CAPITULO 3
En la primavera, cuando los delicados copos de nieve blancos y las celidonias alfombraban las praderas y los bosques eran un derroche de hojas verdes nuevas y gorjeos embriagados, una embajada llegó de Brigantia para llevarse a Aricia. El invierno había sido benigno, con días de viento y lluvia, cielos grises y neblinas amenazadoras y persistentes, pero pocas heladas. La primavera había adelantado su llegada. La boda de Caradoc y Eurgain había sido anunciada al Consejo y ninguna voz se había alzado para plantear una objeción.
De hecho, todos se habían emborrachado y cantado sin cesar y Aricia se había retraído en sí misma con orgullo. Caradoc había esperado que la nueva relación con Eurgain mitigaría la vieja debilidad ardiente y abrasadora de su deseo por Aricia, pero descubrió con verguenza y consternación que ésta se había intensificado. Aricia le evitaba, y él no veía de ella más que la sombra de su capa ocultándose tras una esquina en la niebla, o su figura, cubierta, deslizándose fuera del Gran Salón. Sus días estaban llenos de la tensión creada por esa ausencia intencional y sus ensueños giraban en torno de ella con facilidad. Sabía muy bien que Aricia no era mujer para él y, azorado, se esforzaba por liberarse, pero los inconscientes ríos del deseo seguían fluyendo en su interior, en un lugar que no podía alcanzar, tal como ella había dicho. Eurgain observaba sus lastimosos intentos de liberación con un dolor grande y omnipresente. Le amaba, siempre le había amado, y estaba dispuesta a hacer a un lado su orgullo para casarse con él, a pesar de que por las noches, cuando se emborrachaba, el nombre de Aricia brotaba enseguida de sus labios. Aricia se iría y Eurgain esperaba con paciencia sombría.
Togodumno había pasado los meses de invierno lamiéndose las heridas. La pelea con Cinnamo no le había afectado, pero sí la reacción de su padre; sus jefes le habían advertido, con cortesía pero con contundencia, que aunque estaban bajo su mando no eran sus campesinos y podían cambiar su lealtad si así lo decidían. Togodumno pensó con frialdad en su precio de honor y llegó a la conclusión de que era lo bastante alto. No robó más ganado de los miembros de la tribu, pero él, Caradoc y Adminio atacaron dos veces el territorio coritano antes de que los brotes castaños y pegajosos se abrieran en los árboles. Los coritanos, ultrajados e indignados, comenzaron a levantar enormes terraplenes a centímetros de la frontera. Cunobelin estaba satisfecho.
—Es un comienzo —declaró—. Debemos movernos despacio.
Luego empezó la parición y la siembra, y los ánimos de los hombres se elevaron y desplegaron como la ancha alfombra de campánulas extendida en el suelo por la mano pródiga del dios de los bosques.
Un día templado en que el río corría tibio y verde y el sol rizaba su superficie, seis hombres detuvieron sus caballos fuera de las primeras puertas.
Sus túnicas estaban sucias y arrugadas. Iban adornados con broches y brazaletes de diseños extraños y retorcidos, y sus torques de bronce estaban casi ocultas bajo barbas enmarañadas que daban a los rostros oscuros un aspecto salvaje y descuidado. Las capas que colgaban de los lomos de los caballos eran de color escarlata, ribeteadas con borlas azules, y cada hombre llevaba un escudo de bronce colgado del hombro. Sus ojos ardían bajo frentes altas y bronceadas, miraban atentamente el río y, más allá de los árboles, las puertas y la sombra fresca de la pared de tierra externa, buscando con inquietud.
El más alto se adelantó para saludar al guardia de las puertas, que se había acercado de prisa con la espada desenvainada.
—Buenos días, catuvelauno —dijo. Su voz era profunda pero áspera por la fatiga—. Guarda tu espada, venimos en son de paz. Busca a tu señor. Dile que Venutio, jefe de Brigantia, está aquí. Luego tráenos comida y cerveza, puesto que estamos cansados y sedientos.
