CAPITULO 23

Viajaron durante tres noches más y dejaron atrás los bosques seguros y densos. Los dos catuvelaunos odiaban el territorio abierto que atravesaban como polillas sin alas, expuestos a los vientos intensos y calientes que soplaban sobre la hierba alta y la ondulaban como olas marinas; cuando acampaban bajo los grupos de árboles enanos que se resguardaban en los valles, siempre eran renuentes a partir. Noche tras noche, la luna pálida, gorda y crecida pendía sobre un horizonte vasto y despejado y observaba complacida su avance lento sobre las colinas. El brigante los apremiaba a continuar.

«Apresuraos —decía—, llegaremos demasiado tarde», pero no necesitaban sus gemidos ansiosos para estimularse. Eran conscientes, con cada paso que daban, de que su destino les esperaba más adelante. Si se retrasaban, éste abandonaría con desdén el punto de encuentro y sólo hallarían los jirones impotentes de su paso caprichoso. Se sentían agobiados por el paisaje, por los largos días de tensión, por el silencio vacío apenas llenado por el grito agudo de los halcones. Sataida, la Diosa de la Desgracia de Brigantia, parecía impregnar el suelo bajo sus pies y Caradoc empezó a considerar los kilómetros a sus espaldas como piedras enormes, melladas y crueles que su esposa intentaba salvar para alcanzarle, llamándole con la lengua reseca.

Una o dos veces, se tendieron boca abajo en la hierba cuando una patrulla de caballería pasó galopando, pero no fueron descubiertos y, por fin, a medianoche del cuarto día desde que habían dejado los bosques, alcanzaron la cumbre de un saliente largo y algo ascendente y vieron luces debajo.

El jefe señaló:

—Venutio debería estar allí.

—Pero eso es una aldea! —objetó Caradoc—. Venutio tendría que estar en un campamento.

El hombre chasqueó la lengua con impaciencia.

—¿Por qué? Cuando Brigantia está salpicada de aldeas, ¿por qué habría de levantar un campamento? Os digo que está allí. Bajaremos.

Un sexto sentido susurró una advertencia a Caradoc. Un recuerdo viejo y olvidado se avivó en su interior cuando contempló la pacífica aldea. ¿Ese bulto en el centro era un terraplén? Los brigantes no erigían muros de tierra. Pero el hombre había iniciado el descenso con Caelte detrás y Caradoc les siguió con la mente confundida y los pies lentos. Estaba mal, todo mal, lo había estado desde que el maldito hombre había surgido de entre la maleza. Debía haber confiado en su juicio, pero era demasiado tarde.

«Y la verdad —pensó—, estoy demasiado cansado para que me importe.»

Aunque era tarde, la aldea bullía con alegría. Los comerciantes se paseaban de un lado a otro con antorchas en las manos, los hombres libres, sentados frente a sus puertas de pieles, apostaban o contaban historias y aquí y allá, un soldado se movía, ocupado en algún asunto personal. Nadie reparó en los viajeros cuando cruzaron las puertas abiertas en la pequeña pared de defensa y ningún guardia los detuvo. Comenzaron a subir el sendero parejo y bien asentado que rodeaba la aldea y se extendía formando lentas espirales. A derecha e izquierda se elevaban las chozas, bien distribuidas, limpias, emplazadas en un orden casi militar. Mientras recorrían la curva hacia el tercer círculo, Caradoc sintió un viento cargado con el aroma penetrante y rico del mar y se detuvo en seco.

—No podemos haber viajado hacia el norte —musitó—. El océano ha de estar muy cerca y las costas de Brigantia se encuentran al este. —Dio un paso, agarró al jefe por la pechera de la túnica y lo sacudió—. ¡Cerré el ojo de mi mente y confié mi seguridad a ti, canalla! —exclamó—. Ahora, dime dónde estamos o te cortaré por la mitad. —Los ojos del hombre fueron de un lado a otro como los de una rata acorralada y los dientes le castañetearon por las sacudidas.

—¡Me jurasteis protección! —gimió, y de repente, Caradoc le soltó. El jefe se estiró la túnica, se pasó una mano por el cuello y le miró con una expresión de reproche—. Os he guiado bien —manifestó con desprecio— y Venutio está aquí, como os dije. Sí, nos desviamos al este y casi fue demasiado tarde, ya que la aldea de la señora se halla cerca, a medio día de viaje al sudeste y mañana Venutio habría estado con ella. No desperdiciéis tiempo en tonterías y seguidme.

Caradoc y Caelte se miraron. Guiados por ese hombre, no se habían fijado en el camino que habían tomado. Estaban perdidos y lo sabían. Si le mataban y abandonaban la aldea, tal vez nunca encontraran a Venutio. Estaban atrapados.

Caradoc se volvió con cólera.

—Adelante, entonces —gruñó. El áspero y fresco viento marino todavía le azotaba con la duda mientras seguían caminando.

En el centro del primer círculo, en lo alto de la aldea, llegaron por fin a una casa cercada por una alta pared de piedra. Allí, las puertas abiertas en la pared estaban custodiadas por un jefe alto, armado y de semblante sombrío. La lanza descansaba en su mano, el escudo colgaba de un hombro y la espada pendía del cinto. Detrás de él, en la oscuridad del patio, otros jefes se congregaban en silencio, una escolta, y antes de que los tres hombres hubieran cubierto el último trecho, el guardia había pronunciado una palabra rápida y todos se acercaron a cubrir las puertas.

—Esperad aquí —precisó el guía. Los dejó y se adelantó para hablar con los jefes.

Caelte se acercó más a Caradoc.

—Ahora es el momento de huir —siseó—. Esto me huele a traición, señor, y lamento haber desviado vuestro juicio. Venutio no está aquí. Jamás se acuartelaría en un sitio como éste. El hedor a Roma es abrumador.

Caradoc pasó un brazo por el hombro de su amigo.

—Todas mis decisiones han sido erróneas desde que cedí mi autoridad al Consejo y así enfurecí a Camulos y a Dagda —respondió con cansancio—. Lo siento, Caelte. Me temo que tienes razón, pero es demasiado tarde para seguir escapando.

