CAPITULO 17
Bran detuvo su caballo, desmontó y se acercó a Caradoc, que todavía estaba sobre el caballo, con Cinnamo y Caelte a su lado y Eurgain detrás.
—Hemos llegado —anunció—. Dejad los animales aquí; se harán cargo de ellos.
Caradoc desmontó y depositó a Gladys con delicadeza en el suelo. La niña estaba enferma y no paraba de temblar. Lloriqueó cuando sintió la tierra mojada chapotear bajo sus botas y Bran se agachó, estudió el rostro sonrojado y luego la cogió en brazos y se alejó. Caradoc se estiró, se aflojó la espada y ordenó a Cinnamo que tomara a Eurgain y siguieran a Bran. Miró a su alrededor. No había mucho que ver. La noche era muy oscura y la lluvia caía en una cortina helada e incesante. Había llovido durante cinco días y Camalodúnum se encontraba a tres semanas de distancia; allí, el verano era caluroso y seco y un hombre podía situarse en la colina junto al Gran Salón y contemplar kilómetros de bosques y río. Aunque no las podía ver, las percibía: montañas que se elevaban desde colinas bajas y cubiertas de árboles, alturas desiguales y sin nieve en el calor fugaz del verano. Se sentía incómodo sabiendo que estaban allí. Le empequeñecían.
Habían cabalgado una semana entera sin detenerse durante el día y mitad de la noche, a través de bosques secos, junto a arroyos tibios, durmiendo con los rostros hacia las estrellas y las capas separadas de los miembros calientes. Pero, poco a poco, el clima había cambiado. El verano no duraba mucho en el oeste. El grupo comenzó a ascender de manera imperceptible; el suelo subía y bajaba en hondonadas densamente arboladas, pero siempre ascendiendo más de lo que caía; y un día llegó la lluvia. Al principio fue agradable, una ráfaga fresca y purificante después del calor del verano, pero a medida que proseguían la marcha se volvió más fuerte y más fría; los niños estornudaban y se acurrucaban dentro de capas que nunca llegaban a secarse. Bran y Jodoco los guiaban con seguridad, indiferentes al clima; no vieron a ningún hombre en todos los kilómetros que se extendían entre ellos y su tierra. En ocasiones, pasaron por pequeños campos sembrados arrebatados a hachazos de los dedos voraces del bosque; los cultivos se erguían altos y amarillos, estallidos de color y orden en un territorio de otro modo salvaje, pero los campesinos que se ocupaban de ellos habían desaparecido. Sólo los animales los espiaban con ojos brillantes en tanto transitaban los senderos de caza tan furtiva y velozmente como los mismos lobos. De noche, Caradoc los oía chillar en la distancia, un coro de aullidos y gañidos que le helaba la sangre, puesto que la luna se acercaba al plenilunio y la magia fluía poderosa y profundamente bajo los árboles oscuros y mojados. La mayoría de las veces ignoraban los nombres de las diosas cuyos bosques atravesaban y a las que no podían aplacar. Bran y Jodoco eran los únicos que viajaban tranquilos; por las noches, sentados con las piernas cruzadas junto al fuego que crepitaba cuando caían en él gotas de lluvia, conversaban en voz baja. Sus barbas, negra y dorada, se agitaban en la luz que oscilaba.
Y entonces llegó la mañana en que Eurgain despertó temprano, se levantó del suelo musgoso bajo los robles donde estaban acampados y caminó entre los árboles hacia donde manaba la pálida luz del sol. Durante un instante se quedó paralizada de incredulidad, con la capa apretada contra el pecho. Giró sobre sus talones, corrió de regreso, cogió a Caradoc de un hombro y le agitó con tono apremiante.
—Levántate, levántate —susurró—. ¡Ven a ver!
Él se despertó enseguida, recogió su espada y la siguió. Se abrieron paso hacia el extremo del bosque y Eurgain señaló, casi sin poder hablar a causa de la excitación que bullía en su interior. Los árboles terminaban con brusquedad y a los pies de ambos, la tierra caía, se inclinaba de manera empinada en una curva larga e ininterrumpida que acababa en el fondo de un valle amplio y cruzado por un río serpenteante, rojo a la luz de la mañana. La hondonada del valle era un mosaico de dorados campos de labor. A tres kilómetros de distancia, podían mirar más allá de la cañada y ver la tierra elevarse de nuevo como la cresta de una ola enorme y congelada, pero no era el valle lo que hacía temblar la voz de Eurgain. En la distancia, sobre los matorrales que bordeaban el otro lado del valle, había una fila ordenada de colinas ataviadas de bosques y con cumbres desnudas como espinas dorsales prominentes de monstruos dormidos. Y más allá, tan lejos que parecían flotar a la deriva en un mar de bruma rosada, estaban las montañas.
—¡Ah, Caradoc, verlas, verlas de verdad! —suspiró Eurgain—. ¡Qué rocas y cristales ocultos yacen allí escondidos esperando que yo los descubra! ¡Apenas podía intuir sus secretos sentada junto a la ventana de mi choza, pero aquí poseen voz!
—Cantan una canción de promesas para ti, amor mío —respondió—. Pero ten cuidado. No les entregues tu corazón. Estarás muy sola si lo haces. —Ella se volvió y le sonrió; le besó en la boca y apoyó su cabellera despeinada contra su cuello.
—¿Estás celoso, Caradoc?
—Tal vez. Existen cosas mucho más poderosas que otro hombre para robar el amor de una mujer a su esposo. —Eurgain alzó la cabeza.
—¿Y qué hay de las cosas que separan a un esposo de su esposa? ¿A ti de mí? ¿Cuántas veces más te abrazaré en un sitio silencioso y tranquilo como éste, lejos de Consejos y de la guerra, y del resto de lo que te reclama? Oh, Caradoc, ojalá el destino no hubiera tenido a bien escoger este camino para ti. Te amo. ¿Cómo haré para vivir en la duda día tras día, sin saber si estás vivo o muerto? —No solía bajar la guardia, ni siquiera con él, y Caradoc la apretó con fuerza. No había nada que decir. Conocía los poros del cuerpo de Eurgain mejor que los suyos propios; sin embargo, después de diez años de matrimonio, ella todavía era capaz de sorprenderle, de intrigarle con visiones de un carácter muy profundo en el que cada capa estaba velada con un misterio del que nunca se cansaría. La tomó de la mano y la guió en silencio bajo los árboles, lejos del campamento todavía dormido. El breve instante de luz pálida concluyó cuando las nubes de lluvia del día comenzaron a juntarse.
Para desilusión de Eurgain, el grupo viajero no se adentró en las montañas. Se abrieron paso a la hondonada del valle y luego giraron al sur, cabalgando junto al río. Lo siguieron durante dos días sin el amparo de los árboles, indefensos bajo los azotes feroces de la lluvia. Luego lo vadearon en un punto donde se ensanchaba en un estanque rocoso y poco profundo. Caradoc creyó aspirar el olor penetrante del océano mezclado con la humedad desagradable del río y el olor acre a tierra. El corazón se le encogió de manera extraña y pensó en la cueva de Gladys, en su penumbra seca, vacía para siempre. Después de pasar a la otra orilla, continuaron la marcha, bordeando las oscuras colinas que se erguían sombríamente a la derecha. Cuatro días después, ya avanzada la noche, habían llegado.
