CAPITULO 32

La primavera llegó para Aricia como una prostituta vieja y cansada, vestida con falsa belleza para ocultar su decadencia creciente. Domnall también llegó, adusto y exhausto, caminando con esfuerzo a través de la cortina cegadora de lluvia fría. Se acuclilló frente a ella en la habitación, demasiado fatigado para estar de pie. El agua resbalaba de él como lágrimas.

—He traído a la druida —declaró con brevedad—. Aguarda en el porche.

—¿La druida? ¿Has traído a una mujer?

El escudero sonrió.

—Os he traído un druida. He buscado largo tiempo y enfrentado muchos peligros. Encontré a esta druida con las mujeres y niños siluros.

—¿Viste... viste...?

Domnall se puso de pie.

—No, no le vi. ¿Creéis que estoy loco, señora? Y ahora permitidme recordaros vuestra promesa. Esta druida vino porque le di mi palabra de que no sufriría ningún daño.

—¡No necesito que me recuerdes nada! Pero te pido, Domnall, que permanezcas un tiempo más conmigo como mi escudero.

—Lo haré mientras la druida se hospede aquí. Después me iré.

Resignación, fatiga, un estoicismo terco e impasible, todas esas cosas leyó ella en el rostro de él y oyó en sus palabras. Lo despachó con un ademán. Sentía como si estuviera intentando gritarle por encima de una pared alta.

—Muy bien. Si la druida ha comido, dile que venga.

—Ha comido. —Domnall asintió y salió, dejando la puerta abierta. La lluvia entró en ráfagas dentro del cuarto y empapó las finas alfombras de piel de oveja; Aricia sintió su tamborileo monótono sobre el tejado romano como los cascos de la guerra o el vuelo atronador del Cuervo de la Batalla. Luego una sombra oscureció el vano, dividió el agua, entró y cerró la puerta antes de volverse. El silencio reinó de nuevo.

Aricia extendió la mano.

—Bienvenida a Brigantia —dijo—. Descanso y paz.

Ante ella, había un rostro delgado y cobrizo, ojos redondos como guijarros negros y cabello marrón y alisado por el agua. La capa de tejido tosco con barro negro incrustado en el dobladillo parecía demasiado llena y pesacia para un cuerpo tan ligero y pequeño. La mujer estaba descalza.

—No para mí —contestó, y rechazó la mano. Su voz era aguda y clara como la de un niño—. Sirvo al maestro y al Cuervo de la Batalla, en ese orcien. Ninguno me ofrece descanso ni paz. —Se quitó la capa y la depositó sobre la cama. La túnica blanca que llevaba debajo era inmaculada. Muñecas como husos emergieron de las mangas voluminosas y, con fascinación y temor, Aricia vio el grueso brazalete de plata y el anillo de plata en su mano morena. Las serpientes se retorcían, con los colmillos plateados y las lenguas ahorquilladas, los mismos diseños enroscados y tortuosos del broche que Gladys le había regalado hacia tanto tiempo.

«El principio y el fin —pensó paralizada—, el principio..., el fin. ¡Dejadme salir!»

La druida se acercó al fuego y se sentó en una de las sillas de mimbre. Alzó el rostro con interés.

—De modo que sois la famosa señora de Brigantia —dijo—. Bella y traicionera. Y también atormentada. Bella sois, reina, tan bella como una noche de verano lujuriosa, y puedo oler la traición en vos y el hedor de sueños muertos, o pesadillas vivientes. No —añadió al ver el cambio de expresión en el rostro de Aricia—, no os temo. Provocáis en mí más de lo que yo provoco en vos, señora enferma.

Aricia se encogió de hombros y se sentó en la otra silla. Entonces, los pies de la druida atraparon su mirada. Estaban azules, pero no de frío. Se agachó para mirar mejor. Más serpientes se curvaban en intrincadas espirales, una infinidad de bocas abiertas con dientes afilados y ojos rasgados y encapuchados, tatuadas bajo la piel estirada. La mujer rió y se tiró las mangas hacia atrás. Más víboras trepaban por sus brazos, espirales que se desenrollaban, con las cabezas escondidas al llegar al cuello. Aricia se reclinó con estupor, la druida se bajó las mangas y el terror azul quedó oculto.

