CAPITULO 2

Aquella noche el Gran Salón estaba atestado. Los enormes troncos en el fuego chisporroteaban y crepitaban al caer sobre ellos la grasa de los cerdos puestos a asar. El día del Samain había terminado. Los animales estaban muertos y pronto los salarían. Los hombres sabían que no pasarían necesidad aquel invierno. El ganado reproductor estaba a salvo en los establos, los granos llenaban los grandes silos y depósitos y el clima ya podía ser todo lo recio que quisiera. La aguamiel, la cerveza y el vino romano fluían con libertad, la conversación se desarrollaba en voz alta y con entusiasmo, y Caradoc, Cinnamo y Caelte luchaban con el gentío para alcanzar el lugar que tenían designado. Cunobelin estaba sentado en el suelo sobre pieles, envuelto en su capa amarilla, con la gruesa torques de oro brillando a la luz del fuego y su cabello gris lacio que le colgaba sobre el pecho. A su lado estaban los invitados, Subidasto y la pequeña Boudicca, que conversaba con su padre. A la izquierda de Cunobelin estaba Adminio, arrodillado, con los ojos fijos en los cerdos, y la boca hecha agua. Caradoc y sus seguidores se acuclillaron junto a él. Togodumno ocuparía el lugar siguiente, pero aún no había llegado, y Aricia se sentó junto a Subidasto; aunque había estado en la corte de Cunobelin durante muchos años, todavía se la consideraba una huésped y le estaba asignado un lugar especial y permanente en todos los banquetes.

Caradoc buscó con los ojos a Eurgain y por fin la localizó en otra parte del Salón, con su padre y con Gladys, la hermana de Caradoc. Eurgain sintió su mirada y se volvió para sonreirle. Aquella noche, llevaba puesta una túnica nueva con un diseño en color verde y rojo, ajorcas de plata y una corona delgada de oro en la frente. Su padre era rico, casi tan rico como Cunobelin, su señor, y ella poseía alhajas pequeñas procedentes de todo el mundo.

Gladys lo vio pero no lo demostró. Llevaba una capa negra y su cabello castaño oscuro, recogido en una única trenza larga, bajaba por la espalda y se enroscaba sobre el suelo. Era extraña, pensó Caradoc. Diecinueve años y soltera por elección. Vagaba por los bosques sin temor de los dioses, que la observaban con envidia mientras recogía plantas y pequeños animales, o se dedicaba a juntar trozos irregulares y raros de madera flotante en la playa a la que solía ir con los comerciantes. Y sin embargo, a pesar de su aspecto brusco y poco acogedor, era la confidente elegida por Cunobelin y con frecuencia su consejera desde la muerte de su madre. Quizá su padre hallaba solaz en la serena sabiduría de su hermana. Gladys había dejado de pertenecer a la Banda Guerrera Real después de una vez en que Tog y los demás atacaron a los coritanos y tres personas murieron, una de ellas un niño. Gladys se enfureció con Tog y, a partir de entonces, no quiso reunirse con ninguno de ellos fuera de Camalodúnum; Caradoc lo lamentaba. Había algo intrigante y dominante en su hermana pero él no lograba penetrar su frío exterior.

El esclavo que giraba el asador hizo una señal a Cunobelin y se produjo un silencio. Todos los ojos se volvieron hacia la carne. Cunobelin se puso de pie con esfuerzo y con el cuchillo en una mano y tras cortar un pernil con un gesto ceremonioso, lo depositó en una fuente de plata y se lo ofreció a Subidasto.

—El mejor corte para nuestros invitados —declaró con voz grave, y Subidasto lo tomó con agradecimiento. Alguien acercó una mesa baja y Cunobelin cortó el resto de los cerdos y cada hombre o mujer recibió un trozo de acuerdo con su posición en la tribu. En el fondo, junto a las puertas abiertas, ya había estallado una pelea acerca de a quién se le había birlado su sitio por derecho aquella noche, pero nadie excepto el protagonista advertía el altercado. Fearachar llevó a Caradoc su carne y el pan, y Cinnamo y Caelte esperaron a que sus criados hicieran lo mismo. El silencio fue creciendo en el Salón a medida que los vientres se llenaban con rapidez.

De pronto, Caradoc dejó de comer. Había divisado un destello blanco cerca de Subidasto. Estiró el cuello mientras Togodumno se sentaba en el suelo a su lado y susurraba:

—¿Lo ves? ¿No es impresionante?

Caradoc tuvo frío y perdió el apetito. Apartó el plato y bebió un sorbo de vino sin desviar nunca los ojos del hombre enjuto y vestido de blanco, de barba gris y mirada penetrante. Estaba sentado inmóvil, sin comer ni beber, y sus ojos se paseaban sobre la concurrencia.

«¡Un druida! ¿Qué estará haciendo aquí ese viejo pájaro de la fatalidad?», se preguntó Caradoc alarmado. Los druidas odiaban a los romanos con un fanatismo inmutable y hacía mucho que no se veía a uno de ellos dentro de la esfera de influencia de Cunobelin. Este debía de haber venido con Subidasto. Qué extraño. Ningún druida podía ser asesinado en ningún sitio y un viajero sólo necesitaba gozar de su compañía para estar a salvo.

Caradoc notó la incomodidad de su padre. Cunobelin hablaba muy rápido y con los ojos fijos en el anciano, y los pocos comerciantes romanos que siempre se las ingeniaban para infiltrarse en cada banquete susurraban con excitación. Pero la figura majestuosa hacía tranquilamente caso omiso de ellos y mantenía sus manos entrelazadas con flojedad sobre el regazo y una pequeña sonrisa en los labios. «Debieron servirle primero, por supuesto, antes que a Subidasto —pensó Caradoc . ¡Qué mal educados pensará que somos!» Acercó su plato y comenzó a picotear la comida, sintiendo la presencia de la magia druídica como un humo secreto. La persona del druida era sagrada, incluso para los catuvelaunos.

Unos minutos después, Cunobelin se limpió la boca grasienta en la capa y aplaudió. Se hizo silencio. El fuego chisporroteaba alegre y fuera, donde era noche cerrada, un chubasco súbito golpeó el techo del Gran Salón y estalló en un viento creciente. Los criados corrieron a cerrar las puertas, la gente se acomodó mejor en el suelo y Cathbad, el bardo de Cunobelin, se puso de pie con un arpa en la mano.

—¿Qué deseáis oir esta noche, señor? —preguntó, y Cunobelin, mirando de soslayo el rostro ensombrecido de Subidasto, pidió la canción de la derrota de Dubnovellauno y de su propia entrada triunfal en Camalodúnum.

Cathbad sonrió. Había cantado la canción muchas veces, pero Cunobelin nunca se cansaba de oir sobre su hazaña o la de su antepasado, Cassivellauno, que había peleado contra el gran Julio César y lo había hecho retroceder al mar no una vez, sino dos. Era una canción tan conocida que muchos se unieron a él; pronto el Gran Salón se llenó con las voces guturales, y los presentes entrelazaron sus brazos para mecerse de un lado a otro, cautivados por la fascinación de proezas heroicas y muertes valerosas.

Pero el druida permanecía quieto, con la cabeza inclinada y la mirada clavada en sus rodillas cubiertas de blanco. Caradoc se preguntó si los sacrificios le habrían pasado inadvertidos, pero luego pensó que probablemente no. Los romanos no alentaban el sacrificio humano y los ritos de esa tarde ofrecidos a Dagda y a Camulos sólo habían incluido la matanza de tres toros blancos. Hacía diez años que no se ofrecía una víctima humana a las flechas sagradas, y a Dagda parecía no molestarle.

La canción concluyó y las jarras de vino pasaron de mano en mano con presteza. «¿Qué más necesita un hombre? —se preguntó Caradoc con satisfacción—. Una canción para oir, una jarra de vino para beber, un enemigo honorable para combatir y, por supuesto, una mujer para amar.» Miró a Aricia, pero ella, al igual que los demás, observaba al druida, con la boca entreabierta y los ojos entornados.

Togodumno se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Ahora, oigamos sobre nuestra primera incursión! ¡De Caradoc y mía! Veinte reses nos robamos. ¡Qué día!

Caradoc le estiró del brazo para que se volviera a sentar.

—¡No! —exclamó—. Quiero oir El barco.

—No, no —objetaron varias voces—. ¡Canta una canción alegre!