Caradoc esperó a que Eurgain desmontara y se acercara a él. Luego siguieron a Bran, con los callados jefes catuvelaunos detrás. La aldea era pequeña, tres o cuatro círculos de chozas de madera con techos de paja oblicuos. Pero las chozas en sí eran grandes y espaciosas, cada una con una puerta baja seguida al cabo de un par de pasos por una puerta de pieles. Un hombre aguardaba en la puerta que conducía a la casa más grande; no llevaba capa y cuando Caradoc se aproxímó, extendió un brazo y habló.
—Bienvenido a este salón —manifestó—. Si venís en paz, permaneced en paz. —Los dedos fríos y mojados de Caradoc encontraron la otra muñeca fuerte y tibia—. Soy Madoc, de la Casa de Siluria. Os pido disculpas por la lluvia. El verano está por terminar y antes del comienzo del otoño solemos tener un periodo de tormentas. —Retiró la mano y se volvió. Hizo una seña para que le siguieran y el grupo se tambaleó detrás de él, rostros y manos ansiosos anhelando el calor acogedor de la habitación.
Los esclavos aguardaron para recoger las capas empapadas: hombres pequeños, de tez oscura y con ojos de mirlo. Un imponente fuego de leños crepitaba en el centro y el humo pendía denso alrededor del techo. Caradoc se quitó la capa y se acercó al calor; se sentía como en una tienda grande y agradable. Madoc desenvainó su cuchillo y cortó parte del pernil de cerdo que giraba con lentitud sobre las llamas. Se lo entregó a Caradoc y le invitó a sentarse sobre las pieles. Otro esclavo trajo cerveza oscura y fuerte y un plato lleno de guisantes frescos, verdes y jugosos. Llyn y Fearachar habían entrado; el niño se tambaleaba y parpadeaba en un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Madoc los llamó. Caelte no había esperado a que le invitaran; ya se estaba instalando junto a las rodillas de Caradoc y éste echó una ojeada a los presentes. Unos cuarenta jefes siluros estaban acuclillados en las pieles con los restos de comida en el suelo frente a ellos y estudiaban, sin pudor, a los extranjeros sucios y manchados. La pequeña Eurgain ya dormía, demasiado cansada para comer, envuelta en una capa seca contra la pared; pero de su esposa, su otra hija, Cinnamo y Bran, no había señales. Al advertir la mirada nerviosa y errante de Caradoc, Madoc le empujó el plato con suavidad.
—¡Comed! ¡Comed! El druida está atendiendo a la pequeña. Puede curar fácilmente la fiebre con sus hierbas y con descanso, la niña estará bien pasado mañana. —Caelte sostuvo la mirada inquisitiva de su señor y asintió.
—Han ido a otra choza —explicó—. Eurgain los acompañó.
Madoc rió.
—¡No confiáis en las fieras del Oeste! Bueno, ya aprenderéis. ¡Y vosotros también aprenderéis! —bramó a sus hombres, que todavía miraban fijamente y callaban—. ¿Dónde está mi bardo? ¡De pie, hombre, y a cantar! Los extranjeros están hambrientos y cansados y esta noche no habrá Consejo. —Su cabello extraño, cogido en un penacho rígido, parecía encresparse hacia ellos; se reclinó en las pieles con un quejido y cerró los ojos—. Comida y descanso, y luego guerra, ¿eh, catuvelauno? Espero que seáis digno de todas las molestias que nos hemos tomado por vos, como afirma el druida. —El bardo afinó su pequeña arpa y carraspeó. Los ojos de Caelte comenzaron a brillar a la luz del fuego. Poco después, Cinnamo y Eurgain descorrieron las pieles y se deslizaron junto a Caradoc.
—Está mejor —murmuró Eurgain—. Ahora, duerme. Bran todavía está con ella. —De súbito, un verdadero agotamiento se apoderó de Caradoc. Se envolvió con la capa de olor desconocido, apoyó la cabeza en las rodillas y se quedó dormido.
En algún momento durante la noche, cuando el fuego se había reducido a brasas rojas y los jefes se habían marchado, Jodoco le despertó y Caradoc se balanceó detrás del hombre callado, aún demasiado exhausto para que le importara dónde recostar la cabeza. Tuvo una impresión confusa de un fuego nuevo, sombras largas y una cama bien arropada y tentadora. Dejó caer la capa, se quitó la túnica y los calzones, y se tendió junto a Eurgain. Ella echó la manta por encima de ambos con apatía y siguió durmiendo, el golpeteo constante de la lluvia los arrullaba.
Por la mañana, despertaron refrescados con la luz del sol. Fearachar ya estaba levantado, ocupándose del fuego y sacando ropa limpia; las camas en las que habían dormido los niños estaban vacías. Caradoc oyó las voces bajas de Caelte y Cinnamo fuera y se levantó, se lavó en la palangana que había sobre la mesa junto a la cama, se vistió y, después de besar a Eurgain, que todavía estaba medio dormida, salió. Sus jefes le saludaron y juntos pasearon por la aldea silura. Ésta se encontraba en un pequeño valle junto a un río. Al oeste, las colinas se elevaban otra vez y se alcanzaba a ver las cimas de montañas lejanas. Al norte, el valle serpenteaba con el río, cubierto de árboles; aunque las montañas que habían divisado sobre el gran valle no eran visibles desde allí, sus cumbres si lo eran, erguidas en el este y envueltas en bruma blanca.
—¡Madre! —exclamó Cinnamo—. ¡Bonito lugar para morir! El enemigo sólo tiene que tapar la desembocadura del río y esta gente estúpida quedará atrapada como conejos.
—No tienen nada de estúpidos, Cin —le corrigió Caradoc—. Esta aldea está cerca de los campos y del agua. Tienen tierras llanas para el ganado y las ovejas. Y puedes estar seguro de que los jefes conocen cada sendero que serpentea alrededor de las colinas y se adentra en las montañas. A la primera señal de peligro, podrían internarse en esa soledad oscura y no ser encontrados jamás si así lo desearan.
—Por supuesto —afirmó una voz cercana. Era Madoc; las púas de su cabello se levantaban hacia el cielo, su túnica roja resplandecía con collares y sus brazos estaban cargados de brazaletes—. De modo que al fin os habéis levantado, Caradoc. Os habéis perdido la primera comida del día, pero no importa. No era más que pan y manzanas. Venid. Os mostraré la aldea.
Su bardo y su escudero, que acarreaba un peso enorme de cuero y bronce labrado con trompetas y caras largas de caballos con ojos cerrados, se les unieron, y todos caminaron entre las chozas rebosantes de olor a comida y risas de mujeres. Los perros los seguían y los niños salían y corrían descalzos junto a ellos, con sus túnicas sobre rodillas huesudas y morenas y cabellos hasta la cintura. Madoc se detuvo más allá del último círculo.
—Aquí están las cuadras —dijo—. Tenemos pocos caballos, ya que no son muy útiles en los pasos altos y no nos molestamos en usar carros. Si miráis a vuestro alrededor, entenderéis por qué. —Lo hicieron. Ningún carro podría transitar jamás las sendas tortuosas y rocosas de las colinas—. Allí —añadió, y se volvió mientras agitaba un brazo—, valle abajo, a dos días de camino, se halla otra de nuestras aldeas, y entre ambas, hay muchas granjas. No nos gusta apiñarnos en un único lugar grande como vosotros, los catuvelaunos —declaró con una mirada de soslayo—. Preferimos vivir y pelear por nuestra propia cuenta. Cada jefe vive en su granja con sus campesinos y esclavos, y cada jefe posee igual derecho de hablar ante el Consejo. Los druidas tienen la última palabra. ¡Después de mí, por supuesto!
