CAPITULO 37

Estaba acuclillada frente al fuego en el salón del Consejo y observaba las llamas que se elevaban hacia el techo. Fuera, un ventarrón invernal aullaba y azotaba las paredes con una lluvia que caía como flechas. A su izquierda, su padre se hallaba sentado con las piernas cruzadas sobre las pieles; las trenzas grises caían ordenadamente sobre la túnica verde y la espada descansaba sobre las rodillas. La miraba con pesar mientras meneaba la cabeza.

«Te advertí que no te casaras con ese jefe campesino y débil, Boudicca —masculló—, pero tenías que hacerlo, aunque las profecías eran malas y el vidente te lo desaconsejó. Ya ves, te ha llevado a la ruina.»

Deseaba contestarle, decirle que se ocupara de sus asuntos y la dejara en paz, pero sentía un dolor hueco en su interior y no podía hablar. El fuego despedía demasiado calor. Le arañaba la espalda con uñas de fuego y Boudicca se preguntó por qué tendría esa sensación, si las llamas iluminaban su rostro y coloreaban sus senos desnudos.

—Padre, ¿por qué estoy desnuda? —preguntó en voz baja. Subidasto rió de pronto.

«Porque no tienes ropa puesta», se burló. El viento suspiraba en las rendijas de ventilación. «Lluvia —susurraba—. Lluvia y rocío, ríos helados que se arremolinan sobre piedras suaves, arroyos que serpentean entre los helechos verdes y sombríos del verano, agua, agua fría y dulce.» Abrió los ojos.

—Agua —balbuceó con voz áspera.

Lovernio arrojó los dados sobre la mesa, sirvió agua de la jarra y le acercó la copa. Ella levantó la cabeza y bebió con ansia. Luego volvió a apoyar la mejilla en el camastro fresco. Yacía boca abajo en su propia cama, en su propia y diminuta choza. Fuera, la tormenta gemía y se lamentaba, y la lluvia se caía sobre el techo y se deslizaba por las paredes. Estaba oscuro. El fuego crepitaba, rojo y reconfortante, las lámparas destellaban con un brillo constante y los dados repiqueteaban otra vez en los dedos de su bardo. Cerró los ojos de nuevo y exploró su cuerpo. Le dolía la cabeza con una persistencia desagradable y nauseabunda. Sentía los brazos y las piernas pesados y entumecidos, tenía el cuello tieso y la espalda... La espalda le dolía como si miles de mujeres libres estuvieran sentadas a su alrededor y le clavaran agujas en la piel hinchada y tierna. Quería volver a dormirse, pero el sueño no llegaba. Por fin, levantó un brazo lentamente y se apartó el cabello de la barbilla lastimada y dolorida.

—¿Cuánto tiempo? —musitó.

Lovernio acercó la silla y se inclinó hacia ella.

—Es la cuarta noche, señora. Pensé qué moriríais. —La mano que estaba a la misma altura de sus ojos se abría y cerraba, una y otra vez, y los dados canturreaban con alegría.

«¿Qué puerta debo cruzar primero? —pensó—. ¿A qué pozo negro lleno de muerte he de arrastrarme?» Lovernio aguardaba otra pregunta, con su mirada impasible clavada en ella. Boudicca advirtió los moretones violáceos en las sienes y el tajo que cicatrizaba con rapidez debajo del ojo, pero no quiso preguntar. Deseaba yacer así para siempre, en la tranquila penumbra de su habitación, callada e ignorante, sosegada y pasiva, y dejar que el tiempo pasara husmeando junto a ella en busca de otra presa.

—Cuéntame —le suplicó con voz queda.

Lovernio no la miró. Desvió los ojos a la pared desnuda detrás de ella.

—Los soldados me ataron cuando recuperé la conciencia —explicó—. No sé por qué no me mataron. Señora, estoy avergonzado. No pude hacer nada.

—Lo sé. Es inútil hacerse reproches, Lovernio. Prosigue.

El hombre se envaró en la silla y dejó quietas las manos.

—Vuestras hijas han sido desfloradas, señora —declaró con rudeza—. Muchos soldados vinieron y las violaron y después las arrojaron al frío. Ethelind no ha vuelto a hablar desde entonces y no deja que nadie se le acerque. Brigid... —Se llevó los dedos a la herida que tenía en la mejilla y Boudicca notó que temblaban—. Brigid ha perdido su alma, señora. Y no la recobrará jamás.

Una oleada de náuseas subió por la espalda de Boudicca y la sacudió. Cuando alcanzó su cabeza, se inclinó hacia delante y vomitó en el suelo. Luego, pálida y jadeante, volvió a desplomarse con debilidad en el colchón.

—¿Dónde está ahora?

—Con Hulda, en una de las chozas. Un jefe la encontró vagando por el borde del bosque y la trajo. Tiene los pies congelados y la herida en el pecho está tardando en cicatrizar.

Boudicca hizo a un lado con cuidado la sucesión de pequeñas y claras imágenes que brotaron en su mente como visiones lejanas.

—¿Y Deciano? —inquirió.

Él y los soldados han dejado la aldea. Ahora irán a los caseríos y las granjas. Sin duda, los agentes ya han elegido los frutos más maduros para recoger.

—¿Qué nos queda, Lovernio?

El bardo enarcó las cejas espesas, hizo una mueca, y sus dedos comenzaron a juguetear con los dados otra vez.

—Nuestras vidas, a la mayoría. Nuestros sesos. —De pronto, se dio cuenta de lo que había dicho y se ruborizó, pero ella no se espantó. Sabía que para salvar a los icenos y preservar su libertad, debía aprender a enterrar todas las catástrofes, todas las noticias horrorosas, sin importar lo brutales que fueran, bajo la nueva pared que empezaría a erigir alrededor de su corazón: una pared alta, lisa e inexpugnable, más resistente al dolor que su acostumbrada y completa sinceridad—. Nuestras chozas, algo de comida, algunas ropas, los carros y los caballos.

—¿Eso es todo?

—Sí.

Boudicca meditó un momento, contenta de poder concentrar sus pensamientos en algo que no fuera el dolor que la envolvía. Lovernio suspiró, acercó aún más la silla y bajó la voz. El viento todavía se agitaba alrededor de la choza como un potro salvaje y la lluvia se colaba bajo la puerta de pieles.

—Señora, la tragedia ha alcanzado también a Favonio. Marco está muerto.

No estaba preparada para ese golpe.

—¿El joven Marco? ¿Cómo?

—Nadie lo sabe. Lo encontraron en el bosque, con un puñal clavado en el pecho. Favonio y sus guardias han estado interrogando a los jefes, amenazándoles, pero no han descubierto nada. No creo que la gente esconda ninguna información; simplemente no lo saben.

—Oh, Lovernio —exclamó ella, y el pesar intensificó su voz ronca y profunda—. Era un joven tan recto... ¡Pobre Priscila!

—Favonio envió a su esposa a Colchester y creo que solicitará que le transfieran a otra guarnición. Ha pedido veros.

—Sí, supongo que lo ha hecho, pero no deseo recibirle en la cama.

—Señora —replicó el bardo con tono vehemente—, dejad que venga. Dejad que vea lo que sus compatriotas os han hecho. ¿Acaso su sufrimiento es más amargo que el vuestro? ¡Feliz de Marco que perdió la vida y no el alma! ¡Dejad que venga!

—Tienes razón —contestó ella despacio—. ¿Por qué he de preocuparme por mi dignidad? Soy una rama quebrada. Mi vida se escurre como la savia que cae al suelo. Mis hijas son niñas con ojos de espantapájaros. —Se le quebró la voz y volvió la cabeza para que él no viera las lágrimas cargadas de dolor que manaban entre sus párpados férreamente cerrados—. Mi pueblo. Mis valientes. Confiásteis en mí y os defraudé —murmuró, y Subidasto masculló en su oído: «Te lo dije, te lo dije. Ahora ya sabes por qué estás desnuda». Permaneció inmóvil un largo rato, escuchando en silencio los movimientos inquietos de Lovernio, el caprichoso estruendo de la tormenta, el ritmo rápido y ansioso de su propio aliento febril.

Después volvió la cabeza y le miró otra vez.

—Lovernio —dijo—, tráeme a un druida.

El bardo se levantó. Los dados desaparecieron y esbozó una sonrisa.

—¿Os he entendido bien, Boudicca?