Pero Cathbad ya había comenzado la melancólica tonada. La cabeza de Aricia se volvió de pronto y Caradoc la miró a los ojos deliberadamente, permitiendo que la canción dulce y quejumbrosa desacelerara su corazón. Durante un momento, ella le miró pero, en la penumbra, Caradoc no podía descifrar su expresión y cuando apartó la vista, sintió los ojos de Eurgain en él, inquisitivos y desconcertados. Cathbad alcanzó la última nota aguda y la dejó vibrar en la oscuridad del techo abovedado. Caradoc fue el único que aplaudió y Cathbad se inclinó hacia él. Aricia se levantó con brusquedad y se apresuró a dejar el recinto.

—Bien —dijo el bardo mientras sus dedos pulsaban las cuerdas con indolencia—. ¿Canto una canción nueva? ¿Una que acabo de componer? —Cunobelin asintió—. Se llama Canción de Togodumno Dedos Ligeros y las doce reses perdidas.

Togodumno se incorporó con un rugido de furia mientras las risas estallaban a su alrededor.

—¡Cathbad, te prohibo que cantes esa canción! ¡Has estado hablando con Cinnamo! —Cunobelin le indicó que se sentara y llamó a Cathbad. Intercambiaron susurros y luego el bardo se enderezó.

—No puedo cantar la canción —explicó con pesar—. Mi señor real se llena de aprensión cuando canto alabanzas de Togodumno y del ganado.

Comenzó a cantar una canción festiva y estridente para ahogar las imprecaciones que farfullaba Togodumno y todos se le unieron mientras la lluvia caía con persistencia. Cuando terminó, Cunobelin se puso de pie y Cathbad se retiró a su sitio junto a la pared.

—Es la hora del Consejo —anunció—. Jefes y hombres libres, prestad atención. Todos los demás, retiraos. —Nadie se movió, excepto unos cuantos esclavos y comerciantes que salieron a la noche. Los jefes eran los únicos que siempre tenían algo que decir, pero a todos los hombres libres se les permitía oir cómo se resolvían los asuntos de la tribu y en ese momento se acercaron al fuego. Caradoc vio que el druida se levantaba. Se aproximó, tomó asiento junto a Subidasto y le murmuró algo. Subidasto asintió. Boudicca estaba dormida, acurrucada en la capa de su padre—. Nuestro invitado puede ahora exponer su asunto —añadió Cunobelin y fue a sentarse junto a Caradoc—. Habrá problemas —le susurró—. Y se dirán cosas duras. No le caemos bien a este Subidasto.

Togodumno se inclinó y preguntó en voz baja:

—¿No tiene que hablar el druida primero?

Cunobelin meneó la cabeza.

—No hablará.

Subidasto estaba de pie, con las piernas separadas y una mano en la empuñadura de su espada. Estudió con lentitud a los hombres allí congregados, se aclaró la garganta y comenzó.

—¿Alguno de vosotros niega mi inmunidad? —Nadie habló—. ¿Alguno de vosotros niega la inmunidad del druida? —De nuevo silencio—. Bien —Subidasto movió la cabeza—. Veo que conserváis una apariencia de dignidad tribal. —Se apresuró a continuar sin hacer caso de los murmullos que recorrían la sala—. Estoy aquí para protestar contra los repetidos e innecesarios asaltos perpetrados por los catuvelaunos en territorio iceno. Mi gente ha perdido sus manadas y rebaños, sus esclavos, e incluso sus vidas. —Extendió un brazo grueso como el tronco de un árbol joven—. ¿Por qué? Porque, como siempre, vuestro rey prefiere olvidar cuáles son los limites de sus tierras. Atropella los derechos territoriales de otros así como los míos. ¿Dónde está Dubnovellauno? ¿Dónde está Verica? Los hijos de Cunobelin son rapaces y crueles, y ni siquiera la edad puede contener la codicia de su padre. Siempre mira más allá de su pueblo, buscando nuevas conquistas y yo sé... —sacudió un puño hacia Cunobelin—, sé que su verdadero amo en Roma es quien le impide declararnos la guerra a mi y a los míos. —Cunobelin se puso rígido, pero no respondió. Ya le llegaría su turno—. Exijo que me dejen en paz —gritó Subidasto—. Exijo un acuerdo, exijo rehenes que respalden ese acuerdo y deseo una restitución completa y apropiada de todo lo que le ha sido robado a mi pueblo por vosotros, ¡lobos de la Galia! —Permaneció de pie unos minutos más, pensando, luego esbozó una sonrisa torcida, hizo un gesto a Cunobelin y se sentó.

Cunobelin se acercó al fuego, se volvió y se cruzó de brazos. Parecía estar meditando, con la cabeza gacha.

«Habla de una vez, viejo zorro pico de oro —pensó Caradoc—. Pon al iceno con firmeza en su sitio.»

Cunobelin alzó la cabeza y estudió al Consejo con una pregunta en los ojos, luego levantó los brazos de manera conmovedora.

—¿Quién soy? —preguntó, y sus jefes respondieron:

—¡Cunobelin, rey!

—¿Soy un romano?

—¡No!

—¿Soy un lobo de la Galia?

—¡No!

—¡Sí! —susurró Togodumno al oído de Caradoc, y el druida se volvió de pronto en la dirección de ellos como si lo hubiera oído. Cunobelin hablaba para todos, pero sus palabras se dirigían a Subidasto.

—Venís de lejos, jefe iceno, con rumores insensatos en los oídos y mentiras en los labios. Por supuesto que hacemos incursiones. ¿Quién no las hace? ¿Acaso vuestros jefes se dedican a cuidar de los niños? Nosotros atacamos a los coritanos y los coritanos nos atacan a nosotros. Nosotros atacamos a los dobunnos y los dobunnos nos atacan a nosotros. Todos perdemos animales y hombres, pero ésa es la suerte del juego. Somos guerreros. No aramos la tierra. Peleamos. Levantaos y jurad que vos y vuestros jefes no habéis tomado vidas y ganado catuvelaunos. No os oí protestar cuando entré en Camalodúnum con mis carros y mis hombres, aplastando a los trinobantes y haciendo huir a Dubnovellauno a la costa. Y yo también he oído rumores, Subidasto. ¿Acaso los icenos no estáis empujando a los coritanos hacia el oeste y derrotándoles? ¿No es eso cierto? —Subidasto musitó algo—. Estableceremos un acuerdo, si así lo deseáis. —Subidasto levantó la cabeza con sobresalto, pero Caradoc sonrió para sus adentros. Sabia lo que su padre diría y sabia la respuesta indignada de Subidasto—. Dejaré de atacaros y vos dejaréis de atacarnos, y para sellar el trato intercambiaremos rehenes. Os daré uno de mis hijos. ¿A quién ofreceréis? —Una sonrisa lenta y expectante se extendió por su rostro. Subidasto tragó con ruido y su mano se alargó para apoyarse en el cabello fogoso de Boudicca.

—Sólo tengo a mi bija —susurró—, ¡y lo sabéis muy bien, Cunobelin!

Cunobelin chasqueó la lengua con complacencia.

—Pero amigo mío, es necesario sacrificar algo doloroso para sellar un trato tan solemne. La pequeña Boudicca estaría bastante a salvo aquí. Aprendería las formas refinadas de vida. Asimilaría la cultura de una tribu rica y variada.

La inferencia era obvia y Subidasto se sonrojó mucho.

—Soy tan rico como vos, lobo de la Galia, y en cuanto a cultura, prefiero la forma de vida icena a este... ¡este barato revoltijo romano!

Cunobelin no contestó. Se limitó a permanecer de pie sonriendo y con los ojos casi ocultos por la carne arrugada de su rostro. Podría haber sacado a relucir que habían pasado seis generaciones completas desde que sus antepasados trajeran el fuego y la espada de la Galia a Albion. Podría haber bramado que no era sirviente de ningún hombre, menos aún de Tiberio en Roma, pero no lo hizo.

Se inclinó en una reverencia hacia los presentes.

—¿El Consejo ha terminado? —gritó y todos respondieron:

—¡Sí!

—Entonces, a la cama. Confio, Subidasto, en que nuestras pobres chozas romanas sean confortables y de vuestro agrado.

«Oh padre, tranquilo —pensó Caradoc—. No tientes al hombre a desenvainar su espada, porque tendrás que matarle.» Pero Togodumno estiró el cuello hacia delante con ansiedad y se desilusionó cuando Subidasto se levantó sin decir una palabra, recogió en sus brazos el bulto tibio que era la niña y se marchó del Salón con paso majestuoso. Nadie más se movió y Caradoc vio que el druida ya se había ido. Se puso de pie, se desperezó y bostezó.