Rió, una risa seca y jadeante, y sus hombres sonrieron sumisamente.
—Este valle, aunque angosto, se extiende ampliamente entre las montañas y la mayoría de nuestro pueblo se ha asentado a lo largo de él. Pero en este extremo no solemos tener noticias de nuestros hombres libres y hermanos del otro lado. Comerciamos un poco, por el río. En cuanto al resto —sonrió a Caradoc, mostrando sus dientes amarillentos en contraste con la barba negra—, están diseminados en muchos valles pequeños ocultos allí arriba. —Señaló con ligereza las cumbres desiguales a sus espaldas y el corazón de Caradoc se encogió. Madoc le miró; el destello en sus ojos revelaba que sabía muy bien lo que estaba pasando por la mente del catuvelauno. Esa gente jamás podría ser unificada. Podrían pelear como mil demonios, pero siempre con la arrogancia de su independencia invencible; cuando y con quienes eligieran.
Se volvió hacia el siluro con el estómago vacío y deprimido. Madoc asintió y se acercó.
—Nos aguarda una impQrtante tarea, amigo mío —dijo en un murmullo—. Escuché al druida cuando habló de vos porque, bueno, puedo guiar a mis jefes a la guerra, no hay guerrero mejor que yo, pero aquí arriba... —Se tocó la cabeza rígida con un dedo regordete— Aquí arriba soy estúpido. Sí, yo, Madoc, jefe y poderoso hombre de espada, admito esto ante vos, extranjero. No tengo la inteligencia para el trabajo que planeamos. De manera que os mandé llamar y aquí estáis. Dentro de poco comenzará el Consejo y deberéis pronunciar las palabras que harán que mis jefes os escuchen. De lo contrario, haríais mejor en marcharos. Yo puedo hacerlos escuchar, pero no que obedezcan si no lo desean. —Su voz bajó, al oído de Caradoc sólo llegaba un zumbido—. No habléis de los sueños del druida sobre el surgimiento de un arvirago. Creo que es un tonto en lo que a eso respecta y veo que pensáis igual, pero tal vez suceda en el momento apropiado. Primero, ganaos la confianza de mis jefes. Luego viajad, Caradoc, conmigo y con el ruida, a los pequeños valles de los que os hablé. Si logramos despertar a toda Siluria, entonces habremos logrado una gran cosa.
Caradoc contempló los ojos oscuros brillantes con un respeto nuevo.
Después de todo, Madoc no era un montañés salvaje, y detrás de sus maneras ampulosas y toscas, las joyas llamativas, los andares jactanciosos y airosos, había un jefe astuto y poderoso. Cunobelin había enseñado a sus hijos a temer únicamente a los hombres del Oeste y en aquel momento entendía por qué. Madoc era Cunobelin, un Cunobelin sin la influencia templadora de Roma, y Caradoc supo que estaba viendo cómo podría haber sido su padre: un guerrero puro y genuino. Un orgullo nuevo creció en su interior y las dimensiones del conocimiento que tenía de sus antepasados se expandieron. Había dicho que su tarea era imposible, pero ¿y si no lo era? ¿Y si podía de hecho unir a esos luchadores eficientes y rústicos tras un objetivo común? Bran creía que sí. Sonrió a Madoc y le apretó un hombro.
—Entiendo —repuso—. Sí, Madoc, juntos lograremos una gran empresa.
Un diminuto hilo de aprobación comenzó a formarse tras los ojos del jefe siluro, todavía fino como el de una telaraña; se tocó la barba y gruñó.
—Creo que ya hemos comenzado —dijo—. Ahora, sigamos caminando. Tengo algo más que mostraros.
Se alejó con paso altanero y todos le siguieron. Pasaron por las perreras de los perros de caza y por los talleres de cerámica. Los niños, que se aburrían, habían conseguido que les permitieran bajar al río; chillaban y reían.
A pesar de que la mañana era fresca, se metieron al agua sin vacilar y nadaron con brío contra la corriente: cabecitas castañas, rojas y negras moviéndose juntas. Sin embargo, Madoc condujo a los jefes lejos del río y por fin se detuvo fuera de una choza sencilla y con un techo de paja nuevo.
—¿Estás ahí, hombre libre? —gritó y la puerta de pieles se abrió. Un hombre joven les saludó con aire ausente; llevaba herramientas en las manos—. Muéstranos tu trabajo —ordenó Madoc—. Quiero que estos hombres lo vean a la luz del día. —El hombre entró y reapareció un momento después con un objeto envuelto en un paño que sostenía con cuidado. Se acuclilló y comenzó a desenvolverlo; los demás se arrodillaron con él. Entonces levantó algo con dedos amorosos y delicados, acariciándolo mientras lo hacía, y Caradoc, Cinnamo y Caelte lo observaron con estupor. Era un collar de oro, visiblemente sin terminar—. Lo está haciendo para una de mis esposas —explicó Madoc—. ¿Qué opináis? —Serpientes rutilantes se retorcían de modo sinuoso, los dientes ganchudos se estiraban, se deslizaban y se convertían en los tallos de plantas lánguidas y extrañas cuyas hojas chatas se alargaban a su vez para transformarse en curvas uniformes y fluidas. El ojo podía seguir pero nunca descubrir dónde acababa la serpiente y comenzaba la hoja, o dónde terminaba la hoja y la curva desembocaba en un diente. Caradoc lo tocó con temor reverente, el poder del collar llegaba hasta lo más profundo de su corazón y le despertaba una reacción vieja y olvidada. Le recordó las tallas en las columnas del Gran Salón y los bronces en las capas y brazaletes de los jefes de Aricia. Pero esto junto a ellos poseía vida, estaba lleno de magia, entero y vibrante como si las tallas en las columnas hubieran sido meros reflejos inanimados de esa realidad oculta y ardiente. Madoc estaba complacido con el silencio general y los miraba de reojo—. Muéstranos más —indicó. El joven callado les mostró un broche de plata para una capa: una cabeza de lobo con ojos hambrientos y depredadores. Llevaba entre los dientes una diminuta cabeza humana, el cabello se curvaba alrededor de los colmillos y caía como sangre coagulada desde la boca; en el grito silencioso del hombre, Caradoc vislumbró otra cabeza, la de un lobo. «¡Sí! —pensó con excitación—. ¡Sí, sí, oh, sí.»
—Más —susurró, y el artesano le clavó una mirada penetrante. Trajo una gran pila de cosas preciosas: anillos, broches, brazaletes, bocados y guarniciones para caballos, coronas para la cabeza de una dama, ajorcas para los pies, todo bulliendo en imágenes, pesadillas vivas, sueños de verano, una profusión de visiones. Las manos inquietas de Caelte tocaron música salvaje.
—¿Tú has hecho todo esto? —inquirió, y el joven asintió.
—Sí. —Empezó a juntarlo todo.
—En mi aldea... —comenzó Caradoc, y el joven interrumpió lo que estaba haciendo y le dirigió una sonrisa gélida y mordaz.
—En vuestra aldea —dijo con frialdad—, mi trabajo habría sido pisoteado con desprecio en el barro y me habrían echado. —Reunió sus tesoros con cuidado en su capa y Madoc rió.
—¡Chucherías! —bramó—. ¡Juguetes bonitos para mis damas y mis jefes que pagan y pagan y tú, lobezno mío, te enriqueces! Aaah, pero sus corazones salvajes quedan prendados con tu talento. —Se puso de pie. Caradoc se volvió para decir algo al joven; quería explicarle que se había acuclillado como un jefe orgulloso y se había incorporado humillado, pero el espacio frente a la choza sencilla estaba vacío. El y Madoc caminaron de regreso uno al lado del otro.