—Lo has entendido perfectamente, pero nadie más debe saberlo. Envíame a alguien en quien confíes y hazlo pronto. Dile al druida que el hechizo de los icenos se ha roto.

—Ya debe de saberlo. ¿Debo permitir a Favonio que venga?

—Sólo si tú le acompañas. Y dile a Aillil que ahora es mi escudero.

Lovernio salió con paso enérgico y Boudicca se adormeció, exhausta, para caer por fin en otro sueño enfermizo y soporífero en el que su padre estaba sentado en un rincón de su habitación, con la espada brillante apoyada en las rodillas y una expresión de paciente irritación en el rostro. Cuando despertó, mareada y con una sed feroz, Subidasto seguía allí, hasta que parpadeó y desapareció. Favonio estaba de pie junto a la cama, cubierto por una larga capa que olía a lana vieja y húmeda. Lovernio se encontraba detrás de él; el agua chorreaba de sus hombros y goteaba de sus trenzas flojas. Boudicca no dejó hablar a Favonio.

—Muéstrale, Lovernio —ordenó, y Lovernio se aproximó a ella y vaciló.

—Señora, la sábana está pegada a las heridas.

—Arráncala.

El bardo se acercó y obedeció con reticencia. Boudicca gimió de dolor cuando la sangre fresca comenzó a correr por su espalda.

—Mira bien, Favonio —siseó—. ¿Te gusta lo que ves? —Los ojos enrojecidos del romano descendieron del rostro a la espalda y Favonio no se estremeció a pesar de que era una masa de carne destrozada. En un sitio, donde los labios de una herida se hundían, creyó vislumbrar el hueso. La sangre de los cortes recién abiertos se deslizaba con pereza hacia el colchón. De repente, Boudicca bajó la cabeza—. Cúbreme, Lovernio.

—Debes creerme —manifestó Favonio en tono monótono—. No pensé que iría tan lejos.

—¿De verdad? —se mofó ella con la voz amortiguada por la almohada—. ¿Acaso no fue por eso por lo que te deshiciste de mí con esos avergonzados rodeos, como un mentiroso recién nacido que practica por primera vez su arte? Sospechabas esto, Favonio, y ahora ha rebotado en tu propia cabeza. —Él dio un respingo y, de improviso, se dejó caer en la silla junto a la cama y se reclinó con un agotamiento y un pesar indescriptibles. La piel del rostro le colgaba como si le hubieran pasado diez años en una noche y tenía los ojos empañados.

—He hecho llegar mis quejas al gobernador —dijo. La voz viril y fuerte se había convertido en un débil murmullo. Boudicca logró reír.

—¡Tal como te pedí semanas atrás! ¿Sabías que los soldados violaron a Brigid hasta dejarla sin alma? ¿Sabías que le robaron la voz a Ethelind? ¿Qué puede hacer el gobernador al respecto?

Favonio levantó una mano como si deseara apartarla.

—No lo sé.

—¿Acaso un edicto imperial te devolverá a tu hijo?

Se estremeció y se inclinó hacia delante.

—Encontraré a su asesino, Boudicca, aunque tenga que destruir el resto de la aldea para hacerlo. Algún jefe aprovechó la oportunidad y ahora un joven está muerto.

—¿Por qué acusas a los jefes con tanta rapidez? Marco solía usar el atuendo de la tribu, los calzones y la túnica larga de los jefes. Lo más probable es que algún soldado borracho lo haya confundido con un iceno y lo haya matado en la oscuridad.

—No. El puñal no era romano. Era un cuchillo de cortar carne que tomaron del salón del Consejo.

—Y ni la mitad de los soldados eran legionarios en servicio, Favonio. Muchos eran veteranos sin las armas reglamentarias. Creo que debes preguntarle al procurador quién mató a Marco. ¡Oh, la imparcial justicia romana! ¡Una audiencia justa para todos!

Favonio se levantó como si su cuerpo fuera una roca pesada que lo encajonaba.

—Es cierto que la espada de la justicia tiene dos filos —dijo—. Le preguntaré a Deciano, pero seguiré interrogando a los jefes.

—Pierdes el tiempo. —Le temblaban los labios y tenía dilatados los orificios de la nariz blanca—. Deberías admitir que no has cumplido con tu familia ni con tu deber, Favonio, y arrojarte sobre tu espada como un buen romano.

Favonio se dirigió a la puerta.

—Todavía no, Boudicca —dijo al salir—. Todavía no.

Durante un mes, el procurador y sus asistentes arrasaron la campiña y cuando ya no quedó nada que valiera la pena tomar, regresaron a Colchester. Entonces, la gente comenzó a invadir la aldea. Se dirigían a la choza de Boudicca y ella yacía allí, hora tras hora, con los ojos cerrados, el cuerpo desollado por el dolor de los latigazos y el alma hecha jirones por las historias de muerte, violación y pérdida. Los icenos eran como corderos indefensos.

Reblandecidos por años de vida cómoda y prosperidad creciente y despojados de repente de todo lo que poseían, riqueza y familia, temblaban y gemían en el viento frío de la traición romana. Boudicca no podía consolarlos. Podría haberles dicho que cultivaran la tierra otra vez, que criaran el ganado que les quedaba, que volvieran a engendrar hijos, pero no habría sido suficiente. El grano y la carne no satisfarían a aquellas almas que clamaban venganza. Los nuevos hijos, amamantados por senos viejos, no entibiarían corazones llenos por el hielo del odio. Los despedía y, aunque ansiaba prometerles sangre, un sexto sentido le decía que todavía no había llegado el momento. Tenían que recuperar algo de fuerza. La conmoción debía ceder paso a la implacabilidad, y un golpe prematuro implicaría una represalia final y devastadora de la que ninguno de ellos volvería a recuperarse. De día, los jefes rodeaban su cama. Por las noches, Subidasto la asediaba, gritando, amenazando, tentándola, sacudiendo los puños tal como ella había hecho ante Prasutugas. Pero Boudicca aguardaba.

El druida llegó. Una tibia y lluviosa mañana, abrió las pieles de la choza, se quitó la larga capa marrón que lo ocultaba y se la arrojó a Lovernio en una lluvia de gotas. Levantó la sábana sin decir una palabra. Tocó a Boudicca con suavidad, gruñó, y luego envió al bardo a buscar una vasija. Atónita, ella trató de hablar, pero él levantó un dedo amonestador.

—Shh —ordenó—. Primero las heridas del cuerpo. Después las del alma. —Metió una mano en la túnica y extrajo cuatro pequeñas bolsas de cuero. Las abrió, se detuvo a oler cada una y extrajo un bote de grasa amarilla. Lovernio regresó con la vasija y el druida vació el contenido de las bolsas y agregó la grasa. Comenzó a triturar la mezcla en un mortero de madera mientras cantaba un hechizo curativo. Un aroma fresco llenó la habitación, como el viento que se mezcla con las nieves limpias de las montañas. Boudicca lo inhaló y sintió que la paz y la cordura la embargaban. Luego el druida se acuclilló a su lado y procedió a extender la mezcla por su espalda. La frescura del bálsamo se extendió despacio y enterró el dolor y el ardor. Boudicca suspiró y se relajó—. Sois muy afortunada —comentó, al tiempo que se limpiaba las manos en la túnica y se incorporaba para sentarse en la silla—. Tenéis una masa desagradable de carne supurante y púrpura que ya comienza a morir. Ahora, quisiera un poco de vino.

Boudicca sentía ganas de reír. El dolor se disipaba y ella quería cantar.

—Trae vino para nuestro invitado —siseó a Lovernio—. Y pan para ambos. —El bardo asintió y se marchó. Boudicca se volvió hacia el druida—. Bienvenido a la tribu —dijo—. Vino, comida y paz para vos.

El hombre bajó la cabeza con seriedad y la luz del fuego brilló en los anillos de bronce atados a su cabello rubio.

—Las tres necesidades para la salud del cuerpo. ¿Y la salud del alma? —Plegó las piernas cortas y la chispa en sus ojos dio paso a una mirada sombría y penetrante—. Por fin habéis recuperado la cordura, Boudicca. Sólo lamento que haya tenido que ocurrir de manera tan terrible. ¿Qué deseáis de mí?

Ella estaba acostada con la cabeza ladeada en la almohada para mirar aquel rostro afable e inteligente.