—Tog, mañana supervisa la carga de los perros —dijo—. Es lo menos que puedes hacer por tu insensatez.

—¡Pero estoy muy ocupado! —se quejó Togodumno—. Aricia, Adminio y yo...

—Puedes hacerlo —sentenció Caradoc hablando por encima del hombro mientras abandonaba el Salón. Permaneció un instante en el umbral y tragó grandes bocanadas del aire húmedo y pesado que se abatió sobre él. Lo bajó a los pulmones con alivio, cerró los ojos y alzó el rostro de manera que la lluvia le lavara la cara con sus dedos fríos y limpios. Cinammo pasó junto a él, le deseó buenas noches con cortesía y Caelte se detuvo a su lado.

—¿Deseáis mi música esta noche, señor? —preguntó, pero Caradoc rechazó la propuesta. Estaba cansado pero satisfecho con el día. Tal vez debiera ir a hablar con Aricia para averiguar qué opinaba del misterioso druida.

De repente, abrió los ojos consternado, apretó los labios con severidad para controlar sus sentimientos y enfiló el sendero que llevaba a su puerta. Esta noche no, Aricia. ¡Por Dagda, que no!

La luz del fuego y de las lámparas se colaba por debajo de la puerta de pieles; Fearachar se encontraba fuera, acurrucado con desaliento en su capa corta mientras la lluvia goteaba de su larga nariz.

—Os he estado esperando... —comenzó con tono ofendido y Caradoc le interrumpió enseguida.

—¡Lo sé! —Esa noche no tenía ganas de oir las quejas de su sirviente—. Desaparece durante un buen rato. Vete, Fearachar. Esta noche no tengo paciencia.

—Señor, os he estado esperando para deciros que tenéis una visita —concluyó Fearachar, malhumorado pero satisfecho—. Como veo que no deseáis tratar conmigo esta noche, me abstendré de revelaros su identidad. —Aspiró por la nariz una vez y estornudó dos veces—. Me estoy resfriando. —Hizo una reverencia mecánica y se alejó con rapidez y encorvado.

Caradoc se quedó inmóvil, con el corazón acelerado. ¡Aricia! Empujó las pieles y entró corriendo en su habitación. Pero no era Aricia.

El druida estaba sentado en la silla romana chapada en bronce, con sus largas piernas estiradas y las manos, como antes, en el regazo. La luz del fuego le rodeaba con un halo y proyectaba su perfil huesudo en la pared, lo amplificaba y le daba vida. Caradoc tuvo la sensación de que aquel hombre había crecido hasta volverse grotesco. Se detuvo con temor y confundido, pero el druida no volvió la cabeza.

—Adelante, Caradoc, hijo de Cunobelin —dijo. Su voz era joven y fuerte.

Caradoc dio tres pasos y observó abiertamente la cara de su visitante.

El filósofo-sacerdote no era viejo. Tal vez le doblara la edad; además, la barba que antes le había parecido gris era, de hecho, de color oro pálido.

«¿Qué digo? —pensó aterrado—. ¿Qué hago? ¿Ha venido a hechizarme?»

El hombre emitió una risa suave.

—¿Por qué temes, guerrero catuvelauno? Acércate y toma asiento.

Caradoc se tranquilizó y caminó hacia el otro lado del fuego. Se sentó en un taburete y se inclinó hacia delante para estudiar las profundidades anaranjadas de las llamas. Se sentía curiosamente tímido y no podía mirar ese rostro delgado. El druida se levantó con lentitud y empujó las manos dentro de los pliegues de sus profundas mangas.

—Discúlpame por haber entrado sin invitación y por sobresaltarte, Caradoc —dijo por fin, después de un escrutinio largo y reflexivo de aquel joven que se hallaba frente a él. Asintió para si, puesto que lo que veía parecía satisfacerle. El rostro del muchacho era ancho y de huesos proporcionados; la nariz también ancha, pero bien formada. La barbilla era cuadrada y hendida, como la del padre y los dos hermanos, un signo de orgullo y gran testarudez. Pero mientras que los ojos del joven Togodumno no estaban nunca quietos, jamás inmóviles durante mucho tiempo por la meditación o la observación, esos ojos castaños, incluso en ese momento en que se levantaban para encontrarse con los de él, eran firmes y agudamente perceptivos, llenos de una sabiduría que quizás el joven no sabia que poseía. El cabello oscuro caía suavemente ondulado desde una frente ancha y las manos... El druida se estremeció. Las manos le revelaban todo lo que los ojos no podían. Eran manos de palmas grandes pero no carnosas, los dedos largos pero romos en las puntas, las manos de un hombre que podía combinar la prudencia con la acción impetuosa. Bien. Había allí otra diminuta fruta de posibilidad, todavía agria y verde, pero que debía ser vigilada con cuidado. Se inclinó hacia Caradoc y extendió un brazo—. Soy Bran —se presentó.

De alguna manera, con renuencia, Caradoc se sorprendió tomando la muñeca del hombre en un gesto de amistad. La encontró nervuda y tibia; y su temor pareció fluir de él al hombre mayor y disiparse en algún lugar en las profundidades de la blanca túnica de lana.

Bran se reclinó con una sonrisa.

—¿Qué queréis de mi? —inquirió Caradoc.

—Deseaba conocerte —respondió Bran, levantando un hombro—, y creo que si me hubiera sentado junto a ti en el Salón esta noche te habrías levantado y habrías huido. ¿Tengo razón?

Caradoc se sonrojó por la ira.

—Los catuvelaunos no huyen de nada ni de nadie —declaró con fervor—. Pero confesaré que sentí una cierta incomodidad cuando os vi allí.

—¿Por qué?

—Porque los druidas ya no se ven por estos parajes. Los comerciantes... —se interrumpió.

—Si, lo sé. Los comerciantes, como buenos y leales hijos de Roma, nos echaron. —Su voz agradable no guardaba una pizca de amargura—. Y entonces los hijos de Cunobelin olvidan que los druidas existen para hechizar y hacer magia. —Estaba contento, los ojos le titilaban y Caradoc se sintió como un campesino torpe—. Pero todavía somos útiles, Caradoc. ¿Qué habría hecho tu padre si Subidasto y su hija no hubieran venido protegidos por mi inmunidad?

—Mi padre habría conservado a Boudicca y tal vez asesinado a su padre. Y luego habría hecho la guerra a los icenos.

—Y lo habría llamado defensa propia, como hizo cuando Tiberio le preguntó por qué marchaba contra Dubnovellauno. Oh, perdón, su hospitalidad es irreprochable. Habría agasajado a Subidasto y preguntado por la salud de toda su tribu y, en el largo viaje de regreso, Subidasto habría tenido un accidente y Boudicca se habría establecido aquí y habría sido feliz.

Los ojos de Caradoc volvieron a mirar el fuego y no respondió. Cualquier jefe habría hecho lo mismo. ¿Por qué, entonces, aquel Bran le hacia sentirse tan mal?

—Tal vez no seas consciente, Caradoc, de lo mucho que tu padre es odiado y temido fuera de su territorio. Yo viajo todo el tiempo, llevo noticias y mensajes, y sé lo que dicen otros jefes.

Caradoc alzó la vista con brusquedad.

—A él no le importa y a mi tampoco. ¿Por qué habría de importarnos? ¿Existe algún rey más grande que Cunobelin?

—Está Tiberio —le recordó Bran cortésmente.

—No entiendo —replicó Caradoc con sequedad y Bran liberó las manos de la túnica y las juntó, frotando una palma pequeña contra la otra. Los ojos de Caradoc se posaron en ellas, manos crueles y eficientes como las garras de un halcón.

—Creo que deberías empezar a preocuparte —sugirió el druida con suavidad—. Vosotros, los miembros de la Casa Catuvelauna, estáis rodeados de enemigos, pero no sois capaces de ver más allá de vuestros mezquinos sueños de conquista y engrandecimiento. ¿De verdad crees que Julio César fue repelido por Cassivellauno? Yo te digo que lo que le derrotó fue el clima, el clima y las mareas oceánicas. Y Roma no olvida. Tú y tu padre vivís en el mundo imaginario de los tontos.

Caradoc comenzó a temblar. No podía evitarlo. No eran las palabras de Bran sino el tono de su voz lo que rozaba cicatrices ya olvidadas y viejas, más viejas que él mismo.