El hombre los estaba llamando y los jefes habían retrocedido con sus ojos negros llenos de una excitación apenas disimulada. Caradoc y Caelte caminaron despacio a través del grupo de hombres y cruzaron las puertas que se cerraron tras ellos con una premura descortés. El guía los hizo esperar de nuevo y se apresuró dentro de la sombra. Caradoc contempló a su alrededor. Las antorchas que colgaban en la pared arrojaban una luz roja y bailarina sobre las baldosas, y revelaban a intervalos una casa grande y de madera construida al estilo romano, con cuatro habitaciones que daban a una terraza elevada y cubierta. Una de las puertas estaba abierta y la luz de velas formaba una lengua amarilla y larga que calentaba suavemente la penumbra. La sensación de traición era claustrofóbica, una presión sofocante de engaño que colmaba el patio vacío y convertía la sangre de los catuvelaunos en agua. Caradoc se volvió para mirar las puertas cerradas y a los jefes apiñados detrás de ellas. Luego estudió las paredes, altas, lisas, demasiado altas para poder saltarlas, demasiado lisas para poder trepar por ellas. Observó la puerta abierta por la que el hombre regresaba sonriendo en ese momento.

«¡Idiota! ¡Idiota! —le gritó su mente—. ¡Atrapado como un niño no iniciado!» Su mano voló al huevo mágico y lo aferró con firmeza, pero ninguna emanación apaciguadora de hechizos de druidas entibió sus dedos y sólo pudo seguir al brigante, que los condujo a la puerta más lejana, la abrió y les indicó que entraran.

Cuando le rozó al pasar, Caelte advirtió una bolsa nueva y abultada que colgaba de su cinto de cuero, pero no había tiempo para preguntas.

El hombre sonrió con presunción.

—Un viaje seguro, arvirago —dijo con sarcasmo.

La puerta se cerró de golpe y se quedaron solos. Examinaron el entorno con desconsuelo. Un fuego pequeño crepitaba en el hogar embutido en la pared. Había pieles de ovejas blancas diseminadas, las paredes estaban enyesadas con esmero y pintadas de amarillo y púrpura y había tres sillas de mimbre dispuestas al azar. Había tres nichos en una pared. Uno albergaba la efigie de una diosa. «La Altísima de Brigantia», supuso Caradoc por la tallada profusión de cabello despeinado y los ojos entornados y ávidos, pero no conocía a las otras dos. Se volvió hacia Caelte, pero antes de que pudiera hablar, la puerta se abrió de nuevo y la diosa misma se deslizó y se plantó frente a él, flanqueada por cuatro jefes armados.

Caradoc notó que Caelte se movía para ponerse a su izquierda. Vio que un jefe brigante cerraba la puerta con suavidad y que los demás se alineaban delante, pero el rostro de la mujer absorbía toda realidad de la habitación sofocante y extraña y generaba un remolino de imágenes cambiantes, una fantasía de sombras ardientes.

El cabello negro, salpicado de largos zarcillos grises, todavía caía en una cascada casi sensual a lo largo de la espalda recta y la piel pálida era incluso más blanca de lo que Caradoc recordaba, aunque matizada con un tinte enfermizo que en cierta forma la volvía floja, como si la carne debajo hubiera sido succionada hacia dentro. Una piedra negra misteriosa rodeaba la frente ancha y el cuello largo y también destellaba de modo tétrico en el cinto que ceñía la túnica amplia, suave y roja, y en los brazos desnudos. Pero fueron los ojos los que exigieron toda la voluntad de Caradoc. Eran aún más negros que la noche, pero la vivacidad descarada que él había recordado a lo largo de años con un arrebato de añoranza morbosa, la arrogancia vehemente que le había desafiado, se había intensificado para transformarse en la enfermedad supurante del egoísmo tortuoso. Caradoc la miraba con concentración; sentía el apetito insaciable de un profundo odio personal fluir hacia él desde los párpados hinchados y plegados en los extremos formando bolsas de carne avejentada, pero era indiferente a todo excepto el estallido atronador de las oleadas de recuerdos y antiguos deseos que le bañaban por dentro. Aricia. Luego, con un raro cambio de perspectiva que sintió casi hasta los huesos, la habitación y las personas en él recuperaron la solidez y ella cambió también. Las brumas de aquella obsesión infantil se disiparon y se encontró mirando un cuerpo que otrora le había fascinado, que había cobijado a una niña compleja y tempestuosa dejada atrás en la ilusión del pasado, y el caparazón tan bien recordado albergaba a una desconocida. La bruja de sus placeres juveniles llamó una vez, un eco débil y agonizante. Caradoc respiró hondo, liberado, y murmuró:

—Aricia.

—Caradoc. —Sonrió, una mueca diminuta de dolor y desconcierto, y luego se le acercó, todavía con ese balanceo natural y tentador—. De no ser por el mentón hendido y tu forma de sostener la cabeza, jamás te habría reconocido. Dejé un cachorro catuvelauno impulsivo y temerario, y ahora me encuentro con un rey lobo. —Se aproximó aún más y su mano tembló cuando le tocó el brazo con suavidad—. De verdad, pareces un lobo, ¿sabes? Flaco y gris, arrugado y muerto de hambre, consumido por causas perdidas. En cierta forma, me duele verte así. He pensado bastante en ti durante estos años, pero parece que mis recuerdos me engañaron.

Caradoc no pudo devolverle la sonrisa y le tomó los dedos con tristeza.

—Los míos también, Aricia. No creía haber cambiado tanto por dentro hasta que te vi entrar en la habitación. A mi también me duele tener que enterrar al fin mi infancia.

—Yo enterré la mía hace mucho tiempo —confesó ella con amargura en la voz—. El día que dejé Camalodúnum. Eres afortunado por haberte aferrado a la tuya tanto tiempo. Te odié, Caradoc, ¿lo sabias? Te odié durante años. Pero ahora... —Se encogió de hombros—. Ahora no tengo motivo para odiar a hombre alguno. El amor y el odio pertenecen a la juventud ignorante y a los grandes sueños, y yo he superado ambas cosas.

—Entonces debes de haber hallado la paz verdadera —aventuró él, preguntándose si ella sabría que estaba mintiendo.

Aricia le fuiminó con una mirada airada y sombría y se alejó un poco.

—Estoy satisfecha, y es más de lo que tú puedes decir. He seguido tu camino de perdición durante años, Caradoc, desde que abandonaste a Gladys en Camalodúnum. Te he compadecido.

—¿Por qué? —Seguía de pie, tranquilo, pero ella había empezado a agitarse y se tiraba de los dedos delgados.

De pronto se apartó y comenzó a pasearse con nerviosismo junto al fuego.

—Porque los tiempos han cambiado y te han dejado atrás —replicó rápidamente con tono agudo—. A ti y a esos salvajes engañados en el oeste. El cambio es necesario, Caradoc. Los hombres deben cambiar o se marchitan y mueren. La época de las tribus ha terminado. Honor es también una palabra romana y no significa derramamiento de sangre. —Se detuvo de improviso y le gritó—: ¡Oh, Caradoc! ¿Por qué no lo aceptas, simplemente lo aceptas, y vives en paz?

—¿Así es como justificas tu posición? —replicó mientras sentía que la ira crecía en su interior—. ¿Qué ha ocurrido contigo, Aricia?