El guardia dirigió al grupo una mirada rápida y desaprobadora y les indicó que entraran en la oscuridad de su pequeña caseta de vigilancia. Los hombres le siguieron con lentitud, doloridos y rígidos por los largos días de viaje; se dejaron caer al suelo con desasosiego y cruzaron las piernas. El guardia depositó frente a ellos comida, pan y aguamiel oscura y fuerte, y los dejó de mala gana para enviar a un criado a cabalgar los nueve kilómetros y medio hasta Camalodúnum. Después, él mismo fue a atender los caballos.
Se les acercó con precaución; eran animales salvajes, vivarachos y asustadizos, adornados con los bronces más extravagantes, repletos de rostros contraídos de dioses extraños que le miraban de reojo. Maldijo en voz baja y los caballos retrocedieron, arrastrando los arneses y con las orejas pegadas a las cabezas. Entonces uno de los hombres dio una orden desde la sombra de la caseta y los animales se quedaron quietos de inmediato. El guardia los condujo a las cuadras y llamó a su criado para que le ayudara mientras aquellos hombres bebían la aguamiel en silencio y con ojos todavía vigilantes. Comenzaron a comer cuando el guardia regresó. Engulleron la comida sin excusarse, después apoyaron las espaldas en la pared, con las piernas estiradas, y mantuvieron las manos en las empuñaduras de las espadas; siempre sin hablar. Al cabo de un rato, cuando parecían dormidos, el guardia intentó ponerse de pie para salir, pero seis pares de ojos le traspasaron sin pestañear, enfocados en él con ruda hostilidad, y se sentó de nuevo, tratando de calcular cuánto tardaría en llegar un mensaje para poder deshacerse de esas visitas no gratas.
Por fin, después de dos horas de silencio, se oyó el sonido de cascos seguido del retintín de arneses y voces de hombres. Venutio y sus brigantes se pusieron alerta y se incorporaron sin hacer ruido. Abandonaron la penumbra mal ventilada de la caseta del guardia y salieron parpadeando al sol; el guardia se tomó una jarra de cerveza con inmenso alivio. Caradoc y Cinnamo habían desmontado, pero su escolta permanecía sentada en los lomos anchos de los caballos, con las manos deslizándose furtivamente en los puños de las espadas que llevaban escondidas bajo los pliegues de las capas.
Caradoc y Cinnamo avanzaron y saludaron.
—Bienvenidos a Camalodúnum, jefes de Brigantia —dijo Caradoc y los miró con sincero interés—. Que vuestra estancia aquí os depare descanso y paz. —Aunque Caradoc era alto, Venutio le sacaba una cabeza y Caradoc se sorprendió al sentir su muñeca apretada como en una prensa. Se resistió ligeramente, por orgullo, y Venutio esbozó una leve sonrisa; sus dientes blancos aparecieron entre la maraña de barba roja.
—Agradezco vuestra bienvenida —respondió, y se soltaron las manos—. Soy Venutio, mano derecha de mi señor. Y éstos son hombres de mi clan.
Caradoc los saludó a todos con afabilidad, consciente del poder latente en ellos, una corriente subterránea tosca, casi salvaje, de fuerza bruta y pura astucia animal. Sabía que Cinnamo estaba observando los diseños extraños y repelentes en los escudos y broches, con la misma mirada fascinada.
—Soy Caradoc, hijo de Cunobelin —se presentó finalmente y se volvió. Los caballos de los brigantes eran guiados desde la puerta de las cuadras—. Mi padre os aguarda con impaciencia e incluso ahora están matando un ternero en vuestro honor.
De ese modo se cumplieron las formalidades de la bienvenida y los jefes catuvelaunos que todavía permanecían montados se relajaron; las manos que se aferraban a las espadas volvieron a las monturas. Caradoc, Cinnamo, Venutio y sus hombres subieron a sus caballos y el grupo avanzó por el sendero serpenteante que ascendía en dirección a la aldea. Poco después, Camalodúnum apareció como una mancha de humo negro, como una vaga joroba gris en el horizonte, pero todavía estaba bastante lejos.
