CAPITULO 24

El Liburno de Gesiorácum atracó en el estuario una semana antes de la fecha en que se esperaba que las tormentas de otoño revolvieran el canal. Era tarde y Scapula merodeaba por las celdas abarrotadas con retortijones en el estómago y dolor de cabeza. Rogaba para que los vientos cortantes y turbulentos se retrasaran ese año y él pudiera librarse por fin de su responsabilidad. Colchester estaba atestada de soldados. Rodeaban la manzana de las celdas, se apiñaban en las calles, vigilaban las puertas de tres en tres y se tropezaban unos con otros junto al río, pero Scapula no quería riesgos. Los despachos de Roma habían sido entusiastas y congratulatorios y sus mensajeros le informaron de que reinaba la confusión en el oeste y sus tropas avanzaban por los bosques sin dificultades. Pero, noche tras noche, se asomaba a la ventana, contemplaba la campiña salpicada de estrellas y la ansiedad le quitaba el sueño.

A pesar de todos los informes, no creía que los hombres del oeste renunciaran a su arvirago y se paseaba nerviosamente por la aldea pensando que el tiempo podría encapotarse e impedir la partida del barco. Quería deshacerse de Caradoc y regresar al oeste, puesto que pronto comenzarían las nevadas en lo alto de las montañas y las legiones tendrían que retirarse a sus cuarteles de invierno, dejando a los hombres de las tribus sin vigilancia.

Tenía la deprimente sensación de que no todo había acabado en esa tierra de magia y locura. Durante cinco años, su vida había tenido un único objetivo: capturar al cabecilla de la desesperada resistencia de las tribus y así decapitar la insurrección. Caradoc estaba ya encadenado, pero la corriente oculta de hostilidad parecía haberse intensificado, la tierra reververaba con murmullos y su odio hacia ella y su gente se inflamó de nuevo.

Había mandado llamar al rebelde a la mañana siguiente a su llegada a Colchester, pero al final no había habido demasiado que decir. Los dos hombres se habían mirado mientras el bullicio de la aldea entraba alegremente a través de la ventana, y al escrutar aquellos ojos oscuros y serenos, Scapula había sentido que su nueva seguridad disminuía. Había capturado un cuerpo, nada más. El espíritu era aún tan libre y ligero como un pájaro al planear, extraño y aterrador para él, y siempre estaría más allá de su alcance.

Se sentía torpe y pesado, un soldado desmañado e ignorante, y Caradoc le había sonreído despacio, como si adivinara sus pensamientos sombríos.

—Ha sido una buena pelea, gobernador —murmuró—. Pero no perdáis demasiado tiempo felicitándoos. Pensáis enviarme a Roma, pero no iré. Comenzáis a daros cuenta de eso, ¿verdad? Incluso ahora, en el oeste, un nuevo arvirago está surgiendo y mi espíritu permanece aquí con él.

—¡Tonterías! —exclamó Scapula con fastidio—. La fama se os ha subido a la cabeza, Caradoc. Sois un hombre de talento, podría decirse que desperdiciado entre salvajes cuando podríais haber sido un gran general. Sin vos, los nativos caerán en la confusión.

—No lo creo. Vuestro antecesor nos entendía muy bien y no cruzaba su zona fronteriza, pero aunque habéis estado aquí muchos años, os habéis negado a aprender.

—¡Era una cuestión de política imperial! —Scapula sabía que no debía enojarse, pero no podía evitarlo—. ¡Y vos mismo forzasteis esa política cuando os movilizasteis para unir al oeste!

«Jamás se lo podré explicar —pensó Caradoc con desesperanza—. Ni siquiera lo intentaré.» Dejó vagar su mirada hacia un fragmento de cielo azul nublado y, al cabo de un momento, Scapula se encogió de hombros.

—Es muy tonto irritarse por lo que ya pasó y no puede cambiarse, Caradoc. Admitiré que quebrantasteis mi salud, dificultasteis mis relaciones con el emperador y me despojasteis de la oportunidad de continuar el progreso bueno y pacifico que Plautio comenzó aquí. Pero todo eso terminó. Cuando ya no estéis, el oeste quedará expuesto a mí y en cinco años, la gente maldecirá vuestro nombre por haberles privado tanto tiempo de la prosperidad de Roma.

