Verano del año 43 d. de C.

CAPITULO 16

Al oir los gritos y los vítores, Boudicca apartó de su pecho a la criatura soñolienta y satisfecha, la envolvió con rapidez, se la entregó a Hulda y corrió afuera. La tarde era calurosa. Más allá de la aldea, el bosque se erguía inmóvil, como paralizado por el peso del aire sofocante, y los pantanos estaban silenciosos bajo un sol alto y abrasador. Vio a su esposo dejar con su séquito la sombra fresca del salón del Consejo y echar a andar hacia las puertas. Se presuró para alcanzarle, tomó la espada de su lugar frente a la puerta de pieles y se la ciñó. Al verla aproximarse, él se detuvo y la esperó.

—¿Qué pasa? —gritó ella—. ¿Por qué están todos tan excitados? —Se le acercó sonrojada; el sol bañaba sus brazos desnudos y cubiertos de bronce, el cabello cobrizo y la cara morena y pecosa—. ¿Acaso el cielo va a desplomarse sobre nosotros?

Su ansiedad hizo sonreír a Prasutugas, y Lovernio, el bardo, reaccionó al viejo dicho con un batir de dados y un silbido agudo y melodioso.

—Algunos dirían que sí y otros que no —repuso—. Eso depende del cristal con que veáis el regreso de Camalodúnum de vuestra embajada. Desde luego, también depende de cómo consideréis a la embajada en sí. Vos, señora, podríais esperar que el cielo se desplomara en cualquier momento, en tanto que vos, señor, estáis lleno de júbilo por lo alto y despejado que está.

—¡Ahórrate tu agudeza para la reunión del Consejo, Lovernio! —replicó ella con rudeza—. ¿Es la embajada, Prasutugas?

—Creo que si.

Se volvieron y caminaron hacia las puertas donde una multitud creciente se había congregado, con los ojos fijos en las figuras de tres jinetes que oscilaban y bailaban en la niebla caliente que provenía del sur. Prasutugas fue aplaudido cuando se abría paso a través del gentío con su bardo, su cochero y su esposa detrás.

—¡Paz para todos, Prasutugas! —gritó alguien con regocijo. Él asintió y agitó una mano, mirando a Boudicca, que se había detenido a su lado y le aferraba el antebrazo desnudo.

—¿Vienen romanos con ellos? —inquirió—. Si han traído con ellos al enemigo, me recluiré, me negaré a darles hospitalidad, les...

—¿Cómo está mi hija hoy? —la interrumpió él amablemente pero con decisión. Boudicca le soltó y dejó caer la mano a la empuñadura de su espada—. ¿Se alimenta bien?

—A veces, Prasutugas —replicó con mordacidad—, creo odiarte, puesto que careces de intuición y por cierto, de inteligencia.

Él la besó en la punta de su pequeña nariz.

—Bueno, bueno —bromeó—. Me gustaría que me odiaras porque entonces me dejarías en paz. ¡Soy el hombre más regañado y dominado por su esposa de toda la tribu, y todos lo saben!

Ella buscó aquellos ojos azules sonrientes; de pronto, apoyó su cabeza despeinada en el pecho de él, pero antes de que pudiera hablar, un rugido se elevó de la gente y Boudicca se enderezó y vio que las formas titilantes se habían convertido en jinetes que se acercaban a las puertas a medio galope. Las túnicas mojadas, azules, amarillas y escarlatas se pegaban a sus pechos y los calzones flameaban de las piernas colgantes. Cuando estuvieron al alcance del oído, desenvainaron sus espadas y las sostuvieron en alto. En un momento, detuvieron los caballos y la multitud corrió a rodearlos. El jefe más cercano arrojó su espada a los pies de Prasutugas y la punta golpeó la tierra seca con un ruido sordo.

—¡Éxito, señor! —jadeó y se deslizó del lomo del animal—. ¡Tenemos muchas noticias, todas buenas, y los icenos están a salvo!

—¿Paz?

—Paz

La muchedumbre hizo suya la exclamación y gritaron «Paz» mientras Prasutugas, su séquito y los miembros de la embajada comenzaban a entrar en la aldea. Sólo Boudicca caminaba ceñuda y con la espalda rígida.

—¿Acaso el cielo lastimó vuestra cabeza cuando se astilló a vuestro alrededor? —le susurró Lovernio al oído. Ella se volvió para pegarle, pero no se atrevió. Los ojos del bardo eran comprensivos.

—De ahora en adelante, cierra la boca, Lovernio —masculló—. Si has sentido el cielo crujir en tus oídos, no se lo digas a nadie.

Por fortuna, el salón estaba fresco y sombrío, un sitio en penumbra con escudos gigantes que colgaban de las paredes, espadas antiguas que en el invierno reflejaban la luz de los fuegos del Consejo y cadenas macizas de las que pendía el caldero. Hombres y mujeres entusiasmados avanzaron apiñados a través del vano de la puerta. Prasutugas, Boudicca, la embajada y todos los demás se acercaron al lugar donde siempre ardía el fuego, que en ese momento estaba apagado. Se repartió cerveza y bebieron con ansia; los viajeros engulleron dos o tres jarros seguidos. El líder de la embajada se limpió la boca en la túnica con cuidado y se relajó con un suspiro, mientras un sirviente esquivaba los cuerpos apretados llevando pan, queso y pescado fresco cocinado al vapor.

—¿Y bien? —preguntó Prasutugas—. ¿Hablaste con el emperador? ¿Qué dijo? ¿Acepta nuestro ofrecimiento de cooperación? —Se hizo silencio en el recinto y todos aguzaron los oídos para captar la conversación.

El líder tomó una hogaza de la bandeja que se extendía hacia él y la partió.

—Conocimos al emperador —respondió despacio y con orgullo—. Es un rey muy poderoso y su hospitalidad no tiene limites. Nos obsequió con platos extraños y vino dulce para beber, y habló con mucha amabilidad, pero sus palabras se limitaron a todas las cosas buenas que recibiríamos, y enseguida entendimos que no debíamos tratar nuestro asunto con él sino con el hombre que derrotó a los catuvelaunos. Había muchas otras embajadas presentes, que también comieron a la mesa del emperador, y él fue tan cortés que en ningún momento nos sentimos deshonrados.

Boudicca resopló y empezó a hablar, pero Prasutugas intervino con presteza.