Caradoc y Cinnamo conversaron un poco mientras cabalgaban para que esos hombres extraños se sintieran cómodos, pero sus esfuerzos no fueron recompensados. Los brigantes no decían nada, observaban con ojos severos el lento despliegue de la campiña verde y pacífica. Caradoc supo que cuando la embajada regresara a casa, el rey de los brigantes recibiría un informe completo de los catuvelaunos amigos de los romanos..., la cantidad de ganado y de campos cultivados, el número de comerciantes con los que se habían cruzado y saludado en el camino, la dimensión de los bosques. A Caradoc no le importaba. Los jefes también verían las sólidas murallas circulares de piedra que rodeaban la aldea, la consistencia de las enormes puertas, la profundidad y peligrosidad del foso. Que miraran y se asombraran. Sin embargo, no parecían sorprendidos. Venutio señaló a un campesino y a su esposa, que estaban sembrando descalzos y con las túnicas metidas en los cinturones de cuero, y susurró a sus compañeros un comentario que derivó en una serie de risas ahogadas y secas. Pero salvo eso, la cabalgata fue callada e incómoda. Caradoc y Cinnamo se miraban y sonreían con afinidad, pensando en la reacción de Cunobelin. Pero Caradoc también pensaba en Aricia, y entonces la sonrisa se borraba de su rostro. De modo que se iría. Había temido y deseado que llegara ese día pero en aquel momento sólo podía pensar en el miedo de Aricia y en los kilómetros que tendría que cabalgar en compañía de esos jefes y hombres libres impredecibles para llegar a Brigantia.
Por fin desmontaron de nuevo y los guardias de las puertas los saludaron y los hicieron pasar. La tarde había comenzado y el sol, que brillaba con intensidad y se filtraba a través de jirones sin rumbo de nubes indolentes, los hacía sudar mientras esperaban que los criados de las cuadras se llevaran los caballos. Luego, Caradoc hizo un gesto a Venutio y subieron juntos la pendiente. Dejaron atrás las caballerizas, las perreras y las tiendas de los artesanos; más arriba, la dispersión sucia de las chozas de los plebeyos libres donde las mujeres chismorreaban sentadas sobre pieles, y las chozas de madera y senderos limpios del circulo de los nobles y jefes. El templo de Camulos estaba abierto y al pasar ante él, Venutio echó una ojeada al interior. El dios de tres rostros se agazapaba en la oscuridad cerrada, fea y amenazante; Venutio apenas pudo reprimirse para no escupir. «¡Admiradores de los romanos!», pensó. Hasta sus dioses estaban encerrados en templos oscuros, como los dioses de Roma. Lo único que quería era marcharse una vez le hubieran entregado a la señora.
Caradoc se detuvo frente a las puertas del Gran Salón, donde Cunobelin estaba de pie con sus jefes alineados junto a él. Con los brazos cruzados y resplandecientes por los brazaletes de bronce que los cubrían; su cabello gris caía trenzado sobre el pecho, y mantenía los ojos semicerrados contra la luz del sol. Venutio se adelantó y le saludó. Cunobelin sonrió, ofreció su brazo y notó la tensión en el rostro de Caradoc. ¡De manera que los pastores de Brigantia lo habían turbado! Tanto mejor. Que observara y aprendiera. Cunobelin chasqueó los dedos y sus jefes se dispersaron.
—Bienvenido a Camalodúnum, hijo de Brigantia.
—Vuestra hospitalidad es ilimitada, Cunobelin, rey —respondió Venutio. Su voz era grave, un retumbar vibrante y, en comparación, la de Cunobelin era aguda y débil—. Estamos cansados. Hemos viajado deprisa, puesto que nuestro señor agoniza y quiere a su hija en casa. —Un murmullo se alzó entre el gentío.
—He recibido noticias de vuestra llegada —explicó Cunobelin afablemente. Caradoc le miró con estupor. Era posible, desde luego, ya que su padre vigilaba muy bien las fronteras, pero de ser cierto, no lo había comentado a nadie. Cunobelin se volvió—. Pasad ahora y comunicadme las novedades. Podréis bañaros y descansar, y celebraremos un banquete. Después plantearéis vuestro asunto al Consejo.