—¿Sois un vidente, señor? —gritó.

Bran echó la cabeza hacia atrás y rió.

—No, Caradoc, no, yo no. Soy de una orden diferente. Leo las estrellas, pero no para predecir el futuro, sólo para descubrir los secretos ocultos del universo. Huelo el viento de las palabras de los hombres para así adivinar el rumbo de las tribus y las lentas mareas de la historia. No me temas. Sin embargo, Caradoc, soy más sabio que tú y que tu anciano y taimado padre. Cuenta tus días de alegre ignorancia. No durarán.

Caradoc se levantó.

—¡Ahora os conozco por lo que sois! —exclamó con vacilación—. ¡Por supuesto! Es como dicen los comerciantes. Vos y vuestros compañeros vagáis por todas partes inculcando en la gente el odio contra Roma porque sufristeis bajo la autoridad romana. Y siempre encontráis un oído dispuesto y aviváis el miedo de los hombres a la esclavitud. —Caminó hacia la puerta de pieles y las sostuvo apartadas con una mano de nudillos blancos—. Por favor, marchaos. Mañana los hombres comenzarán a preguntarse qué estaba haciendo el mago en la choza del hijo de Cunobelin. ¡No quiero que eso pase, ni tampoco seguir oyendo vuestra conversación demente!

Bran se incorporó y caminó hacia él en silencio. Sonreía vagamente, en absoluto ofendido, y al marcharse, apoyó una mano ligera en el hombro de Caradoc.

—Recuérdame y recuerda mis palabras sediciosas —precisó—. Cuando llegue la hora en que te veas acosado, mis hermanos y yo te estaremos esperando. Quizá nos volvamos a encontrar, lo quieras o no.

Se fue rápidamente y Caradoc dejó caer las pieles, conteniendo su aliento tembloroso. Tenía frío. Se acercó al fuego y se acuclilló. Dejó que el calor golpeara su rostro; luego, corrió de nuevo hacia la puerta y llamó a Fearachar. Al cabo de un momento, el criado llegó, con los ojos hinchados y semidormido. Caradoc le ordenó que buscara a Caelte. Habría música y risas. ¿Seria aquel hombre un vidente después de todo? Se encogió de hombros, pero el movimiento de su espalda ancha no disipó la carga sombría de duda e inquietud que se había asentado a su alrededor. Sentía como si hubieran despellejado su carne tibia y dejado que los huesos se sacudieran en un viento frío y extraño. Caelte tocó y cantó para él, le contó chistes y, al final, le regañó con vehemencia, pero Caradoc volvió el rostro a la pared y no respondió.

Por la mañana, él y Cinnamo fueron juntos al taller del guarnicionero, donde el carro de Caradoc estaba siendo reparado. Al pasar por las perreras, oyeron los gritos de Togodumno y las maldiciones de los guardias. Unos pocos comerciantes que rondaban cerca de la puerta, pizarras en mano, aguardaban con impaciencia a que se restaurara el orden antes de que los perros fueran llevados a las barcazas y de allí al estuario del río donde abordarían los barcos con destino a Gesiorácum y Roma. Caradoc no se detuvo. «Deja que Tog se las arregle y tal vez aprenda una lección», pensó.

El guarnicionero estaba sentado fuera de su taller, rodeado de sus leznas, cuchillos y tiras de cuero. En un bol, a sus pies, una pila de tachones de coral rojo oscuro, engarzados en bronce, esperaban ser colocados en los arneses propiedad de algún jefe.

—Buenos días, señor —dijo, y permaneció sentado mientras Caradoc se acercaba—. Habéis venido por vuestro carro, supongo. —Señaló hacia la puerta—. Entrad y echad un vistazo. Os costará una moneda de plata.

—Págale —ordenó Caradoc a Cinnamo. Bajó la cabeza y entró en el mortecino interior. Su carro yacía de lado, y donde el tocón del árbol oculto había desgarrado el mimbre en jirones con sus dientes mellados, el guarnicionero había tejido un lado nuevo. Caradoc cogió el carro con firmeza y lo puso derecho. Ello no le demandó mucho esfuerzo y examinó el trabajo con atención, pinchando y tirando hasta que estuvo satisfecho. Luego salió de nuevo—. El trabajo es bueno —reconoció—. ¿Para quién son los tachones de coral?

—Para la señora Gladys. Ha ordenado unos arneses nuevos para su caballo, botas de cuero, también tachonadas, y un cinto con realces de plata para su espada.

—Ah. Qué hermosos son! —Se acuclilló y hundió las manos en el bol de coral. Sintió la suavidad fría de los tachones y luego se incorporó—. Cinnamo, hoy sacaré el carro. Ata los caballos, ¿quieres? Nos encontraremos al otro lado de las puertas.

Volvió sobre sus pasos y advirtió que las perreras estaban silenciosas y que Tog y los perros se habían ido. De camino a su choza se topó con Gladys. Iba vestida de verde; la mañana gris velaba sus ojos negros y llevaba el cabello oculto en la capucha de la capa.

—¿Adónde vas? —le preguntó, y se detuvo para hablar con ella.

Gladys señaló hacia el río.

—Voy al mar, con los comerciantes. Me consume el deseo de contemplar las rocas, la arena y las rompientes saladas.

—Vi tus cueros nuevos y el coral. Son muy bonitos. ¿Dónde los has conseguido?

—Fue un regalo. También recibí un puñado de perlas. —Cambió de tema con brusquedad y él adivinó que algún pretendiente ocasional estaba probando suerte otra vez—. He oído decir que anoche tuviste una visita, Caradoc.

¿Estaba sonriendo?

—Supongo que toda la aldea ya sabe que el druida fue a verme —respondió enojado—. Pero no pude evitarlo, Gladys. Estaba allí cuando llegué.

—¿Qué te dijo?

—¿Por qué tendría que haberme dicho algo? Nada más que tonterías, me impacienté y le eché. Eso fue todo.

Gladys prosiguió su camino.

—Ten cuidado, hermano mío —sugirió amablemente—. Los druidas son veneno.

Antes de que pudiera contestar, ella ya se había marchado. Caradoc se dirigió a su choza, colocó la pesada espada de hierro en la delicada vaina de bronce fraguado, increpó a Fearachar y salió de nuevo, en dirección a las puertas. El día era húmedo y frío. La niebla pendía sobre las laderas bajas de Camalodúnum y el cielo estaba cargado de nubes grises. Pero no sentía frío bajo la larga capa de lana brillante y sólo sus oídos y las puntas de los dedos le hormigueaban mientras corría a encontrarse con Cinnamo.

Dos ponis peludos y robustos estaban atados al carro. No eran particularmente rápidos, pero sí de fiar, eran de esa raza de caballos que la gente de Albion había criado muchos años atrás, antes de que los antepasados de Caradoc trajeran consigo los caballos grandes al huir de la Galia. Los niños aprendían a montar en ellos, puesto que eran dóciles y afables. En aquel momento, los dos permanecían quietos, con los hocicos juntos y las orejas crispadas por el sonido de las pisadas cercanas.

Cinnamo le entregó las riendas.

—¿Os acompaño, señor? —preguntó, pero Caradoc sacudió la cabeza, subió entre las dos grandes ruedas con bordes de hierro y separó los pies. Ya se sentía complacido y tranquilo. Cinnamo se marchó y Caradoc agitó las riendas. Mientras los caballos trotaban por el sendero ancho, la capa y el cabello de Caradoc ondeaban al viento frío.

Al aproximarse a la pendiente escarpada, se apeó y guió los caballos hacia abajo y luego a través del foso. Después se subió de nuevo y les gritó, rodando más y más velozmente hacia el río y desviándose al este bajo los árboles. La niebla le envolvía y formaba gotas en sus brazos; su cabello colgaba resplandeciente en los pliegues de la túnica escarlata. Sabia que una vez superada la siguiente curva se abría un trecho de camino recto, parejo y musgoso, con robles impresionantes que formaban un pasillo. Gradualmente, se sumió en una concentración tensa, enrolló las riendas en la barra frontal del pequeño carro y mantuvo el equilibrio con los brazos estirados. El paso de los caballos nunca varió. Sin dejar de silbar y de chasquear la lengua, levantó un pie y lo apoyó en la lanza mientras observaba el camino que se desplegaba ante él. Con infinito cuidado, tanteó el lugar de apoyo, se alzó, y sintió la protesta de sus músculos desentrenados. Estaba de pie, ligeramente apoyado en la lanza, y los caballos seguían su carrera estrepitosa. Dio un paso adelante, avanzó hasta los lomos anchos de los animales, regresó y volvió de nuevo, exaltado por la perfección de su cuerpo y su habilidad instintiva.