—Tenéis oro aquí —comentó, y Madoc rió otra vez.
—Sí —respondió—. Allá arriba, en las montañas.
La choza del Consejo estaba llena y el fuego ardía con intensidad. Madoc los guió a sus lugares, los esclavos les trajeron comida y cerveza y Caradoc comió deprisa, todavía sin saber qué diría a esa gente recelosa. Advirtió que la prioridad de los asientos se respetaba con rigidez. Eurgain y Vida estaban sentadas con las esposas de los otros jefes. Tallia se encontraba entre las mujeres libres. Llyn conversaba con los hijos de otros jefes y los hombres siluros, junto con los escuderos y bardos, formaban un círculo contra las paredes. Sólo Bran se paseaba por donde quería con su túnica blanca y se detenía aquí y allá para decir una palabra o hacer una broma. Poco después, se acercó y se acuclilló frente a Caradoc.
—La fiebre de tu hija ha cedido —le informó—, pero deberá quedarse en cama una noche más. ¿Has decidido lo que tienes que decir? —Los ojos castaños estaban tranquilos y Caradoc meneó la cabeza.
—Aún no —respondió brevemente. Bran se incorporó y fue hacia Madoc, abriéndose paso entre los jefes que todavía no estaban instalados. Caradoc notó algo que el cansancio de la noche anterior le había impedido ver.
La choza estaba rodeada de cabezas cortadas. Donde la alta pared describía un círculo de poste a poste, justo debajo del ángulo donde el techo comenzaba a elevarse, colgaban atadas de sus largos cabellos, los ojos encogidos en cuencas profundas, la piel seca y arrugada y los labios hacia atrás exhibiendo dientes impúdicos. Jodoco, sentado junto a Cinnamo, reparó en la mirada de Caradoc y se inclinó hacia él.
—Todas tomadas por los jefes que veis aquí —explicó con orgullo—. Y la mayoría eran jefes también: ordovicos, démetas y unos pocos cornovios. ¿Veis aquélla? —Señaló una cabeza grande, de cabello negro y con un pedazo de hueso que resplandecía debajo del cuello grueso—. Era un campeón ordovico. ¡Madoc luchó contra él y lo mató, y ese día arreamos mucho ganado por los pasos!
—¡Madre! —siseó Cinnamo—. ¿Y vos queréis que peleen unidos?
Caradoc no dijo nada. A través de la habitación, su mirada se encontró con la de Eurgain y ella le sonrió. Junto a la puerta, dos jefes se peleaban; sus espadas chocaban y el sitio disputado permanecía vacio. Madoc se puso de pie, alzó un brazo y se hizo silencio. Los jefes se retiraron discutiendo acaloradamente en voz baja; ninguno de los dos quería tomar el lugar de modo que fueron a situarse contra la pared.
—¡Se llama a Consejo! —vociferó Madoc—. Esclavos, retiraos. —Los esclavos se marcharon uno detrás de otro, se cerró la choza y Caradoc apartó el plato y la copa, se aflojó con desgana el cinto con la espada y los colocó frente a él sobre las pieles, tal como estaban haciendo los demás jefes—. Bran —añadió Madoc al cabo de un momento—, ¿queréis hablar? —El druida se levantó y hundió las manos en sus mangas anchas; su cabello salpicado de gris brillaba a la luz del fuego.
—No tengo nada nuevo que decir —comenzó en voz baja—. Pero os recordaré que los catuvelaunos se han enfrentado con los romanos y nosotros no. Escuchadlos bien. —Se sentó.
—Todos sabéis por qué he traído aquí al hijo de Cunobelin —gritó Madoc—. Y ahora debéis decidir por vosotros mismos si lo que hice fue correcto. Hablad, Caradoc.
Se dirigió a su lugar y Caradoc se incorporó de mala gana, con la mente todavía en blanco. Sus ojos se pasearon despacio por los rostros hostiles y desconfiados que lo miraban con atención. Cientos de imágenes del pasado desfilaron por su mente y buscó un punto de contacto entre ellas, un eslabón que pudiera unir a esos jefes con su propia experiencia. Permanecía callado, con los ojos fijos en las puntas de las botas, y un susurro inquieto brotó entre los presentes. Entonces levantó la cabeza.
—Hombres del oeste. Me llamáis el hijo de Cunobelin y lo hacéis sonar como un insulto. Cunobelin comerciaba con Roma, Cunobelin dio a Roma una base firme en esta nación, Cunobelin albergaba sueños de conquista que os incluían, y si hubiera vivido, os habríais enfrentado a él y al poderío de mi tribu. De modo que os mofáis de él y de mí y al mirarme veis a un hombre marcado por la corrupción de Roma. Sin embargo, ¿quién hizo frente a las legiones contando solo con sus propias fuerzas mientras vosotros y muchas otras tribus nos negabais ayuda? Yo lo hice, mi pueblo y yo, y a causa de ello los catuvelaunos que sobrevivieron son ahora esclavos. Cuando deseéis maldecirme como extranjero amigo de los romanos, recordad que no contestasteis a mi petición y que ahora Roma inunda las tierras bajas como agua envenenada y convierte lo que allí había en los despojos retorcidos de una vida tribal.
»Cunobelin fue un gran hombre y me enorgullece ser su hijo, pero Cunobelin no veía a Roma tal como es. Ese fue su mayor error. Siluros, no fue mi error. Yo vi, yo sabía, yo me negué a firmar un tratado con Roma, junté a mis jefes, luché por mi territorio y perdí. Si alguno de vosotros todavía vacila en confiar en mi, pensad en la batalla de Medway y en la muerte de mi hermano Togodumno. Ya no soy jefe de un pueblo numeroso. No tengo aldea ni precio de honor ni riquezas. Pero aún poseo la única cosa más valiosa que todo eso. Mi libertad.
No se escuchó ni un solo murmullo. Los ojos seguían perforándole, despiadados y severos. Prácticamente, los había acusado de cobardes, y no tolerarían eso. Pero continuó; las palabras fluían con más facilidad, la confianza crecía en él con un poder nuevo, y Bran se reclinó con una sonrisa escondida tras la mano. Los siluros pronto tendrían un jefe nuevo, aunque todavía no lo sabían.
—¿Por qué peleáis? ¿A qué teméis sobre todas las cosas? A la esclavitud. Que os arrebaten el alma. Aquí sois libres. Venís y vais a vuestra voluntad. Ningún hombre os dice lo que tenéis que hacer. Sois dueños del río, el valle, las montañas. No teméis a nada. Aquí, en vuestra nación, está el corazón de la libertad, y durante muchos años os habéis negado a comerciar con las tribus que vendían su libertad a los romanos a cambio de vino y joyas. Vuestra libertad no se puede vender. Pero os la pueden quitar.
Casi les gritó las palabras y todos se enderezaron. El desdén en sus ojos se transformaba poco a poco en un interés cauteloso.
«Qué inocentes son —pensó con desesperación—, sentados aquí tan presumidos, sin ver jamás más allá de sus montañas, arropados en su orgullo y su bravura.»
—Los romanos planean quitárosla —murmuró—. Incluso ahora, están extendiéndose, construyendo fuertes, acercándose a vosotros cada vez más. Y en esta ocasión, vienen decididos a no fracasar. No cederán ni se rendirán. Vuestros días como pueblo libre están contados.