—Rey, aunque nos gustaría pasar las horas agradablemente, tenemos mucha prisa —replicó Venutio en voz baja pero friamente—. Mandad a buscar a la señora, os lo ruego, y que preparen su carro de viaje. Las fuerzas de su padre decaen y no nos atrevemos a retrasarnos demasiado.
Cunobelin se volvió desconcertado y algunos de los jefes empezaron a murmurar con ira. Rechazar la hospitalidad era el colmo de la descortesia, pero ¿qué otra cosa podían esperar de esos bárbaros hombres del norte?
—Pero sin duda comeréis el ternero que ha sido sacrificado en vuestro honor y os cambiaréis de ropa, ¿verdad? Además, no será fácil para Aricia recoger sus pertenencias. Ha estado aquí mucho tiempo y tiene muchas posesiones preciosas.
Nadie pasó por alto la indirecta que contenía una tranquila afirmación de la superioridad catuvelauna, pero aunque la mandíbula de Venutio se tensó, contestó a Cunobelin con la misma calma indiferente.
—Cunobelin, en efecto, hemos de lavarnos, cambiarnos y comer —consintió con lentitud—. No obstante, ojalá que el banquete sea rápido y el Consejo silencioso puesto que, lo queramos o no, debemos partir mañana antes del amanecer.
Había firmeza detrás de aquellas palabras y los hombres de Cunobelin se juntaron en un grupo belicoso y miraron con aspecto ceñudo a los extranjeros. Pero Cunobelin finalmente volvió a sonreír con comprensión. A ninguno de ellos, ni a Venutio y sus jefes ni a Cunobelin y su banda, les importaba que el padre de Aricia se estuviera muriendo. No estaban hablando con sus palabras, sino con sus voluntades, y el juego era tan viejo como las tribus mismas. A Cunobelin le encantaba. Lo jugaba con habilidad consumada y sabía reducir a un oponente a la condición de un niño titubeante sin pronunciar una sola palabra áspera. Pero esos brigantes no entraban en sus maquinaciones, todavía no, y aquel día no quería jugar, así que en vez de abrir la siguiente baza, se encogió de hombros, se inclinó y tomó la delantera hacia el interior, dando la espalda a las espadas extranjeras. Venutio le siguió, con la espalda expuesta a los jefes catuvelaunos. Caradoc observó el ritual y tuvo ganas de reír. Cuanto más envejecía su padre, más disfrutaba de esos pequeños juegos. Caradoc apoyó una mano en el hombro de Cinnamo.
—Ve a buscar a Aricia y dile que ha llegado la hora —le ordenó. Su voz tembló y los ojos verdes se posaron en él con comprensión antes de que Cinnamo se alejara. Caradoc luchó contra el deseo de correr a su casa y sellar la puerta, pero caminó lentamente detrás de los jefes brigantes y hacia el aroma a grasa de cerdo rancia y humo de leña quemada.
Cinnamo halló a Aricia fuera de las puertas, no muy lejos, recogiendo campánulas bajo un árbol. Se quedó quieto un momento y la observó agacharse y enderezarse con los brazos llenos de las espléndidas flores azules.
No sentía pena por ella. Era una extranjera, hermosa, sí, con un barniz de cultura catuvelauna, sí, pero en última instancia, no pertenecía a su tribu.
Además, no era más que un problema y ella lo sabia. Caradoc se había vuelto malhumorado y deslenguado por culpa suya y últimamente, hasta Togodumno había estado siguiéndola con la mirada, con una luz extraña y pensativa en los ojos. Alguien así sólo podía traer discordia e incluso provocar el asesinato en una casa gobernante, podía debilitar la unidad y fuerza del clan. Cinnamo veía más en ella que Caradoc o Togodumno. Veía una mente fría y conspiradora detrás de los ojos radiantes, una peligrosa carencia de afecto humano. Aricia no le gustaba. Y se alegraba de que se fuera.
Dio un paso adelante y ella se puso rígida y se volvió. Sus dedos buscaron el cuchillo que llevaba siempre en el cinto y las flores cayeron como una lluvia húmeda sobre sus pies.