El rostro de ella se convirtió en una máscara rígida y las iras irracionales que siempre bullían bajo la superficie de su control estallaron.

—¿Te atreves a quedarte ahí de pie con tus andrajos hediondos y a preguntar qué me ha ocurrido? ¿A mí? ¿Y qué me dices de ti? Toda la sangre en el oeste no ha aplacado los viejos sueños de conquista en tu interior. Igual que tu padre y que el loco de Togodumno quieres luchar contra el mundo. ¡Has usado sin escrúpulo a los pobres y simples jefes del oeste, te has alimentado de la carne tierna de sus ovejas y ellos han muerto porque te niegas a admitir que estás equivocado! —Casi corrió hacia él y le extendió sus manos trémulas frente al rostro—. ¡Eres sólo un hombre, sólo un hombre, tienes defectos, fracasas y escondes secretos vergonzosos como todo el mundo! ¿Qué derecho tienes a destruir a un pueblo? —Caradoc la tomó de las muñecas y sintió los latidos del torrente angustiado de la autodestrucción palpitar a través del cuerpo tenso.

—No puedo darte lo que deseas de mí —repuso—. ¿Quieres que diga que soy egoísta, cruel e inflexible? Sé que soy esas cosas. ¿Ofreciste dinero por mi captura con el fin de oírme decir que fui injusto contigo hace muchos años y que lo admito? Lo admito, Aricia, te traté de una manera despreciable, pero no arrojes el origen de tu tormento a mi puerta. Busca otro lugar. —Ella se liberó y él vio en sus ojos la intención de pegarle—. Ni tampoco diré que he vestido la capa de arvirago sin dignidad ni guiado a las tribus tras mis objetivos personales. Pero tú no puedes negar este cargo: has arruinado a tu pueblo y a tu esposo sin ningún motivo.

—Deja a Venutio fuera de esto —contestó. Se acercó al fuego. Su túnica roja describió remolinos y la cabellera se meció—. No entiendes, Caradoc. Eres un hombre ignorante. —Le dio la espalda, apoyó un brazo fláccido en la repisa del hogar y contempló las brasas fulgurantes.

De repente, en el intervalo de silencio, Caradoc se sintió extenuado. Tenía los ojos irritados y las piernas doloridas de fatiga. Quería sentarse, pero ella le miró de súbito y sonrió, y entonces la vio de nuevo: su pareja excéntrica y ansiosa en las necesidades apremiantes de la juventud.

—Ah, Caradoc —añadió—. Es mejor que ya no te parezcas al hijo apuesto de Cunobelin o podría verme tentada a retenerte aquí conmigo. Dime, ¿Eurgain está bien?

—No lo sé.

Las cejas negras se enarcaron.

—¿Y tus hijos?

—No lo sé.

—¿Dónde está Cinnamo, Mano de Hierro?

—Muerto.

Los labios de Aricia se abrieron con mofa.

—¡Por Brigantia!, qué insensible te has vuelto. Los druidas te escogieron bien, ¿eh? Creo que ya ni yo me apiado de ti. —Se llevó las manos a las sienes y las frotó brevemente. Luego sacudió la cabeza con frialdad en la dirección de sus jefes—. Domnail, busca al centurión. —Cuando el hombre se hubo ido y cerrado la puerta, caminó hasta Caradoc—. El derramamiento de sangre acaba aquí, arvirago. Vercingetórix fue a Roma encadenado y tú harás el mismo camino. Así tal vez haya paz. Podría haberte cortado la cabeza, ¿sabes?, y habérsela enviado a Scapula, pero decidí que sería mejor mandar un hombre vivo para que dé vueltas al foro. A los hombres de las tribus no les gustará ser humillados por un arvirago que se ha convertido en un esclavo.

—No es demasiado tarde para reencontrarte contigo misma, Aricia —murmuró él—. Si Brigantia se uniera a los jefes del oeste, entonces los romanos no podrían resistir.

El estupor arrancó una risa aguda y ahogada de los labios de Aricia; se alejó del fuego para acercarse a él. Le tocó el rostro, el cuello y el cabello con dedos llenos de anillos negros cuyas caricias desmentían las palabras.

—¡Pobre lobo viejo y sarnoso! ¿Qué antiguas canciones de victoria resuenan todavía en esa confundida cabeza tuya? Necesito el dinero que me darán por ti para pagar los servicios del arquitecto romano que he contratado. Verás, Caradoc, para mí ya no vales más que el precio de mi comodidad. —Sus manos presionaron los hombros y antes de que él pudiera retroceder, le había besado con ligereza en la boca—. De un niño a otro —susurró. Se desplomó en una silla y se cruzó de piernas. Le miró con seriedad—. Perdóname, pero, si no te entrego, Scapula pensará que he cambiado mi lealtad y marchará en contra mía, mientras que si lo hago, mi reputación como hija fiel de Roma crecerá muchísimo. ¿Al menos entiendes eso?

—Sí —respondió con paciencia—. Entiendo.

—Oh, qué tonto —musitó—. ¿Por qué te dejaste apresar?

No había nada más que decir y ambos esperaron, en medio de un silencio resignado, a que llegaran los guardias. Caelte se había dejado caer al suelo donde se acuclillaba con la cabeza gacha mientras el fuego seguía chisporroteando con júbilo. Al cabo de un rato, la puerta se abrió y seis legionarios entraron deprisa con las espadas desenvainadas; los petos anchos y los yelmos llenaron la habitación con enérgica eficiencia. El centurión saludó a Aricia y después se volvió con curiosidad al hombre quieto, sucio y casi apacible que sostuvo su mirada con un desdén resuelto.

—¿Éste es el arvirago?

—Sí.

—¿Estáis segura, Cartimandua?

—Por supuesto. —Respiraba con rapidez—. Le conozco bien.

La desilusión embargó al oficial. Era un jefe de aspecto tan común... ¿Dónde estaba el bárbaro noble y astuto de su imaginación? Pero luego estudió el rostro una vez más, y lo supo.

—Optio —ordenó—. Las cadenas.

Caradoc apenas se movió mientras las pesadas cadenas de hierro envolvían sus muñecas. Miró a Aricia cuando el soldado se arrodilló para asegurarlas alrededor de sus tobillos. Ella balanceaba un pie y mantenía la vista clavada en el suelo. De pronto, gritó:

—¡Mirame, Aricia! ¿O eres demasiado cobarde? ¡Tú también las llevas, aunque no puedas verlas!

No obtuvo respuesta y cuando el optio levantó a Caelte y le encadenó también, Caradoc luchó contra el pánico. El hombre regresó y le quitó el cinto con la espada; ya no era un hombre libre.