—Quiero que vayáis al oeste y supliquéis a Venutio y a los demás que os den armas para mí y mis hombres. Quiero enviar mensajes a todas las tribus de las tierras bajas. Quiero vuestro consejo.

El druida enarcó una ceja.

—¡Qué pequeñeces pedís! Vengo del oeste, Boudicca, donde Paulino se acerca a la sagrada Mona. Mis hermanos se preparan para la última gran batalla, conscientes de que tienen prohibido usar la espada. Y Venutio, Emrys y Madoc han enviado a muchos de sus jefes allí. No pueden venir aquí.

Boudicca palideció.

—¡Andrasta! ¿Acaso los icenos tendrán que pelear solos? ¿Qué posibilidades tenemos?

—Las mayores desde que los catuvelaunos enfrentaron a Plautio en el Medway —respondió—. Escuchad bien. Más de la mitad de las tropas en Albion están con Paulino, a cuatrocientos treinta kilómetros de Colchester, y las tierras bajas están virtualmente indefensas. La Novena está intacta, pero se encuentra al norte de vuestra tribu, no al sur. La Segunda está completa también, pero dividida. Oh, hay puestos de vigilancia, destacamentos, alguna guarnición aquí y allá, pero salvo eso, las aldeas del sur están abiertas. ¿Me escucháis?

Lovernio regresó con una jarra de vino, copas y una bandeja de carne y pan. Les sirvió en silencio y luego se dirigió al fuego y se sentó con las piernas cruzadas. Pronto, el tintineo de sus dados acompañaba la conversación de ambos.

—Los icenos no podremos hacer nada solos —prosiguió ella—. Si los hombres del oeste no pueden ayudarnos, ¿quién lo hará?

El druida tragó el vino y cortó un trozo del pan negro.

—Una vez —dijo—, las tribus del oeste pelearon solas, y hasta ellas mismas habrían sucumbido ante Roma si Caradoc no se hubiese convertido en arvirago. En comparación con su fogosa realidad, los pueblos de las tierras bajas se convirtieron en sombras, y como las sombras han sido olvidados. Pero Boudicca, los icenos son una tribu de las tierras bajas. ¿Diríais que vuestro pueblo aún camina en las sombras? Os digo que en este mes, este largo y doloroso mes, las tribus del sur se han despertado. La noticia de vuestra deshonra les ha llegado como el viento frío que anuncia el amanecer. Están espantados por vos, enfurecidos por sus propias tragedias. Han soportado la esclavitud por muchos largos años, pero la traición que habéis padecido ha logrado que su inquietud vuelva a tener propósito. Si los llamáis, vendrán.

—¿Por qué estáis tan seguro? Caradoc los llamó, nos llamó, pero nos negamos a escucharle.

—En esos días, el dominio de Roma era nuevo, recubierto de suaves palabras de prosperidad, dinero y promesas. Lentamente, han aprendido lo que significa la sumisión. Ahora ven sus garras, las garras que habéis sentido en vuestro propio cuerpo. Confiad en mi, Boudicca. Sé lo que os digo. Marchad hacia el sur y se os unirán a vuestro paso.

Ella permaneció un rato con los ojos cerrados. Después se extendió para tomar su copa y bebió despacio.

—Quisiera creeros, pero sé lo profunda que es la esclavitud de Roma. Tiene más poder y rostros que Andrasta misma.

El druida se impacientó.

—No digáis eso. Roma es sólo una ciudad. Los romanos son sólo hombres. Andrasta es la Reina de la Victoria. Creedme, Boudicca. ¿Acaso los druidas mentimos?

—No, pero tampoco habéis descubierto aún una verdad que permanezca con el transcurso del tiempo. ¿Os basáis sólo en la intuición?

—No. Hay rumores e historias que se filtran hacia el oeste y este último mes un nuevo fuego ha estallado de boca en boca. Podríais encender una gran fogata.

—Si os equivocáis, los icenos tendrán que marchar y perecer solos, porque no hay duda de que marcharemos. La deshonra exige justicia.

—Veo que recordáis las enseñanzas. —Se limpió los labios, se puso de pie y bostezó sin disimulo—. Primero debéis curaros, Boudicca. Y dormir. Me quedaré en la aldea hasta que podáis caminar, pero luego debo volver al oeste y a Mona. Vuestro destino está en vuestras propias manos. Cuando hayáis ideado vuestros planes, ordenad a vuestros hombres libres que lleven mensajes a las tribus. No temáis. Es tiempo de ajustar cuentas.

Entonces, con un gesto extrañamente humilde, Boudicca alargó la mano y le tiró de la túnica.

—Hacedme un favor, si podéis. Mi hija... —El druida suspiró con suavidad y volvió a sentarse.

—Lo sé, lo sé. No puedo devolverle el alma, pero tal vez pueda aliviar algo de su tormento. Enviad por ella.

Boudicca asintió hacia Lovernio.

—Trae a Brigid —le instruyó, y el bardo partió.

Aguardaron en silencio mientras la cellisca monótona siseaba fuera. Luego el druida comentó:

—Conocí a vuestro padre, hace mucho tiempo.

Boudicca volvió la cabeza hacia él.

—¿A Subidasto? Ha habido tantos cambios desde entonces, amigo

—Sí —replicó él con sencillez—. Yo fui un iceno. Alguna vez.

La sorpresa y la humillación la invadieron.

—Lo lamento —dijo, y el hombre se encogió expresivamente de hombros y rió.

—El tiempo de lamentarse ha quedado atrás, Boudicca, y creo que pronto volveré a ser un druida iceno.

Lovernio regresó, sujetó las pieles y Brigid entró. Llevaba una túnica roja que Boudicca recordaba de los días de las carreras de caballos y pesca en la nieve. Pero en ese momento parecía colgar del cuerpo delgado como una bolsa sin gracia, y el cabello suelto y pálido caía alrededor del cuello y los hombros flacos. Una de las manos de la muchacha descansaba en la de Hulda y la otra tironeaba y golpeaba su boca como si intentara ponerla en su sitio. Los ojos, como flores ahogadas, recorrieron el cuarto y se detuvieron en su madre, pero no hubo chispa alguna de reconocimiento en su mirada.

—Está sentada en el techo de mi choza —declaró—. La lluvia brilla en sus plumas y ella grazna «sangre, sangre», toda la noche. ¿Dónde está Pompeyo? Tengo tanto frío... Pompeyo me calentará con su agradable aliento y me dirá adónde ir. —La mano abandonó los labios hinchados y ondeó hacia la garganta con una delicadeza natural—. La sangre es negra bajo la luna y los ojos son blancos. Mi madre debería recordar, pero se ha marchado para convertirse en la Reina de la Victoria y yo debo ir a Roma. —Al mencionar la ciudad, soltó la mano de Hulda y comenzó a trazar angustiosamente un dibujo en la penumbra—. ¡Todos los hombres están llenos de sangre, sangre negra bajo la luna!

El druida se incorporó y se acercó a ella. Cogió los dedos perdidos de ambas manos y los sujetó con firmeza.

—Brigid —manifestó con tono amable—. La sangre es tibia y dulce. La sangre crea la música; la sangre hace reír. Los árboles tienen sangre dorada y los ríos tienen sangre plateada. El sol está lleno de sangre caliente, viva, brillante. Mírame. —Los ojos húmedos le miraron poco a poco y el druida sonrió—. Háblale de los ríos mientras ella se cierne sobre ti y te llama en la oscuridad. Háblale del sol y los árboles. —La boca inquieta se aquietó y Brigid tragó saliva dos veces. Frunció el entrecejo y trató de hablar, pero las manos permanecieron inertes en las de él y sus ojos no se apartaron de los del druida.

—Arboles —susurró. Entonces, de improviso, comenzó a reír, carcajadas agudas de júbilo vulgar. Sus manos se liberaron—. Yo le maté, pobre Marco —se burló—. Oh, Marco, mi querido, mi amor. El hermoso Marco, yo le apuñalé, y los árboles aplaudieron con sus manos negras, negras como su sangre bajo la luna.

Boudicca clavó una mirada horrorizada en su hija. Su propia sangre pareció huir de regreso a su corazón y dejarle la cabeza, los brazos y los pies congelados y muertos, mientras en su pecho una monstruosa bola de fuego latía irregularmente. «¿Por qué te espantas? —le murmuró Subidasto al oído—. Ella también está desnuda.» Lovernio gritó y Huida se balanceó.