—No podéis mirarme a la cara. Estáis llena de repulsión y desdén —comentó—. ¿Soy una mujer o un monstruo? Puesto que para vos, señora, una mujer no es más que vuestro cuerpo suave y siempre ávido, todo lo demás son monstruos. Bien. Decidme qué queréis de mí.

Aricia tragó saliva y forzó su voz más allá del enorme e inevitable vacío que se extendía entre ellas.

—Deseo que me liberéis de un sueño —explicó con voz seca—. Eso es todo. Cuando lo hayáis hecho, podréis iros. Os pagaré lo que pidáis.

Los ojos negros se suavizaron de pronto.

—Si no tenéis cuidado, pagaréis mis servicios con vuestra alma. Contadme vuestro sueño.

Aricia lo hizo. Por fin el horror se derramó fuera de ella, odioso y extraño; mientras tanto, fuera, el viento se intensificaba y la lluvia amainaba. La druida escuchaba en silencio y con los ojos en el fuego, percibiendo la angustia detrás de las palabras. Cuando las palabras acabaron y sólo quedó la angustia, la mujer cerró los ojos, se cruzó de brazos y se replegó en silencio.

Aricia esperó. La tarde llegaba tediosamente a su fin. En el pórtico, sentado al otro lado de la puerta, Andocreto cantaba en voz baja para sí, una canción sobre la lluvia, una canción sobre las flores.— La druida permanecía sumida en sus pensamientos, delgada y firme, morena y blanca. Luego se enderezó en la silla y extrajo una bolsa de cuero tintineante de entre los pliegues de su túnica. La abrió y sacó un anillo de bronce y después otro, y empezó a atarlos en su cabello que ya estaba seco.

—¡Preguntad! —ordenó.

—¿Quién es esta... esta cosa que me visita? ¿Es la muerte de mi esposo lo que veo?

—No. Vuestra perfidia es lo que atrae la visión de Venutio, y vuestra falta de honor la del arvirago. Pero es Albion misma quien se os presenta vestida de muerte, ella que fue la más inmaculada y la más bonita de todas las tierras, a la que habéis abandonado al saqueo, la enfermedad y la muerte. «Yo soy, yo soy, yo soy Albion» es lo que dice. Vuestras raíces están arrancadas, señora de Brigantia. Ya no existe un suelo amistoso donde podáis poner vuestros pies. Os habéis desarraigado y ésa es vuestra locura.

—¡Albion es tierra, rocas, árboles! ¡La tierra no puede cambiar sus características por que otra raza ponga sus pies en ella!

—Puede. Lo ha hecho. Dos hombres han entrado en vuestro vientre rapaz y no es suficiente para vos. Estáis enferma de voracidad, pero hasta los voraces pueden conservarse enteros. Estáis desgarrada en dos porque también estáis enferma de odio hacia vos misma.

—¡Liberadme del sueño! ¡Curadme!

La otra mujer movió la cabeza.

—No puedo hacerlo desaparecer. Es un augurio o una advertencia. Es vos misma. Unicamente vos podéis hacerlo desaparecer.

—¿Cómo? ¡Cómo!

La druida ató el último anillo y guardó la bolsa. Miró a Aricia a los ojos, con compasion.

—Enviad por vuestro esposo. Rogad su perdón. Luego uníos a él en contra de Roma. Si lo hacéis, os prometo que jamás volveréis a tener ese sueño. En lo más profundo de vos, reina, sabéis que mis palabras son verdaderas y no necesitabais que me arrastraran a través de la mitad de Albion para decíroslo.

Lenta y dolorosamente, como una anciana, Aricia se puso de pie. Su rostro estaba desencajado y gris, tal como Caradoc lo había visto, el mismo rostro que Venutio había golpeado.