—Cuéntame qué ha sucedido en Camalodúnum. ¿Había muchos soldados? ¿Y los catuvelaunos? ¿Qué ha ocurrido con ellos?

El jefe dejó de masticar.

—Hay soldados por todas partes, pero nos trataron con respeto. Han nivelado los muros de tierra y la mayoría de la aldea fue quemada. En cuanto a la gente, ya está trabajando duro para sus amos y el espectáculo era muy apropiado. ¡Cómo me gustó ver a esos hijos de perra sudando con picos y palas en las manos en vez de espadas!

—¿Y Caradoc? —Boudicca no pudo seguir conteniéndose—. ¿Está muerto? ¿Lo tomaron prisionero? ¿Qué? —Prasutugas la miró con curiosidad, intrigado por el dejo melancólico que denotaba su voz, y aquellos en el salón que habían perdido familiares en las guerras contra los hijos de Cunobelin se aproximaron. El jefe hizo una seña para pedir más cerveza.

—Caradoc y muchos de sus jefes más cercanos huyeron. Algunos dicen que el dios de los catuvelaunos los levantó sobre las paredes y los llevó al refugio de los bosques, pero el rumor más firme es que se han dirigido al oeste. El muy cobarde dejó a sus campesinos para que fueran aniquilados y a su hermana para ser apresada. Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de un catuvelauno?

La multitud ansiosa murmuró su conformidad pero Boudicca permaneció sentada muy quieta, recordando al joven alto y de ojos castaños que la había depositado sobre su caballo y galopado con ella a través de los árboles desnudos en el aire de invierno tonificante y vivaz. En ese entonces, con la sagacidad de una niña, había sentido la bondad de Caradoc como algo impersonal e indiferente, y su risa fuerte y el desprecio que él había demostrado hacia su padre habían lastimado su orgullo. Ese desprecio había servido para alimentar su ira durante la campaña con Subidasto contra los dos jóvenes y arrogantes hermanos catuvelaunos. Pero entonces, a medida que el aire en el salón se volvía caldeado y sofocante y escuchaba al jefe hablar con tanta ligereza y mofa del fin de la libertad de su propia tribu, recordó la buena disposición y la seguridad con que Caradoc tomaba las riendas que la habían mantenido segura, y la rapidez con que se abrían a su paso los enfervorizados y agitados dueños de ganado junto al río. De modo que se había ido, había escapado. Un estremecimiento de alegría la recorrió. Después de todo, no se había rendido a Roma. Al final, su honor había valido más que el honor de su propio esposo y su tribu, y los otrora corruptos catuvelaunos habían pasado por el infierno y emergido... ¿como qué? Pero ¿por qué se había dirigido al oeste? ¿Qué hechizo le había impulsado a sacrificar a un pariente de sangre? No creía ni por un segundo que hubiera huido.

—Vi a su hermana —continuaba el jefe—. Estaba caminando por la aldea con su guardia y hablando con otros jefes, pero no se acercó a nosotros. Nadie sabe por qué los romanos no la han ejecutado. —Su labio se curvó con rencor—. Tal vez la envíen a Roma para ser despedazada en el circo.

Prasutugas notó que su esposa se inquietaba y que su enfado iba en aumento.

—Así que Caradoc ha dejado las tierras bajas —manifestó—. Bien, ¿y qué hay de Plautio? ¿Qué acuerdos hiciste? ¿Nos dejará en paz a cambio de nuestra sumisión?

—No nos molestará mientras no le hagamos la guerra, pero eso si, harán pasar caminos a través de nuestro territorio y quizás levanten un fuerte, si lo consideran adecuado. El emperador está ofreciendo oro a todas las tribus que deseen la paz con Roma, y con ese regalo, extiende su palabra de honor de que nos dejarán tranquilos.

Boudicca se levantó de un salto y su cabello voló.

—¡Soborno! —chilló—. ¡Llámalo por su nombre, sin tanta cautela y ese temor reverente en tu voz! Este llamado regalo de oro no es más que un soborno y no incluye el sello de un pacto de amistad. ¿De veras creéis que Claudio regala oro y promesas a cambio de sonrisas? ¿Qué jefe ofrecería esas cosas sin pedir nada a cambio y no seria considerado un tonto o un criminal? Me avergonzáis todos vosotros. —Dirigió una mirada furiosa a Prasutugas—. Y me dais miedo. ¿Qué semillas de perdición estáis sembrando?

—¡Sentaos, Boudicca! —gritó alguien.

Otra voz bramó:

—¡Basta de guerra!

El grito fue bien acogido.

—¡Basta de guerra! —empezaron a canturrear los jefes y sus mujeres, y después de dirigir una amplia mirada a sus rostros tercos y resueltos, Boudicca pateó el suelo, blandió un puño hacia Prasutugas y se marchó.

La encontró una hora después, sentada, con malhumor, en la orilla del río, con la sombra del monte a sus espaldas y las piernas desnudas en el agua fría. Prasutugas se quitó las sandalias y la espada sin hacer ruido y se agachó junto a ella. Lanzó una exclamación cuando sus pies húmedos tocaron los bajos mojados, pero ella no se volvió.

—En dos días, un romano llamado Rufo Pudens estará aquí con su escolta —dijo al cabo de unos minutos—. Traerá el oro y los papeles del acuerdo para firmar.

—¿Sabes leer latín? —replicó ella con la mirada todavía clavada en el blanco centelleo del sol sobre el agua clara.

Prasutugas le apoyó una mano en la mejilla y la obligó a mirarle.

—Boudicca —susurró—. ¿Recuerdas cuando los jefes trajeron el cuerpo decapitado de tu padre a casa y caminamos en la noche llorando y gimiendo junto a su féretro mientras la lluvia caía sin cesar? ¿Recuerdas cuando Jan asesinó al alto guerrero catuvelauno que le había cortado el brazo y estaba dando vueltas sobre su cabeza y riendo a carcajadas? ¿Has olvidado cómo gritaste y te enfureciste con Lovernio porque te dijo que yo moriría? ¡Cuántos sufrimientos, cuántos recuerdos atroces y desgarradores! ¿Deseas que esas cosas sigan pasando el resto de tu vida?

Ella se alejó, hundió sus pies en el agua y anduvo hasta que la corriente se arremolinó en torno a sus rodillas morenas. Se agachó y se echó agua a la cara. Luego se cruzó de brazos y le miró. Tan joven, tan serio, su franca y cándida vulnerabilidad le partía el corazón.