—Fuera —dijo el oficial de modo lacónico y los soldados se cerraron.

Sin pensarlo, Caradoc dio un paso. Las cadenas le frenaron y se tambaleó. Entonces Aricia se incorporó y rió: una carcajada de regocijo, frenética e incontrolable. Habló cuando él pasó a su lado arrastrando los pies.

—Una cosa más, Caradoc. Tu familia está bien. Scapula los tiene, en Camalodúnum.

Él se volvió despacio y vio en sus ojos oscuros el deseo de desgarrarlo, pero se negó a doblegarse bajo el peso de la humillación que ya comenzaba a oprimirle.

—Mientes.

—Esta vez, no.

—Perra.

—Un viaje seguro, un viaje en paz —se mofó, y Caradoc salió al suave cielo nocturno. El viento tibio le golpeó el rostro y la puerta se cerró a sus espaldas.

Aricia se desplomó en la silla y cerró los ojos. «Por Brigantia, estoy cansada —pensó—. Muy cansada, cansada hasta los huesos, y mañana Venutio estará aquí con sus miradas asustadas y suplicantes y sus manos grandes y torpes. Tus manos nunca fueron torpes, Caradoc, y suplicabas con honor, como un señor. ¡Qué momentos compartimos, tú y yo, cuando nuestra sangre fluía apasionadamente y la lluvia nos cantaba en la noche!» Introdujo una mano en la túnica y extrajo un pequeño broche de madera; sus dedos delinearon con aire ausente las serpientes retorcidas, lisas y tibias al tacto. «He vivido para este momento todos los largos años de mi exilio —se dijo—. Entonces, ¿por qué no es dulce? ¿Por qué este dolor, este sufrimiento horrible?»

Su mano encerró el broche y lo apretó con fuerza. La desolación la invadió.

«Ya nada me satisface —pensó con angustia—. Cada triunfo es devastador y ésta, mi gran victoria, ya se me escurre entre los dedos. No puedo retenerla.»

Sintió las lágrimas que ardían detrás de sus párpados cerrados y abrió los ojos. Las paredes circundantes se diluyeron y el fuego se expandió en un lago multicolor, pero cuando parpadeó, las lágrimas fluyeron con mayor rapidez.

—Ah, Sataida, Señora de la Desgracia, déjame en paz —susurró con vehemencia—. ¡No podía hacer otra cosa!

Pasó la noche en la silla de mimbre, bebiendo un poco y alimentando el fuego en las horas previas a la madrugada cuando los sirvientes dormían. Se lo imaginaba balanceándose bruscamente en el carro hacia Lindum, encadenado bajo las estrellas. Perra, la había llamado, con el rostro arrebatado y torcido en una mueca fugaz de amargura. Se deleitó con el epíteto y lo repitió con lentitud. Perra. Bueno, lo era. No podía decir que Caradoc fuera un mentiroso. Todos los hombres que había conocido eran perros lascivos que olisqueaban a su alrededor... Caradoc, Togodumno, Venutio, incluso Cunobelin, a su manera, todos ellos y el resto... ¡Tantas lenguas colgantes durante años, tantas bocas jadeantes! Pero al observar el movimiento de las sombras nocturnas en la lisa pared amarilla y sentir la luz del fuego en sus mejillas, supo que Caradoc no había querido decir eso. «Será mejor —pensó con un respingo— no reflexionar sobre el significado verdadero de su insulto.» El honor en tiempo de guerra era un lujo; en tiempo de paz, una salvaguardia. Nada más. Debía habérselo dicho cuando le dijo que los hombres debían cambiar o morir.

Se sumió en la reflexión y exploró los limites de su propio cambio. Por primera vez, se dio cuenta de que no había sido lo bastante profundo. La joven reina de Brigantia, arrancada de las entrañas de Camalodúnum, todavía se agazapaba encogida en los rincones más apartados de la mente y la memoria, privada de honor, dependiente del frágil respaldo de un padre muerto y llorando, llena de traición y odio, por sus raíces catuvelaunas. Años atrás, se había distanciado de esa muchacha, pero no lo suficiente. «Pobre criatura solitaria —pensó y vació el jarro de vino—. Pensé que te había matado hacia mucho tiempo.»

Venutio llegó con el amanecer. Aricia debía de haber estado dormitando, porque despertó con sobresalto al oir la voz profunda que se elevaba indignada en el porche.

—¡Fuera de mi camino, mocoso bastardo! ¡Déjame pasar o te asaré como a un cochinillo!

Aricia oyó un forcejeo y se puso de pie con rigidez. Tenía la lengua seca y la cabeza atontada por el vino. Un aullido, una maldición y la puerta se abrió. Venutio se abalanzó hacia ella y cerró la puerta de una patada. Se detuvo a unos centímetros de su esposa y arrojó la espada al suelo.

—¡Dime que no es cierto! —gritó—. ¡Dímelo antes de que te estrangule con tu propio cabello! ¿Vendiste al arvirago a Roma?

Ella le hizo frente con calma, impasible ante la ira que había presenciado tantas veces antes y confiada en que, al final, se convertiría en una disculpa servil y patética.

—Sí, lo hice.

—¡Aaah! —Venutio se quedó inmóvil, con los puños apretados. Las largas piernas le temblaban y el cabello rojo caía sobre un hombro—. No lo creí. ¡No quise creerlo! Eres una... —No le salían las palabras.

—¿Perra? —concluyó ella con suavidad—. Caradoc me dijo lo mismo. Y estoy de acuerdo del todo con él.

—¿Por qué? ¿Por qué? Cualquier otra indignidad, Aricia, cualquier otra bajeza. ¡Te he tolerado todo, pero, oh, no esto! ¡Un hombre de tantos padecimientos, tanto honor!

Otra vez esa palabra perniciosa y sin sentido. Se encogió de hombros.

—Tuve que hacerlo, Venutio. No podía dejarlo escapar de nuevo. Habría sido el fin de Brigantia.

—¡Brigantia no te importa nada! ¡Nunca te ha importado! ¡Caradoc va camino a la muerte para que al fin tú puedas calentar tus manos en las llamas de la venganza!

—Piensa lo que quieras. Lo hice, y lo haría de nuevo. Y ahora, vete. No he dormido y estoy cansada. Vuelve más tarde a comer conmigo... si estás de mejor humor.

Venutio no reaccionó, como solía hacer, a la débil insinuación de placer futuro. De pronto, se tambaleó a medias, casi brincó sobre ella. La tomó de los hombros y empezó a sacudirla con frenesí; la cabeza de Aricia crujía de un lado a otro y no podía tomar aire para gritar. Su collar se rompió y las piedras de azabache cayeron sobre ellos, se enredaron en el cabello de él y tintinearon en el suelo. Entonces, comenzó a abofetearla. El primer golpe la envió hacia atrás en la silla, con la boca abierta y los chillidos agolpados detrás de la garganta mientras él seguía pegándole y la locura titilaba en sus ojos.

