los cintos, cuando hace sólo cinco años, estar fuera sin una espada era un asunto que podía traer graves consecuencias. Tengo miedo, Prasutugas, y me consume la nostalgia de épocas pasadas. Dentro de poco, los icenos desaparecerán y hombres parecidos a los miembros de la tribu, pero de hecho romanos, cazarán en los bosques y cruzarán los pantanos en los botes. A veces desearía estar muerta.
Prasutugas se secó el sudor de la frente y volvió a deslizarse bajo las mantas con los ojos cerrados.
—La tribu me nombró señor porque les ofrecí paz con Roma y protección contra los catuvelaunos. Les he dado lo que querían. Estás sola, Boudicca. Ves a la tribu de la forma en que deseas verla, no como es en verdad. Ahora, cállate y déjame dormir.
Ella se volvió y besó los labios calientes con el corazón derretido por los recuerdos. Prasutugas suspiró y Boudicca sintió el cuerpo que se relajaba a su lado, ese cuerpo que conocía tan bien, un viejo y cómodo hábito. Se volvió de costado para el otro lado, apoyó el rostro en la palma de la mano y se quedó mirando la oscuridad silenciosa iluminada por el fuego. Hacía ya ocho años que estaban juntos y habían compartido momentos de desilusión y angustia, de gran temor y frágil felicidad. El primer amor se había transformado en un afecto profundo. Prasutugas poseía una cierta dulzura, una ternura que había atraído al espíritu inquieto y dominante en ella. Y aunque su padre lo había desaprobado con vehemencia, se había casado con él. Muy pronto descubrió que bajo el exterior callado y suave, yacía una voluntad obstinada y tan férrea como la suya propia, y todos sus intentos de gobernar a través de él habían sido inútiles. Pero el Consejo le eligió rey a él, no a ella y, a pesar de las declamaciones enfervorizadas de Boudicca, él les había dado calladamente la seguridad que buscaban. A veces le odiaba por negarse a participar en las discusiones que ella iniciaba constantemente, cuando se limitaba a responder con palabras suaves y una sonrisa reservada.
Sin embargo, Prasutugas había conservado el respeto de ella por esa misma razón, aunque se estaba convirtiendo con rapidez en un títere civilizado y cortés, maleable en las manos romanas que manipulaban la tribu detrás de su abundante cabello rubio y sus sonrisas anchas y lentas. Ella lo apremiaba con frenesí, aguijoneaba su seguridad imperturbable e invencible, lo fustigaba con palabras rudas y hasta con amenazas, pero nada le alteraba ni conmovía. Prasutugas amaba a su pueblo. Amaba la nueva seguridad que Roma había traído. La amaba a ella y se divertía, sin ofenderse, con sus acciones.
Para él, Boudicca era una niña, la malcriada y caprichosa hija única de un viejo loco, y la tomaba demasiado a la ligera. El levantamiento efímero de sus jefes le había sacudido, pero no por mucho tiempo. Culpaba al rebelde del Oeste, no a su esposa.
Boudicca sintió que el sueño se alejaba de ella, aunque se esforzó por atraparlo. No podía tranquilizar su mente. Había mentido esa noche en la cena al decir que sólo había visto a Caradoc una vez, pues había vuelto a verle, tres años antes, cuando el hermoso templo de mármol blanco de Claudio estuvo terminado y los señores y jefes vasallos llegaron de todos los rincones de la provincia para participar en la celebración.
Algunos fueron a regañadientes como la propia Boudicca, ya que, si bien no había habido presión alguna sobre las tribus, era evidente que se esperaba que los gobernantes asistieran. Algunos llegaron contentos, ávidos, como esa prostituta brigante, Aricia, que arrastró a su infeliz marido de celebración en celebración por las calles y casas de Camalodúnum. No, había pasado a llamarse Colchester, una aldea respetable y próspera, donde Roma gobernaba despreocupadamente de día, pero donde los fantasmas del poderoso fuerte de las colinas salían por las noches para vagar por las calles desiertas, con las espadas pálidas a la luz de la luna y las bocas y los ojos hundidos con reproche y sufrimiento. Prasutugas y Boudicca se habían detenido con los demás en el templo para contemplar, deslumbrados, la estatua de oro del emperador envuelta en incienso sofocante. Plautio había estado allí, su ascético rostro era inexpresivo por los pensamientos de su próximo regreso a casa. Su séquito robusto y arrogante se alineaba tras él.
Los ritos les resultaron tontos e incomprensibles a los hombres de las tribus, que susurraban y se agitaban inquietos con el interminable correr de las horas, y Boudicca salió a la brillante luz del sol con alivio. Una multitud de curiosos se había congregado a los pies de la ancha y deslumbrante escalinata..., sirvientes y mendigos, artistas, buhoneros y bardos itinerantes que venían a presenciar las ceremonias y a esquilmar a los visitantes a la menor oportunidad. Al verlos, Boudicca sintió una gran vergüenza. Ningún miembro de tribu alguna había tenido en tan baja estima su honor antes de la llegada de Roma, pero ella veía hombres que pudiendo trabajar preferían mendigar y también notaba que los artistas olvidaban que su vocación era noble, y se convertían en meros imitadores en vez de crear. Cobraban sumas exorbitantes por porquerías que fabricaban con los ojos cerrados.