—¡Cinnamo! Me has asustado. ¿Qué quieres? —No sentía afecto por aquel joven rubio de ojos verdes. Tan calladamente seguro de sí mismo a pesar de sus ropas raídas y sus escasos ornamentos, le irritaba no poder mirarle nunca a los ojos. Se arrodilló y empezó a recoger las flores.
—Disculpadme por sobresaltaros, señora, pero Cunobelin me ha enviado a buscaros y debéis ir de inmediato. Los hombres de vuestra tribu están aquí.
El desconcierto nubló los ojos de Aricia, pero mientras Cinnamo continuaba allí en actitud respetuosa, escudriñando las frescas profundidades del bosque que se extendían tras ella, se puso de pie. El color sonrojó sus mejillas y se retiró, dejándola con una palidez cadaverica.
—¿Los hombres de mi tribu, Mano de Hierro?
Cinnamo vio que sus dedos largos y delicados temblaban y que, una por una, las flores empezaron a caer de nuevo, ya marchitas. De pronto, Aricia se apoyó contra el tronco de un árbol. Se sentía débil y respiraba de manera entrecortada, intentando recobrar el control de sí misma. Luego, con un movimiento furioso, arrojó hacia atrás las flores que le quedaban y caminó hacia él. La piel de su rostro se estiraba tensa sobre los huesos finos, y los ojos eran pozos de oscuro sufrimiento.
—Entonces, llévame ante ellos —dijo con voz aguda, y Cinnamo se volvió y se dirigió de nuevo al sendero y hacia las puertas abiertas.
Ella marchaba detrás, sin decir nada, y juntos ascendieron el camino ondulante a través de la aldea en dirección al Salón. El humo subía en espiral del techo de la sala y ya se podía oler el ternero asándose. Entraron en el Salón y lo hallaron lleno de jefes y de hombres libres ociosos, así como de gentes que habían venido a curiosear y a observar a aquellos seres venidos del norte. El volumen de la conversación subía y bajaba a su paso mientras las copas de vino se llenaban y vaciaban. Cinnamo se dirigió hacia Sholto y Caelte, que estaban de pie justo al otro lado de la puerta, con las cabezas juntas, mientras otros jefes de Caradoc se amontonaban a unos pasos. Aricia avanzó sola hasta donde la esperaban Cunobelin y Caradoc.
—Han venido por fin —murmuró Cunobelin amablemente cuando ella se acercó y se detuvo frente a ellos. Su rostro era una máscara de control rígido e insensible—. Los envié a las chozas de huéspedes para que se lavaran y cambiaran de ropa. Intercambiamos las noticias que pudimos. ¿Quieres oírlas?
Los labios de Aricia temblaban y, durante una fracción de segundo, su mirada se posó en Caradoc, luego se apartó del rostro bronceado para pasearse por el Salón, buscando un escape, una postergación. Togodumno se aproximó y le puso una copa de vino en la mano fría. Aricia bebió despacio y luego asintió. Cunobelin le pasó un brazo pesado por los hombros y la urgió a sentarse en las pieles; sus hijos se acuclillaron con comodidad frente a ellos. Detrás, en las sombras, los grupos de hombres se disolvieron, para acercarse y rodear a Cunobelin y Aricia. En cuclillas o sentados con las piernas cruzadas querían oir lo que ocurría. Estaban en su derecho, pero Aricia los odió por eso. Se apretó las manos sobre la falda roja y se sentó con la espalda derecha. Vio a Eurgain y a Gladys entrar, tomar una copa de vino y permanecer de pie juntas y vacilantes cerca de la puerta, y desvió la mirada.
Pero dondequiera que posara sus ojos, sólo veía avidez de noticias, un anhelo insensible de oir algo, y no hallaba sosiego. Cunobelin habló de nuevo, pero con suavidad, de manera que sólo sus hijos y sus jefes captaran las palabras.
—Tu padre agoniza, Aricia, y debes ir con él enseguida. Tu Consejo te espera en Brigantia, y también tu reino. Debes ir ahora a tu casa y ordenar a tus criados que te dispongan un carro. —La noticia fue transmitida con rapidez a los del fondo; estallaron las murmuraciones, luego se extinguieron.