—Me vas a matar, me vas a matar. ¡Basta, Venutio! —gritó.

Por fin, cuando ella sintió que la piel de la mejilla y la sien se le abrían y él vio la sangre aparecer en su mano, Venutio se enderezó respirando áspera y ruidosamente. Aricia cayó al suelo; lloraba y se cogía el rostro con ambas manos, las piedras de azabache duras y porosas se clavaban en sus rodillas.

Él también lloraba; las lágrimas corrían por su cara.

—¡Ni siquiera así puedo acabar contigo! —sollozó—. ¡Aricia, Aricia! —Se inclinó y la agarró del cabello. La levantó y la arrastró hacia la puerta.

La abrió y la empujó afuera, al sol brillante y al viento cálido.

La escolta de la reina cruzó el patio corriendo, con las espadas desenfundadas, pero se encontraron separados de ella por miembros de su propio clan, la banda guerrera de Venutio, que se plantó con decisión y les obstruyó el paso. Los hombres se miraron en silencio. Venutio llevó a Aricia al centro del patio cercado de piedra y la soltó. Todavía llorando, empezó a quitarse las joyas; el azabache negro de los brazos, la garganta, la cintura, y el broche de la capa en el hombro; y dejó caer las centelleantes piezas al suelo. Con un movimiento ágil, se sacó por la cabeza la túnica bordada con azabache y ésta se deslizó con suavidad sobre los pies de Aricia.

—Repudio a Brigantia —mascuiló con voz ronca. Tomó un cuchillo pequeño de su cinto de cuero y lo atravesó con rapidez por su pecho. La sangre saltó para unirse a la hoja desde la clavícula izquierda a la cintura.., aceitosa, húmeda y brillante bajo el sol. Y entonces, Venutio apretó la palma contra la herida, se adelantó y la frotó en el rostro de Aricia—. ¡Mi sangre! —exclamó con desprecio. Se agachó y aflojó un terrón del suelo con el cuchillo, lo partió con sus dedos fuertes y después lo aplastó contra la mejilla de su esposa—. ¡La sangre de Albion! Nos has matado a ambos. Que sea yo maldecido si alguna vez vuelvo a ti por amor.

Aricia se mantenía frente a él con la cabeza gacha y alzó las manos trémulas para ocultar su humillación. Venutio giró sobre los talones y cruzó las puertas; la sangre manchaba la tierra a sus pies. Aricia se desplomó sobre la túnica caída y todavía tibia. No emitía ningún sonido, pero los hombres que la observaban veían los estremecimientos que convulsionaban sus miembros. Uno por uno, los hombres de Venutio enfundaron sus espadas y le siguieron hasta que sólo quedaron el bardo y el escudero de Aricia, acuclillados y cohibidos en el suelo, con temor a tocarla.

El sol salió y alcanzó su cenit. Los gorriones, envalentonados por el silencio del patio, bajaban aleteando a escarbar y reñir allí donde la sangre de Venutio había adoptado el color de la tierra misma.

Caradoc fue llevado al fuerte de la Novena en Lindum, dentro del territorio coritano: él y Caelte, encadenados a una carreta tirada por bueyes y rodeados por dos centurias de soldados. Su captura había sido tan rápida y secreta que nadie estaba enterado salvo un puñado de brigantes y los soldados, de modo que la campiña verde se extendía vacía y tranquila a medida que pasaban. Era obvio que el centurión estaba nervioso. Caradoc le observaba pasearse de un lado a otro de las ceñidas filas de sus hombres. Los estimulaba con un dejo de temor en su voz estridente y sus ojos se desviaban a menudo a las colinas arboladas que descendían al encuentro del camino. Pero Madoc no se agazapaba con sus jefes sobre las hondonadas y Emrys no aguardaba para liberarlos de sus cadenas. Un día y medio después, la masa gris y holgadamente resistente del fuerte se dejó ver ante ellos. El centurión se secó la frente y suspiró con alivio, pero cuando las grandes puertas se cerraron tras ellos, los prisioneros, excoriados y doloridos, supieron que todas las débiles esperanzas de rescate eran vanas y que sus días de libertad habían terminado.

El prefecto salió a recibirlos y la mitad de los soldados soñolientos abandonaron sus catres tibios para cercar el carro, ansiosos por echar una ojeada a un hombre legendario. Pero Caradoc no los satisfizo. No gruñó ni agitó las cadenas como un oso cautivo. No se puso en pie ni les soltó una lluvia de insultos en una lengua extraña. Ni siquiera llevaba una cabeza reducida colgando del cinto, y muchos regresaron a la cama con fastidio. Caradoc bajó de la carreta con calma. Balanceó ambas piernas a la vez para evitar que las cadenas le hicieran tropezar y caer frente a sus carceleros y siguió al centurión y al prefecto al interior de su celda, con Caelte detrás.

El cuarto era pequeño y estaba vacío. No tenía catre ni mesa ni ventana y la humedad se elevaba del suelo duro. Les quitaron las cadenas, pero sólo para desvestirlos y registrarlos. Caradoc, de pie, desnudo y temblando bajo el ojo cínico y frío del prefecto, vio cómo le arrancaban el huevo mágico del cuello y abrían la bolsa de su cinto. El soldado alzó el huevo con cuidado y el prefecto enarcó las cejas.

—¿Qué es?

—No lo sé, señor. Parece un trozo de cartílago de las tripas de alguna pobre bestia. —Lo golpeó, lo lanzó al aire y lo agarró—. ¡Qué salvajes son!

El prefecto alargó una mano para tomar el huevo. Lo hizo girar, lo olisqueó y luego se lo arrojó a Caradoc con desdén.

—¡Toma, caníbal, atrápalo!

Los dedos de Caradoc lo capturaron y lo sostuvieron con firmeza y amor. Su mano lo protegía con reverencia de aquella blasfemia ignorante y su rostro ardía de verguenza por esos hombres groseros.

La torques le fue arrancada del cuello, al igual que la de Caelte, pero esta vez, el prefecto las cogió con respeto y deslizó los dedos por las curvas delicadas.

—Estas cosas están hermosamente hechas —comentó—. ¡Qué raros que sois, vosotros los bárbaros! Me quedaré con la de bronce, pero supongo que el gobernador querrá la de oro.