Sólo el druida permanecía inmutable, con la mirada triste y fija clavada en Brigid. Se adelantó y la envolvió en un amplio abrazo.

—Niña —murmuró. Brigid dejó de reír y comenzó a sollozar. Se alejó de los brazos del druida y buscó el consuelo de la mano de Hulda.

—Llévatela, Hulda —dijo Boudicca con cansancio—. Y trénzale el cabello. Está muy desaliñada.

—No me deja hacerlo —contestó la mujer—. Y he pensado que sería mejor no molestarla con esas cosas.

Se marcharon junto con Lovernio. El druida enarcó las cejas hacia Boudicca con semblante sombrío.

—Curaos pronto, señora —dijo.

Ella sintió una enorme fatiga que le agobiaba el cuerpo y se dejó caer otra vez sobre la almohada.

—Ah, desolación —musitó con la voz quebrada—. Aunque matara a todos los romanos en Albion, los tiempos han cambiado y nada volverá a ser igual.

—Los tiempos cambian sin cesar —replicó él mientras se colocaba la capa y se encaminaba a la puerta—. Son los cambios dentro de nosotros los que nos traen desesperación o alegría, Boudicca. Vendré al anochecer para volver a colocar el unguento en vuestra espalda.

Atravesó las pieles y, al rato, regresó Lovernio.

—Está a punto de quedarse dormida —anunció—. Creo que está más tranquila.

—¿Y Ethelind?

—Ethelind deambula por la aldea, come y descansa, pero todavía no habla con nadie.

—Quiero sentarme, Lovernio. Ayúdame. —El bardo se aproximó, la levantó con cuidado y le dio la vuelta. Aunque la cabeza de Boudicca comenzó a girar y su espalda estalló en un grito de protesta, le agradó ver la habitación desde un ángulo normal—. Tráeme el peine.

Lovernio le alcanzó el delicado peine labrado y Boudicca comenzó a deslizarlo por el enmarañado cabello oscuro con reflejos rojizos. No se lo devolvió hasta que el cabello estuvo brillante y ordenado alrededor de sus hombros.

—Bien. Ve con Aillil al bosque. Buscad un claro agradable y bien escondido, construid chozas y una fragua. Desenterrad todas las armas y hacedlas limpiar y afilar. Fabricad espadas, lanzas y cuchillos. Y también torques. Pidele a Aillil que él mismo revise todos los carros y lleve los que necesiten reparación al bosque. Preparad hondas y hachas para los campesinos. Quiero a todos los icenos, hombres, mujeres y jóvenes, rearmados en dos meses.

—¿Las jovencitas también?

—Sí. Sus madres eran mujeres de espada y ya es hora de que aprendan lo que eso significa. —Se cruzó de brazos y se estrechó con fuerza—. Oh, Lovernio, ¿será demasiado tarde? ¿Recordará la gente sus viejas habilidades después de tantos años? ¿Será suficiente la sed de venganza para reavivar su espíritu?

—Aunque no recuerden otra cosa, recordarán que una muerte honorable es mejor que una vida de esclavitud. No nos queda nada más, señora.

—Lo sé. —Sonrieron con pesar antes de que ella continuara—. Toma a mis jefes. Envíalos a visitar a toda la tribu. Diles que entrenen a la gente con la espada en cualquier lugar secreto que puedan encontrar. Que usen palos, cuchillos de cocina, cualquier cosa, hasta que estén listas las espadas. Pero asegúrate de que no maten a ningún hombre de la guarnición, Lovernio. Si Favonio llega a oír el más mínimo rumor de lo que planeamos, estaremos perdidos. Debemos tener espías en los bosques y en las granjas para que nos adviertan sobre la posible proximidad de cualquier soldado. —El bardo asintió con brusquedad y enfiló hacia la puerta—. ¡Y nada de apuestas! —gritó ella—. ¡En vez de eso, afina tu arpa!

—¡Un hombre debe tener un poco de paz! —contestó Lovernio con irritación.

—¡Cuando estés en tu tumba! —replicó ella con tono mordaz y su voz resonó como una piedra de afilar sobre hierro oxidado.

Así, como una mágica e invisible metamorfosis protegida por el capullo del invierno, los icenos comenzaron a cambiar. En apariencia, la tribu se restableció en medio de una paz taciturna. La gente se dispuso a recoger los fragmentos de sus vidas destruidas, reconstruir sus casas y juntar los pocos animales que se habían dispersado en los bosques. Sin embargo, bajo el lento reordenamiento, un nuevo y terrible embrión de belicosidad avanzaba hacia su nacimiento. La tribu llevaba dos vidas. De día, las aldeas y caseríos se ocupaban de sus asuntos corrientes, pero por las noches los bosques de los alrededores ocultaban las exclamaciones atenuadas de hombres y mujeres que peleaban, el fuego blanco de los herreros sudorosos, los murmullos y susurros de un millar de transformaciones oscuras. Favonio las percibía. En su dolor y soledad, se paseaba por la guarnición a altas horas de la noche, consciente de los movimientos diminutos, de algo ajeno y nuevo en el viento helado. Detr  s de la suave y blanca pared del capullo iceno, veía cómo las sombras se moldeaban, se convertían de nada en algo tan difuso que no podía discernir qué era. Al final, atribuyó su ansiedad a la inquietud en su propia mente. No había descubierto al asesino de su hijo. Había habido infinidad de rumores. Incluso había llegado a oír que la pobre y demente Brigid lo había apuñalado esa noche despiadada, fría y catastrófica. Pero no lo había creído, y tampoco podía probarlo. Parecía que la muerte de Marco quedaría sin vengar.

El gobernador había respondido a su desolada protesta por la avaricia del procurador con un comunicado brusco, casi grosero. Paulino estaba muy atareado, no podía hacer nada hasta que su campaña hubiera terminado. Cuando regresara a Colchester, estudiaría el asunto, pero hasta entonces esperaba que los comandantes de las guarniciones mantuvieran la paz. Después de todo, ése era su trabajo. En cuanto a la transferencia, no era posible considerarla en ese momento. Esos detalles eran ajenos al tema que le ocupaba. Favonio caminaba durante las húmedas y largas noches de invierno, invadido por un miedo irracional. Solía tener pesadillas en las que algún hecho cotidiano y poco importante, como beber una copa de vino por la mañana con su asistente entre requisiciones y despachos, se iluminaba de terror. La gente conversaba y reía y el sol brillaba, mientras que constantemente, como un telón de fondo irreal y demente, el temor se elevaba hasta ser más palpable que el parloteo, las cifras en el papel y el sol débil.

Se sentía así en sus horas de vigilia. Cumplía con sus obligaciones, el invierno aburría a todos, leía las cartas que Priscila le enviaba de Colchester, pero en todo momento esa otra realidad vivía dentro de él y convertía su mundo en una fantasía. No era un hombre imaginativo ni inteligente. Era apenas un común y práctico soldado del imperio que cumplía con la tarea que le habían encomendado sus superiores. Aunque en ese momento todo parecía normal, sentía que la tarea le había superado y se había escapado de sus manos. Estaba desconcertado y tenía miedo.

Cuando la primavera todavía no era más que un indicio de cambio en el aroma del viento, Boudicca recibió una visita. Ya estaba levantada y las heridas de su espalda se habían cerrado y transformado en cicatrices rojas, ásperas y dolorosas al tacto. El druida se había marchado sin despedirse. Había desaparecido rumbo al oeste y, a pesar de que había visto a Brigid todos los días durante su estancia, no había señales de que la joven recobraría la cordura. Parecía más serena, más dócil, pero ante la sola mención de árboles u otras cosas inocuas, se agitaba, comenzaba a balbucear una sarta de tonterías horripilantes y llegaba al frenesí. Ethelind también tenía cicatrices, pero eran menos visibles. Se mantenía apartada de todos y no hablaba, aunque en ocasiones la escuchaban canturrear para sí en las largas noches.