Luego saltó a la plataforma de mimbre y tomó las riendas otra vez. El camino se estrechaba, comenzaba a retorcerse, y las ramas azotaban su rostro. Se agachó, tiró de las riendas y dio la vuelta, preparado para repetir la hazaña; pero de pronto oyó ruido de cascos en la hierba y esperó de pie mientras los ponis exhalaban vapor y jadeaban.

Era una mujer a caballo. Aricia, con el cabello peinado en tres trenzas, la túnica corta de un hombre y las piernas enfundadas en un calzón masculino. La capa le colgaba casi hasta el suelo. La neblina se abrió para dejarla pasar y cuando vio a Caradoc, apresuró al caballo y trotó hasta él, guardando el cuchillo que había desenvainado.

—¡Caradoc! Te han arreglado el carro. —En contraste con el intenso azul de la capa, su piel era de color marfil pálido, pero había manchas oscuras bajo los ojos—. Qué bien. Fui al muelle con Tog. Tu padre se niega a aceptar más vino por los perros. Quiere dinero, y los romanos están ocupados regateando con él. Creo que la presencia del druida anoche los alteró y hoy miran a Cunobelin con cierto recelo.

Hablaba demasiado rápido, evitando los ojos de él, y su nerviosismo se transmitía al caballo, que arrastraba las patas y se movía excitado y con las orejas aplastadas contra la cabeza oscura.

—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —preguntó él.

Aricia le mostró la bolsita que colgaba de su pecho.

—Estoy buscando avellanas y tal vez lo último de las zarzas.

—Eso es trabajo de criados.

—Lo sé. ¡Pero desde hoy, valoraré cada momento que pase en tus bosques y praderas, lobo catuvelauno!

Se sonrieron y Caradoc se bajó, tomó las riendas de Aricia y las suyas y las enrolló en la rama más cercana.

—¿Te ayudo?

—Si quieres... Con esta niebla, nadie podrá ver al poderoso Caradoc recogiendo avellanas y, además, he cambiado de opinión en lo que respecta a querer estar sola. —Se estremeció un poco—. No me di cuenta de la densidad de la niebla. Al menos el viento no nos encontrará aquí.

Dejaron la senda y echaron a andar hacia los árboles. Pronto tuvieron los calzones empapados por las gotitas de rocio que derramaban en abundancia los culantrillos. La alfombra mojada de hojas de manzanos y musgo verde, húmedo y desagradable, amortiguaba sus pisadas. No lejos del sendero encontraron un bosquecillo de avellanas; los arbustos tenían ramitas rígidas y frágiles y sus pies aplastaron las avellanas ya caídas en el suelo. Durante un momento, se pusieron a recogerlas, complacidos con el silencio profundo del bosque y la mutua compañía. Cada movimiento que hacían resonaba cien veces más en la quietud pesada. Caradoc rompía las avellanas con sus dientes jóvenes y fuertes para masticar el fruto de sabor penetrante, mientras los dedos de Aricia se movían con gran rapidez entre los arbustos.

—¿Has visto a Boudicca esta mañana? —inquirió él.

—Subidasto y ella partieron en algún momento de la noche —respondió Aricia sin volverse y con los brazos levantados para llegar a los racimos más altos—. Fue muy grosero de su parte irse sin la copa de la despedida.

—¿El... el druida se fue con ellos?

Aricia bajó los brazos y le sonrió astutamente.

—Por supuesto. ¡Cuánto se nota que estás preocupado! Todo el mundo habla de tu visitante nocturno.

Caradoc gruñó.

—No lo hagas tú también. Sin palabras, por favor. No sé por qué me escogió a mí para sus estúpidas divagaciones, y tampoco me importa. ¿Seguimos caminando y buscamos algunas moras?

Levantó la bolsita repleta de avellanas y continuaron paseando sin temor a perderse. Caradoc había crecido en aquellos bosques..., pertenecían a su familia..., y en las horas de luz natural había explorado cada centímetro de ellos; conocía las madrigueras y cuevas de cada topo, tejón, zorro o conejo. Dejaron atrás el roble grande, tan idóneo para trepar, y el pequeño claro con el circulo de hongos que siempre había sido lugar «seguro» para los perseguidos cuando él y Tog solían cazarse el uno al otro. Se abrieron paso por los tupidos matorrales de arbustos de zarzas rastreras, cuyos troncos arqueados con espinas crueles les desgarraban la ropa y lastimaban las manos.

—En la bolsa no caben las moras —precisó Aricia—. Será mejor que nos las comamos. Quedan muy pocas. La mayoría se han podrido.

Recogieron con cuidado los frutos vellosos y purpúreos, saborearon su dulzura y pronto tuvieron los dedos y los labios manchados con el jugo oscuro. La niebla era muy espesa en aquel lugar, blanca y húmeda, y las telarañas que festoneaban los lúgubres troncos caían con el peso de miles de gotas relucientes y en forma de pera. Pero no hacía frío. El lugar era silencioso, secreto y privado, un mundo quieto dentro de otro mundo.

Un poco después, Caradoc alzó la cabeza.

—¡Escucha! —murmuró, y ella se detuvo con una mora a medio camino de la boca. En el silencio, podía oírse el constante fluir del agua—. Ha brotado un manantial nuevo por aquí cerca —añadió—. ¡Ven! —Siguieron el sonido y al cabo de un momento encontraron un claro, no abierto al cielo, pero despejado en el suelo. La hierba allí era alta y húmeda, y las agujas de pino yacían oscuras a los pies de los árboles circundantes. En el centro, un manantial de agua burbujeaba y se escurría por dos pequeños canales ya abiertos en la esponjosa turba.

Aricia se arrodilló y hurgó en su faja.

—Una nueva diosa ha venido a vivir aquí —declaró con temor reverente—. Apresúrate, Caradoc, ¿tienes algo de dinero?

—No, pero tengo mi anillo. —Se lo quitó del pulgar de mala gana y juntos se acercaron al manantial. Depositaron la moneda de bronce de Arícia y el anillo de oro de Caradoc en el agua pura y helada; durante un instante no se movieron, hipnotizados por el silencioso tintineo del agua que salía a borbotones.

Pronto Aricia se reclinó sobre los talones con un suspiro.

—Un sitio hermoso y sagrado. Pero creo que debemos irnos. Alguien podría robar nuestros caballos.

Caradoc la tomó del codo y la ayudó a incorporarse. Y entonces descubrió que no podía soltarla. Allí, entre esa humedad muda y de colores apagados, Aricia era una cosa viviente y brillante. Su aliento era una nube tibia, su piel olía a perfume; y allí nadie los podría ver, nadie lo sabría. Nadie más vería renacer en él la vergüenza. Le tomó el otro brazo y la volvió con rudeza; bajó la cabeza y halló los labios, fríos, resistentes, con sabor a jugo de moras. Por un momento, ella se relajó contra él, después se tensó y apartó la cabeza. Caradoc dejó caer los brazos, sint¡éndose tonto.

—Hijo de un perro —dijo Aricia con fiereza—. ¿Te casarás conmigo?

—No.

—¿No me amas?

—Aricia.

—No importa —susurró, y su aliento silbó en la cara de él—. Lo que sientes por mí es algo más fuerte, ¿no es cierto, Caradoc? Jamás te librarás de mí. No pienses que puedes hacerme a un lado, porque estoy muy dentro de ti. —Le puso una mano en el vientre y Caradoc se sobresaltó como si se hubiera quemado—. Allí, en un lugar donde tu mente no tiene poder. Si no te casas conmigo, nunca tendrás paz.

—Te equivocas —replicó enfurecido y con su irreflexivo orgullo herido—. Ya estoy harto de ti, Aricia. No tienes nada más que darme y lamento que hayamos comenzado esto. Has dejado de ser una diversión placentera.

—¡Mentiroso! —Le abofeteó en el rostro con la palma de la mano y después con el dorso, una, dos veces, luego giró sobre sus talones y se precípitó a ciegas a través de la maleza. El corrió y la alcanzó, sin importarle las ramas y espinas que se le enredaron en el rostro y le arrancaron sangre de la frente.

—¡Aricia, escúchame! ¡Dile a tu padre que no te irás! ¡Dile...!