Aricia contestó sin moverse.
—Tú eres mi padre, viejo lobo, y ésta es mi tribu. No me iré.
—Ninguna hija mía hablaría así —replicó Cunobelin con severidad—. Tienes una obligación con tu gente. No tienes hermanos y Brigantia aguarda tu dominio. ¿Dirás que he fracasado en mi responsabilidad hacia ti, que devuelvo a tu padre una mocosa malcriada y débil? —Los ojos de Aricia ardían por las lágrimas contenidas y tragó el vino. Sabia que él le hablaba con dureza para ayudarla a soportar lo que vendría, pero no podía evitar sentir una punzada de resentimiento. Se echó el cabello hacia atrás y le miró.
—Conozco mi deber, Cunobelin, pero es dificil. ¿No puedo ser perdonada por desear hacerlo a un lado? Vine aquí como una rehén, pero tú me criaste como a una hija. ¿Acaso la despedida no ha de ser dolorosa? ¿No sientes nada?
Cunobelin la abrazó.
—Soy consciente de lo que pierdo —admitió—, pero también soy consciente de los beneficios para Brigantia y de los beneficios para esta tribu. ¿No estableceremos comercio entre nosotros, y nos reuniremos en Samain, y mantendremos buenas relaciones, ahora que mi hija va a regir otro reino?
Ella rió, un sonido sin alegría.
—¿O acaso me convertiré en lo que mi clan desea que sea, una reina montañesa y salvaje que no ame a nadie y sospeche de todos? —Se puso de pie—. Iré a hacer mi equipaje y a reunirme con estos... los.., los hombres de mi tribu. —Pronunció las palabras con desprecio y se marchó con prisa.
Eurgain se volvió para hablar con ella, pero fue desairada con habilidad. La conversación acalorada volvió a brotar de nuevo mientras el sol entraba a través de las aberturas del techo y se mezclaba con el humo para formar charcos pálidos de luz en el suelo salpicado de cenizas.
Aquella noche, cada jefe y hombre libre en Camalodúnum asistió al banquete, y el alboroto y las risas estaban cargados con embriagadoras corrientes ocultas de regocijo. Los miembros de la familia real se sentaron juntos con sus bardos y escuderos y Aricia se hallaba entre ellos. Vestida deliberadamente con su mejor túnica, la de rayas rojas y amarillas bordada con hilo de oro, la fina corona en su frente era de oro, al igual que los brazaletes y las ajorcas. Sentada sobre su capa, la túnica se plegaba con suavidad a su alrededor, y sentía las miradas de los extraños hombres de su clan escrutándola con atención. Percibía recelo en ellos, una antipatía vaga e inquieta.
Bueno, que la odiaran, se dijo. No le importaba. Tendrían que obedecerla y lo sabían.
Comió poco y bebió mucho, y sus compatriotas, que desdeñaban el vino romano, bebieron a grandes tragos su barata cerveza local, sin dejar de observarla desde sus lugares junto a Cunobelin y sus jefes. El bardo de Cunobelin tocaba y cantaba, pero el ruido de las voces ahogaba sus palabras.
Caradoc conversaba tranquilamente con Sholto y Cinnamo, consciente de una satisfacción creciente y un alivio culpable. Togodumno y Adminio discutieron y terminaron a golpes, pero ante una palabra de Cunobelin, retrocedieron avergonzados. Con los ojos morados y las narices ensangrentadas, se dispusieron a seguir bebiendo y a coquetear con las mujeres. Gladys y Eurgain, sentadas juntas, relucían bajo la luz oscura de las antorchas humeantes, con sus asistentes revoloteando cerca. Fuera soplaba el viento, suave y húmedo, y, de tanto en tanto, caía una lluvia ligera y libia. Al cabo de un rato, Cunobelin despachó a los esclavos y llamó a Consejo. Venutio se levantó y explicó ruda y rápidamente el motivo de su presencia.