—Luchamos contra los catuvelaunos como un pueblo libre —replicó con dureza—. Al final habríamos podido perder o ganar, o decretar la paz y luego volvernos contra los coritanos y hacer la guerra de nuevo. Pero entonces llegaron los romanos y Caradoc suplicó nuestra ayuda y se la negamos por malicia, porque el pueblo no fue capaz de ver el peligro que nos acechaba más allá de la venganza.

—Ésa no es la única razón —le recordó—. El pueblo estaba cansado.

—¡Tú los convenciste de que estaban cansados! —gritó—. Les hablaste de paz eterna y te eligieron rey en vez de a mí a cambio de esta paz. ¡Pero el precio, Prasutugas, el precio! ¡La deshonra de los catuvelaunos! ¡Por el oro romano, por la paz, les has arrebatado secretamente el alma!

—¡Qué tonterías dices! Queremos un cambio, todos. ¿Te alegra que tu padre descanse sin su cabeza? ¿Te hace feliz que la manga de mi túnica cuelgue vacía y mi herida todavía me haga arrastrarme de dolor por el suelo? No te entiendo, Boudicca. ¿Qué temes?

Ella se echó el cabello rojo hacia atrás con las manos mojadas y miró más allá de él, hacia donde el ganado bien alimentado pastaba en la hierba larga y exuberante, y el trigo dorado maduraba en los campos.

—No temo a Roma por ella misma —respondió con lentitud—. Ni tampoco te combato, querido mío, porque seas ignorante y de inteligencia mediocre. El pueblo quiere un cambio, pero no se da cuenta de que el cambio no será fuera de ellos sino dentro. Los icenos perderán algo, Prasutugas, algo valioso, y aunque yo misma todavía no sé qué es, lo siento, lo siento muy hondo en mi interior y sé que una vez perdido, nunca podrá ser reemplazado. —Extendió los brazos—. Ya se han ido los druidas y pronto los dioses dejarán de hablarnos. Es la muerte lo que aguarda a los icenos. ¿No la sientes acechar?

—No —replicó con calma—. No. Te dejas llevar por tu propio fatalismo y, además, te gusta mucho el sonido de tu propia voz. Creo que si no tuvieras nada ni nadie a quien combatir, levantarías tu espejo y te gritarías a ti misma.

—¡Idiota! —le insultó con vehemencia—. Mi padre tenía razón, el hechicero tenía razón. Nunca debí casarme contigo. Este año ha sido una mortificación para mí y creo que ahora tomaré otro esposo.

Prasutugas rompió a reír.

—Cualquier otro hombre ya te habría hecho callar a golpes y luego se habría degollado de aburrimiento.

—¡Bueno, preferiría enfrentarme a los puños que a tus bromas interminables y a tu mansedumbre!

Él agachó la cabeza e hizo el amago de levantarse, pero de repente, se lanzó hacia delante, todavía riendo, y la tomó desprevenida. Su brazo sano se alargó y la cogió del cuello. Boudicca perdió el equilibrio y cayeron juntos al agua más profunda, chapoteando y salpicando agua. Prasutugas se dio prisa a sujetarla por el otro lado y la empujó hacia el fondo. La mantuvo así mientras ella pateaba y le arañaba los calzones, después la soltó y se apartó rápidamente, sonriendo mientras ella se ponía de pie tambaleante y jadeando.

—Boudicca —llamó. Ella recobró el aliento.

—¡Qué, qué, qué! —chilló indignada, todavía tosiendo—. Andrasta, ¿cómo es posible que un hombre con un solo brazo pueda pellizcar en tantos sitios a la vez?

—Te amo mucho. Dame la mano. —Le cogió los dedos con firmeza y, por un instante, permanecieron quietos, con las ropas pegadas a sus cuerpos fuertes, el cabello rojo y rubio en las mejillas, y el agua brillando en sus rostros y brazos.

Salieron a la superficie cálida de la orilla.

—No te tomo a la ligera —le aseguró—. Hay dos heridas que me atormentan. Una está a la vista del mundo, pero la otra es mi dolor por tu desdicha y mi preocupación constante por ti.

Boudicca se recostó contra él y le envolvió el cuello con los brazos.

—Yo también te quiero, Prasutugas —susurró—. ¡Oh, cuánto te quiero! Más que a mi clan, más que a mi pueblo, te quiero. ¿Qué es la existencia sin ti? Por ti brindaré hospitalidad a ese romano, a ese Pudens, y sonreiré y seré amable, pero mi sonrisa y mi mano extendida responderán únicamente al amor que siento por ti.

Él la besó suavemente; las numerosas y frecuentes diferencias entre ellos quedaron hundidas por el momento bajo el amor que los había sorprendido.

Boudicca se levantó y se despegó de las piernas la túnica pesada y empapada.

—Mis obligaciones me esperan. Ethelind debe de estar llorando otra vez y Hulda seguramente la está paseando de un lado a otro, cada vez más furiosa. —Se levantó el cabello de la nuca—. ¡Qué calor! No recuerdo un verano tan caluroso como éste. Supongo que los romanos se estarán felicitando por haber encontrado una provincia nueva que promete ser tan fértil y agradable como su propio país. —Resopló—. ¡Espera a que lleguen las nevadas! Entonces ya veremos.

Prasutugas se incorporó y se quedó mirándola; sabía por el súbito aire perdido y pensativo de ella que estaba pensando en Caradoc y en el misterio de su desaparición. Recogió sus sandalias y su espada y se alejó.

—¿Dormimos bajo las estrellas esta noche? —sugirió—. Podemos traer mantas y acostarnos junto al río. Ethelind no se despertará hasta el amanecer.

Boudicca volvió en sí y le sonrió.

—¡Si prometes no empujarme al agua cuando sea la hora de levantarse! Si me resfrío, tendré que quedarme en cama. Y entonces deberás recibir al romano tú solo.

—¡Y cuánto lo lamentarías!

Atravesaron juntos la oscuridad verde e inerte del monte y mucho antes de que llegaran a la puerta de la choza, Boudicca oyó el llanto agudo y hambriento de su hija.