Uno de los jefes se levantó de un salto.
—¡Las montañas los detendrán! —exclamó—. ¡Detuvieron al viejo Cunobelin!
Caradoc sonrió con pesar.
—Cunobelin os temía y su temor le frenó —contestó—. Las montañas no detendrán a Roma. Ha peleado antes en montañas y vencido. Avanzará despacio hasta el pie de ellas, se consolidará, explorará y luego os encontrará y liquidará.
Otro jefe se incorporó.
—Todo lo que necesitamos hacer es reunir a la banda guerrera, marchar a las tierras bajas y presentar batalla a las legiones —expuso—. Forzaremos a Roma a retroceder a la costa. Tal vez podamos desafiar a sus campeones, derrotarlos y tomar sus cabezas, y así ahorrarnos muchas molestias. —Se sentó en medio de un complacido murmullo de aprobación y Caradoc suspiró para sus adentros. Vio la falange de la Decimocuarta con sus armaduras de metal arremeter contra los guerreros catuvelaunos que murieron antes de poder hallar una abertura en esa masa de disciplina sólida y anónima.
—Creed esto —manifestó con determinación—. Si intentamos enfrentar a Roma en una batalla campal, perderemos. Los romanos no pelean como nosotros. No tienen campeones. Cada hombre es un campeón. Las tribus no deben volver a cometer jamás ese error. Existen otras maneras de habérselas con Roma.
—Lo sabemos —dijo un jefe con expresión asqueada—. Escabullirse entre los bosques, atacar en la oscuridad y escapar furtivamente. Eso no es para guerreros.
Caradoc perdió la paciencia.
—¿Qué valoráis más —gritó con furia—, vuestra libertad o el vano respeto de las tribus? Si deseáis entregar vuestra nación a Roma, entonces adelante, tomad a los jefes y partid. ¡Ninguno regresará! —Pateó el suelo—. ¡Escuchadme, tontos! ¡Los soldados romanos carecen de cerebro! Pelean como demonios, no retroceden, han sido entrenados y disciplinados para responder a las órdenes tal y como los perros responden a los silbidos, sin pensar ni sentir. Sus oficiales son experimentados, perspicaces, hombres inteligentes que no cometen equivocaciones. ¿Oís lo que os estoy diciendo? ¿Entendéis? Si queréis derrotar a Roma, tendréis que descartar toda lección que hayáis aprendido acerca de cómo pelear y aprender otras nuevas, de mí. ¡Agradeced no tener que hacerlo, como me ocurrió a mí, del enemigo! Sois el único pueblo que queda para luchar, vosotros y los ordovicos, los démetas y los deceanglos. Si caéis, Albion caerá y el poderío de Roma se impondrá para siempre. Poneos en mis manos y arriesgaos a vuestra última oportunidad, o echadme y morid.
Recogió su espada y el cinto y se marchó caminando entre ellos. Antes de que hubiera atravesado la puerta, una cacofonía de gritos coléricos y conversación vehemente y rápida se multiplicó. Caradoc sonrió con cansancio para sí. Nunca le aceptarían. Oyó a Cinnamo y a Caelte acercarse corriendo y fueron juntos al río. Se sentaron en la orilla bajo los rayos de sol pálidos y casi fríos. Caelte, ante una orden de su señor, extrajo su arpa y cantó, pero Cinnamo, que estaba tirando guijarros al agua, se negó a escuchar. Caradoc apoyó la barbilla en las rodillas y pensó en el joven artista y su magia maravillosa.
El Consejo prosiguió todo el día. Eurgain, Llyn, la pequeña Eurgain, Vida y los demás catuvelaunos por fin abandonaron la choza y le contaron a Caradoc las discusiones airadas que se sucedían dentro. Todos se reunieron junto al río y pasaron el día compartiendo historias del pasado. Se sentían solos y nostálgicos en ese sitio extraño, excepto Eurgain. Bran le había prometido llevarla a las montañas y se sentó junto a Caradoc con una sonrisa interna, serena y callada, y el brazo de su esposo a su alrededor. Cinnamo y Vida discutían de tanto en tanto. La pequeña Eurgain hacia guirnaldas de margaritas junto a su madre. Llyn fue a buscar a los demás niños y Fearachar le siguió con resignación. Y entonces, cuando la tarde comenzaba a ser tan fría como el anochecer, Madoc y su séquito se aproximaron velozmente sobre la hierba. El jefe siluro sonreía. Caradoc se incorporó al instante y Madoc le pasó un brazo por los hombros.
—Han convenido en hacerlo a vuestro modo —dijo—. Pero desean que os diga que se reservan el derecho de desobedeceros si así lo decidieran.
Caradoc lanzó una exclamación de disgusto; Madoc retiró el brazo y sacudió un dedo carnoso.
—No, no —dijo—, es bueno. De esta manera, cuando elijan obedeceros será por amor y pelearán mejor. Los conozco. También dicen que vuestro hijo debe ser iniciado en esta tribu cuando llegue a la mayoría de edad.
—¡No! —gritó Caradoc, descortés a causa del sobresalto—. ¡Jamás, jamás! ¡Llyn pertenece a la Casa Catuvelauna y será siempre un catuvelauno!
—Debéis aceptar —musitó Madoc—. Es una especie de garantía para ellos. Además —dijo con voz entrecortada y riendo—, tal vez nunca llegue a la mayoría de edad.
—Oh, Madre —susurró Cinnamo—. ¡Cómo me alegra no tener hijos!
Caradoc los miró a todos con furia, pero Madoc sonrió y lo tomó del brazo.
—Venid y comed, todos, y conversad con mis jefes. Vivimos días terribles, amigos míos, y debemos encarar la necesidad de cada momento con la mente liberada del pasado. —Caradoc le siguió. Sabia con amargura que lo que Madoc decía era verdad.
«¿Por qué yo? —pensó con cólera—. ¿Por qué este destino para mí y los míos?»
La choza estaba caldeada y el aroma de los cerdos asándose flotaba hacia ellos. Entraron con las cabezas altas.
Caradoc, su séquito y algunos de sus hombres, junto con Bran y Madoc, emprendieron la tarea de viajar a través de Siluria para visitar cada villorrio, cada granja, a cada jefe orgulloso e impaciente. El verano voló y el otoño avanzó victorioso sobre la campiña con su espada roja desenvainada. Los árboles a lo largo del valle del río y en las colinas se mancharon de sangre y estallaron de súbito en rojos y dorados. Durante un par de semanas, el cielo se mantuvo despejado y el sol brilló con intensidad y fuerza. Caradoc no paraba, discutía hasta bien entrada la noche, gritaba, suplicaba, contestaba las mismas objeciones, combatía amablemente la misma ignorancia ciega y arrogante sentado fuera de empalizadas de madera toscas, alojado en chozas diminutas y malolientes, protegiéndose tras paredes de piedra de los vientos fríos. Y siempre, siempre estaba ese terror a sus espaldas y en su mente:
Roma que se acercaba despacio mientras él deseaba tomar a esos hombres recalcitrantes y sacudirlos hasta que le castañetearan los dientes y gritar:
«¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡No hay tiempo!».