Aricia lo estudió con cuidado. Era apuesto de una manera irresistible.
Una fuerza fisica emanaba de aquellas piernas largas, gruesas y enfundadas en los calzones, así como de su voz resonante y del cabello rojo enmarañado. Y sus hombres estaban pendientes de sus palabras como si fuera el más elocuente de los bardos que les cantara sobre las victorias venideras. No obstante, era joven, apenas mayor que Caradoc. Aricia sorbió su vino, lo saboreó con fatalismo, sabiendo que no lo volvería a beber por muchos años, a menos que, de alguna manera, pudiera convertir a sus salvajes bebedores de cerveza en hombres libres catuvelaunos. Cuando Venutio se sentó con su penetrante mirada animal fija en ella, Aricia le miró y luego desvió la vista hacia Caradoc que jugueteaba con su cabello marrón trenzado y escuchaba con interés los susurros de Tog. Venutio era un desafio que tendría que afrontar si quería hacer de Brigantia lo que haría, pero tal vez resultara más fácil de domar que los refinados hijos de Cunobelin. En ese momento hablaba uno de los jefes, pero no en desacuerdo, y ella supo que la sonrisa en la cara de Cinnamo no tenía nada que ver con los efectos del vino.
«Se alegran de que me vaya —pensó con rencor—. Todos ellos. Muy bien, yo también me alegraré.» Sonrió a Venutio y él le devolvió la sonrisa con lentitud y cautela; luego apartó la mirada. Tal vez su nueva reina no fuera tan romana como parecía.
En la bruma que precede al amanecer, cuando el rocío mojaba el suelo con intensidad y los árboles se alzaban como guerreros fantasmales más allá de las puertas, Cunobelin, Caradoc, Togodumno y los demás se congregaron para compartir la copa de la despedida con Aricia y sus jefes. Dos carros esperaban ya listos; la humedad formaba gotas en las crines y los costados de los ponis atados, que aguardaban para tirar y transportar las túnicas, las capas lujosas, las joyas finas, las copas, y las cortinas adornadas con cuentas y en aquel momento cubiertas con arpillera para protegerlas de la humedad matinal. Aricia estaba de pie junto a su caballo, con la capucha echada hacia atrás y los ojos oscurecidos por la tensión y la fatiga. Venutio se hallaba a su lado, y su actitud ya era posesiva.
El escudero de Cunobelin entregó la copa a Aricia con una ligera reverencia. Ella la tomó y bebió, luego la devolvió y el hombre la pasó a los otros, acurrucados bajo sus capas largas. Cuando todos hubieron terminado, el escudero se llevó la copa y Cunobelin se adelantó y abrazó a Aricia. Por última vez, ella descansó en el circulo de sus brazos fuertes y contempló el rostro arrugado y taimado.
—Ve con seguridad y camina en paz —dijo él.
Luego Caradoc se acercó y la besó en la mejilla fría.
—Perdóname —murmuró en el cabello húmedo, pero Aricia no contestó.
Adminio fue el siguiente en abrazarla y ella siguió rígida como un centinela de piedra, pero Tog buscó su boca y le masculló algo al oído que dibujó una sonrisa fugaz en los labios tensos. Eurgain la envolvió con sus brazos tibios y su perfume y, de pronto, Aricia se enterneció. Las dos muchachas permanecieron abrazadas y Aricia susurró:
—Cuidale, Eurgain. Te necesita más que a mí.
Gladys caminó hacia delante, la besó y puso algo tibio y suave en la palma de su mano.
—Un talismán —explicó. Aricia abrió la mano y lo miró. Era un trozo diminuto de madera flotante que parecía retorcerse en su piel, cuatro víboras entrelazadas. El talismán había sido aceitado y lustrado y tenía un broche para poderlo prender en una túnica o usarlo para sostener una capa.
Mientras Aricia lo contemplaba, el extraño consuelo de Gladys desató por fin sus lágrimas y se apresuró a montar. Se acomodó la capa, se colocó la capucha e hizo una señal con la cabeza en dirección a Venutio.