Boudicca se obligó a interponer un mundo entre ella y sus hijas y lo llenó con planes de guerra. Nuevas armas destellaban en las chozas de su gente, ocultas en barriles, bajo los granos, en la paja de los techos, debajo de las camas. Los cuerpos que se habían endurecido durante la época de paz cobraron nueva elasticidad con los oscuros aceites de la guerra. El mimbre en desuso de los carros fue arrancado y reemplazado; los arneses fueron arreglados y volvieron a colgar con los feroces y largamente inactivos bronces de Andrasta. Por las noches, los jefes se sentaban alrededor de las fogatas y acariciaban las torques nuevas y los cascos recién pulidos y resplandecientes de esperanza. Y aunque la tribu gritaba en silencio pero con una intensidad tan elevada que incluso los pantanos y las praderas parecían retumbar con la palabra guerra, Favonio no sospechó la verdadera causa de su ansiedad. Las puertas de Albion se habían cerrado para él antes de que pisara sus costas, y no lo sabía.

Boudicca estaba sentada en el desnudo salón del Consejo, con Lovernio y Aillil a su lado, mientras un esclavo giraba despacio el cordero que se asaba en el fuego. Los jefes y los hombres libres entraban y salían y, de vez en cuando, alguno se le acercaba para pedirle un consejo o una explicación. Ethelind estaba sentada contra la pared. Mojaba un trozo de pan en una vasija de sopa y comía en silencio, con la cabeza gacha y las piernas plegadas bajo la túnica de rayas azules y rojas. A su alrededor reinaba un vacio de soledad, un espacio que toda la tribu respetaba. Su sirviente se acuclillaba lejos de ella, en las sombras. Brigid se encontraba en su choza, siempre vigilada. Todos los días caminaba entre los círculos de chozas de la aldea, pero sólo en ocasiones la llevaban al salón para que comiera con los hombres libres. Los había inquietado con su cháchara sobre el Cuervo de la Batalla, pero en ese momento en que el fuego de la guerra ardía en todos los corazones, habían dejado de temerle y muchos la consideraban una mensajera especial de Andrasta, sedienta de sangre romana después de tantos años de abandono.

De pronto, se produjo un alboroto en la puerta, el ruido de voces excitadas. Lovernio interrumpió el informe que estaba dando en voz baja sobre el progreso de las actividades nocturnas y cruzó corriendo el salón. Aillil le acompañó. Boudicca observó y aguardó. Cuando regresaron, había un extraño entre ellos. Era alto, fuerte y moreno. Su cabello suelto caía con suavidad desde la frente ancha y arrugada. Los ojos poseían una firme cautela, pero carecían de temor, y la boca, sobre una barbilla grande y afeitada, era recta y delicada. Boudicca se levantó cuando él se acercó y extendió la mano.

—¡Bienvenido! Comida, vino y paz para ti. —El hombre le tomó la muñeca en un gesto rápido y expeditivo y bajó la mano otra vez.

—Mostradme —dijo.

Boudicca y sus hombres se miraron. Luego ella se volvió y dejó caer su túnica en tanto se cubría los senos con la capa. El extraño emitió un gruñido y por un segundo ella sintió los dedos que se posaban con ligereza en su espalda lastimada. Después volvió a colocarse la túnica y le enfrentó.

—¿Romanos? —inquirió él con tono helado, y Boudicca meneó la cabeza.

—Ninguno en la aldea —respondió—. Se quedan dentro de la guarnición. Estás seguro esta noche. —Algo de la tensión en él se disipó y se sentaron en el suelo desnudo. Una multitud de hombres libres curiosos se había reunido, y Aillil y Lovernio se interpusieron con determinación a fin de que las palabras no llegaran hasta ellos—. ¿Traes noticias? —le apremió—. ¿Deseas compartirlas ahora o prefieres comer primero?

—Las compartiré.

Tomó la copa de vino que le ofreció un criado y bebió con fruición. Arrojó las heces al piso para honrar a los dioses de los icenos y se cruzó de piernas.

—Soy Domnall —dijo—. Jefe de Brigantia. —Boudicca dejó que la sorpresa la penetrara y chocara contra la pared de su defensa interior. De manera que Aricia sabía lo que estaban haciendo, iba a delatarlos, y su jefe había venido a advertirles. Pero, ¿cómo se había enterado, con los coritanos entre las dos tribus? Domnall vio su expresión y se encogió de hombros con impaciencia—. No —prosiguió—, cuando mi reina traicionó al arvirago y Venutio la dejó para internarse en el oeste, Aricia me envió al sur a vivir con los trinobantes y dirigir a sus espías allí. He trabajado para Roma, construyendo caminos y cavando zanjas. —Hablaba con naturalidad, pero Boudicca sabía el precio que había pagado al dejar de lado su orgullo para realizar esas tareas—. Los trinobantes y lo que queda de los catuvelaunos son los que más han padecido bajo los conquistadores. Debéis saberlo. Vosotros os rendisteis sin levantar la espada y fuisteis recompensados con prosperidad, pero el pueblo del arvirago y sus ex esclavos que ofrecieron resistencia han sido castigados sin cesar desde entonces. Muchos fueron enviados a Roma como esclavos para pelear en los circos o para formar parte de las legiones. Han labrado la tierra, han muerto en los caminos, han sufrido hambre, han edificado casas hermosas para Roma y dejado sus huesos bajo los cimientos. Colchester está creciendo y, ahora, se les despoja de sus tierras para entregárselas a los legionarios retirados. Estos legionarios los encadenan a sus propios graneros para obligarlos a trabajar su propia tierra, a cosechar para amos a los que no les importa que sus hijos no tengan qué comer. La carga que sobrellevan es atroz y ahora han recibido la noticia de vuestra humillación. Desean saber si pelearéis.

—¿Y si lo hago?

—Pelearán con vos. Mis espías me informaron que otras tribus se os unirán si lográis llegar a Colchester. Están avergonzados, Boudicca. Primero la derrota del arvirago, no por la fuerza sino por la traición de uno de los nuestros. Luego vuestro tormento sin razón. Tienen miedo; ya no confían en nadie. Ahora es el momento, mientras el gobernador caza hombres en Mona.

—¿Aceptarán que yo los dirija?

—No lo sé, pero lo cierto es que no queda hombre alguno en las tierras bajas capaz de dar órdenes. ¿Tenéis armas?

Boudicca guardó silencio mientras estudiaba el rostro del brigante. Podía estar diciendo la verdad o ser otro instrumento más de Roma, enviado para averiguar si algunos rumores eran ciertos. Si era un espía y ella le revelaba sus planes, los icenos serían destruidos. Si no lo era y lo despachaba con las manos vacías, habría perdido para siempre una oportunidad única. Se volvió hacia sus hombres.

—¿Lovernio? —El bardo asintió con un susurro—. ¿Aillil?

—Necesitamos un druida —repuso éste con preocupación—, pero creo que dice la verdad.

—Yo también. Bien. Lucharemos, Domnall, y pronto. Nuestras armas están escondidas y el pueblo ha recuperado la destreza para usarlas. Informa de eso a las tribus.

Los ojos del jefe de Brigantia escudriñaron aquel rostro pecoso y recio y la maraña de cabello rojizo. Qué diferente era de su propia reina. La última descendiente de la Casa de Brigantia era delgada, hermosa y delicada, con ojos y manos expresivos. Sin embargo, esa mujer de voz grave, complexión grande y réplica veloz poseía una fuerza de atracción salvaje, como los vientos que se mueven alrededor del vértice de una tormenta. No obstante, se había casado con un pacifista y lo había amado hasta el día de su muerte, mientras que su señora había desposado a un guerrero y lo había destruido. Los hombres eran buenos reyes, pensó, pero las mujeres podían resultar brillantes o nefastas.

Aquellos ojos pardos le miraban con impaciencia y él preguntó:

—¿Cuándo, señora?

—Antes de que la luna vieja vuelva a ser joven. —Bajó la voz hasta convertirla en un ronroneo—. Al sur de esta aldea, Domnall, entre los dos caminos que profanan mi territorio, hay colinas boscosas que se adentran en los viejos límites de las tierras catuvelaunas. ¿Conoces el lugar?

—Sí, lo conozco.

—Reúnete allí conmigo cuando se cumpla la estación que te he anunciado, con todos los que decidan seguirte. Trae comida si puedes, y los carros y las armas que puedas robar. Pero hazlo con sigilo, te lo suplico. No quiero que Colchester asegure sus fortificaciones contra mí.

—No soy tonto, señora.