Les arrojaron la ropa al suelo con la orden lacónica de vestirse, pero permanecieron de pie callados, incapaces de moverse. La desnudez de sus cuellos los hacía conscientes por fin de la verdadera dimensión de su desesperanza. En respuesta a otra palabra enérgica, se agacharon despacio, recogieron los calzones y las túnicas y se los pusieron. Pero Caradoc sabía que las ropas ya no cubrirían los huesos desnudos y gastados de su alma y el estigma de su esclavitud llameó como un faro de cólera en la noche, invisible para Roma, pero una conflagración inmensa a los ojos de cada tribu. Las cadenas les fueron puestas de nuevo y el centurión se volvió hacia su superior.

—¿Quién obtendrá la recompensa, señor? ¿Mi destacamento?

El prefecto emitió una risita.

—¡Ni mucho menos! Cartimandua se quedará con ella, desde luego, como se queda con todo. El gobernador es incapaz de negarle algo. Es muy fácil comprar su lealtad, pero todos respiraremos más tranquilos cuando muera y podamos poner un pretor en Brigantia. Esa mujer es una bruja. Vendería a sus propios hijos, si los tuviera, a cualquiera que le diera oro. —A medida que hablaba, se encaminaba a la puerta y, con las últimas palabras, ésta se cerró tras él y los prisioneros quedaron a oscuras.

Caradoc se inclinó y tanteó el suelo hasta que sus dedos tocaron la bolsa. La levantó, besó el huevo con suavidad y lo envolvió. Luego se desplomó junto a Caelte y cerró los ojos. «Más sabiduría que cualquier otro hombre... ¿Qué he hecho para perder la protección de los dioses?» Pero lo sabía. No había confiado en su juicio, simplemente eso. Que fuera lo que debía ser. Se apoyó contra Caelte y durmieron, cada uno con un brazo en los hombros del otro.

Scapula hizo una seña y los guardias saludaron y se marcharon. Entonces se puso de pie detrás de su escritorio y dio la vuelta, se apoyó contra él y se cruzó de brazos. Su vista se paseó con lentitud por el pequeño grupo que tenía ante sí y ellos enfrentaron su mirada con descortesía: las niñas con una fascinación franca y manifiesta, el muchacho con hostilidad y la mujer con ojos firmes y valientes. Era de estatura media, demasiado delgada, como todas las mujeres del oeste, y los hombres también. El cabello rubio oscuro y tupido se entrelazaba con flojedad en trenzas que llegaban hasta las rodillas, tapadas por calzones verdes y mechones sueltos y frondosos se rizaban en la frente ancha y alrededor de las mejillas morenas. Mantenía la boca cerrada con fuerza, una boca cordial y bien definida, y los ojos, llenos de finas arrugas de risa, eran azul oscuro y serenos. «Una mujer intrigante», pensó. Apenas miró al druida, que esperaba con paciencia. El cabello rubio salpicado de gris caía sobre sus hombros y llevaba las manos ocultas en las mangas profundas de su sucia túnica blanca. Era una nulidad, un pez pequeño atrapado por accidente cuando la red se tensó alrededor de los gigantes. Scapula descruzó los brazos y se enganchó los pulgares en el cinto. Había comido bien esa mañana, estaba digiriendo la comida sin dolor y la lectura de los augurios nunca había sido mejor.

—Bien —anunció con vivacidad—. No perderemos tiempo con presentaciones. Sé quiénes sois. Tengo algunas preguntas que deseo haceros y si sois inteligentes responderéis al instante.

Había manchas de sangre en la túnica de la mujer. No las había notado antes y la escudriñó de nuevo. Una fugaz oleada de aversión le dio punzadas en el estómago. ¡Animales! Vivían como animales, peleaban como animales pero, alabados fueran los dioses, no se reproducían como animales.

—¿Dónde está vuestro esposo?

Ella esbozó una sonrisa débil.

—No lo sé.

—¡Por supuesto que lo sabéis! ¿Adónde ibais cuando fuisteis capturada, si no a encontraros con él? Ahora, contestad, señora. ¿Dónde está? ¿Fue hacia el norte o hacia el sur, después de cruzar el río? ¡Hummm!

—No le digas nada, madre —dijo Liyn—. Si es tan listo, que lo averigue él.

Scapula volvió la cabeza con brusquedad y los ojos marrones oscuros y perspicaces de Llyn le sonrieron con descaro. Un sentimiento de perplejidad embargó al romano, como solía ocurrirle. Cuánto más se quedaba en esa tierra húmeda y colmada de magia, menos la entendía, a ella y a sus habitantes. En el momento en que tomaba sus decisiones y sus políticas eran claras, una confusión ansiosa se apoderaba de él, como una neblina súbita que se elevara en su mente. Y sabía que podía permanecer allí siempre y seguir siendo tan ignorante como un niño que desenrolla su primer pergamino.

Frente a él había un joven de no más de diecisiete años y, no obstante, una torques resplandecía alrededor de su cuello y su espada estaba mellada y gastada; Scapula se sintió en presencia de un hombre con más experiencia de vida que su subalterno inmediato. Los despreciaba a todos, a los jefes sanguinarios y a las mujeres rústicas y poco apetecibles, personas que ni siquiera prescindían de sus hijos en sus guerras suicidas.

—Si me vuelves a interrumpir —le advirtió—, ordenaré que te saquen y te azoten. Tus malos modales no te servirán de nada.

Miró a Eurgain de nuevo.

—¿Fue a buscar a Venutio? ¿O va camino a la costa?

—Ya os lo dije, no lo sé —insistió—. Irá donde encuentre asilo.

—Ya no hallará asilo en ninguna parte —replicó él con irritación—, excepto en el Oeste o con Venutio, pero he oído decir que Venutio y Cartimandua se han reconciliado de nuevo. ¿Entonces volvió con los otros jefes del oeste?

Esta vez, ella guardó silencio. Bajó la vista al suelo y Scapula escrutó con impaciencia el rostro imperturbable y controlado.

—Señora, en realidad, no tiene importancia que me lo digáis o no. Muy pronto, él se enterará de que tengo en mi poder a su esposa y a sus hijos y se rendirá.

—¡No lo hará! —gritó Llyn—. ¡Sois un tonto, Scapula! ¡El es más que un hombre, es arvirago, y nos dejará morir a todos y continuará peleando!

Scapula hizo una señal a sus centuriones. Se movieron para coger a Llyn, pero el muchacho se volvió y abandonó la habitación delante de ellos.

Cuando la puerta se cerró, Scapula regresó detrás del escritorio, se sentó y se reclinó.