Nadie gritó adiós ni agitó su mano y Aricia se perdió enseguida en la bruma. Los carros retumbaron tras ella y Cunobelin se volvió con brusquedad hacia las puertas. Gladys y Eurgain le acompañaron.
Togodumno miró a Caradoc y sonrió.
—Me pregunto cuál será su destino —comentó—. ¿Crees que le haremos la guerra en el futuro?
«Un vacío que no será llenado...», pensó Caradoc con una punzada de profundo pesar. De repente, el rostro de ella apareció frente a él, los ojos moteados con oro muy abiertos y los brazos levantados para abrazarle. Parpadeó y devolvió la sonrisa a su hermano.
—¿Quién sabe? —contestó con cautela. Sin embargo sentía que el hilo que le ataba a ella se alargaba, se estiraba, se volvía tirante a su alrededor, pero sin ninguna señal de cortarse. Estaba seguro de que volverían a encontrarse.
Una mañana soleada, fresca y perfumada con el delicado aroma de las flores amarillas de la aulaga, siete días después de la partida de Aricia, Caradoc y Eurgain compartieron la copa del matrimonio. La boda se realizó en el terreno de hierba que se extendía desde el muro de tierra de Camalodúnum y se convertía más adelante en una pradera de pastoreo y en los brotes cortos de nuevos cultivos. Eurgain llevaba una corona de plata en la frente y su cabello dorado oscuro caía suelto sobre los pliegues azules de su túnica con borlas.
Caradoc iba vestido de escarlata. Se erguía alto y orgulloso mientras el vino rojo chispeaba en la copa y los jefes y hombres libres reunidos esperaban para vitorear y cantar cuando se pronunciaran las palabras que los unirían.
Caradoc había elegido con gran esmero sus regalos de boda. Un collar de cuentas azules de vidrio de Egipto, un rollo de seda de la isla de Kos que destelló con los colores del arco iris cuando Eurgain lo levantó con curiosidad y deslizó la fina tela por sus dedos, un par de perros de caza, y dos copas de la plata más pura traídas especialmente en barco desde Roma.
La dote de Eurgain había sido la mayor jamás aportada a un guerrero de la tribu..., doscientas cabezas de ganado..., y cuando Caradoc tomó su mano, besó los labios suaves y el alboroto estalló a su alrededor, pudo ver a su lado el rostro burlón y a la vez enfadado de Togodumno. Caradoc tenía el precio de honor más alto de todos los de su clan. Escogió regalos también para sus jefes, teniendo cuidado de no ofender a ninguno. Sin embargo, a Cinnamo le entregó cincuenta vacas de cría y una capa nueva; éste protestó con vehemencia y habló de la vergüenza que caeria sobre él ante semejante favoritismo, pero Caradoc señaló que sólo estaba comprando lealtad futura y Cinnamo, después de sopesar las palabras en silencio y con calma, por fin asintió y aceptó el magnifico obsequio, sabiendo que, eventualmente, se lo ganaría en el séquito de Caradoc.
Cunobelin había regalado a la pareja la casa más grande de la aldea. Tenía dos habitaciones, dos hogares, y se necesitaba el doble de trabajo para mantenerla limpia, había protestado Fearachar. Eurgain había pasado un día feliz colgando sus lámparas y acomodando sus pertenencias, y había convencido a Fearachar de que le abriera una ventana baja. La vista no era tan amplia como la de su propia casa, pero sabia que tendría poco tiempo para mirar las estrellas. Lo lamentaba, pero su casa pronto adquirió el aura pensativa y pacífica que ella llevaba consigo a todas partes, y su callado anhelo del silencio de las colinas lejanas se volvía en ese momento hacia Caradoc, su amor.
Faltaba poco para el Beltine, la fertilidad estallaba por dondequiera que ella mirase y el sol entibiaba su rostro cuando se volvió hacia su esposo, le sonrió con timidez y alargó una mano insegura para tocar el oscuro cabello ondulado que enmarcaba aquel rostro moreno. Era suyo. Aricia ya no estaba. Caradoc llegaría a amarla con el tiempo; pero aunque no fuera así, no importaba. La necesitaría y eso bastaba.