—Y envía mensajes a los señores del oeste. Infórmales sobre lo que estoy haciendo. «¿Se enteraría Caradoc? —se preguntó con un dejo de tristeza—. ¿La perdonaría entonces?» Las tribus sólo sabían que todavía vivía en algún lugar del laberinto bullicioso que era la ciudad de Roma. El recuerdo de Caradoc trajo otro pensamiento a su mente—. ¿El templo de Claudio sigue en pie? —inquirió.

—¡Por supuesto! —contestó Domnall, sorprendido.

—¿Y Deciano?

—¿El procurador? —No podía seguir la velocidad de esa mente—. Está en Colchester.

—Andrasta, Andrasta —susurró Boudicca con los ojos brillantes—. Afila tu espada. La liberación llegará con la primavera.

En ese último mes, el frío dio paso a vientos tibios y húmedos y a lluvias intermitentes que penetraron bajo el sueño monótono del invierno y arrancaron del suelo el primer verdor de la primavera venidera. Los preparativos de Boudicca concluyeron y por fin ordenó que se cargaran los carros.

La tribu recogió con presteza sus pocas pertenencias, mientras aguardaba con una excitación ansiosa y tensa. La tierra no se cultivó ese año. Las semillas escaseaban, ya que el procurador se había llevado la mayor parte; además, no habría vuelta atrás, ninguna segunda oportunidad para la paz. Alcanzarían los fuertes repletos de granos y la libertad, o perecerían. No quedaría nadie. La campiña entera se vaciaría. Las viejas canciones de batalla y victoria comenzaron a escucharse, tarareadas con susurros expectantes. Los antiguos gritos de guerra volvieron a cobrar vida en labios que creían haber olvidado cómo pronunciarlos. Andrasta y los icenos. Muerte o libertad. Cabezas para la Casa de Icenia, cabezas para la sedienta Andrasta. El tiempo pasaba con lentitud entre las lloviznas, y los árboles comenzaron a rebrotar.

La luna creció, brilló en su plenitud y luego comenzó a menguar despacio. Favonio la contemplaba desde la ventana de su oficina, incapaz de dormir aunque las noches eran agradables y tibias. Boudicca la vio mientras recorría la aldea, una y otra vez, intercambiando palabras de aliento y alegría con los hombres libres. Al amanecer, se detuvo ante el oscuro salón del Consejo, envuelta en su capa, y la observó flotar en su lago de bruma azul. Subidasto le masculló al oído: «¡Apresúrate, Boudicca, apresúrate! Paulino se acerca a Mona. Pronto se volverá otra vez y será demasiado tarde».

—Lo sé, lo sé —le respondió en voz alta al tiempo que la noche se esfumaba. Experimentaba la necesidad de reunir sus propias fuerzas del mismo modo en que su gente reunía sus armas y bienes. Se sentía sola y temerosa en la oscuridad primaveral, reacia, de pronto, a despedirse de la aldea, a tomar la espada y separar cruelmente el pasado del futuro. Tembló ante tanta soledad y deseó abandonar el silencio que la rodeaba, caminar hasta su casa, donde Prasutugas la esperaba con luz y calor para invitarla a descansar en la seguridad y amor de su hombro y para aliviar con labios suaves las heridas de su dolor y su furia. Sabía que también la refrenaba una cobardía desusada, una renuencia a pronunciar la palabra que iniciaría una época de sufrimiento y muerte. Recordó las horas pasadas con Priscila y Favonio, comiendo ostras y carnero en esa mesa impecable cargada de objetos de plata, bebiendo vino y discutiendo con una mezcla de sospecha y respeto hasta bien entrada la noche. Esos días habían huido como imágenes vislumbradas en el fondo de un estanque quieto y oscuro. Se fue a la cama y durmió poco y mal.

Entonces llegó el momento. La luna se había encogido hasta convertirse en una delicada curva de luz marfil, y en los bosques y prados las primeras flores audaces desplegaban colores pálidos bajo un sol más vigoroso.

Una noche oscura y fresca, Boudicca convocó a la banda guerrera real y marcharon hacia la guarnición, ataviados sólo con calzones y túnicas cortas y con los cuchillos en los cintos. La aldea que dejaron atrás estaba tranquila, soñando una última ilusión de paz. Descendieron por la larga y verde pendiente y se perdieron en las sombras indistintas del bosque. Una vez entre los árboles, les indicó que se arrojaran sobre la hierba nueva y yació con ellos mientras observaban las luces de la guarnición. Todo parecía estar en calma. Los centinelas estaban de pie a ambos lados de las altas puertas de madera, con las piernas desnudas separadas con firmeza; la luz de las antorchas titilaba tenuemente en sus armaduras. En las cuadras del destacamento, los caballos hacían crujir el heno y, detrás de los guerreros, un búho chilló, descendió rápidamente y se alejó aleteando por el camino. Nada se movía. Satisfecha, Bondicca se puso de pie e hizo una señal. La banda guerrera se arrastró agazapada por el resto del terreno para fundirse en silencio con las densas sombras del muro. Boudicca dio una orden con la cabeza a Lovernio y Aillil, hundió aún más su puñal en el cinto para que la manga ocultara su destello y los tres caminaron con decisión hacia las puertas. Uno de los centinelas se movió y se adelantó, pero al ver a Boudicca, cambió su expresión recelosa por una sonrisa cortés.

—¡Señora! No os reconocí sin vuestro caballo. Es muy tarde para visitar al comandante.

—Lo sé —respondió con serenidad—, pero necesito su consejo en un asunto muy urgente. —Por el rabillo del ojo, vio que el otro centinela se reclinaba contra el muro y bostezaba. Detrás de él, otra sombra más oscura se movió—. ¿Crees que todavía estará levantado?

—En la estancia aún arde una lámpara. Me parece que está trabajando. ¿Deseáis que llame a alguien para escoltaros?

Lovernio comenzó a acercarse furtivamente por detrás. Con aire casual, Boudicca cruzó los brazos contra la cintura y sintió el mango del puñal.

—No será necesario. Conozco el camino. —El centinela abrió las puertas y se hizo a un lado.

—A estas alturas, os lo debéis de saber de memoria. Buenas noches, señora.

—Adiós, romano. —Volvió la cabeza en dirección a Lovernio y la vaga silueta bajo el muro se convirtió en un jefe que saltó como un gato sobre el segundo centinela. Boudicca extrajo el cuchillo con soltura y rapidez. Por un momento, le pareció algo extraño en su mano, un accesorio torpe. Luego, Lovernio giró sobre los talones, colocó una mano de hierro sobre la boca del guardia y, mientras los ojos del romano se abrían despavoridos, la mano de ella adquirió vida propia y el cuchillo su hundió en el cuello pálido. Sin producir más sonido que el del viento en la hierba, arrastraron los cuerpos hasta la negrura de la pared. Entonces Lovernio silbó, el entrecortado silbido de un sarapito, y los demás hombres salieron de la penumbra.

—Una jugada arriesgada, pero las apuestas son altas —le susurró el bardo con alegría, pero ella no respondió. En efecto, la apuesta era muy alta y ya había arrojado los dados. Aunque quisiera, no podría recuperarlos y seguirían rodando hasta los pies de Paulino. Con andar sigiloso, entraron en el patio amplio y apenas iluminado. Se dispersaron de inmediato; los hombres se apretaron contra las paredes interiores y se escabulleron en busca de las barracas, las casas de los oficiales y los graneros. Boudicca se dirigió con paso resuelto y sin ocultarse hacia el edificio administrativo, en tanto Lovernio y Aillil iniciaban el rodeo que los conduciría al mismo sitio, pero por detrás del centinela que se paseaba de un lado al otro del porche. Su silueta cruzaba una y otra vez el haz de luz amarilla que se filtraba por debajo de la puerta de la oficina. Justo antes de que ella llegara, el centinela se detuvo en un extremo del trayecto, giró y pareció caer de espaldas en las sombras de detrás. Boudicca se acercó al escalón de entrada, lo subió con presteza, golpeó a la puerta y entró.

Favonio estaba solo, sentado en su escritorio con la cabeza entre las manos. Levantó el rostro despacio cuando ella cerró la puerta y se aproximó. Tenía los ojos nublados y el cabello despeinado. No se sorprendió al verla.

—¿Boudicca? —Se frotó la cara con ambas manos y se enderezó en la silla—. Debo de haberme quedado dormido mientras trabajaba. Es tarde. ¿Qué deseas?