—Oh, Scapula —rió Caradoc—. ¡Qué dichosa es vuestra certeza y qué ciega vuestra confianza! ¡El nombre de Vercingetórix es aún pronunciado con amor por los jefes honorables que quedaron en la Galia a pesar de que hace cien años que la gente disfruta de la prosperidad romana! ¡Qué cierto es que la memoria es más poderosa que el vino más fuerte!

Se sonrieron durante un segundo, reconociendo un respeto que rayaba en la admiración mutua, aunque si hubieran tenido espadas en las manos, habrían peleado hasta la muerte. Luego Scapula lo despachó y Caradoc volvió a la celda húmeda donde Caelte, sentado con los ojos cerrados, ya tarareaba canciones nuevas, con su incorregible optimismo reafirmado.

Scapula se volvió hacia su subalterno.

—Dime, Gavio —aventuró—. ¿Quién fue Vercingetórix?

Una mañana fría y brumosa, cuando la aldea se desperezaba con indolencia bajo el gris del otoño y los árboles húmedos se alineaban inmóviles con las copas ya quebradizas, rojas y amarillas por la helada temprana, las celdas fueron abiertas y Caradoc, Caelte, Eurgain, Llyn y las niñas atravesaron el umbral por última vez. La escolta aguardaba afuera, figuras oscuras en la blancura persistente. En el momento en que se impartieron las órdenes finales y Scapula montó su caballo y se ciñó la capa con más firmeza alrededor de los hombros, Caradoc abrazó a su esposa, tomó la muñeca delgada y nervuda de su hijo y besó a sus hijas.

—¡Tened coraje! —susurró. Las niñas le dirigieron sonrisas trémulas pero Llyn le fuiminó con una mirada rebelde.

—¿Crees que los jefes nos rescatarán hoy? —siseó—. ¡Mi banda guerrera no se quedará mirando cómo soy arrastrado a la esclavitud sin levantar una mano!

—No habrá rescate, Llyn —respondió Caradoc con énfasis—. Los jefes no han tenido tiempo suficiente y en todo caso, no son tan tontos como para intentar una cosa así aquí, en el corazón de la provincia. Seguirán luchando, pero mi destino se ha cumplido y los druidas buscarán un nuevo arvirago.

Después de una orden dada en voz baja, la escolta avanzó en silencio por el camino. Dejaron atrás el templo, el foro nuevo y compacto y las casas espaciosas todavía soñolientas y con los postigos cerrados. Los cascos del caballo de Scapula resonaban con monotonía en el pavimento; atravesaron las puertas en fila hacia el carro que esperaba con los caballos húmedos de rocío y echando vapor por los ollares. La familia y Caelte subieron y se sentaron con docilidad mientras las cadenas eran aseguradas a los costados del carro. Otra orden sonó y con una sacudida echaron a andar por el sendero que había visto carros y bandas guerreras, cazadores y juerguistas, amantes y comerciantes. Los fantasmas lo bordeaban, sombras en mantos grises con rostros pálidos e inexpresivos envueltos en franjas de neblina fina que se disolvía bajo un sol benigno.

Indiferente, Caradoc los observaba pasar. Colchester estaba llena de ellos y debajo del vivaz bullicio de la aldea romana siempre fluiría la oscuridad profunda y rica que era Camalodúnum, un río de recuerdos punzantes.

Oyó la voz estridente y tensa de Scapula gritar: «¡Cerrad filas! ¡Apresuraos!» y con un sobresalto se dio cuenta de que las formas silenciosas que se alineaban a lo largo del camino que llevaba al río no eran fantasmas sino hombres y mujeres del territorio circundante que se habían congregado en una protesta muda y pasiva. A medida que el carro y el destacamento pasaban, se iban cerrando detrás, un ejército de compasión desarmado.

En el río esperaba una barcaza; se mecía suavemente en una nube de bruma fluvial. Las cadenas fueron desenganchadas, los pasajeros embarcados y las cadenas aseguradas a la embarcación; luego partieron flotando velozmente con la marea menguante hacia el estuario y el océano. El río también estaba atestado de hombres de las tribus, de pie bajo los árboles, vistiendo sus capas y encapuchados.

Mientras Caradoc se deslizaba junto a ellos, alzaban brazos blancos. De repente, una voz se elevó, alta y clara sobre el murmullo del agua, la voz de una mujer.