—Si no tiene importancia que os lo diga o no —aventuró Eurgain con suavidad—, ¿entonces por qué insistís en preguntarme? Llyn dice la verdad. Caradoc no vendrá corriendo a vos como un perro adiestrado sólo porque me tenéis prisionera. No soy una mujer indefensa —prosiguió, y su voz por fin se alzó con enfado—. Sé muy bien que me enfrento a la muerte, tal vez a la muerte y a la tortura. Llyn lo sabe y las niñas también. Pero las niñas ignoran de verdad dónde está Caradoc y Llyn y yo no lo diremos.

—Valientes palabras —acotó él—. Y probablemente ciertas. Así que os diré dónde está vuestro esposo.

Los ojos de ella volaron a los de él y Scapula no desvió la vista. Mientras continuaba, observó con atención en busca de alguna señal delatora.

—Se ha refugiado con Venutio en Brigantia y allí lo buscaré.

Era una conjetura que pretendía tomarla desprevenida para poder averiguar la verdad a través de su reacción, pero los ojos de Eurgain no vacilaron ni cambiaron de expresión y Scapula recordó a todos los druidas que había visto morir con los mismos rostros impávidos. Deseó aplastar esa superioridad insondable, sentir los huesos crujir bajo sus nudillos y ver la suave boca contraída en agonía. Mientras el color subía por su cuello, juntó las manos y se inclinó sobre el escritorio.

—Lo atraparé —aseveró con deliberación—, y cuando lo haga, todos vosotros iréis a Roma. Y al cabo de un tiempo, seréis ejecutados. De no haber sido por el demente de vuestro esposo, toda esta nación estaría ahora en paz; los siluros no estarían siendo perseguidos y los ordovicos todavía deambularían contentos y sin preocupaciones por sus preciosas montañas. Sois unos criminales, todos vosotros, ciegos a la responsabilidad y a la moral como el resto de vuestro clan, y vuestro destino será el destino de cualquier ladrón común en la ciudad. —Tragó saliva para sofocar el torrente de furia al pensar en todos los meses de duda y noches sin dormir que había dejado atrás, en todos los buenos hombres perdidos para siempre, en todo el progreso atascado por culpa de un hombre y de esa familia harapienta y altiva. Las dos niñas seguían mirándole con ojos agrandados y aturdidos, como si fueran deficientes mentales.

—Dejadme deciros algo, Scapula —contestó Eurgain—. No me interesa dónde está él. Lo único que me interesa es que está libre y seguirá libre hasta poder reunir otro ejército e iniciar otra campaña. En cuanto a mí, mi vida no cuenta, ni para mí ni para él, si el oeste ha de continuar luchando. Nunca habéis entendido contra qué lucháis. No son cuerpos, romano, son almas, y ése es el motivo por el que Caradoc debe seguir libre y por el que vosotros seréis derrotados.

El gobernador abrió la boca para responder. El color llameaba hasta las raíces de su pelo canoso, pero alguien llamó a la puerta y gritó con irritación:

—¡Adelante!

Su secretario entró, saludó, y extendió un rollo de pergamino.

—Un despacho, señor, de Lindum. —Scapula lo descartó con un gesto de la mano.

—Estoy ocupado, Druso. Ponlo con los demás y lo revisaré después del almuerzo.

—Lo siento, señor, pero es muy urgente. El jinete está fuera esperando vuestra respuesta. —Con un gruñido exasperado, Scapula se lo arrebató. El sol había abandonado la habitación y estaba alto en el centro del cielo, y a pesar de los postigos abiertos, la estancia era sofocante y calurosa. Mientras Scapula rompía los sellos y leía el rollo, Eurgain miró por la ventana.

Todo era tan familiar...; la neblina azulada de la colina boscosa que descendía al encuentro del río; el camino, que había sido pavimentado, dejaba las puertas y serpenteaba a través de espaciosas arboledas de robles y más allá, donde las barcazas y los botes solían mecerse amarrados. Su mente vagó al estuario, un amplio estanque de agua encrespada y atestado de juncos donde las agachadizas y las lavanderas se abrían paso con sus patas delgadas como estacas, y luego la arena y los acantilados blancos y las cuevas donde Gladys se tendía a escuchar el avance del oleaje. La nostalgia voló hacia ella en la brisa perfumada por las flores y se volvió hacia el gobernador con determinación. Scapula estaba de pie y aferraba el rollo rígido con manos trémulas. De pronto, lo arrojó sobre el escritorio.

—¡Por Mitra! —susurró—. ¡No es posible! ¡Al fin, al fin!

Casi corrió de detrás del escritorio y Bran dio un paso presuroso hacia Eurgain. Scapula se detuvo con el rostro muy cerca del de ella. Sus ojos echaban chispas.

—¡Lo tengo! —gritó alborozado. Respiraba con agitación—. ¡Señora, preparaos para despediros de Albion! Fue derecho a la puerta de la casa de Cartimandua, ¿entendéis? Él y su bardo. Y ella no perdió un minuto en entregarlo al prefecto en Lindum. Sus dioses lo han abandonado y mis plegarias han sido escuchadas. ¡Caradoc! ¡En... mis... manos! —Enfatizó las palabras con júbilo mientras golpeaba un puño cerrado en la palma áspera de la otra mano. Luego se enderezó, volvió al escritorio y se sentó—. Druso, por favor, dile al mensajero que aguarde un momento y después hazlo pasar. Quiero que el rebelde sea conducido a Colchester lo más rápido posible, antes de que sus jefes se enteren de lo sucedido y traten de rescatarle. —Se frotó las manos con aire pensativo y sonrió—. Ahora vos, druida. Druso, haz pasar a los guardias.

El secretario fue a la puerta y Scapula continuó.

—Según la ley, debéis morir. Pero por supuesto, ya lo sabíais. El emperador ha ordenado el exterminio de todos vosotros, bajo la acusación de sedición. Si tenéis algún mensaje para esta dama, será mejor que se lo transmitáis.

Cuatro soldados entraron y esperaron con expresiones impenetrables, los pies separados y las manos detrás de las espaldas. Eurgain tomó súbita conciencia de la escena. Corrió al escritorio y se tiró sobre él.

—¡No, no podéis hacer esto! ¡No a este hombre! ¡Es un buen hombre, un hombre amable que no ha hecho daño a nadie en toda su vida! ¡Sed misericordioso, Scapula, en ésta, la hora de vuestro triunfo! ¡Perdonadle la vida como una forma de agradecimiento a vuestros dioses!

—¿Cómo es posible —preguntó con frialdad— que supliquéis por el druida y no por vuestro esposo? ¿Qué clase de mujer sois? ¿Acaso no sabéis que Caradoc, sus jefes y, de hecho, todas las tribus, no son más que piezas de un juego en las manos de los druidas? En cualquier caso, ahora sois una causa perdida para él y si lo dejara libre, desaparecería de nuevo en su maldita isla y os abandonaría en favor de otro lance de dados más prometedor. De no haber sido por él y sus hermanos, vos y todo vuestro clan todavía estaríais aquí en Colchester, ocupándoos de vuestros asuntos, felices y en paz. Y vos y yo habríamos sido amigos.

