CAPITULO 7

Caradoc, Togodumno y toda la tribu se preparaban para la guerra con gran entusiasmo. Hacía treinta años que la banda guerrera no se reunía, pero en ese momento Camalodúnum zumbaba con el sonido de la batalla inminente. La fragua del herrero fulguraba noche y día. El Gran Salón estaba continuamente lleno de gente que merodeaba para chismorrear y observar a los hombres libres entrar y salir haciendo diligencias; sobre el gran fuego siempre colgaba un jabalí o una res. Los jefes pasaban mucho tiempo junto al río, recorriéndolo en sus carros, y sus hombres libres afilaban y lustraban las espadas brillantes y los escudos macizos. Las mujeres también estaban nerviosas, atrapadas en el flujo constante y febril, y a menudo estallaban peleas entre las esposas del círculo de los hombres libres, puesto que los hombres jactanciosos y engreídos arrastraban a las mujeres a sus propias discusiones acaloradas sobre quién merecía el titulo de campeón.

Caradoc y Togodumno habían decidido dividir las fuerzas y atacar a la vez, a los coritanos bajo el mando de Tog y a los atrebates bajo el mando de Caradoc. Los espías regresaron furtivamente a controlar a Verica, y los coritanos y demás tribus hicieron sus propios preparativos, a la vez que maldecían a Cayo César por su falta de interés ante su díficil situación, y a los catuvelaunos por su rapacidad. Llyn se pasaba el día rogando a su padre que le permitiera ir a la guerra y sus hermanas corrían alrededor de la casa con palos de madera. Las mujeres no pelearían... Caradoc había dispuesto que no eran necesarias.., pero, por supuesto, seguirían a los guerreros en los carros, con los nínos, y observarían la batalla desde el punto cercano más alto. Caradoc y Tog estaban alegremente convencidos de que ninguna tribu podría oponérseles. Pasaban horas en la choza de Tog, bebiendo vino y conversando de cómo los jefes enemigos caerían ante los carros como el trigo bajo las cuchillas brillantes de las guadañas segadoras. Y las dudas que Caradoc pudiera tener, se ahogaban en el fervor de Tog.

Eurgain se guardaba sus sentimientos. Vida bramaba y maldecía a Cinnamo porque no se le permitiría entrar en combate, Gladys pasaba más y más tiempo en su cueva, observando las rompientes deslizarse y forjando sus propios hechizos extraños, pero Eurgain realizaba sus tareas sin hacer ruido.

Caradoc se esforzaba por arrancarle algo, pero ella parecía estar retrayéndose, regresando al tiempo anterior a su matrimonio con él. Volvía a sentarse junto a la ventana en las primeras horas de la tarde, con el mentón apoyado en las manos, el cabello rubio agitado por los vientos fríos y los ojos fijos y pensativos en las colinas distantes y cubiertas de árboles. Todavía jugaba con los niños, montaba y cazaba, y asistía a las reuniones del Consejo. Aún se entregaba a los brazos de su esposo con la misma disposición tibia y le envolvía con su frescura dulce. Pero Gladys y ella ya no medían sus espadas, aunque las demás mujeres peleaban en el campo de prácticas, y Caradoc estaba demasiado ocupado para descifrar las enmarañadas oscuridades de su mente.

Togodumno y él habían decidido atacar en la primavera, cuando las tribus estuvieran ocupadas con las cosechas y los nacimientos. Los campesinos catuvelaunos que desearan pelear debían ser armados a expensas de los jefes, pero muchos de ellos se quedarían en los campos para atender los cultivos y el ganado.

El tiempo transcurría. Samain vino y se fue, una calma momentánea en una Camalodúnum de otro modo alborotada y preocupada. En un mes, los jefes estuvieron preparados y, una vez más, apostaban y reñían alrededor del gran fuego. En seis semanas, Togodumno y Caradoc se aprestarían a despedirse, puesto que Togodumno y sus hombres debían pasar un tiempo en Verulamio para ocuparse de las fortificaciones por si los dobunnos o los coritanos perseguían a los catuvelaunos hasta su territorio, lo cual era por lo demás absurdo e improbable.

Una tarde en que Caradoc y Togodumno se hallaban fuera de las cuadras mirando cómo preparaban sus carros antes de salir a correr una carrera por el sendero que se extendía bajo los árboles desnudos del bosque, Cinnamo subió la colina desde las puertas a todo galope. Su caballo echaba espuma por la boca, tenía la túnica manchada de sudor y su rostro era un mensaje urgente de miedo. Se detuvo ruidosamente frente a ellos y desmontó tambaleándose. Se apoyó contra el animal un momento para calmar su respiración acelerada y luego indicó al criado de las cuadras que se llevara el caballo. Se volvió hacia Caradoc.