Pero ella gritó por encima del hombro:

—¡Tal vez deba irme! ¡Quizás he estado aquí demasiado tiempo y Subidasto tenga razón! ¿Dónde está tu honor, lobezno? ¿Qué enfermedad devastadora consume a los poderosos catuvelaunos?

Cuando llegó a donde estaba su caballo, lo montó, soltó de un tirón violento las riendas del árbol y fustigó al animal como una enloquecida. Éste se lanzó por el sendero con un galope asustado, mientras el barro salía volando de sus cascos. Caradoc la siguió lentamente, exasperado y a la vez desanimado. La bolsa había quedado atrás, de modo que tuvo una cierta visión de sí mismo, hecho añicos entre la alta hierba donde la diosa se cepillaba su cabello húmedo y jugaba con su anillo de oro.

Cuando regresó a la aldea, encontró las cuadras alborotadas. Una multitud de hombres libres se apiñaban alrededor del circulo abierto donde los caballos eran paseados por la mañana temprano. Caradoc oyó gritos indignados incluso antes de que entregara las riendas al criado de las cuadras y tratara de abrirse paso. Allí estaba Cinnamo, con una sonrisa tétrica en el rostro y la espada desenvainada en la mano. Togodumno estaba dejando caer su capa y atándose el cabello.

—¿Qué ha pasado? —le gritó a Cinnamo mientras Togodumno desenfundaba su espada.

—Señor, vuestro hermano me ha acusado de haber soltado esta noche todo su ganado de cría y de haberlo llevado lejos. —Cinnamo se volvió para contestar, con un placer puro y malicioso en sus serenos ojos verdes—. Ha juntado unas cincuenta reses, pero al parecer, treinta están todavía vagando en los bosques. Por qué me culpa, no lo sé. —Los ojos retaban a Caradoc a intervenir, pero no revelaban culpa. Cinnamo se había pensado mejor su acuerdo y se había decidido por su propia revancha. No tenía nada que reprocharse—. Venid, señorito —lo desafió y bajó la espada describiendo un arco grande—. Enseñadme la lección que me prometisteis, puesto que necesito tal instrucción.

Togodumno dio un paso hacia él, mostrando los dientes, y Caradoc retrocedió. No podía hacer nada. Era demasiado tarde, las palabras ya no servirían de nada. «Pero no lo mates, Cinnamo, amigo —rogó para si—, o me veré forzado a matarte para impedir una enemistad sangrienta entre familias.» Cinnamo lo sabia, pero su ira había ardido lenta y largamente, y todos los presentes veían la muerte de Togodumno en sus ojos. Caradoc se volvió y envió a un criado en busca de Cunobelin y, acto seguido, se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo húmedo. La multitud lo imitó y los dos hombres jóvenes dieron vueltas en circulo probando sus defensas. Con un grito, Togodumno se abalanzó sobre Cinnamo y le dirigió un vigoroso golpe a las piernas, pero Cinnamo saltó y la hoja cortó el aire. Antes de que Togodumno tuviera tiempo de recobrar el equilibrio, Cinnamo trazó un gran arco que se curvaba justo hacia el cuello de su adversario, pero Togodumno resbaló en la tierra húmeda y la hoja no hizo más que desgarrar su túnica desde el hombro. Cinnamo esperó a que se incorporara, sin decir nada, sin mofarse, y Togodumno empuñó la espada con ambas manos y la levantó. Cinnamo permanecio quieto, observando, aguardando, sabiendo dónde caeria el próximo golpe. Los hombros le temblaban de expectación. Y entonces, la espada de Togodumno bajó con toda la fuerza de su peso. Cinnamo se movió con la velocidad del rayo y hubo un ruido discordante y crujiente mientras las hojas se rozaban. De repente, Togodumno quedó tendido de espaldas y con la espada fuera de su alcance. Cinnamo se dispuso para el golpe mortal.

Caradoc se levantó de un salto, desenvainó su espada y gritó con severidad. Pero su padre lo apartó de un empujón.

—Suficiente, Cinnamo —dijo en voz baja—. Deja que el muchacho se ponga de pie. —Cinnamo no se movió. Él y Togodumno se miraban impasibles, jadeando un poco, todavía trabados en combate con los ojos—. Cinnamo —repitió Cunobelin—, si lo matas, morirás. Lo sabes bien. Si vas a luchar contra él, espera a que crezca, pero ahora deja que se levante. No quiero perder ni a un hijo ni a uno de mis mejores guerreros por esta tontería.

Cinnamo parpadeó y bajó el brazo que sostenía la espada. Pateó con desprecio la espada de Togodumno que se hallaba cerca de él y se marchó, soltándose el cabello mientras avanzaba. Caradoc descubrió que le dolía el brazo con que sostenía la espada tras el esfuerzo realizado para conseguir la capitulación de Cinnamo.

Tog empezó a sonreír.

—¡Me salvé por poco! —exclamó y se puso de pie—. Gracias, padre. Ahora, dile a Cinnamo que regrese y me devuelva todo mi ganado.

Caradoc gruñó. Cunobelin dio dos pasos largos y de un puñetazo derribó a su hijo.

—¡Date prisa y crece, Togodumno —gritó—, antes de que tu precio de honor no supere el precio de tu espada! —Flexionó los dedos, gruñó y se marchó.

Caradoc sabia cuánto le había costado ese golpe a su padre, puesto que nadie podía hablar mal de Tog sin sentir la furia de Cunobelin. Se oyó un murmullo de aprobación y los jefes de Togodumno fueron a donde él estaba y le ayudaron a levantarse. Le devolvieron la espada y lo calmaron con palabras suaves. Pero Togodumno se los quitó de encima y se alejó con paso airoso. Los jirones de su túnica desgarrada le daban un aspecto ridículo.

Alguien tiró con suavidad del brazo de Caradoc y le obligó a volverse.

Era Eurgain, vestida de amarillo y azul, con el cabello rubio oscuro partido en el centro y colgando hacia atrás.

—Qué horrible —comentó con una arruga de preocupación entre sus cejas largas y finas—. Cin lo habría matado si Cunobelin no hubiera venido.

—Por supuesto que si. Y muchos lo habrían llamado un acontecimiento feliz.

—¡Caradoc!

—Bueno, es cierto. Tog es querido por todos pero también odiado. Y muchos están cansados de querer y perdonar a un mentiroso y tramposo, por más encantador que sea. —Miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Eurgain, debo hablar contigo. ¿Adónde podemos ir?

Ella titubeó y le escudriñó el rostro con rapidez, consciente de un cambio casi indefinible en él, una nueva seriedad, una especie de tensión.

—Ven a mi choza. Si quieres podemos romper el ayuno con paloma fría.

Caminaron juntos y en silencio colina arriba, siguiendo el sendero que los llevó detrás del Gran Salón hasta el extremo del enorme montículo de tierra donde Eurgain tenía una casa con una ventana. En invierno, la ventana enfriaba mucho su habitación, dado que estaba cubierta de pieles que dejaban entrar el viento por más firmes que estuvieran clavadas, pero a ella no le importaba. Le gustaba sentarse con los brazos cruzados sobre el alféizar durante horas seguidas, mirando hacia el oeste, sobre el bosque, en dirección a las suaves colinas y, más allá, el horizonte borroso. Ella y Gladys eran muy amigas; de hecho, la Banda Guerrera Real se había ido disolviendo gradualmente en grupos más pequeños, a medida que sus miembros maduraban... Aricia era distinta de todos ellos, pero pasaba gran parte de su tiempo con Caradoc o con Togodumno; Gladys y Eurgain eran cada día más compañeras, y Adminio, el mayor, se alejaba de todos ellos. La mujer y la muchacha compartían el amor por los lugares rústicos y solitarios, una afinidad por la soledad y los oasis de quietud. A Gladys le encantaba el mar. Iba allí con frecuencia y permanecía días enteros fuera de su casa. Llevaba comida, una espada y su capa más tupida; dormía sola en alguna cueva oscura en la playa. Sostenía una comunicación mística, que no era nada fácil ni segura, con el océano y jamás divulgaba lo que aprendía. Los anhelos de Eurgain moraban en las colinas, en los espacios abiertos y desnudos de su tierra, donde el viento la azotaba y hacia ondear la hierba crecida, y los sarapitos y chorlitos volaban sobre su cabeza. Solía tenderse en las cimas de las colinas con los brazos estirados y los ojos cerrados, sintiendo bajo ella el pulso lento de la tierra y el ritmo majestuoso y eterno de la roca silenciosa. Si llovía, mucho mejor. La lluvia la cercaba, la arropaba en sus sueños y, al igual que Gladys, nadie conocía sus pensamientos.