—¡Jamás! —comenzó, a punto de ser desbordada por un alud de invectivas angustiadas, pero Bran la detuvo. La tomó con firmeza de los hombros y la forzó a volverse hacia él.

—Escúchame, Eurgain —murmuró—. No tiene importancia. Siempre habrá estrellas para contemplar en noches suaves y maravillosas que te robarán el aliento y cristales aguardando por ti en las rocas. Nada más importa, ¿comprendes? —Ella meneó la cabeza y se la apoyó en el pecho como una niña cansada y acongojada. Él la abrazó un momento y luego se apartó—. Mírame a los ojos, pequeña. —Eurgain alzó el rostro despacio, las lágrimas rodaban por sus mejillas y Bran le tomó las manos—. Nos encontraremos de nuevo, no lo dudes. Saluda al arvirago de mi parte.

Mientras sondeaba los ojos marrones, Eurgain sintió que sus lágrimas se secaban y una extraña levedad estremeció su alma.

Scapula hizo una seña con la cabeza a los guardias y los hombres se adelantaron. Bran se volvió hacia la puerta.

—¡Un viaje seguro, maestro, un viaje en paz! —gritó ella con angustia y él respondió tranquilamente:

—Paz para vos y los vuestros, Eurgain.

Luego se marchó.

La puerta se cerró y hubo un segundo de silencio antes de que Scapula se pusiera de pie.

—Ahora volveréis a la celda. En una semana, vuestro esposo estará aquí. ¿No es eso mejor que saber que está muerto?

Eurgain se irguió cuan larga era.

—No —replicó.

Seis días después, un atardecer en el que el sol acababa de ponerse y la luz dorada persistía en las copas de los árboles, la cohorte de Lindum llegó a Colchester con sus prisioneros. Scapula no había corrido riesgos. Quinientos hombres marchaban junto al carro, armados hasta los dientes y turnándose para hacer guardia durante el trayecto, pero ningún grito de guerra había roto el silencio de las noches tibias y los días habían transcurrido sin incidentes.

Scapula en persona se hizo cargo de su rebelde en las puertas y subió la colina rodeado de lanzas erguidas. No perdió el tiempo examinando a Caradoc. Eso podía esperar; había que encerrarle, apostar guardias y cambiarlos cada hora. Había enviado un despacho jubiloso a Roma y pronto anclaría el barco que lo liberaría de esa responsabilidad pavorosa; pero hasta entonces viviría con nerviosismo. Conocía su suerte, nunca había sido buena, y esa concesión repentina e imprevista del destino no duraría mucho.

La cabalgata ascendió el sendero; pasaron junto a casas y jardines ordenados, árboles y tiendas ajetreadas. En la luz menguante, Caelte observaba todo con estupor. No quedaba nada de la aldea de ellos. Si no hubieran atravesado los bosques que les habían susurrado con dulzura cosas que recordaban con un pesar creciente, no habría creído que esa próspera y ensimismada comunidad romana había sido su campo de juegos. El terraplén había sido nivelado y donde antes la subida al Gran Salón había sido empinada había una pendiente suave, por la que marchaban hacia un templo blanco que brillaba con un matiz rosado en la tardía puesta de sol.

Caradoc ya había visto el templo antes y desvió los ojos, pensando en la pelirroja Boudicca, de pie y boquiabierta en los escalones nuevos, con Prasutugas detrás. El desprecio lo había consumido entonces, recordó, pero la imagen de Plautio y Gladys había surgido de pronto y su ira se había convertido en verguenza.

Caelte no dejó de contemplarlo hasta que lo dejaron atrás y giraron hacia donde se elevaban los cuarteles del gobernador, el cuartel general y los edificios administrativos.

De repente, Caradoc se detuvo y levantó la cabeza. Alguien gritaba su nombre: una voz aguda, urgente y llorosa, y aunque la punta de una lanza golpeó su espalda, siguió escuchando. Eurgain. Sus ojos volaron desesperados de un edificio ensombrecido a otro y entonces vio el brazo blanco extendido entre barrotes de hierro y un rostro borroso.

La escolta se detuvo. Scapula se abrió paso empujando con los hombros y meneó la cabeza en dirección a su centurion.

—Concededles un momento —ordenó y los soldados se separaron.

Caradoc se inclinó, recogió sus cadenas y corrió como pudo, a trompicones, hasta la diminuta ventana. Los dedos de Eurgain ya estaban en sus mejillas y en sus labios y cuando él aferró los barrotes de la celda, las cadenas resonaron contra la pared.

—¡Eurgain! Aricia dijo que te habían capturado pero creí que mentía. ¿Te han tratado bien? ¿Dónde están los niños?

—En la celda contigua. —Apretó el rostro contra el hierro frío y bajó la voz, avergonzada de la pregunta que se sentía impelida a formular y, sin embargo, consciente de que no tendría paz hasta que se desahogara—. Caradoc, ¿por qué en el nombre de Camulos fuiste en busca de Aricia? Debiste saber que ella te entregaría.

Durante un instante, él la miró con expresión pensativa. Luego el rostro severo se desarmó en una sonrisa lenta y cálida.

—No, mi amor, no corrí a ella porque añorara sus brazos en medio de la adversidad. Buscaba a Venutio, y Caelte y yo nos confiamos a un guía que nos traicionó. ¿Bran está aquí?

Eurgain le apoyó la frente contra los dedos.

—Lo ejecutaron. ¡Ah, Caradoc, tantos muertos! ¡A veces siento que no puedo soportarlo! —Su voz empezó a temblar, pero todo lo que él podía hacer era acariciarle el rostro.

—Cinnamo cayó junto a mí, Eurgain —susurró con suavidad y ella oprimió la cabeza contra la mano.

—Lo sé, lo sé. Vida tomó su espada y se perdió en los bosques cuando Bran nos lo contó. Están en paz, todos ellos, pero nosotros seguimos sufriendo.

El brazo de Llyn se alargó desde la ventana de al lado.

—¡Padre! ¿Eres tú? —Caradoc se movió para tocarlo, pero Scapula se interpuso.

—Es suficiente —declaró con voz tajante—. ¡Formad filas!

—¡Libertad! —gritó Llyn detrás de ellos—. ¡Libertad, libertad!

—Libertad —murmuró Caelte cuando Caradoc regresó para caminar junto a él y se miraron con un ansia muda y corrosiva. Luego la columna comenzó a moverse y el tímido crepúsculo se deslizó silenciosamente dentro de la aldea.