Los ojos de ella se pasearon por la estancia y regresaron a él. Su peto estaba en un rincón, con el casco al lado, pero llevaba la daga en el cinto.

—Es tarde, Favonio, pero quiero hablar contigo. ¿Has sabido del gobernador?

—Sí. Pensaba ir a informarte de lo que dijo, pero no deseaba tu compañía, como supongo que tú no deseas la mía. Ha prometido ocuparse del asunto cuando regrese a Colchester.

—Si regresa —gruñó ella con los labios fruncidos—. ¿Has recibido cartas de Priscila? —Los ojos hinchados por el sueño la miraron con curiosidad y luego con cautela.

—¿Y a ti qué te importa? No es asunto tuyo.

—Es cierto. Pero a Priscila siempre le desagradó vivir aquí. Simplemente, me preguntaba si era más feliz en Camalodúnum.

La inquietud le asaltó. Ella nunca se había referido a Colchester con su antiguo nombre tribal. La palabra cayó en el pesado silencio de la habitación y retumbó con una amenaza nueva y fría. Los ojos de Boudicca estaban entrecerrados y le sonreían mientras ella se inclinaba un poco hacia delante con los hombros tensos. De pronto, Favonio se dio cuenta de que los rítmicos pasos de su centinela ya no se oían fuera. Acicateado por un frío presentimiento, se levantó y fue hacia la ventana. Abrió los postigos y vio que el patio dormía bajo el frío manto de un bosque de estrellas. Se volvió, alarmado y confundido.

—¿Qué temes, Favonio? —preguntó ella con un dejo de desprecio en su voz profunda—. Los druidas son un recuerdo. Andrasta es un cuento para los niños que no quieren irse a dormir. ¿Qué es lo que causa ese sudor en tu frente? ¿Acaso hay hechizos en las sombras? ¿Acaso el bosque murmura conjuros con el viento? —Se acercó—. Creíste que entendías esta tierra, pero ahora sabes que no es así. Por eso sufres por la familiaridad de las cosas que de repente se han vuelto extrañas.

—¡No te comprendo esta noche! —exclamó el romano—. ¿Estás borracha? Boudicca, no puedo hacer nada por ti ni por tus hijas. ¿Dónde está el centinela?

Las palabras revolotearon en la lengua de ella, palabras mordaces, asesinas, palabras de odio, hirientes. «Brigid mató a tu hijo. Brigid lo apuñaló. Brigid lo acuchilló como a un pobre e ignorante cervatillo y su sangre negra se derramó bajo la luna.» «¡Pronúncialas, Boudicca! —la instó Subidasto y su incesante murmullo chirriaba con júbilo en su mente—. ¡Quítale la ropa y empieza a cubrir tu desnudez!» Sin embargo, a pesar de que sentía la necesidad que se arremolinaba en su boca como el vapor del vino caliente en un día de invierno, retrocedió hasta que el escritorio quedó entre los dos.

—Andrasta lo atrapó —repuso con voz tranquila—. ¡Lovernio! ¡Aillil!

Entonces, Favonio lo supo. Extrajo el cuchillo y se apartó de la ventana gritando:

—¡Guardias! ¡Guardias!

La puerta se abrió, pero los hombres de Boudicca corrieron hacia él. Ella se alejó del puñal y rió.

—Están muertos, Favonio —dijo—. La guarnición es una tumba y pronto toda Albion se convertirá en una tumba, en un cementerio romano. Confiamos en ti y nos defraudaste. Podrías habernos dado tu apoyo, pero nos volviste la espalda y cerraste los oídos a los gritos de mis hijas y a mi humillación.

Favonio no se resistió a la fuerza de los jefes. Se quedó quieto, observándola con tristeza.

—Parece que subestimé tu orgullo —admitió—. Pero no puedes ganar, Boudicca. Las probabilidades están contra ti.

—No esta vez, Favonio. El gobernador se encuentra a kilómetros de distancia, con la mitad de las fuerzas de ocupación. Y el resto está demasiado lejos. No iré al oeste. Iré al sur. Quemaré Camalodúnum hasta los cimientos.

El semblante rubicundo palideció y Boudicca comprendió que sus probabiidades aumentaban al ver los ojos inyectados de sangre.

—¿He de morir?

—Sí.

—¿Ahora?

—Sí. Si tienes algún hechizo para llamar a tus dioses, será mejor que lo pronuncies. Pensé en llevarte al monte de Andrasta, Favonio, y clavar tu cabeza en una estaca, pero por la amistad que mi amado esposo sentía por ti, te concederé una muerte limpia. Creo que es más de lo que mereces. —No le dio tiempo de hablar otra vez—. Ahora, Aillil —ordenó con calma y se volvió. Cuando oyó que el cuerpo caía al suelo, abandonó la habitación para dirigirse a las puertas.

«¡Cobarde!», le resopló su padre al oído con furia, pero ella no hizo caso. Pensó en Prasutugas, pálido y noble bajo el montículo de tierra, durmiendo su sueño eterno.

Antes de dejar la guarnición, los jefes ataron los caballos a los carros del destacamento y los cargaron con todo el grano y las armas que encontraron. Después arrancaron las antorchas de las paredes y corrieron de edificio en edificio para arrojarlas en los cuartos habitados por cadáveres. Pronto el crepitante infierno empequeñeció las estrellas que ya comenzaban a disiparse hacia el amanecer.

La tribu se movió con rapidez. Habían asestado el primer golpe y Boudicca estaba consumida por la urgencia. Sabía que el tiempo había empezado a acelerar su paso y que los correos de Lindum, que llevaban los mensajes de rutina del fuerte a la guarnición, no tardarían en descubrir su destrucción y en dar la alarma. La tribu abandonó su territorio esa noche: carros, carretas y gente avanzaban en la oscuridad en una hilera silenciosa, dejando atrás aldeas y caseríos desiertos y la pira anaranjada de la guarnición. Durante tres días y dos noches, viajaron hacia el sur, comiendo y durmiendo cuando podían en tanto el terreno boscoso comenzaba a elevarse en suaves colinas.

Mucho antes de llegar al punto de reunión convenido, los exploradores trinobantes los interceptaron y juntos cruzaron bosques repletos de caballos, carros, fogatas y niños que chillaban. Ya no intentaban ocultarse. Las huestes que se habían formado eran demasiado numerosas. Colchester se hallaba apenas a un día de marcha y ya estaba plagada de confusión y rumores. La única ventaja posible radicaba en la velocidad. Boudicca y Domnall se encontraron por fin en un claro junto a un pequeño arroyo. Se abrazaron.

—Has venido —sonrió ella—. No lo creí, pero parece que el druida tenía razón. La hueste es enorme, Domnall. Hemos andado entre ella durante horas. ¿Quiénes son todos ellos?

Se acuclillaron juntos cerca del fuego encendido por un criado y él le sirvió cerveza antes de responder.

—Son trinobantes, catuvelaunos, coritanos, y algunos cornovios y dobunnos. Los druidas han estado entre ellos una vez más y se han decidido a venir. Caradoc dijo que el espíritu de libertad había muerto en el sur, pero se equivocó. Sólo dormía, señora, y vos lo habéis despertado. Vos y la crueldad de Roma. ¿Reuniremos al Consejo?

Boudicca asintió.

—Esta noche. Traigo armas y comida, pero no suficiente para tantos. ¿Esta gente tiene armas?

—La mayoría, y los que no las tienen pronto portarán espadas y pilos romanos. La comida es escasa, pero si tomamos Colchester, podremos volver a cargar provisiones en los carros.

Colchester. Camalodúnum. Ella bebió la cerveza y no contestó.

El atardecer se convirtió en noche, una suave noche primaveral. Antes del Consejo, Boudicca fue a ver a sus hijas. Ethelind estaba sentada debajo de un árbol, con la barbilla apoyada en la mano y la mirada perdida en el pequeño fuego que su sirviente le había encendido. Su manta y su capa estaban dobladas con esmero a su lado. Boudicca se acercó a ella.

—¿Estás bien, Ethelind? —preguntó con brusquedad. Su modo rudo y casual ocultaba el dolor que siempre sentía cuando miraba el rostro paralizado de su hija mayor—. ¿Necesitas algo? —Ethelind no levantó la vista, pero extendió la mano con lentitud, una advertencia, una señal de inquietud. Al cabo de un rato, Boudicca retrocedió y se alejó. «Andrasta —pensó con un temor repentino—. ¿Qué puedo hacer con ellas? De alguna manera creí que cuando dejáramos la aldea se recuperarían. Por qué, no lo sé. ¿Pero cómo puedo marchar y dirigir y luchar con este dolor sordo siempre a mi lado?»