—Sois todos iguales —manifestó con dificultad—. Mentirosos, impostores. Sólo os importa el poder que os devolverán las tribus y la tierra para poder manipularlo a vuestro antojo. Os pido una cosa sencilla y no sois capaz de hacerla.

—Escuchadme, Aricia, y escuchadme bien —replicó la druida con ira—. Romperé una de las antiguas leyes por las que rijo mi vida, puesto que si no lo hago, nada os salvará. ¡Sentaos!

Aricia se dejó caer en silencio en la silla, como si una mano invisible sobre su cabeza la hubiera empujado hacia abajo.

—Los romanos os arrojarán fuera de Brigantia. Os quitarán el título de reina y os convertirán en una mendiga, y nadie, ni siquiera un campesino, os brindará refugio. Por fin os verán como lo que sois, y su confianza se volverá agria. Cuando Julio Agrícola sea nombrado gobernador, recordad mis palabras, entonces os deberéis preparar para errar, vos, vuestro sueño y vuestra demencia. Hoy, en este momento, podéis llamar mentira a mi visión. ¡Volved con Venutio! ¡Arrancad a Roma de vuestra alma y dejad que vuestro esposo llene el vacío con su amor y su cordura!

—¡Desprecio a mi esposo! —gritó Aricia—. ¡Siempre le he despreciado y no quiero que regrese! ¡Tonta ignorante! —Se cogió la cabeza con ambas manos—. No sé qué esperaba de vos —susurró—. Debí haberlo sabido. Cuando llegué a Brigantia, oí a uno de vuestros hermanos intentar poner al pueblo contra mí hablando sobre la maldad de Roma, pero no le escucharon, y yo tampoco lo haré. Los romanos son hombres, druida, sólo hombres que están dando a Albion mucho más de lo que jamás obtendrán de ella. Tengo terrores, pero vos también los tenéis. ¿Qué teméis? ¿Por qué odiáis a Roma? Decidme vuestro precio y luego marchaos.

La mujer se puso de pie y recogió su capa.

—¿No haréis nada?

—No.

—Entonces mi precio es vuestra alma. Os la pediré la noche que deje Brigantia. Ahora creo que iré al salón y beber‚ un poco de vino. —Se marchó con la capa sobre los hombros revoloteando al viento. Durante un momento, Aricia no pudo moverse. Quería llamar a Andocreto, acostarse en su cama y llorar, pero se quedó con la cabeza sobre las rodillas y la mejilla marcada por la cicatriz áspera cubierta por la palma de la mano, comiendo una vez más un banquete polvoriento de desesperanza.

No salió del cuarto durante tres días y tampoco comió ni bebió. El viento continuó gimiendo y abatiéndose sobre los páramos sin árboles de Brigantia, pero el sol brilló agradablemente y los niños corrieron a los campos para juntar las primeras flores de la primavera. Andocreto llamó a su puerta las tres noches, pero lo despachó sin abrirle. La oveja fue asada en el salón del Consejo, se pasaron los jarros y las bromas se compartieron sin ella. Al anochecer del tercer día, mandó llamar a la druida. La mujer vino enseguida y Aricia se quedó de pie en el vano de la puerta y la observó acercarse. La túnica blanca se abultaba como un cisne y el cabello atado con los anillos flotaba también en el viento fuerte. Vio a Aricia y disminuyó el paso. Ésta salió al pórtico y habló rápidamente y con tono de apremio.

—Me he decidido. Quiero que llevéis un mensaje a mi esposo, dondequiera que esté.

La druida la escudriñó con curiosidad. Tenía círculos negros bajo los ojos, estaba encogida debajo de su capa amarilla y le temblaban las manos.

—¿Os sentís mal, señora? —inquirió.

Aricia sacudió la cabeza con violencia.

—No. ¡No! ¿Llevaréis mi mensaje?

—Eso depende del contenido. ¿Qué he de decir?

Aricia se enderezó y desvió la cabeza del viento cortante y la mirada inquisitiva. Aunque se apoyó contra el dintel de la puerta, el temblor en sus rodillas y manos no cesó.