Caradoc y ella atravesaron la puerta de pieles. El fuego ardía y la luz era muy tenue. Caradoc encendió una lámpara y Eurgain fue hacia la ventana; dejó caer las pieles con una disculpa.

—Pensé que hoy podría nevar y le pedí a Annis que sacara los clavos para poder despertar y ver el mundo —explicó—. Pero todo lo que hay es un cielo gris y creo que este calor traerá lluvia. —Hablaba en voz baja, como buscando su asentimiento.

Caradoc miró a su alrededor. Allí nunca cambiaba nada. Entrar en la habitación de Eurgain era como entrar en un lugar donde uno podía esperar con perfecta calma una vislumbre de eternidad. Sus cortinas de Palmira eran suaves, de colores opacos, muy lujosas. Sus alhajas siempre estaban en el mismo lugar, apiladas en una mesa junto a la cama. Había un único asiento, un triclinio romano. Abundaban las lámparas, todas intrincadas y hermosamente fundidas y lustradas. Algunas estaban junto a la cama, otras colgaban en cadenas delgadas del techo de paja, otras se erguían sobre la gran mesa donde ella guardaba sus cristales, mapas de estrellas y papeles pues Eurgain sabia leer latín. No bien ni con fluidez, pero por supuesto mejor que Caradoc, y aunque no se lo había dicho, se pasó una hora con el druida estudiando los mapas de estrellas y lamentaba que se hubiera ido tan pronto. Era peligroso hacer eso, lo sabia; sin embargo, además de la fortuna de su padre, había heredado una indiferencia arrogante hacia la opinión pública.

Además, nadie había visto a Bran entrar y salir excepto Tallia, su sirvienta.

—Enciende las otras lámparas —pidió, y se sentó en el borde de la cama, todavía desconcertada por el aire de distracción de él.

La tarde avanzaba y la luz ya estaba desapareciendo, pero mientras Caradoc se movía por la habitación, el agradable y callado resplandor se incrementó y él sintió que sus músculos y su mente se relajaban.

—Bien —añadió Eurgain cuando él hubo terminado—. Siéntate y cuéntame lo que quieras.

Caradoc obedeció.

«¿Qué quiero?», se preguntó. La quietud y la paz de la estancia eran tales, que todas sus confusiones se desvanecieron y pudo ver sus problemas con claridad. «Quiero terminar con Aricia. Quiero que me hagas sentir puro de nuevo, Eurgain. Quiero una posición nueva en la tribu. Quiero raíces entre mi clan, nuevas anclas contra mi desazón, pero sobre todo, si, sobre todo, querida Eurgain, ¡quiero deshacerme de Aricia!»

Carraspeó.

—Eurgain, hemos estado prometidos el uno al otro durante largo tiempo y ya es hora de que me case. ¿Estás de acuerdo?

Ella no se movió. No se sonrojó, ni parpadeó ni suspiró. Se limitó a quedarse sentada mirándole, con la luz de la lámpara reflejándose en su cabello y dibujando sombras en su túnica. Pero lentamente, una tristeza profunda, una pena, atravesó su rostro. Y él lo notó.

—Caradoc —contestó con tranquilidad—. Algo anda mal, lo sé. ¿Por qué vienes a mi ahora, en este extraño momento, y hablas de tu propuesta como si tuvieras un demonio a tus espaldas? ¿Acaso nuestros padres no nos han prometido? No había necesidad de esto.

—Quiero que nos casemos ya, Eurgain. Somos mayores y estoy cansado de llevar una vida sin sentido.

—¿Sin sentido? ¿Cómo puedes decir eso, tú, un guerrero con un precio de honor envidiable, buena salud y cien jefes bajo tu mando? —Mentía, ella lo sabía, y un cuchillo se hendía en su corazón—. Se trata de Aricia, ¿verdad?

El rumor se ha propagado por toda la aldea.

Caradoc se sobresaltó, luego se puso de pie y comenzó a pasear con agitación.

—Tendría que haber sabido que no podría ocultarte mi estupidez. Tienes razón. Se trata de Aricia.

—¿Estás enamorado de ella? ¿Quieres que sea tu esposa?

—¡No! —La palabra explotó dentro del cuarto con una intensidad que reveló a Eurgain todo lo que tenía que oír—. Está preocupada porque sabe que su padre mandará a buscarla pronto y entonces tendrá que dejarnos. Está tratando de hacer valer un derecho sobre mi, Eurgain.

—¡No digas más! —La cólera encendía sus palabras—. ¡Yo también tengo un derecho sobre ti, Caradoc, pero jamás soñaría con abusar de un acuerdo de la infancia!

Él se puso en pie y se pasó una mano pensativa por el pelo.

—Lo sé, lo sé. ¿Me perdonarías igual, Eurgain? —aventuró con dificultad—. Soy un campesino débil, lo admito. ¿Me aceptarás de todos modos? —De pronto sintió como si el rumbo de toda su vida dependiera de la respuesta de ella, la condenación o el perdón, la esclavitud o la libertad. Y en la angustia de la espera, observó los grandes ojos azules, la nariz pequeña y la boca grande y melancólica. Por fin, ella suspiró.

—Te aceptaré, Caradoc —concedió, pero su voz era apagada y cansada—. He esperado suficiente. Crees conocerme, pero no es así. —Se incorporó y se acercó a él. Caradoc tomó sus manos frías—. Soy una mujer de espada e hija de una mujer de espada. Nunca me insultes subestimándome, querido.

La abrazó en silencio. No encontraba las palabras para decirle que la amaba, porque desde hacía años sus vidas habían estado entrelazadas y tenían un vínculo que no se podría romper con facilidad. Dijera lo que dijera en ese momento, ella no le creería. «Aricia», pensó, pero el dolor ya estaba mitigado. Aricia. Acunó a Eurgain suavemente en sus brazos.

Ella se apartó despacio. El cabello se le enredó en el tosco bordado de la túnica de él.

—¿Comerás ahora? —preguntó, como si no acabara de sufrir un desgarramiento, como si las fantasías dulces de sus quince años no hubieran sido convertidas en polvo y sopladas en su cara de manera punzante. Nunca antes se había controlado con esa determinación de hierro y sentía el pecho dolorido y los ojos irritados. «Una mujer de espada no se desmorona —se dijo—. No demuestra temor.»

—Creo que debo ir a hablar con mi padre —respondió él. Sabía que no podía comer—. Y después tengo que ir a ver a Sholto.

—Ten cuidado con ese hombre, Caradoc —le advirtió—. Mi padre dice que tiene un precio de honor alto, pero ningún honor.

—Si, lo sé. Pero engrosa mis filas. —Se inclinó, la besó en la mejilla y se marchó.

Cunobelin estaba en el Gran Salón conversando con sus jefes cuando Caradoc y Fearachar entraron precipitadamente en la penumbra y fueron a unírseles. El gran fuego se había extinguido y las cenizas yacían diseminadas en el suelo. Las lámparas ardían en lo alto de las columnas, pero sus espléndidos círculos de luz tenue apenas servían para oscurecer las sombras en derredor. Caradoc oyó que los jefes prorrumpían en carcajadas estridentes y los observó dispersarse antes de ir hacia Cunobelin, el cual se volvió con una sonrisa.

—Y bien, Caradoc, éste ha sido un día desafortunado para mí. Primero, esos comerciantes sucios no quisieron darme dinero en lugar de vino por culpa de ese maldito druida. Y después mi hijo casi logra que mi jefe favorito le mate. ¿Qué malas noticias me traes tú ahora?

—Mi jefe, padre. Cinnamo está en mi séquito —le recordó y se sentaron juntos, cruzando las piernas, en el suelo—. Trae vino, amigo mio —pidió a Fearachar, que revoloteaba en el fondo—. Y luego ve a ocuparte de tus asuntos. —Fearachar fue hasta el fondo del Salón, extrajo vino de una de las tinajas recién llegadas, lo llevó y les sirvió a ambos.

—Del cargamento de hoy —precisó—. Seguro que es una mala cosecha. No se puede dar la espalda a esos romanos estafadores —añadió y se marchó.

—Por la noche eterna de la tribu —dijo Cunobelin y alzó la copa. Bebieron juntos y derramaron las heces en el suelo en honor de Dagda, Camulos y la diosa de la tribu, que envejecía a la vez que Cunobelin. Éste se lamió los labios, se cruzó de brazos y se reclinó contra la pared.