Esa noche llevaron la ropa de cama a la hierba que crecía junto al río y se sentaron a observar la luz de verano extinguirse poco a poco en el cielo y la salida de las estrellas que pendían bajas y rutilantes sobre los pantanos. La suave oscuridad estaba cargada de los ruidos del calor y la vida. Las ranas croaban en el barro, los insectos se movían en derredor con ruidos ligeros; a lo lejos, en el bosque, las lechuzas cazaban, y multitud de seres pequeños e innombrables se desenrollaban bajo la protección cerrada de los árboles y convertían la noche en un momento amable y muy concurrido. Los dos jóvenes conversaron en voz baja, relajados, sobre asuntos simples del corazón y sobre las preocupaciones diarias de la tribu, pero no hablaron del futuro.

Para ellos, la noche era preciosa, un instante de descanso que habían aprendido a aferrar con firmeza para estar a solas, horas que contenían sólo la compañía mutua. Prasutugas olvidaba las inquietudes agobiantes de una tribu cuyo bienestar giraba en torno de él como una rueda grande y pesada; Boudicca hacía a un lado el terror creciente que a veces le daba la impresión de ser un lodo silencioso y asfixiante que ahogaba toda su alegría. El futuro era para la luz del día, unido inexorablemente a acciones y decisiones en las que cada uno era forzado a convertirse en lo que no era. Sólo allí, junto al arrullo plateado del río que fluía tranquilamente, eterno, bajo el silencio titilante del fuego de las estrellas, podían quitarse las capas de la necesidad y la ansiedad. Acurrucados bajo las mantas, con las cabezas juntas, murmuraron y rieron. Hicieron el amor, se pusieron de pie para beber del río frío y transparente, y se amaron de nuevo. Y aunque no durmieron, regresaron a las puertas refrescados cuando el amanecer era apenas un tinte gris en el este y el viento del alba traía un aire fresco y vigorizante.

El día era caluroso de nuevo, y húmedo. El ganado se mantenía junto al río con las cabezas inclinadas mientras los niños desnudos chapoteaban y gritaban a su alrededor. Los caballos caminaban despacio agitando sus colas para espantar las nubes de moscas. La gente se sentaba a la sombra de sus chozas y sólo unos pocos esclavos estaban ocupados alrededor del fuego del Consejo que se había encendido fuera de la empalizada. Incluso los comerciantes, los herreros y tejedores, los curtidores, los orfebres y los fabricantes de telas dejaron sus herramientas y se congregaron junto al agua para contar chismes o dormitar. Prasutugas, con todos sus pensamientos concentrados con nerviosismo en la delegación romana que en ese preciso momento avanzaba hacia las fronteras de su tierra, transitaba los senderos de la aldea con Lovernio y Ian, los tres sudando y callados. Boudicca pasó la mañana recorriendo sus campos y su ganado; habló con los campesinos y hombres libres que trabajaban para ella y observó con amargura y tristeza su precio de honor mientras se preguntaba qué parte de él acabaría en los vientres de los legionarios siempre hambrientos. Por la tarde, desanimada y agobiada por el calor, se metió en la cama y durmió con su bebé en el regazo.

El atardecer trajo una ilusión de frescura y, después de una cena a media luz al aire libre y unas palabras con su esposo, Boudicca se encaminó sola al bosque, descalza sobre la tierra seca y con la capa colgando de un brazo. El bosquecillo de Andrasta se encontraba detrás de muchos árboles, al final de un sendero que ya se había angostado por falta de uso. Descubrió con consternación que a veces tenía que apartar ramas arqueadas o pasar por encima de invasiones dispersas de ortigas. No se habían ofrecido sacrificios ese verano, no desde que los druidas habían desaparecido; mientras caminaba, Boudicca recordó las reuniones de los jefes y sus mujeres, agolpados allí para pedir suerte y hacer encantamientos antes de que los carros rodaran hacia el sur para enfrentar a los catuvelaunos. Su padre había inclinado la cabeza junto con los demás, esa cabeza que yacía oculta en algún sitio, con el cráneo ya descolorido por la nieve o colgando solitario y olvidado contra el dintel de alguna choza catuvelauna desierta. Y Prasutugas había tomado su espada formidable en sus manos poderosas y llenas de vida y la había blandido en el aire, riendo, para mostrarle cómo la había afilado Ian. Había cortado una hoja que voló junto a él. «No —pensó con los ojos cerrados un instante mientras su cuerpo andaba el camino que conocía tan bien—. No, no quiero volver a esos tiempos. Prasutugas tiene razón. Si las tribus hubieran decidido en un Consejo de Samain renunciar a la guerra y vivir en paz para siempre, ¡qué maravillosa y plena seria la vida ahora! A no ser por Roma... No es lo mismo... Es como si robáramos el objeto de nuestro deseo ferviente en vez de pagar por él con honor. Y el júbilo de poseerlo acabará tomándose en aversión y reproche hacia nosotros mismos.»

El bosquecillo estaba quieto y solitario, apenas iluminado por los rayos fríos de la luna recién salida, y las sombras de miles de ramas formaban cuadrados negros sobre el semicírculo del templo de madera sin techo, y el altar de piedra oscuro. Andrasta estaba sentada con las piernas cruzadas junto a él: alta y de espaldas angostas, con los ojos cerrados y la boca algo entreabierta.

La luz de la luna acariciaba su casco alado y las serpientes de cabello que escapaban por debajo. Los brazos finos e informes como palos de avellano descansaban junto a las rodillas y, en cada palma vuelta hacia arriba, un cráneo en plata miraba inexpresivamente en la penumbra. Boudicca se adelantó, pero incluso cuando se detuvo frente al rostro por siempre oculto detrás de los ojos cerrados, sintió la ausencia de magia en el bosquecillo, el vacio patético y desolado del lugar. El poder ya no estaba allí. Los druidas habían notado los vientos de cambio que comenzaban a soplar dentro de los icenos y habían maldecido al pueblo con advertencias, pero el pueblo había vuelto los rostros a ese viento nuevo y sus espaldas al hechicero y a los sabios, y cuando habían girado con cautela para ver qué vendría después, los druidas habían desaparecido y sus maldiciones habían parecido mezquinas y sin fuerza. «Si bailáis con los demonios de Roma, pagaréis con todo lo que tenéis y más», habían dicho los druidas. Pero Prasutugas había mostrado la obcecación serena que había atraído y a la vez repelido a Boudicca, y el pueblo, cansado de la guerra, había afrontado la ira de Andrasta y formado filas detrás de él.