—¡Un viaje seguro! —Las palabras fueron como la primera piedra que se desmorona ruidosa para comenzar una avalancha. El hechizo paralizante se rompió. De improviso, comenzaron a rugir, un tumulto de sonido, un reconocimiento, el tributo final del pueblo.

—¡Un viaje en paz! ¡Un viaje seguro, arvirago! ¡Recordaremos! ¡Libertad, arvirago, libertad! ¡Id con seguridad, rey, caminad en paz!

La mano de Eurgain buscó la de su esposo y la aferró con una pasión intensa. Caradoc envolvió la mano de ella y se sentó con la barbilla levantada; tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.

Scapula observaba con labios apretados y la mandíbula rígida de furia, pero no se atrevía a interferir. No deseaba una erupción de violencia en masa. Los soldados se miraban con nerviosismo y sostenían las espadas con cautela. Un recodo más y el barco estaría a la vista. Al menos la playa estaba bien vigilada.

Los gritos se convirtieron en una canción. Un par de voces la iniciaron: la canción de marcha de los catuvelaunos. Se extendió de boca en boca por la orilla del río, cobró intensidad y se alzó en un rítmico, ronco e imponente crescendo de desafio y solidaridad. La gente aplaudía y golpeaba los pies, se echaba atrás las capuchas y sacudía el cabello y, como por la mera fuerza de la canción, la neblina se esfumó. El sol centelleó en el río y acarició las copas resplandecientes de los árboles. Pronto el resonar del oleaje se unió a la canción, un torrente de libertad gozoso y vengativo.

La barcaza tocó ligeramente el desembarcadero. Los soldados se apresuraron a saltar a la orilla para rodear a los prisioneros mientras trepaban al muelle y comenzaban la caminata lenta a la rampa del barco de mástil alto cuyas banderas imperiales colgaban con flojedad. El capitán se encontraba al pie de la rampa, con los pies separados y los ojos moviéndose rápidamente de sus pasajeros a la multitud apretada que cubría la playa. Habían comenzado a reunirse antes del amanecer, situándose en silencio al borde del agua. Durante horas, habían salido de los bosques y bajado de los acantilados para rodear el promontorio. Y él no había podido hacer nada, excepto esperar y mirar. No habían sido violentos, pero habían hecho caso omiso de ellos con una indiferencia absoluta, a él y a su contingente de marineros armados. Su ansiedad había crecido y estaba más que contento de que el gobernador hubiera llegado a tiempo. Dos cohortes habían sido destacadas para custodiar la última etapa de esa empresa arriesgada y eran suficientes.

Caradoc y Eurgain, todavía de la mano, comenzaron a ascender la rampa, Llyn y las niñas iban detrás. El sol había salido por completo y se había levantado una brisa ligera e inodora que azotaba a la muchedumbre anunciando el invierno venidero. Era una mañana radiante, una mañana gloriosa, vigorizante y alegre, una mañana que aceleraba la sangre y hacía bailar los ojos.

Caradoc se detuvo, soltó la mano de Eurgain y se volvió. De inmediato, se hizo silencio. Los únicos sonidos eran el choque de las olas contra el casco del barco y los graznidos ávidos de las gaviotas. Respiró hondo y paseó la mirada por el gentío expectante y pintoresco. Los ojos ansiosos y afectuosos hallaron con alivio los de él. Ojos azules, ojos castaños, empañados por la edad o iluminados por la esperanza; cabello oscuro, cabello rubio, una muchedumbre variada de personas. Con un dolor creciente en el corazón, miró más allá de ellos: los acantilados blancos, la hierba ondulada y la masa tupida de árboles oscuros ya semidormidos y agitándose con intermitencia en el viento.

«Albion, Albion —clamó su alma—. Turbulenta y traicionera, salvaje y mágica, soñaste un sueño conmigo. Nos atrevimos a correr un gran riesgo juntos y he agotado mi alma pero te he fallado. Las cenizas de mis muertos queridos yacen protegidas en tu tierra. Cuidalas bien.»

Caradoc alzó los brazos despacio y juntó con un golpe sus muñecas esposadas.

—¡Decidles que no me rendí y que ellos tampoco deben hacerlo! —gritó—. ¡La lucha continúa! ¡Decidles eso! —Se volvió con brusquedad y caminó hacia delante. Cuando llegó a la cubierta, Scapula le indicó que se colocara junto a la barandilla y los demás se alinearon a su lado.