Caradoc oyó a los esclavos detrás de él comenzar a preparar otro fuego, parloteando mientras lo armaban entre las cenizas.

—¿En qué piensas? —le preguntó Cunobelin.

—Quiero casarme, padre. Quiero desposar a Eurgain lo antes posible.

Cunobelin le escrutó atentamente con sus ojitos de cerdo.

—Es bastante razonable. ¿Y qué opina Eurgain? ¿Está preparada?

—Está de acuerdo.

—Hummm. ¿Y qué me dices de Aricia?

Caradoc mantuvo los ojos fijos en el suelo, entre las rodillas. Qué astuto era su padre.

—No estoy seguro de a qué te refieres.

—¡Por supuesto que lo estás! No eres el primer hombre que se ve atrapado entre dos pasiones. ¿Amas a Eurgain?

—Si.

—Caradoc, si deseas casarte con Aricia, me sentiré complacido. El padre de Eurgain y yo podemos encontrar una solución. Tal vez debas pagarle algunas reses y una o dos chucherías, pero ella lo entendería.

—Sé que lo haría, ¡pero no quiero casarme con Aricia!

Cunobelin le miró intrigado.

—¿Por qué no? Yo querría, si fuera más joven.

—Porque no quiero ir a Brigantia.

—Esa no es la verdadera razón y lo sabes muy bien, pero supongo que es aceptable. Los jefes de Brigantia son hombres feroces, Caradoc, y duros. Saben pelear. Por supuesto, no acogerían con agrado a un gobernante extranjero. Pero piensa... —continuó con cierto tono malicioso—. Piensa en lo que significaría para nosotros. Brigantia regida por un guerrero catuvelauno. —Sus miradas se encontraron y rompieron a reír—. ¿Sabes una cosa, Caradoc? —prosiguió en voz baja y muy cerca del rostro de su hijo—. Una vez consideré la posibilidad de hacerle la guerra al padre de Aricia, de tomar su cabeza. Brigantia es muy grande; toda nuestra gente y los trinobantes juntos cabrían dos veces en ella. ¿Lo sabias? Aricia es heredera de un gran reino, desordenado e indigente, pero que no obstante tiene algunos de los mejores guerreros. Pero decidí que no valía la pena el esfuerzo. Los coritanos se interponen entre nosotros y Brigantia, y habría que haberlos oprimido primero. En cierta forma, no creí que a Augusto ni a Tiberio les gustara demasiado eso. —Las llamas del fuego nuevo danzaban a través de su cara arrugada—. No —aseveró y se reclinó otra vez—. Aricia ha sido una rehén admirable. Brigantia no se ha metido en asuntos que no le concerniesen, como yo sabía que lo haría, y yo tampoco. No seas demasiado duro al juzgarla, hijo mio. No será fácil para ella dejar su vida placentera aquí y regresar a su casa para intentar controlar a una horda de hombres salvajes y rudos.

La estancia de Aricia entre los catuvelaunos había tenido dos propósitos. Su padre la había enviado para que asimilara una forma de vida digna de la hija del jefe de una tribu. Mucha nobleza joven había pasado por Camalodúnum, donde el poder y el lujo eran muy superiores. Era la costumbre pero, últimamente, Cunobelin había empezado a preguntarse si tal vez en el caso de Aricia no había sido un error. Su espíritu de voluntarismo infantil que había ganado la aprobación de él, había crecido con ella, y a medida que Aricia maduraba, se iba convirtiendo en un egoísmo obstinado. La comodidad del lujo a su alrededor la tentaba con facilidad y, por supuesto, al consentirla de una manera extravagante, él había contribuido a hacerle creer que tenía derecho a todo placer, bueno o malo. También había sido enviada como rehén, en los días de negociación entre Cunobelin y su padre.

Uno de los hijos de Cunobelin había ido a Brigantia a cambio, pero la distancia entre las dos tribus y la permanente amenaza de intervención romana habían hecho desistir a Cunobelin de una de sus tantas ambiciones tortuosas. Su hijo había muerto en Brigantia y Aricia se había convertido en su predilecta.

—Caradoc —dijo—, cásate con las dos y retén a Aricia aquí. Entonces su padre nos hará la guerra, Tiberio me defenderá como la parte inocente y así... ¡tendremos una base firme en Brigantia!

Caradoc sonrió con desagrado.

—¿Y los coritanos?

Cunobelin bostezó, se rascó la cabeza y sonrió despacio mientras miraba los ojos castaños de su hijo.

—He estado pensando en ellos estos últimos días. Si, lo he hecho. ¿Sabes qué poseen, Caradoc? ¡Sal! Un montón de deliciosa sal. Creo que un par de ataques por el sur no estarían mal. Y después quizás una pequeña guerra, si Tiberio no pone objeciones a los ataques. Tal vez hasta los apruebe. ¡Sal para comerciar!

—Padre —interrumpió Caradoc con delicadeza, sintiendo las arenas movedizas detrás de sus palabras—. ¿Hasta qué punto estás atado a Tiberio? —No podía preguntar lo que quería... «¿Es Tiberio el rey de los catuvelaunos?»

Cunobelin fijó la vista más allá de él durante un largo rato, respirando ligeramente. El ruido metálico de las cacerolas y el eco de las voces de los esclavos que comenzaban a preparar la cena flotaban hacia ellos. El Salón estaba más lleno que antes. La gente rondaba junto al fuego para intercambiar las novedades del día, y la lluvia que se había desatado tamborileaba en las paredes de madera con un ritmo monótono.

Por fin, Cunobelin reaccionó.

—Toda mi vida he caminado sobre un puente estrecho —susurró—. En un lado está el foso de mis sueños, lleno de batallas y conquistas, un reino para los catuvelaunos extendido en una longitud uniforme desde las tierras salvajes del norte, hasta las minas rústicas de la península occidental, donde todos los hombres libres usan mis monedas, crían ganado y recogen las cosechas para mí y mi tribu. ¡Imagínatelo! Yo me lo imagino constantemente, pero ahora mis días están llegando a su fin. La diosa y yo nos arrugamos y debilitamos juntos, y los jefes susurran sobre mi muerte ritual y sobre la diosa que se volverá joven y fuerte de nuevo. ¡Pero no serán para mí el caldero de Bel, donde se ahogan los hombres, ni el fuego de Taran! —Sus ojos brillaban y los labios se retiraron de aquellos dientes amarillentos—. ¡Todavía no! —Se hundió un poco—. Al otro lado del puente está la garganta abierta de Roma, sus tentáculos imperiales que tratan de asirme como los cuerpos fríos de miles de víboras, pero yo camino libre y solo, entre los dos, puesto que soy Cunobelin, rey, y ni Roma ni mis descoloridos sueños me atraparán. ¿Qué harías tú, hijo mío? —inquirió con suavidad.

Roma había intentado establecer una base firme en Albion y había fracasado. Los comerciantes llegaban a montones a las tierras bajas porque los catuvelaunos se lo permitían y Caradoc pensó para sí que en efecto, su padre estaba cada día más viejo, más blando y lleno de temores infundados.

—Yo, marcharía contra los icenos, padre, luego contra los coritanos, y después contra Verica, concentrado junto al océano, y contra los durotriges y los dobunnos, o lo que queda de ellos, y no me detendría hasta que mi nombre fuera temido de una punta a otra de la tierra.

Cunobelin observó el hermoso rostro y los ojos resplandecientes de su hijo, y una ola tibia de orgullo paternal le sobrecogió.

—¡Claro que lo harías! Y Tog también. Pero Adminio... Ah, ahí es donde reside el problema, mi hijo mayor. Adminio iría a Roma y vería la ciudad de sus sueños. Hablaría con el emperador y regresaría con mil togas y miles y miles de ideas nuevas. Bien, Caradoc, los jefes tendrán que tomar la decisión final. No será nada fácil para ellos. ¡Tres hijos! —Empezó a reír y se levantó mientras el aroma a cerdo hervido y a carne de vacuno asada los envolvía.

Caradoc se incorporó también y su padre le dio una palmada en la espalda—. Anunciaré tu boda al Consejo —añadió—. No habrá objeciones... al menos no entre los jefes. Pobre Arícía.

Estas últimas palabras hirieron a Caradoc.

—¡Si te da tanta pena, cásate tú con ella! —replicó. Se ciñó la capa con malhumor airado y abandonó el Salón.