—¿Dónde está tu furia, Reina de la Victoria? —preguntó en voz baja—. ¿Dónde está tu venganza? —Pero la quietud era tranquila y silenciosa y ni siquiera susurros perturbaban la noche.

Boudicca permaneció allí, impotente, sabedora de la inutilidad de oraciones e invocaciones. No había creído que al final su esposo se rindiera a Roma, pero Roma venía a llenar la oscuridad dejada por los druidas con una presencia más oscura. Y ella no podía hacer nada.

De pronto, una ramita se partió a sus espaldas y la hierba seca se agitó. Se volvió. Lovernio dio un paso adelante y quedó bajo la luz de la luna. Llevaba un envoltorio en las manos y por un instante, se sonrieron con pesar. Luego él se acercó y habló.

—Pensé que erais Hulda —manifestó—. No os reconocí, señora. —Había precaución en su voz—. No he hecho una ofrenda en todo el verano. —Las palabras podían haber expresado contrición por su negligencia o la aceptación de haber dejado que Andrasta cayera en el olvido. Estudió a Boudicca con atención.

—¿Qué has traído? —inquirió ella mientras él desenvolvía el envoltorio.

—Algo de dinero. Un brazalete de plata que era parte del precio de honor de mi madre. Y un cuchillo. —La luz de la luna confirió al mango nacarado un brillo intenso y los granates titilaron en la vaina pequeña. Boudicca escrutó el rostro del hombre con rapidez y luego deslizó un dedo por el borde grueso y áspero de la vaina.

—No servirán de nada, Lovernio. Ella no recibirá los obsequios. Los druidas la han aislado con hechizos y nada de lo que hagamos la despertará a nuestros deseos.

—Sin embargo, se los ofreceré igual. Y seguiré trayéndole lo que pueda.

Boudicca le observó mientras depositaba la ofrenda en las rodillas de Andrasta, y escuchó las palabras de sumisión, pero sabía que la diosa ya no estaba obligada a honrar la ofrenda con un servicio. Se colocó la capa en los hombros sin prisa y se dispuso a marcharse.

—Ahora estamos solos, tú y yo —declaró con brusquedad y rudeza mientras el bardo se ponía de pie—. Dime, hombre cantor, con tu agudeza, ¿qué he de hacer?

—Lo mismo que haré yo —replicó con sencillez—. Seguiré cantando a mi señor sobre sus triunfos y errores, y vos debéis criar a vuestra hija y cuidar de vuestro precio de honor.

—¿Para que al final los romanos se queden con todo? Quiero irme, Lovernio. Deseo escapar al oeste.

El hombre escudriñó los ojos de ella un largo rato y luego le tomó la mano con suavidad.

—No queréis hacer eso en realidad —respondió—. Le amáis demasiado para dejarle desamparado. ¡Tened coraje, Boudicca! Nuestro tiempo llegará. Debemos esperar.

Boudicca se volvió y enfilaron juntos hacia el sendero.

—No sirvo para esperar —contestó por fin—. He aprendido muchas cosas en mi corta vida, Lovernio, pero la paciencia no es una de ellas. —Habló con jovialidad, su abatimiento se disipaba, y el bardo le replicó en el mismo tono.

—¡Si pasarais más tiempo con la boca cerrada y los ojos en las estrellas, y menos con la cabeza gacha y embistiendo contra todo y contra todos como un toro enloquecido, aprenderíais! —se mofó y ella rió.

—Compón una canción para que no lo olvide —sugirió por encima del hombro—. Y cántamela todos los días. Prasutugas te recompensaría con creces por enseñarme a controlar mi lengua.

—¡No, no lo haría! —replicó el bardo—. ¡Está deslumbrado por vos como vos por él!

Boudicca rió de nuevo pero no hizo ningún comentario y la luz del fuego de la aldea los llamó con señas cuando dejaron los árboles y se encaminaron con lentitud hacia las puertas.

Rufo Pudens y su escolta de tribunos e infantería llegaron al atardecer del día siguiente. Tuvieron un ruidoso recibimiento de la gente de la aldea, los granjeros de las afueras y muchos comerciantes y vagabundos que se habían reunido para echar un vistazo a los nuevos amos de Albion. Prasutugas y Boudicca aguardaban con su séquito de pie en la puerta del salón del Consejo: un estallido de color vivido e inmóvil en medio de la turba que vociferaba y forcejeaba. Prasutugas llevaba un alto casco de bronce y su cabello suelto caía en una cascada de olas doradas sobre los hombros. La espada ceremonial colgaba de su cinto multicolor, y el brazo sano sostenía el escudo con piedras ensartadas que había pertenecido a su padre y a su abuelo antes que a él. Boudicca esperaba con recato a su lado, envuelta en una túnica amarilla. Los brazaletes de oro tintineaban mientras abría y cerraba los dedos romos; sobre la cabeza, ostentaba la corona de oro tachonada con ámbar que había recibido como regalo de bodas de su esposo. Pero tanto la corona como las piedras se perdían en el cabello resplandeciente que se rizaba hasta la cintura.

—Recuerda —le susurró Prasutugas por la comisura de la boca—. Hoy tienes prohibido perder la paciencia. Si lo haces, te castigaré, y esta vez hablo en serio.

—¡Lo prometí, lo prometí! —siseó ella—. ¡Andrasta, el amor me ha convertido en una tonta! ¡Oh, mira, Prasutugas! ¡Ahí viene! ¡Qué seguridad imponente, qué poder deslumbrante! No es demasiado tarde para cambiar de opinión, sabes. ¿Y quién es el jefe que le acompaña?

—¡Calla! —Le dio un codazo y se adelantó, ya que, a una breve orden, el compacto grupo de soldados había girado y se había detenido junto a las puertas. Un silencio de admiración descendió entre la multitud.

Pudens desmontó junto con sus tribunos y tomó el sendero que conducía en línea recta al salón. A su pesar, Boudicca experimentó un estremecimiento de aprobación al ver la capa escarlata de pliegues ordenados, el peto brillante y el reluciente casco con plumas. Orden y disciplina precisos emanaban del paso erguido y seguro de los cuatro hombres, de los hombros echados hacia atrás y del ademán desenvuelto de sus cabezas. Un jefe alto y corpulento venía con ellos, ataviado con una túnica sin mangas de color azul intenso. Los brazaletes se hundían en la carne abultada de la parte superior de sus brazos y una espada de hierro sencilla golpeaba contra su pierna larga y gruesa. El pelo era castaño claro, apenas canoso sobre la frente alta, y al aproximarse, Boudicca vio su rostro con más claridad, un rostro que podía haber sido hermoso, animado con sensibilidad y humor, de no estar marcado por el resentimiento y la amargura.