—Decidle que estoy muy atormentada por mis acciones con respecto a la traición a Caradoc. Decidle que suplico su perdón, que he estado loca, ciega, pero ahora deseo enmendar mis errores. Decidle que si vuelve a mí, pondré a Brigantia y a todos sus jefes y guerreros en sus manos para la defensa de Albion. —El esfuerzo había sido enorme. Cerró los ojos y la druida pensó que se desmayaría—. Decidle..., decidle que le necesito mucho. —Le palpitaba la garganta, una señal visible de dolor. La druida la tomó de los hombros y la alejó del dintel.

—Abrid los ojos, Aricia, y miradme —le ordenó.

Aricia obedeció y poco a poco bajó la vista hacia los ojos pétreos que la escrutaron con frialdad. La mujer suspiró y la soltó.

—No.

—¿Por qué no? Por Brigantia, ¿por qué no?

—Porque tengo prohibido llevar mensajes que no respondan a la verdad.

El silencio se prolongó, se agudizó y se cargó de hostilidad. Luego la druida sonrió con ironía.

—Leo los pensamientos en vuestro rostro. Queréis que Venutio regrese, pero no por el bien de él ni de Albion ni el vuestro. ¿Qué haríais con él si viniera? ¿Vuestra mente febril y engañosa ya ha trazado un plan? ¡Pobre señora! Deseo partir de Brigantia mañana. Acompañadme. Podemos buscarlo juntas. Dejad vuestra casa romana, vuestras ropas hermosas y vuestras joyas. Venid al oeste. ¡Renaced, Aricia!

Aricia luchó durante un largo segundo, durante una eternidad. Su rostro era pura angustia y arrugas de vejez, como una cicatriz lívida. La druida se apartó y la dejó batallar sola, pero entonces la mueca se esfumó y los labios gruesos formaron una fea línea de determinación. Los ojos se fijaron en un punto lejano más allá de la pared y la druida supo que la había perdido.

—Si os vais mañana, debo pagaros —aventuró Aricia.

—Tomaré mi precio, no temáis —respondió la otra mujer y asintió—. Si mañana dejo esta aldea caminando, no os cobraré nada. El precio ya ha sido estipulado.

—Es un precio sin valor.

—Quizás. Buenas noches, reina.

Aricia entró con paso vacilante en la casa y cerró la puerta. Al hacerlo, se dio cuenta de que no podía dejar que la druida dejara Brigantia con vida. La certeza la sobrecogió como un pensamiento claro y frío. Espantada, se quedó quieta con las manos en la boca. ¿Matar a una druida? Estaba prohibido. En toda la larga historia de su pueblo, ningún miembro de la tribu había levantado jamás una mano contra un druida y las maldiciones sobre quien lo hiciera serían tan terribles que hasta los mismos druidas preferían no pensar en ellas, mucho menos hablar al respecto. Matar a un druida. Asesinar a un druida. «Pero debo hacerlo, debo hacerlo ahora, esta noche. De lo contrario, encontrará a Venutio y le dir  ..., le dir  ... ¿Leyó mis pensamientos? ¿Sabe lo que deseo hacer con él? Quiero que regreses, Venutio, ah, cuánto quiero que regreses. Pagarás por haberme humillado y haberte marchado. Te quiero aquí frente a mi, encadenado, de rodillas en el suelo con tu cabeza roja inclinada. Ojalá pudiera tener también así a Madoc y a Emrys, pero contigo será suficiente. No, no puedo hacerlo, no esto. No a una druida. Tal vez pueda cortarle la lengua o retenerla prisionera aquí o... O matarla. No! Eso no! Nunca!»