Se sostuvo el cabello encendido por el sol con una mano y se preparó para bajar los escalones. Entonces le vio. De inmediato, tuvo la certeza de que se trataba de él. Vestía una túnica marrón harapienta, un cinto y una capa igualmente deteriorada. La capucha le cubría la mitad del rostro delgado, pero los ojos eran inconfundibles. El estupor la hizo trastabillar; habría caído si Prasutugas no la hubiera sujetado con su brazo sano. Descendió los peldaños y se acercó, pero él no se movió. La muchedumbre comenzó a empujar y se vio obligada a detenerse. Levantó los ojos para mirarle. Una chispa de temor se prendió y apagó en los ojos de Caradoc al notar que ella le había reconocido. Luego se corrió un poco la capucha y sonrió con desdén y odio. La visión del rostro demacrado la paralizó. Trató con todas sus fuerzas de exhibir algo de consuelo en su mirada, de transmitirle que no estaba solo, pero él sólo vio a la hermosa y engreída esposa del romanizado Prasutugas. Con indescriptible desprecio, escupió al suelo deliberadamente. Boudicca retrocedió conmocionada y a sus espaldas, Prasutugas la apremió.
—¡Avanza! —la empujó—. Ahí viene Plautio. —El gobernador apareció entre las sombras de las columnas en lo alto de la escalinata. Su amante catuvelauna, alta y vestida de negro, estaba a su lado. Por última vez, Boudicca observó el semblante de Caradoc. Ya no la miraba. Sus ojos se desviaron veloces a su hermana, vacilaron, y de pronto, giró sobre los talones y se lo tragó la multitud que chillaba y forcejeaba.
La humillación de ese encuentro todavía la mortificaba; se dio la vuelta en la cama. Dormido, Prasutugas levantó el brazo y ella se acurrucó en su hombro.
«Ya debes de haberme perdonado, arvirago —pensó—. Sabes cuántos de tus espías he protegido en secreto, cuántas armas de los centuriones que te persiguen he escondido, cuántos sacrificios ofrezco a Andrasta en el bosquecillo oculto. Debes pensar mejor de mí que de esa negra bruja brigante.»
Aricia se había regocijado esos pocos días en Colchester, segura de la simpatía del gobernador, y Boudicca sonrió para sí con satisfacción al pensar en los problemas que Brigantia enfrentaba. Venutio era un hombre atormentado. Dos años antes, había repudiado a su esposa y golpeado al amante de ésta hasta convertirlo en una pulpa sanguinolenta y después había huido con sus jefes hacia el oeste. Durante tres meses, había luchado junto a Caradoc, pero su determinación duró poco. Era como un hombre que moría de sed en el desierto y Aricia el espejismo de agua fresca que fluía justo fuera de su alcance. Regresó a ella y Caradoc comprendió. Sin embargo, Venutio había conservado algo de su orgullo y no volvió arrastrándose. Sus jefes rodearon el fuerte de Aricia y ella, sin pudor alguno, envió a sus seguidores a pelear. El irritado Scapula debió mandarle dos destacamentos de caballería y una centuria de sus preciados legionarios antes de que Venutio se rindiera.
Hizo llegar a ambos severas advertencias, pero sus pensamientos estaban centrados en los traicioneros pasos de las montañas del oeste y en el hombre que se agazapaba allí, urdiendo estrategias brillantes y esperándole. Cuando por fin reinó una paz cautelosa en Brigantia, Scapula se olvidó de Aricia una vez más. Ella y Venutio se habían reconciliado y el amante herido fue despachado. La pasión renació entre ellos, pero no tenían nada en común excepto el ciego deseo de sus cuerpos, y pronto la aldea volvió a retumbar con las maldiciones y reproches de una casa en discordia.
Boudicca compadecía a Venutio. Era un hombre honorable, que amaba a su esposa con la misma sinceridad con que se brindaba a sus dioses y a su pueblo. Aunque protestaba y sufría, no podía liberarse de la red que ella tejía a su alrededor con una habilidad perfecta. Le necesitaba. El pueblo aún le amaba y respetaba, y ella le prestaba la atención justa para mantenerle colgado de su capa cuando sus hombres se intranquilizaban bajo el yugo de Roma.
Sin embargo, aunque gozaba del creciente favor de Roma gracias a su dominio de la vasta region que se extendía entre las tribus hostiles, lo cual ahorraba un gasto incalculable de hombres para vigilar la frontera casi imposible de patrullar, su cautela animal nativa se esfumaba. Sus infidelidades eran notorias, incluso figuraban en los despachos al emperador. Su pasión por el lujo la consumía. A pesar de todo, Venutio permanecía a su lado, consciente de una profunda fuente de inseguridad en ella, e imperturbable ante sus insultos y escasas demostraciones de afecto. Pero cuando Scapula comenzó a movilizar sus fuerzas desde las tierras bajas, Venutio dejó descansar su conciencia. Caradoc le necesitaba, pero él era impotente, un títere sin voluntad, y los gritos de sus compatriotas en peligro no hallaron respuesta alguna.
Boudicca se adormeció. Fuera, la lluvia cesó. Los centinelas romanos se paseaban en silencio, aburridos y cansados. Bajo los pantanos, la primavera despertaba y las olas rompían con monotonía sobre las vacías playas icenas.