Eurgain no le vio durante muchas semanas y cuando regresó con ella, lo hizo con arrugas más profundas en su rostro deteriorado por la intemperie, ojos más duros y más astutos y boca más severa y menos propensa a sonreír o reír. Ella yacía despierta en las horas frías de la oscuridad y lo escuchaba gemir y gritar en sueños; sufría por él con una compasión honda y una impotencia nueva. Vencería o se derrumbaría, y ella sólo podía sostenerle en sus cálidos brazos, darle la posibilidad de olvidar por un rato, y permitir que penetrara su cuerpo con la espada cruel de su frustración. Llevaba a Llyn con él a todas partes y el niño parecía florecer con las penurias; cabalgaba con una sonrisa en los labios y Caradoc, pensando en Togodumno al observarlo, se sentía reconfortado.
El otoño se terminó en una noche. Se levantó un viento despiadado y cortante que arrancaba las hojas quebradizas de los árboles y las tiraba al suelo. Trajo consigo las lluvias heladas de invierno y, por primera vez, Caradoc comenzó a albergar una leve esperanza. Él y muchos de los jefes se habían visto forzados a estar juntos y habían adquirido un cauteloso respeto mutuo. Los siluros veían su perseverancia abnegada y enérgica, y lo apoyaban en sus batallas verbales con los jefes desconfiados y solitarios en las granjas y pastizales, aportando con su aprobación una influencia mucho más valiosa que la elocuencia de Caradoc. La lluvia interrumpía toda marcha, puesto que convertía los senderos en lodazales grises; los jefes comían y se peleaban entre ellos y Caradoc descansaba en su choza con Eurgain, complacido con la pausa.
Había comenzado a adquirir el color de su nueva tribu; usaba el pelo corto y se lo lavaba con limón, de modo que éste empezó a perder su color natural y a volverse rubio; además, lo llevaba levantado en una cresta desde su frente arrugada, como las crines rígidas de un caballo. Dejó de lado sus adornos romanos de bronce, encargó al joven artista que le hiciera unos nuevos y prometió pagarle con bienes en vez de dinero. Los siluros no usaban monedas. Sus riquezas eran sus ovejas y ganado, y Caradoc había sido informado de que tendría que ocuparse de reunir por su cuenta el lado tangible de su nuevo precio de honor. Eso significaba realizar incursiones y era justamente lo que deseaba evitar. No era el momento oportuno y, sobre todo, no podía incitar a la unidad por un lado y después ir y matar a la mismísima gente que deseaba que los siluros aplacaran. Explicó al artesano que le pagaría en la primavera y el joven se encogió de hombros y asintió. No necesitaba riquezas, pero pagar era una cuestión de honor. Madoc le sirvió de aval. A Caradoc no le gustó el arreglo, ya que si no cumplía con el pago prometido, Madoc se vería perjudicado. Pero ansiaba esos bronces nuevos con una avidez persistente.
Eurgain presenció los cambios con comprensión, pero señaló la futilidad de intentar una asimilación permanente.
—Somos diferentes, esposo mío —manifestó una noche, sentada en su taburete mientras él le peinaba el largo cabello, una de las pocas cosas que todavía le daban paz—. Siempre seremos diferentes, no importa con qué frecuencia te aclares el pelo con limón ni cuántos bronces nuevos te pongas. Por fuera, podemos retroceder a las costumbres de nuestros antepasados, negar a Cunobelin y a Tasciovano y todos los años de comercio con Roma, pero te guste o no, esos años nos han cambiado. —Caradoc no contestó y el peine continuó su viaje ininterrumpido a través de las ondas de color rubio oscuro que llegaban casi hasta el suelo. Eurgain se tocó el pecho—. Aquí dentro no podemos retroceder, aunque nuestras raíces sean profundas.
Él gruñó con tono evasivo:
—Podemos intentarlo.
Las lluvias cesaron, el suelo se endureció con escarcha y Caradoc reasumió su penoso recorrido. Quería que los siluros se fusionaran en una única fuerza de combate para el verano, pero las actitudes de siglos no podían alterarse de la noche a la mañana; por cada jefe que lo recibía como a un hermano, había tres que le decían en la cara que podían derrotar a Roma cuando quisieran con un revuelo de sus capas y que no le necesitaban.
Madoc, no obstante, estaba satisfecho.
—Tenéis un don —comentó—. Una lengua persuasiva. Los jefes tal vez se mofen de vos, pero os escuchan y reflexionan sobre vuestras palabras. No os desalentéis. Tenemos mucho tiempo.
Parecía que, después de todo, tenían mucho tiempo. Con la primera nevada, húmeda y empalagosa, los exploradores entraron en la aldea con noticias para el Consejo. Caradoc se sentó en la choza caldeada del Consejo con los demás, con su espada frente a él, y escuchó que las legiones estaban quietas en sus cuarteles de invierno y no harían más campañas hasta la primavera. La Novena había interrumpido la construcción de caminos en territorio coritano. La Segunda estaba acabando con los durotriges y se acuartelaría allí, y las otras dos legiones, con el propio Plautio, se hallaban cómodamente instaladas con Boduoco y sus dobunnos. Las tierras bajas estaban tranquilas, pero ninguno de los jefes pasó por alto el hecho de que el territorio dobunno lindaba con el de ellos.
Luego el explorador se volvió hacia Caradoc.
—Tengo noticias para vos, Caradoc, hijo de Cunobelin. Vuestra hermana Gladys está viva. Los romanos la tienen prisionera pero la tratan bien, o así me han dicho. No la he visto con mis propios ojos.
Se volvió y habló de otras cosas y Caradoc, en una oleada de irrealidad, sintió la conmoción de las palabras correr por sus venas. Gladys viva. ¡No era posible! ¡Había estado tan decidida a morir, tan segura de la suerte que le aguardaba! ¿Qué había ocurrido? Su mente ágil exploró todos los caminos posibles, los descartó y abandonó la búsqueda insatisfecho. ¿Por qué no la había utilizado Plautio para obtener su rendición? Eso no quería decir que se habría rendido, la idea era inadmisible, pero al menos debía de haber habido mensajeros, druidas quizás. Se sintió animado y contento sabiendo que ella estaba viva y su culpa se mitigó un poco, pero tras aquella noticia había un misterio, y la ansiedad redujo la alegría. ¿Qué escondía Plautio en la manga corta de su túnica inmaculada e impecable?
Esa noche yació junto a Eurgain sin poder dormir. La choza estaba callada, los niños dormían tranquilos, pero Caradoc miraba fijamente al techo y pensaba en Gladys, en Plautio, en la dispersión ligera y ordenada de las legiones. La Novena estaba con los coritanos. Y más allá de los coritanos estaba Aricia. ¿Pelearía Aricia? No lo creía. Era mucho más probable que obligara a sus hombres rudos a aceptar un tratado. Aricia iba a donde le convenía. Jamás prescindiría de sus comodidades materiales.
Se sorprendió pensando en ella una y otra vez, la bruja negra y extranjera con sus pechos jóvenes y firmes, el cabello perfumado, la belleza larga y elástica de sus piernas fuertes. Cerró los ojos. ¿Cuántos años tendría? Veinticuatro o veinticinco, una mujer ya en camino de la madurez. ¿Habría cambiado? ¿Pensaría alguna vez en él con añoranza? Lo dudaba. Si acaso lo hacía, sería con una desconsolada amargura.
Suspiró y se movió debajo de las mantas, acalorado con su desazón.
«Un vacio que jamás será llenado... Pero el vacio está lleno, bruja, lleno todavía de fuego incluso aquí, incluso ahora.» Era más fácil imaginarla entre esos hombres del oeste. Su propia tribu debía de parecerse mucho a ésta: salvaje, intensa, impregnada de la esencia de la magia y los hechizos. Y el hechizo particularmente virulento de Aricia le provocaba a menudo en los muchos momentos de cansancio y descuido cuando no le quedaban reservas de voluntad ni energía. Buscó el cabello claro de su esposa, lo enredó en sus dedos y se puso de costado hacia ella, pero esa noche, el aura de tranquilidad de Eurgain no pudo alcanzar la agitación febril en su alma.