«Conozco a ese hombre —pensó azorada—. Lo he visto antes.»

Prasutugas sintió de repente como si él y su esposa fueran niños a los que se hubiera sorprendido en algún juego prohibido. Los romanos se acercaron a él, se quitaron los yelmos. Él, por su parte, entregó su escudo a Ian y extendió el brazo.

—Bienvenidos a esta aldea —dijo cortésmente—. Comida, vino y paz para vosotros.

Rufo Pudens aceptó la muñeca ofrecida.

—Os lo agradezco mucho, señor, en nombre del emperador —respondió con seriedad—. Es un gran placer para mi conoceros al fin personalmente. Él —añadió e indicó al jefe con un gesto menor—, es mi intérprete.

El jefe se apresuró a traducir las palabras de Pudens y luego añadió:

—Mi nombre es Saloc. El noble Pudens tiene cierta facilidad para nuestra lengua, pero no la suficiente para que podáis entenderlo con toda claridad. Ése será mi honor. —Dio un paso atrás, tomó el brazo de Prasutugas por un breve instante y volvió su atención a Pudens, que había alargado su mano hacia Boudicca y esperaba el saludo.

Prasutugas la presentó deprisa. Ella titubeó con ojos rebeldes y fijos en las puntas de las sandalias del romano; el orgullo y la lealtad contendían con furia en su interior. Y entonces, despacio, alzó la mano y la mirada. Sintió, no los tentáculos fríos y crueles de su imaginación, sino un apretón de amistad franco y afable. Ojos sonrientes y brillantes se posaron en ella desde un rostro juvenil y anhelante coronado por un flequillo de cabello negro. Se las ingenió para devolver la sonrisa, pero las palabras de amabilidad se resistían a ser pronunciadas, y al final, Pudens, viendo y entendiendo todo en un momento, la liberó y presentó a sus tribunos. Por el momento, las formalidades quedaron así terminadas y Prasutugas inclinó la cabeza a manera de invitación para que entraran en el salón. Un pequeño fuego ardía en honor de la delegación, con pieles dispuestas a su alrededor; se sentaron bajo las sombras frescas con gran alivio y bebieron el vino que Prasutugas había ordenado traer para la ocasión. Pero Boudicca aferraba su jarro de aguamiel y se mantenía serena. El resto de la tarde transcurriría con conversaciones corteses acerca de nada, y se tensó contra las olas de resentimiento sabiendo que al anochecer, después del banquete y cuando se expusiera el asunto, necesitaría de todo su control para conservar la calma. Los hombres bebían y departían con amenidad; Pudens evitaba con astucia cualquier insinuación sobre la guerra, la ocupación o exigencias romanas, y Saloc traducía con una habilidad automática e indiferente. Boudicca se sorprendió escuchando con interés un relato sobre la forma romana de cazar y cultivar la tierra. Después, Prasutugas comenzó a hablar de sus preciados perros e invitó a los romanos a dar un paseo por las perreras y por otros lugares que podrían ser agradables. Todos salieron a los rayos ya débiles de un sol que avanzaba lentamente hacia el oeste, y mientras caminaban por la aldea, fueron seguidos por grupos de jefes y hombres libres que escuchaban la lengua romana dura y exacta con temor reverente y cierta intranquilidad. Más tarde, con la última luz roja del día, se reunieron junto al gran fuego que crepitaba alegremente fuera de las puertas y se mezclaron con el pueblo; comieron y bebieron, y observaron a los jefes pelear con espadas, luchar y llevar a cabo carreras de carros alrededor de la empalizada iluminada por las antorchas.

De pronto, Boudicca descubrió horrorizada que Pudens estaba a su lado, con el vino en la mano. Era demasiado tarde para alejarse y apretó su jarro contra el pecho y le miró con resolución.

—¿Tenéis una hija, señora? —preguntó él con vacilación, en la lengua de ella; su voz se elevó sobre el estruendo festivo en derredor. Boudicca asintió con rapidez—. ¿Cómo se llama?

«Su nombre se da sólo a los de su clan» quiso replicar, pero contestó con mansedumbre:

—Ethelind.

—Es un nombre con música. Me gustan mucho los niños. Tengo muchos sobrinos y sobrinas en casa que me atosigan pidiéndome regalos cada vez que regreso a Roma. Pero no me importa. —Le sonrió. «¿Te gustaban también los niños que vosotros, romanos, asesinasteis en la Galia?», deseó preguntar ella con desprecio, pero, de alguna forma, el rostro era demasiado franco, demasiado joven. Y no pudo.

—¿Sois casado? —aventuró lacónicamente. Pudens meneó la cabeza.

—No, todavía no. Como suele decirse, en este momento estoy casado con mi carrera, y mi carrera es una dama celosa que me demanda mucho tiempo. Sin embargo, tiene sus recompensas. —Se dio cuenta de su error al instante. Los ojos de Boudicca se oscurecieron y su boca se torció. Pudens pensó rápidamente en cambiar el tema de conversación, pero comprendió que no podría reblandecerla con palabras ligeras, de manera que añadió con tono amable—: Lo siento. Pero no puedo vigilar mi lengua todo el tiempo y apenas soy un principiante en el uso de vuestro idioma. Nos odiáis, ¿verdad?

Boudicca alzó la cabeza.

—Sí —sentenció—. Os odio.

—Entonces no sirve de nada decir que en un par de años, cuando hayáis llegado a conocernos mejor, al menos habréis olvidado el odio y tal vez sólo sintáis una pequeña antipatía hacia nosotros. Admiro vuestra franqueza, Boudicca, y aunque no me creáis, os entiendo. Sólo he conocido otra mujer con ese respeto por el honor.

—La hermana de Caradoc.

—Sí —repuso con sorpresa—. Si os sirve de consuelo, desafió al propio emperador.

—No es un consuelo —contestó con dureza—. Puesto que el emperador no se fue.

Bebieron en silencio y cohibidos. Luego, sin cruzar una sola palabra más, él hizo una reverencia corta y la dejó.