—¡Los comerciantes! —exclamó jadeando. Caradoc dejó sus arneses resplandecientes, se acercó a él y ordenó a Fearachar que trajera agua del abrevadero. Cinnamo se limpió las manchas grises de la cara con la túnica.

Después se dobló, con las manos en las rodillas y la cabeza colgando, luchando por recobrar el aliento. Había galopado a toda prisa desde el río y su corazón todavía latía con violencia al ritmo de los veloces cascos de su caballo. Fearachar se acercó corriendo con agua en un cuenco de madera y Cinnamo se enderezó y sumergió el rostro en el líquido frío. Luego tomó el cuenco y bebió con avidez, se lo devolvió al criado y esbozó una sonrisa torcida a los hombres que le observaban con desconcierto—. Señor, los comerciantes se están marchando —explicó—. Ya se han ido cinco barcos con la marea y otros diez esperan. Se niegan a hablar. Todo lo que hacen es sentarse en la orilla con sus pertenencias, pero el mercader del vino fue más explícito.

—Espera un momento, Cin —le interrumpió Caradoc—. Tranquilízate.

Pero Cinnamo ya se estaba serenando. Se acuchilló en la tierra dura y Caradoc y los jefes hicieron lo mismo.

—Cayo César está avanzando —continuó—. En un día más llegará a Gesiorácum y tres legiones, tal vez cuatro, marchan con él. El mercader dice que va a cruzar el océano.

Nadie habló. Las palabras de Cinnamo pendían en el aire helado y Caradoc clavó la vista en el suelo mientras, a sus espaldas, los ponis se agitaban inquietos y las ruedas de su carro giraban de atrás para adelante. De pronto, Togodumno maldijo, una imprecación grosera que sobresaltó a todos, y se puso de pie de un salto.

—¡Sabemos quién marcha también con él! —gritó—. ¡El maldito Adminio! Debimos haberle perseguido para cortarle la cabeza, Caradoc. ¡Mira lo que ha hecho ahora! —Caradoc se volvió hacia Cinnamo con expresión inquisitiva y Cinnamo asintió una vez.

—Es cierto. La locura de Calígula es tan grande que imagina que Adminio le está ofreciendo toda Albion a Roma y viene de camino a reclamarla. Los comerciantes no quieren problemas. Navegarán a la Galia y se dispersarán; esperarán allí a que las legiones hayan venido y conquistado, y se reinicie el comercio.

—¿Y los generales de Cayo? —preguntó Caradoc—. Sin duda son lo bastante sensatos para darse cuenta de que Adminio no es más que un fugitivo, no un rey. En cualquier caso, un rey de Albion que voluntariamente vendiera su tribu a la esclavitud es obvio que estaría loco.

—Por supuesto que se dan cuenta —respondió Cinnamo—. ¿Pero cómo pueden convencer a César y conservar sus cabezas? Compadecedlos, Caradoc. Y rogad para que uno de ellos pueda persuadir al emperador de que Adminio es un loco criminal.

Togodumno escupió en la tierra y frunció el entrecejo.

—¡Que vengan! —dijo—. ¿Qué dijeron los listos de Roma cuando Julio César huyó a su casa con el rabo entre las piernas porque el poderoso Cassivellauno le hundió los dientes en su augusto trasero? «Llegué, vi, pero no pude quedarme.» Roma encontró un rival digno en los catuvelaunos cien años atrás.

—No fue Cassivellauno quien derrotó a César, fueron el clima y las mareas oceánicas —precisó Caradoc de forma automática. Luego frunció el entrecejo con sobresalto. ¿Quién le había dicho eso? Togodumno sacó la lengua en dirección al río y después rió.

—¡Mentira! ¿Eso dijo Julio? Supongo que tenía que decir algo.

Los jefes rieron; la ansiedad momentánea se disipaba con la velocidad de una neblina de verano. Todos se pusieron de pie para concentrarse en otras cosas. Se marcharon y Togodumno subió a su carro.

—Te has agotado por nada, Mano de Hierro Cinnamo —dijo en tono de burla—. Te esperaré junto al río, Caradoc. —Mientras se alejaba, Caradoc miró a Cinnamo.

—¿Es eso cierto? —inquirió en voz baja—. ¿Vendrá el loco de Cayo, Cin?

Cinnamo se encogió de hombros en un gesto típicamente suyo.

—No lo sé, pero los comerciantes no se dejarían dominar por el pánico sólo por un rumor. Saben algo, señor, y si yo fuera vos, retendría a Togodumno y a sus jefes aquí, listos para presentar batalla, hasta que el rumor se convierta en un hecho o se hunda bajo el peso de otra novedad.