La nieve se derritió bajo aguaceros torrenciales y glaciales y, una vez más, Caradoc y los otros se vieron obligados a permanecer en la aldea. Faltaba poco para la festividad del Samain. Los jefes salían con sus hombres libres a buscar el ganado a fin de arrearlo al río para el sacrificio y Cinnamo se dedicó a pelear. Durante meses había sido consciente de su pobreza y de la de Caradoc y, entonces, con la llegada del Samain, las burlas de los jefes siluros se volvieron más directas. Los catuvelaunos no tenían ganado para sacrificar. Los catuvelaunos vivían como parásitos de la benevolencia del jefe de la tribu silura y del druida. Cinnamo no lo soportaba más y un día de lluvia entró cabalgando en la aldea; gritaba con deleite y la sangre se deslizaba por su hombro herido y se mezclaba con la intensa lluvia. Arriaba diez cabezas de ganado desgreñado. Caradoc corrió alarmado hacia él y Cinnamo desmontó mientras el ganado se empujaba y mugía con impaciencia.
—¿Qué has hecho, Cin? —inquirió con tono de apremio. Cinnamo le interrumpió; los ojos verdes brillaban triunfalmente y el rostro anguloso era pura sonrisa.
—No salí a robar, no salí a robar, señor —aseguró y se tocó el hombro—. Desafié a un jefe a un combate porque nos insultó y él, en su arrogancia, me ofreció diez reses si ganaba. Por supuesto, se proponía matarme. —Se enjugó el agua que le chorreaba de la cara y se apartó el cabello empapado—. No sabía que soy Cinnamo Mano de Hierro, pero ah, Madre, ¡qué guerreros son estos hombres! Recurrí a toda mi habilidad y gané por poco, ¡pero qué estupendo fue volver a blandir la espada! ¡Estos hombres son todos dignos de llamarse Mano de Hierro! Y estaba lleno de honor. Cuando le tenía en el suelo, decidí no matarlo, aunque me pidió que lo hiciera para salvarle de la vergüenza. ¡Y mirad! —Agitó una mano hacia los animales, y luego emitió un quejido de dolor—. Tenemos ganado. No mucho, lo sé, pero tal vez suficiente para el invierno. —Caradoc no sabía qué decir. Abrazó a su escudero y Cinnamo dejó que los hombres libres encerraran a las bestias y se marchó silbando a buscar a Vida para que le curara.
La lluvia cesó la víspera del Samain; las nubes se plegaron con flojedad para navegar hacia el norte y la luna brilló llena y fría sobre las colinas desoladas. Caradoc y Eurgain se envolvieron bien y partieron con los jefes al lugar sagrado, dejando a los niños con Fearachar y Tallia. La aldea se vació; la gente se deslizaba en silencio lejos del río y subía la pendiente boscosa de la colina más cercana. Caradoc y Eurgain los seguían, flanqueados por Cinnamo y Caelte, y el viejo temor los seguía de cerca, acrecentado por las sombras lánguidas arrojadas por la luna pálida y un destino que les era desconocido. Se adentraron muy juntos en los bosques mientras los siluros se adelantaban a ellos con apenas un susurro; sobre ellos, el viento invernal suspiraba a través de ramas que se frotaban entre si como los dedos huesudos de ancianos malvados. Treparon por un sendero difuso pero inconfundible, sin atreverse a murmurar por temor a que los demonios repararan en ellos; los árboles comenzaron a escasear. Las luces titilaban, las luces bailarinas de los muertos, y la mano de Eurgain buscó la de Caradoc. La luz se intensificó y se encontraron en la cima de la colina, en un claro cubierto de hierba donde el viento agitaba las antorchas. En el centro había una única piedra, su sombra negra se proyectaba hacia ellos y la rodearon con precaución. Se movieron en la dirección de la trayectoria del sol con una habilidad casi automática, recordando de pronto viejas historias, antiguas canciones y los ritos de Samain desechados hacía tiempo por los catuvelaunos romanizados. El silencio, como la luz de la luna, era todavía denso y pesado. Bran y el hechicero estaban de pie junto a la piedra, inmóviles con sus batas blancas, a las que la noche les daba un tono plateado, esperando que los últimos miembros de la tribu se acercaran. Caradoc miró a su alrededor y vio los palos de madera coronados por calaveras. Todos eran viejos y se ladeaban como borrachos, pero uno estaba desnudo y su punta recién tallada aguardaba su coronación sangrienta. El último jefe rodeó la piedra y se detuvo como un fantasma. El hechicero se adelantó con los brazos levantados y su bata cayó hacia atrás desde las muñecas cargadas de plata.
—Dioses de los bosques, dioses del agua —canturreó—. Belatucadro, Taran, Mogons, aplacaos esta noche. —Un suspiro bajo se elevó y el viento sopló entre los árboles en derredor como a modo de respuesta—. Ofrecemos sangre. Bebed, sentíos satisfechos y dadnos seguridad. —La gente murmuró otra vez, una oleada creciente de encantamiento que se extinguió en un susurro. En tanto el hechicero continuaba con el rito, dos jefes, Madoc y Jodoco, avanzaron bajo la luz de las antorchas con un hombre desnudo entre ellos: el bronceado de verano ya descolorido de sus brazos y piernas marcaba un contraste asombroso con la apariencia pastosa de su pecho y nalgas.
Lo guiaron a la piedra y lo volvieron para que enfrentara al gentío, y aunque Caradoc se esforzó en la luz intensa y oscilante, no pudo descifrar el rostro impasible. El cabello negro le caía hasta la altura de los codos y Madoc se aproximó con una soga y lo ató con suavidad mientras el hechicero continuaba cantando. Y entonces, de repente, se hizo silencio.
—Otro esclavo —se quejó alguien en voz baja detrás de Caradoc—. Esta vez debió haber sido un jefe.
Caradoc giró sobre los talones.
—El año que viene —dijo en un susurro, con los ojos entornados—, os daré un romano. —Se volvió. Bran se acercó al hombre y extrajo un largo cuchillo de su manga. Durante un momento, habló con suavidad a la víctima y Caradoc vio que el hombre sentenciado asentía una vez, bastante tranquilo, después se volvió, se apoyó contra la roca y cerró los ojos. Caradoc creyó ver que las rodillas morenas temblaban. Madoc se acercó y Bran le entregó el cuchillo. Sin una pausa, el jefe siluro fue hacia el esclavo, blandió el cuchillo y lo hundió con fuerza en la espalda blanca e indefensa. Un grito brotó mientras el cuerpo caía contrayéndose; la sangre manaba por la nariz, la boca y la herida, pero el hechicero y Bran se acuclillaron con serenidad y observaron con cuidado la agonía de la muerte. ¿No sufrirían necesidades ni enfermedades en el invierno? ¿Estarían apaciguados los dioses?
Por fin, el cuerpo que se sacudía y estremecía se aquietó, un bulto fláccido y blanco. Jodoco desenvainó su espada y cortó la cabeza con un único golpe poderoso. Luego la levantó y la colocó en el poste. Bran habló.