Mientras los hombres libres todavía se peleaban y reían, y el fuego seguía brincando alto contra la negrura del cielo, los romanos, Saloc, Boudicca y Prasutugas y su séquito se dirigieron al salón y se acomodaron junto al fuego. Lámparas encendidas iluminaban con su resplandor la penumbra ormal y ceremonial. Los sirvientes se movían con sigilo de un lado a otro, anónimos y discretos, alimentando el fuego y trayendo más vino. Cuando hubieron acabado, Prasutugas los despachó y se volvió hacia Pudens. Se hizo silencio. Boudicca se desprendió la espada y la depositó con cuidado rente a sus rodillas. Lovernio e Ian la imitaron.

Pudens carraspeó y habló.

—Primero debo agradeceros de nuevo, señor, vuestra hospitalidad y la sabiduría que os urgió a buscar la paz con nosotros para vuestro pueblo. Creo sin ninguna duda que gracias a vuestro coraje en la elección de este camino, la tribu honrará vuestra memoria como la de un padre verdadero y un guía. Que no haya palabras de rendición ni conquista entre nosotros. Roma sólo desea cosas buenas para vosotros para que juntos podamos ser amigos. —Saloc repitió las palabras con los dulces altibajos de la lengua de Boudicca, y ella se sintió presa de una profunda tristeza. Se había preparado para combatir la cólera, pero esta pena creciente la desconcertaba y espantaba. Pensó: «¡Ah, no! No debo llorar. Sobre todo, no debo derramar lágrimas en presencia de los extranjeros».

Prasutugas alzó una mano; su rostro joven estaba arrugado por el cansancio del día y la tensión que le producían tales circunstancias.

—Señor —dijo con un dejo de humor—, puedo parecer casi un niño a vuestros ojos, pero eso es porque entre vuestra gente, la infancia es prolongada y vuestros niños están protegidos. Yo soy un hombre, un rey de mi pueblo, y os ruego que no pisoteéis los ribetes de mi honor hablándome como si fuera lento de entendimiento. No perdamos horas de sueño con palabras bellas pero vacías. Roma ha conquistado. No deseo pelear contra Roma y tampoco lo desea la tribu. En cuanto a la amistad, tal vez surja; pero, por ahora, hablemos de términos.

Saloc esbozó una leve sonrisa mientras traducía y los tribunos sonrieron con pesar con la mirada clavada en el fuego. Pudens se quedó mirando a Prasutugas, desorientado por un momento, luego sus ojos se desviaron hacia Boudicca y notó los labios trémulos y el rápido parpadeo de los ojos.

Cuadró los hombros contra una ola fugaz de verguenza.

—Muy bien —declaró en voz alta—. Me alegra, señor, no tener que disfrazar esas expresiones con un lenguaje florido. ¡Algunos jefes son tan susceptibles! —sonrió—. Los términos son los siguientes. El divino Claudio os dará oro. Es un regalo, una muestra de su buena voluntad. Como señal a Roma de vuestra propia sinceridad y seriedad en la negociación, prestaréis el juramento de no levantaros en armas contra ningún ciudadano de Roma. Si tenéis motivos de queja en el futuro, los presentaréis ante las cortes en Camalodúnum. También permitiréis la edificación de un pequeño fuerte cerca de la aldea y de puestos cada quince kilómetros a lo largo del camino que comunicará el fuerte. Más adelante, si todo anda bien, habrá otro camino.

Prasutugas levantó una mano otra vez.

—No quiero que ningún camino atraviese los campos de mi gente ni que se derriben robles para quitar obstáculos con ese fin. ¿Cuántos soldados habrá en el fuerte? ¿Qué autoridad tendrán sobre nosotros? No permitiré ninguna interferencia con mi dominio, Pudens.

Rufo asintió.

—Los caminos se construirán a lo largo de los senderos ya existentes. Los he cabalgado en mi viaje desde el norte y no necesitan muchos cambios. El fuerte tendrá una guarnición de ochenta a cien hombres, dependiendo del estado de paz en la provincia de un año a otro. El comandante no poseerá autoridad alguna sobre vuestros asuntos internos, señor. Sólo se ocupará de mantener la paz y os será de gran utilidad como intermediario entre vos y el gobernador.

—Eso dependerá mucho de la clase de hombre que sea —advirtió Boudicca en tono tajante—. Si detesta a los bárbaros, podría hacernos la vida imposible.

—Es cierto —convino Pudens—. Por lo tanto, requeriré que se lo envíe a prueba. Si al cabo de seis meses no estáis satisfecho con él, el gobernador lo reemplazará.

—¿Para qué queréis un fuerte aquí? —insistió ella—. El océano rodea Icenia por tres lados y la tierra al sur ya está en manos de Roma. Es para espiarnos, ¿verdad?

Pudens alzó su copa con cuidado, la bajó, la llenó con la jarra de plata que había junto a su codo y entonces, después de haberse concedido tiempo para pensar, contestó:

—Debo presumir, señora, que vos tampoco sois una niña. En este momento, vuestro pueblo desea la paz, pero ¿y el año que viene, y el otro? Sin duda comprenderéis que Roma debe velar por sus propios intereses asegurándose de que no surjan elementos descontentos entre vuestra tribu que puedan convertir la buena labor de vuestro esposo en un caos futuro. El comandante no os espiará, pero siempre estará presente para cerciorarse de que nunca exista la necesidad de hacerlo.

—¡Bueno, al menos sois sincero! —replicó Boudicca—. Pero tal como yo lo veo, Icenia estará en manos de un solo hombre. Si es razonable y justo, todo irá bien, pero si no, seremos prisioneros. Ni siquiera nuestras protestas podrán llegar a oídos del gobernador.

—Partís de la base de que los hombres son del todo malos o del todo buenos —razonó Pudens con una sonrisa casi indulgente— y, por supuesto, los romanos son del todo malos y si no lo son, ocultan sus corazones malvados detrás de una máscara. Vuestros miedos pronto demostrarán ser infundados, señora. —Se volvió hacia Prasutugas—. También está el asunto del tributo. —Boudicca soltó un largo suspiro y el rostro de su esposo se tensó—. No puedo deciros con exactitud cuáles serán los impuestos, dado que el procurador no ha llegado todavía de Roma. Pero os visitará y evaluará vuestra tierra y el número de vuestros rebaños y manadas. Sois muy rico, señor, y vuestros impuestos serán altos —le advirtió.