—Adminio ha hecho eso —masculló Caradoc con rencor—. ¡Servil y ladino amigo de los romanos! Ha manipulado la mente débil del emperador. Si Cayo viene y es derrotado, atraparé a Adminio y lo quemaré vivo en su propia pira funeraria.

Cinnamo rió brevemente.

—Gladys debió haberle matado cuando tuvo la oportunidad —observó—. Estará eternamente arrepentida de no haberlo hecho. —Marchó colina arriba a paso lento; Caradoc hizo una seña a Fearachar y subió a su carro.

Tomó las riendas y alentó a los ponis. Se dirigió a las puertas mientras su mente se desviaba al océano y al puerto de Gesiorácum, donde Calígula se enfurruñaba y se impacientaba mientras sus generales celebraban reuniones secretas y desesperadas para intentar decidir quién debía comunicar al soberano del mundo que Albion le recibiría con montones de lanzas y no con flores de bienvenida.

Caradoc convenció a Togodumno de que postergara su partida, pero no fue fácil. Tog se irritó y gritó, maldijo y rugió, pero los jefes escucharon a Caradoc, confiaron en su juicio y el Consejo votó en contra de Tog. Este anduvo malhumorado un día entero, se emborrachó, coqueteó con Vida, fue a pescar con Llyn y, por fin, se dispuso con desdén a esperar junto a Caradoc.

No había actividad en el río. Los botes y barcos costeros catuvelaunos se mecían anclados y no había toneles, cajas, sacos ni perros en los muelles. Día tras día, los hombres libres entraban en Camalodúnum desde la costa sin novedades. Hasta el clima pareció apaciguarse y hacer una pausa. El viento de invierno cesó, las brumas colgaban inmóviles en los árboles, y los jefes permanecían sentados en sus chozas llenas de humo lustrando espadas, escudos y lanzas que ya resplandecían como el sol brillante.

Pasaron dos semanas lentas y tediosas. Caradoc y sus hombres sacrificaron tres toros en honor de Camulos y se adentraron en los bosques para propiciar a la diosa y a Dagda. Pero el océano seguía tranquilo, sin el peso de la guerra ni de barcos de transporte de tropas. Caradoc empezaba a recriminarse por haberse preocupado en exceso, cuando un amanecer un hombre libre fue a verle y se acuclilló frente a él en su casa. Los niños aún dormían, pero Eurgain estaba levantada, sentada entre almohadas, soñolienta pero alerta. Caradoc echó leña al fuego antes de atreverse a ordenar al hombre que hablara. Después se acuclilló junto a él.

—La noticia —le urgió, y el hombre libre sonrió.

—La noticia es buena —respondió. Detrás de él, Caradoc sintió suspirar a Eurgain—. Durante la noche llegaron barcos, pero no trajeron soldados. Los comerciantes están regresando.

Caradoc sintió que un peso enorme le abandonaba y de pronto, tuvo mucha hambre. A su lado, el fuego crepitaba con vida nueva y en la otra habitación, oyó toser y darse la vuelta a Llyn.

—¿Y? —presionó con suavidad. El hombre se apresuró a continuar.

—Los comerciantes dicen que los generales no pudieron disuadir al emperador, pero las tropas se amotinaron. Se negaron a cruzar el agua. Argumentaban que Albion es una isla mágica llena de monstruos y hechizos terribles y que no zarparían ni por Júpiter el Supremo. Los comerciantes cuentan que el emperador estaba furioso. Le salía espuma por la boca y corría profiriendo maldiciones. Ordenó que una docena de legionarios fueran crucificados allí mismo en la playa, pero no sirvió de nada. Al final, los generales lograron que diera la vuelta y va de regreso a Roma. Algunos piensan que de todos modos, tal vez decida reclamar Albion.

Caradoc empezó a reír. Echó la cabeza hacia atrás, perdió el equilibrio, cayó de espaldas sobre las pieles y siguió riendo. Llyn se despertó y se acercó soñoliento para ver qué había pasado. Eurgain observaba a su esposo con una sonrisa complacida, el sonido gutural y alegre la colmaba de alivio. Había estado tan seco últimamente, con un dejo mordaz en sus palabras y un rigor en sus decisiones, que había comenzado a alarmarla. Caradoc se puso de pie, todavía sacudiéndose.

—¡Monstruos y hechizos! —articuló—. ¡Por supuesto, y peor! ¡Espadas, lanzas y gigantes! Oh, Eurgain, ¿has oído? ¡Bueno, que reclame Albion, ese pobre tonto! —Levantó al hombre libre de un tirón y lo abrazó—. Ve a ver a Togodumno y dale la noticia —lo instruyó— Ahora, date prisa y vistete, Eurgain. ¡Esta mañana cazaremos un jabalí y mañana cazaremos a los coritanos!