El cuchillo yacía en el baúl de madera, debajo de las túnicas con borlas de oro y las capas brillantes. Lo sacó, se sentó con él en el regazo y apoyó sus dedos fríos y fláccidos encima. La oscuridad descendió con presteza para invadir la habitación como nubes negras impulsadas por el viento. Su criada entró para alimentar el fuego y encender las lámparas y Aricia siguió sentada, un pensamiento a medio formar sucediendo a otro en su mente y, debajo de todos ellos, una maldad cada vez mayor, la certidumbre de que la druida debía morir. Venutio tenía que regresar para que el tiempo volviera a moverse con sensatez y propósito, del día a la noche al día, en vez de girar alrededor de ella en una confusión sin objeto. Si la druida hablaba con él, Venutio jamás regresaría. «Si pudiera verle aunque sólo fuera una vez —pensó—, su resolución se desmoronaría. No puede haber dejado de quererme, no puede! Y entonces, cuando esté aquí, cuando haya oído las palabras de disculpa de sus propios labios...» Se incorporó con brusquedad y fue hacia la puerta con paso trémulo y el cuchillo entre sus dedos entumecidos. «Entonces le venderé a Roma.»

La noche había caído del todo y el patio estaba en sombras. El viento helado agitaba las capas de su escolta inmóvil y los hacia parecer pájaros negros gigantes. Mientras dejaba la casa y se escurría temblando hacia las puertas, una nube ocultó la luz de la luna. Antes de que sus hombres pudieran acercársele, les gritó que permanecieran en sus lugares y dejó atrás el recinto cercado por el muro de piedra. La aldea estaba activa y alegre. Voces que se alzaban en carcajadas, los estimulantes haces amarillos de las antorchas, el golpeteo de pies reanimados por la primavera, todo llegaba hasta ella como fragmentos de un mundo que existía muy lejos de su alcance y al que sólo podía acercarse en sueños. Era otro mundo, colmado de cosas sólidas, formas que no se disolvían con un mero pensamiento, personas que conservaban una esencia de realidad y no se fundían en una pesadilla..., la luz de fuegos, la luz del sol, la luz de las velas, luz que no brotaba gris ni difusa del fondo de su propia mente.

Se deslizó con sigilo por los senderos desiertos que se extendían detrás de las casas de madera de los jefes y pasó por la parte posterior del salón del Consejo, llevando consigo un momento lleno de la voz de Andocreto, elevada en una canción en su interior. El suelo empezó a descender hacia las paredes de tierra, el páramo sombrío que se extendía más allá y después el río.

Las chozas de huéspedes se apiñaban bajo la pared, a la derecha de las puertas altas y sin custodiar, ocultas por las sombras intensas. Ninguna luz se filtraba bajo las puertas de pieles. Aricia avanzó con cautela hacia el vano de la primera, levantó las pieles y vio que estaba vacía. La segunda choza tambíen estaba fría y oscura. Pero cuando su mano descorrió con cuidado el cuero suave de la tercera, avistó el tenue resplandor anaranjado de un fuego agonizante y una figura en el catre. Estaba quieta y respiraba con calma, un cuerpo casi indiscernible y apenas delineado. Entró sin hacer ruido y soltó las pieles a sus espaldas. Por un instante permaneció quieta, esforzándose por respirar mientras el miedo la asfixiaba. En su imaginación, vio los hechizos de protección y advertencia que rondaban a esa monstruosidad dormida.

Luego extrajo el cuchillo de su cinto y se aproximó a la cama.

La druida estaba tendida boca arriba y cubierta por una manta arrojada con descuido. Un brazo lleno de serpientes colgaba con flojedad hacia las alfombras. Aricia se agachó. Tenía los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta.

«Ahora no debo pensar —se dijo—. Hazlo y después piensa. En Venutio corriendo de regreso a Brigantia, a mí. En Venutio meciéndose en el carro camino a Lindum.» Pero estaba paralizada. Apretaba la empuñadura del cuchillo con ambas manos y los ojos clavados en el rostro tranquilo y pequeño, en ese momento tan humano, tan indefenso, tan... tan vulgar. Debajo de la larga capa, los músculos de su cuerpo se tensaban y aflojaban con espasmos de terror y el frío traspasaba las alfombras; podía sentir calambres en los pies y las pantorrillas. Pero no podía moverse, no podía atacar ni retirarse. Empezó a llorar en silencio, de manera inconsciente, y las lágrimas rodaban por su rostro. «Si él estuviera aquí, no me estaría pasando esto —se repetía una y otra vez—. Si él estuviera aquí... conteniéndome..., si él estuviera aquí...» Entonces vio el brillo de ojos que se abrían en la oscuridad. Su corazón dio un vuelco y se aceleró. La druida no se movió.