—No soy un hombre insensato —manifestó el gobernador—. Podéis permanecer en cubierta hasta que el horizonte esté despejado. —La frase fue deliberada. Caradoc se sonrojó pero no contestó. Scapula recibió el saludo del capitán y bajó la rampa deprisa. Los marineros corrieron a levantarla y detrás y debajo de él, Caradoc oyó una orden y el sonido regular del enorme tambor que marcaba el compás a los remeros.

«¿Cuántos de vosotros allí abajo galopasteis libres alguna vez por las praderas?», se preguntó mientras la embarcación comenzaba a moverse pesadamente.

Llyn apretó el pasamanos y Eurgain se acercó a su esposo, pero los ojos de Caradoc estaban clavados en la orilla atestada y todavía silenciosa.

Por un instante, la prudencia le abandonó y sintió en las piernas y en los brazos el deseo frenético de saltar por la borda y volver a pasar los dedos por la arena tibia de sus propias playas. «¡Como esclavo, como minero, como un campesino que trabaje para Roma, sufriré cualquier indignidad, pero, ah, Madre, déjame morir en mi tierra!»

A manera de respuesta, un mensaje flotó hacia él. No pudo entender las palabras, pero pareció englobar toda la belleza, los recuerdos más dulces, las esperanzas de su juventud. Luego, la multitud entró en el agua, podía verla de manera indistinta. De pie hasta las caderas en las olas rizadas, arrojaban broches y brazaletes, monedas y cuentas, cualquier cosa que tuvieran. Después tuvo la impresión de que se desdibujaban en la lejanía para convertirse en una línea negra al pie de los acantilados fulgurantes.

Eurgain lloraba sin inhibición, pero Caradoc no se movió para tocarla y ella no le invitó a hacerlo. Llyn se inclinaba sobre el costado con su cabello castaño claro ondeando en su espalda. Las niñas lo flanqueaban con los brazos cruzados bajo las capas y con rostros rígidos como la máscara de lobo de Sine. De súbito, Caelte empezó a tararear con la vista en la bahía menguante. La melodía resuitó familiar a Caradoc. Hizo vibrar en su interior una cuerda que había estado silenciosa durante muchísimo tiempo. Y cuando su bardo empezó a añadir las palabras, recordó un banquete, una noche años atrás, cuando él y Togodumno habían regresado a Camalodúnum para celebrar la primera temporada de guerra contra las tribus vecinas. Durante toda la noche, los catuvelaunos habían cantado, ebrios de poder, drogados con sueños embriagantes de un imperio propio y Caradoc y Tog se habían inflamado con la certeza atropellada y temeraria de su propia omnipotencia.

Había un barco de velas rojas y sedosas,

Descansaba tranquilo en un mar dorado,

Yen derredor, las gaviotas, ágiles, planeaban, graznaban...

Sonrió, muy a su pesar, al ver el rostro de Caelte torcido en una mueca y surcado de sudor mientras se levantaba para cantar la canción en respuesta a la petición de las gentes. «¡Qué maravilloso era todo en aquellos días!» Y entonces, al escuchar las palabras melancólicas, una nueva comprensión le embargó. La canción siempre había tenido un extraño poder para conmover a los jefes, como ninguna otra canción. Todas las tribus la cantaban. Caradoc se había preguntado el motivo con frecuencia, pero en ese momento, con Albion hundiéndose para siempre en el horizonte, creyó saberlo. Un bardo en algún tiempo lejano había tomado su arpa e ideado palabras de profecía. Nadie excepto tal vez los druidas las habían comprendido durante todos los años desde entonces, pero la canción había transmitido a sus oyentes el misterio oscuro de una verdad y ésa era la razón por la que nunca había muerto. No era la simple canción de un guerrero y su amada asesinada. Albion misma yacía agonizante bajo los árboles y él, Caradoc, era el guerrero que también moría, cuyo corazón se marchitaba a medida que el barco le alejaba de ella.

Miró a Caelte.

—¿Por qué cantas, amigo mío? —Las notas inquietantes vacilaron y Caelte enfrentó la pregunta con una sonrisa débil.

—¿Por qué, señor? Porque estoy vivo —dijo con voz ronca. Caradoc volvió la vista. El sol brillaba sobre un océano verde esmeralda y sereno, y el horizonte no era más que una delgada línea de bruma matinal. Albion había desaparecido.