—El invierno será largo y duro —dijo—, pero este año no pasaremos hambre y los demonios no se llevarán a ningún hombre esta noche. Así lo afirma el hechicero. —Tomó el cuchillo ensangrentado de la mano de Madoc y se alejó, fundiéndose con las sombras bajo los robles. Los presentes dejaron la cima de la colina sin decir nada y se apresuraron a sus chozas por temor a que el hechicero hubiera interpretado mal las señales y los demonios insatisfechos ya corrieran tras ellos por los bosques.
Caradoc fue el último en marcharse y miró hacia atrás. Las antorchas ardían tenuemente y, a medida que se apagaban, la luz de la luna se intensificaba y fluía blanca y lúgubre en el claro. La piedra se erguía como un dedo vigilante de la muerte y la sangre chorreaba por el poste de madera y formaba charcos en la tierra. El viento agitaba la hierba. Caradoc se volvió y corrió detrás de Cinnamo.
Al día siguiente, en otro templo en el interior de los bosques, un toro blanco fue sacrificado. Allí, el fuego llameaba en un altar de piedra y Dagda se acuclillaba adormecido junto al dios de la tribu silura: un ídolo alto y flaco con tres manos y tres rostros largos que escudriñaba con aprensión y ojos hundidos el pasado, el presente y el futuro. Ese año no había muérdago. Bran y el hechicero habían vagado lejos en busca de las bayas blancas sagradas, pero no habían encontrado ninguna, por lo que el altar estaba vacío. Se desolló el cuero blanco y suave del animal muerto y la carne se trinchó para uso del druida. La gente regresó al río y observó durante todo el día el sacrificio de las reses; el hedor caliente de la sangre envolvía la aldea. Caradoc se vio forzado a recordar el Samain en que él, Tog y Aricia se habían llevado los perros sin permiso y los habían perdido en los tranquilos bosques catuvelaunos, y pensó que allí no habría sido tan tonto. Los bosques de esa nación eran salvajes y solitarios; estaban poblados de poderes malévolos y atestados de lobos y, a menudo, de osos. Ningún hombre que se adentraba en ellos la víspera de Samain con otro fin que no fuera ejecutar los conjuros, regresaba con vida.
La estación transcurrió con lentitud, larga y dura como había prometido el hechicero. La nieve cayó sobre nieve y cerró el valle. En las tierras bajas hubo lluvias y tormentas incesantes y los pocos exploradores que lograron atravesar las colinas obstruidas o encarar la ruta marítima les informaron de que todo estaba quieto. Los campesinos y los pocos jefes que quedaban se estaban muriendo de hambre, dado que Roma había tomado mucho de sus cosechas de otoño para alimentar a las legiones. Y al final, incluso Plautio se había visto obligado a racionar los cereales y a dar de comer tanto a los nativos como a los soldados. La primavera se retrasó y llegó con agua. La nieve se derritió bajo el azote de lluvias torrenciales y el río adquirió alturas amenazantes; pero, finalmente, las nubes retrocedieron, el sol brilló y el suelo empezó a secarse.
Caradoc y los demás reanudaron los viajes. Los jefes siluros estaban desilusionados. Habían esperado un alistamiento temprano de guerreros para atacar a las legiones con la energía nueva y rebosante de la primavera, pero Caradoc estaba más convencido que nunca de que no debían asestar un golpe hasta que él pudiera comandar con confianza a todas las tribus de las montañas. Un ataque prematuro implicaría un desastre y el fin de sus esfuerzos. Con obstinación y persistencia, él y Madoc visitaron las granjas y chozas de verano de los jefes que le habían negado su lealtad el verano anterior y los halló menos hoscos y más dispuestos a escuchar. Era evidente que Plautio no tenía intenciones de avanzar contra el oeste, aún no. Tenía las manos ocupadas con la consolidación de la conquista, la construcción de caminos, la aplicación de impuestos a los reyes que habían capitulado y la edificación de fuertes más estables que los incómodos cuarteles de invierno de sus hombres. Desde su cuartel general en Camalodúnum, él y el procurador salían a recorrer el territorio con sus oficiales, satisfechos con el crecimiento de la provincia embrionaria.
Caradoc comenzó a organizar una red de espías. Escogió hombres libres y no jefes, que desdeñaban ese tipo de trabajo y que, además, habrían llamado la atención con sus cabellos recogidos y descoloridos, y sus andares altivos. Al principio, envió a algunos, como hombres libres que eran, a instalarse calladamente entre los campesinos de los reinos sometidos a Roma..., los atrebates, los icenos, los brigantes, los dobunnos..., y otros a vivir en los bosques de los coritanos y los durotriges. Les prometió una condición nueva si trabajaban bien y lograban sobrevivir dos años. Estaban ansiosos por aprender de él; iban a su choza y Caradoc les hablaba de las costumbres de los extranjeros y los hábitos de los romanos, y abandonaron la aldea con la perspectiva de convertirse en jefes. Pero en ese primer año terrible de prueba, muchos murieron atacados por animales salvajes, o a manos de los soldados y de campesinos nerviosos y desconfiados. Caradoc sabía lo que les estaba haciendo. Sin jefes que los defendieran ni tierra para alimentarlos, eran abandonados a su suerte, y sólo los más atrevidos se asentaban como refugiados expulsados por los hombres bárbaros del oeste, como parte del precio de honor de un jefe, incluso como jóvenes druidas. Caradoc no se detenía a pensar en el coste. Era necesario. Sentía de una manera muy intensa que éste era un año de comienzos, un año en que muchas semillas debían ser sembradas con crueldad si el fruto iba a ser la victoria. Y así, la primavera se convirtió en verano mientras los hombres libres siluros cruzaban furtivamente sus fronteras y desaparecían, muchos para siempre.
Eurgain y Bran realizaron el viaje a las montañas que él le había prometido. Estuvieron fuera dos semanas mientras Llyn y Caradoc recorrían la costa. Eurgain regresó con una bolsa llena de cristales nuevos y los ojos oscuros con nuevos misterios. Ella y Bran adoptaron la costumbre de acostarse bajo las estrellas: el druida le señalaba las constelaciones altas y eternas y le explicaba sus significados, y Eurgain soñaba embelesada mientras los cielos giraban sobre ella, sumida en una admiración y deleite que se asemejaban a su fascinación con las montañas. Cuando Bran estaba con Caradoc y los demás en el norte, visitando a los precavidos hombres libres que vivían con el temor constante de ser atacados en la frontera con los ordovicos, Eurgain se tendía sola en la hierba fría y seca y contemplaba sin pestañear y absorta mientras su alma brincaba al cielo y danzaba desenfrenadamente entre los cristales vivientes.
Caradoc veía poco a sus hijas. Habían hecho muchos amigos, amigos siluros, niños que jugaban de manera ruda, corrían como un viento enloquecido, chillaban, se peleaban y nadaban como peces morenos, y cada vez le necesitaban menos. En ocasiones, al observarlas saltar junto al río, con los cabellos despeinados al viento, descalzas y con las túnicas sin atar a las piernas mojadas y embarradas, sentía un gran remordimiento. Eran hijas de la realeza. Debían estar disfrutando de las riquezas y la comodidad que un gran precio de honor y muchos sirvientes podían ofrecer. Sus brazos deberían ostentar adornos de plata; sus cabezas, coronas de oro y sus túnicas flecos multicolores. Deberían montar caballos nobles con guarniciones de bronce repiqueteantes, rodeadas de jefes. El dolor de esa pérdida corroía fisícamente su corazón. No tenía nada, salvo su ingenio para vivir y sus visiones para alimentar a sus hijos despojados. Oía sus risas, pero ello no era un consuelo.