—No —dijo—. No, Aricia. Después de todo, no quiero vuestra alma. Podéis conservarla. No tiene valor para mí. —Cerró los ojos de nuevo y se volvió. Las serpientes sinuosas acompañaron el movimiento con naturalidad. Unos minutos después, Aricia bajó el brazo y salió de la choza, herida, un animal amansado.

Por la mañana, la druida fue a despedirse. Domnall la acompañó y ambos se detuvieron frente a Aricia en el pórtico de su casa. La luz del sol bailaba alborozada en torno a ellos. Aricia los enfrentó con frialdad y los hombros echados hacia atrás. Alargó una mano a Domnall y el hombre se inclinó hacia delante y la tomó. La miró a los ojos. El ardor que Aricia vio allí no era para ella y lo sabía.

—De modo que te marchas de verdad, escudero —manifestó—. En busca del hambre, el agotamiento constante, y al final, una espada en tu vientre o una flecha en el pecho. Y todo para nada. ¿Lo reconsiderarás?

Domnall retiró su mano.

—No, señora.

—¿Y vos, pobre señora? —aventuró la druida con sus ojos negros como guijarros posados en Aricia—. ¿Lo reconsideraréis?

«Os odio —pensó Aricia de repente—. Odio vuestra pureza arrogante, odio vuestro honor ignorante, vuestra santurronería despreocupada y terca. No merecíais que os matara.»

—No —replicó. No les deseó un viaje seguro y en paz. Entró en la casa y dio un portazo. Se apoyó contra la puerta, cerró los ojos y experimentó un cambio en su interior. El ardor de la vergüenza había desaparecido y tenía la mente despejada. Sólo conservaba su odio y su voluntad maníaca, puesto que cualquier otra emoción parecía haber muerto con su vergüenza. Sin que lo supiera, su alma la había abandonado para irse tras la mujer serpiente al oeste.

La primavera y el verano siguieron sus cursos acostumbrados. La época de parición de las ovejas llegó y pasó, los cultivos brotaron verdes y saludables, el ganado se paseaba despacio por la tierra desnuda y ondulante, y los comerciantes de Roma atestaban el río y la costa. El otoño transcurrió y, durante el invierno, Aricia pasaba mucho tiempo cabalgando entre su aldea y el fuerte en Lindum para cenar con Caesio Nasica. Discutían el reclutamiento anual de hombres libres brigantes para ser enviados a Roma y conversaban sobre la muerte súbita de Claudio, envenenado, se decía, por un plato de hongos preparado por la emperatriz Agripina. El nuevo pretendiente por la capa púrpura era el joven Nerón, de diecisiete años, un tonto vicioso enamorado de una habilidad histriónica inexistente que le llevaba a aburrir a los cortesanos con una voz débil y aflautada y que se creía un nuevo Augusto. Pero el interés inmediato de Aricia y Nasica era el estado de la frontera sudoeste de Brigantia. Muchos de sus propios jefes la patrullaban con la Vigésima donde delimitaba con territorio deceanglo y, hasta entonces, había mantenido sus otras fronteras sin ayuda romana, un hecho que cada legado subsiguiente de la Novena había tenido en cuenta en sus relaciones con la reina brigante. Merecía todo el oro y las riquezas que se derramaban en su territorio, pero no más. Si los hombres del oeste decidían forzar a Brigantia al combate y abrirse paso a las tierras bajas, los cuarteles generales de la Novena se trasladarían a la aldea de Aricia y tomarían su reino. Pero el oeste no estaba aún tan desesperado.