Prasutugas mantenía los ojos en las profundidades ardientes del fuego, intrigado por la quietud de Boudicca. Se había dejado caer hacia atrás en las sombras, pero él advertía su aflicción. «¿Dónde está su ira? —pensó con ansiedad—. ¿Dónde el torrente de preguntas mordaces?»

—Pagaré los impuestos —afirmó lentamente—. Podemos permitírnoslo, a cambio de la paz. Pero me niego de manera terminante a permitir que hombres o mujeres libres icenos sean tomados como esclavos o que mis hombres jóvenes sean reclutados para las legiones o para el circo. No puedo negociar esto, Pudens.

—Entiendo. ¿Todavía no creéis que Roma es bondadosa? Os diré la verdad, Prasutugas. Ninguna persona libre será tomada como esclava, pero no puedo comprometerme con respecto a lo segundo. Roma necesita jóvenes saludables y Albion los tiene en abundancia. Creo que en este punto no tendréis alternativa.

Su voz era firme, dura, y Prasutugas repuso con amargura:

—Veo que no tenemos alternativa en nada. Sin embargo, no me quejaré. Ansío una vida de prosperidad y crecimiento para mi gente. El precio es alto, pero lo pagaremos. —Boudicca seguía sin hacer comentarios. Ella, Lovernio e Ian permanecían agazapados en la oscuridad, pero Prasutugas sentía el sufrimiento de su esposa como un peso asfixiante. Le dolía la cabeza y se sentía viejo—. Tengo una petición que haceros —añadió—. He oído decir que el filósofo Séneca es un hombre muy rico y que está dispuesto a prestar dinero a cualquiera que pueda permitirse tomarlo prestado. Mis jefes y yo deseamos hacerlo.

Boudicca se enderezó.

—¡Prasutugas, no! —gritó— .¡No, no!¡No necesitamos ese dinero! Una deuda así carece de honor, ¿y quién te saldrá de garante si no puedes pagar? ¿Quién hará las promesas? —Saloc comenzó a traducir sus palabras pero ella lo acalló con un insulto feroz—. Esposo mío —rogó con suavidad—. Ya nadamos con desesperación y temor a que las aguas se cierren sobre nosotros. Deja todo como está. No pidas más o nos ahogaremos.

Él se volvió hacia ella y le tomó la mano caliente.

—Amor mío —susurró, próximo a las lágrimas—. ¿No comprendes que estoy haciendo todo lo que puedo para salvar al pueblo? El dinero mitigará el dolor de la transformación; permitirá poner a la tribu en la senda romana en menos tiempo. Para los catuvelaunos, el tiempo fue largo, cien años de lenta relación, pero para nosotros, debe ser ahora, hoy, este año, un tajo rápido que seccione todo el pasado y luego una cura lenta y tranquila. Sé lo que estoy haciendo. Estoy matando, estoy asesinando para que pueda nacer otra cosa. ¡Entiende! ¡Por favor, Boudicca, no me falles ahora!

Pudens y sus hombres, sentados con las cabezas gachas, jugueteaban con sus copas. La emoción pura y franca en las palabras de Prasutugas los hacía retorcerse de verguenza por dentro, pero durante un momento, a la pareja no le importó la presencia del grupo romano.

Boudicca se puso de pie, dio un paso, se arrodilló frente a su esposo y le apoyó la cabeza en el pecho tibio.

—Ayúdame —murmuró—. Quiero hacer lo correcto. No soporto lo que está ocurriendo esta noche, no lo soporto, Prasutugas, y soy la primera a quien matas. —Él la rodeó con un brazo y le puso la mejilla contra el largo cabello, pero no tenía más palabras para decirle y se mecieron juntos en esa silenciosa infelicidad. Luego, Prasutugas la apartó con delicadeza. Boudicca se incorporó, hizo una seña a Saloc para que continuara y abandonó el salón.

Cuando Prasutugas por fin se acostó, ella seguía despierta, boca arriba y con los ojos fijos en el cielo raso. A su lado, el bebé dormía profundamente en su cuna y una lámpara ardía en la mesa baja frente a la puerta.

—Se marchará por la mañana —comentó él—. Aricia y Venutio le esperan en Brigantia. He pactado el préstamo, Boudicca, en mi nombre y en el de los otros jefes que lo quieren. —La miró esperando un comentario, pero ella no habló. Ni siquiera pestañeó. Los ojos continuaron fijos y, al final, Prasutugas se desperezó con un gemido de agotamiento total—. Estoy demasiado cansado para desvestirme —suspiró. Poco después, su respiración se volvió más profunda y se apretó contra ella, pero no sintió las lágrimas que rodaron por las sienes de Boudicca y humedecieron su cabello enredado.

Después de una comida formal pero apresurada en el salón, Pudens y sus soldados se despidieron. Nadie había dormido bien. Los rostros estaban deslucidos y los ojos hinchados bajo la intensa luz matinal de verano; Boudicca parecía no haber descansado en absoluto. Saloc, que se había sentido extrañamente atraído hacia ella, intentó hacerla participar en una conversación trivial mientras Prasutugas indicaba a los tribunos los senderos hacia el noroeste; pero ella se alejó de él y se negó a tomar su mano. Por fin, Pudens montó, la infantería formó filas y, tras una orden brusca, el pequeño ejército partió hacia el bosque. Durante un instante, Boudicca los observó irse; un sol nuevo brillaba tenuemente alrededor de ellos. Y entonces, de pronto, se recogió la túnica y corrió detrás de Pudens. Él miró hacia atrás, la vio y detuvo su caballo inquieto e impaciente. Jadeando, Boudicca cogió su talón enfundado en cuero.

—Dejadme recordaros una cosa —dijo con voz ronca—. Hasta los perros tienen dignidad. ¿Me entendéis?

Pudens escudriñó un largo rato el rostro pecoso con el halo castaño. Sentía aquellos dedos ásperos hundirse en su tobillo y veía la combinación de súplica y desafío en su mirada ojerosa. Asintió lacónicamente.

—Sí. —Ella le soltó y él agitó las riendas con violencia y trotó tras sus hombres. Boudicca regresó despacio con Prasutugas.

—¿Qué le has dicho? —preguntó él con curiosidad. Ella se encogió de hombros.

—Nada importante. Sólo quería saber si le gustaban los perros.