Brigid se paseaba junto al arroyo que se había convertido en un espejo negro que atrapaba estrellas y hojas en su superficie lisa. El largo cabello plateado se balanceaba alrededor de sus rodillas.

—¡Baja! —le gritaba a las ramas inquietas—. No hay luna que te muestre que la sangre del río está llena de pequeñas flores. ¡Andrasta! ¡Ven!

Hulda estaba sentada con el joven jefe al que Boudicca había ordenado que las vigilara. Ambos permanecían callados y adustos mientras Pompeyo pastaba.

—¿Ha comido? —preguntó con aspereza, y Hulda asintió.

—Sólo carne y agua del arroyo. Señora, ¿qué haréis con ella cuando empiece la lucha? —Boudicca observó la delgada figura en las sombras.

—¿Cómo he de saberlo? —bramó—. No puedo pensar en eso ahora, Hulda. Me causa demasiado dolor. —Se encaminó al claro donde los jefes y representantes de las tribus se estaban acomodando junto al fuego. Se dejó caer en una manta al lado de Domnall y los estudió con ojo critico. Una oleada de familiaridad la embargó. La desesperanza agobiante que le habían provocado sus hijas comenzó a esfumarse. Así había sido su infancia. Un cálido y reconfortante fuego del Consejo que destellaba en miles de torques, collares, broches y brazaletes. Cascos de bronce que brillaban como oro puro. Ojos chispeantes y ansiosos, y la cadencia sibilante de muchas voces. El crujir de capas, rojas, verdes, azules, escarlatas, con rayas, dibujos y flores. El sonido metálico de las espadas en las vainas. Y por supuesto, el vino que pasaba de mano en mano, el espontáneo cantar de alguna voz melodiosa, las historias, las peleas, y por encima de todo, la feroz y cercana protección de la familia.

Se puso de pie, levantó los brazos y cesaron los murmullos. Dio un paso al frente, se desabrochó la espada y se la entregó a Aillil. Luego sacudió su cabello rojizo y comenzó a hablar.

—¡Jefes y miembros de las tribus! Tenéis ante vosotros a una mujer que ha vivido toda su vida en obediencia a Roma, en cooperación con Roma, una mujer que creía y confiaba en la justicia del emperador de Roma para traer la paz y la prosperidad a su pueblo. Sin embargo, también tenéis ante vosotros a una mujer que ha sido penosa y cruelmente agraviada. A cambio de toda mi confianza y cooperación, pueblo de Albion, mi tribu fue saqueada y esclavizada, mis hijas fueron ultrajadas y mi propio cuerpo fue atado a un poste y azotado sin piedad. ¿Acaso mis palabras no caen en oídos que retumban con las mismas historias terribles? ¿No es verdad que cada uno de vosotros lleva una carga de dolor semejante? Estáis aquí porque tenéis miedo.

»Durante todos los años desde la venida de Claudio, los icenos han sido un modelo de tribu obediente a Roma: los más prósperos, los más dóciles, los más privilegiados compañeros de los conquistadores. Nosotros, más que nadie, deberíamos haber estado seguros. ¿Pero qué veis ahora? —Su voz masculina y recia se elevó, abrasiva como la lengua de un gato, y su tono cascado se astilló sobre su audiencia—. Lo que les ha ocurrido a los icenos —gritó— puede ocurriros a vosotros, a pesar de vuestra cobarde sumisión. Y puede ocurrir sin previo aviso. Los icenos han aprendido una amarga lección. ¡Roma es desleal, codiciosa y mentirosa! —Bajó los brazos y la voz—. De modo que os diré lo que voy a hacer. Vengaré esta terrible injusticia. En nombre de mis pobres hijas despojadas, quemaré Camalodúnum, quemaré Londinium, quemaré todo y a todos. Y luego me volveré para encontrarme con Paulino en su camino de regreso y lo quemaré también. Hablo como mujer y como madre. Si deseáis acompañarme y vengar vuestros propios agravios, marchemos y luchemos juntos. ¿Hay alguna tribu que no quiera venir? —Nadie se movió. Nadie habló. Aquellas palabras encerraban la verdad y cada jefe silencioso las meditaba en una soledad temerosa. Si esto podía sucederles a los icenos, podía sucederles a todos. Boudicca esperó a que su corazón latiera diez veces mientras el fuego rugía y el viento de la noche compartía un hechizo con las ondulantes copas de los   árboles. Después apoyó las manos en las caderas—. Bien. Marcharemos mañana. —Recogió su espada y se sentó junto a Domnall. Pero la gente siguió quieta, inmersa en las tragedias privadas que de repente se habían convertido en los despiadados acicates para conquistar la libertad.

Antes del amanecer, las tribus ya descendían de las colinas hacia el camino romano que se extendía desde Icenia a Camalodúnum. Ya no pasaban inadvertidos y el pánico estalló en Colchester. Para entonces, la aldea se había convertido en una ciudad y poco quedaba de la antigua capital de Caradoc. Era una ciudad mercantil romana activa y bien diseñada, siempre en la vanguardia del progreso. Las enormes defensas de los catuvelaunos, que habían sido reducidas a un muro de tierra bajo, jamás fueron reconstruidas.

No habría tenido sentido hacerlo. Colchester era el asiento del gobernador; Colchester estaba en el corazón mismo de la ocupación, y durante años, sus habitantes, romanos y nativos, se habían ocupado de sus asuntos con presunción, habían prosperado y se habían reblandecido. El tumulto de la guerra de Caradoc les había llegado desde muy lejos, como el susurro de batallas entre dioses que jamás tocarían el mundo de la realidad. Y, de repente, algo había salido mal. Sin ninguna advertencia, los dioses habían enloquecido y se habían convertido en jefes sedientos de sangre a horas de distancia de la ciudad. Los temores ya olvidados despertaron y arrastraron a los ciudadanos a las calles a media mañana. Lo que vieron los reconfortó. El sol brillaba y los vecinos se apresuraban a hacer sus recados. Los niños peleaban y jugaban en las avenidas anchas y aárboladas. En todas partes, los soldados, comerciantes, secretarios y funcionarios civiles y militares se deslizaban entre los ciudadanos como un río de calma seguro y despreocupado. Después de una o dos horas de conjeturas ansiosas, la gente retomó con desgana su actividad cotidiana. Eran rumores tontos y, además, los icenos serian los últimos nativos de la isla capaces de rebelarse.

El alcalde no estaba tan seguro. De pie junto a la ventana de su oficina en el edificio administrativo que formaba parte del foro bullicioso, contemplaba la plaza bañada por el sol y fruncía el entrecejo. Los informes recibidos habían sido claros en su advertencia de peligro y ya había alertado a los legionarios veteranos de las granjas en las afueras de la ciudad. Muchos habían venido con sus familias a refugiarse dentro de los muros, pero constituían la menor de sus preocupaciones. ¿Acaso debía ordenar una evacuación a Londinium? No era un pensamiento feliz. La evacuación significaría calles atestadas de gente, mujeres aterradas, accidentes y la interrupción total de las actividades comerciales. Además, había pocos soldados activos en la ciudad para montar una defensa. Tal vez seria mejor armar a los civiles y quedarse allí. Nunca en su vida se había enfrentado a una situación similar y deseaba fervientemente no haberse postulado jamás para el cargo. Era un catuvelauno. Le habían otorgado la ciudadanía romana por sus servicios a la provincia y, aunque no creía ni por un instante que hubiera peligro alguno de destrucción permanente de la ciudad, su ansiedad provenía de algún vestigio de memoria tribal. Se volvió hacia su secretario.

—Envía un correo a Londinium —le ordenó—. El procurador está allí ahora. Que le informe del rumor y le pida que nos mande un destacamento. Probablemente no lo necesitaremos y quedaré como un tonto, pero es mejor estar preparados. —Regresó a la ventana. Las lineas gráciles y puras del templo resplandecían en el tibio sol primaveral y a los pies de la escalinata, una niña arrojaba migas de pan a las palomas que aleteaban a su alrededor en una nube gris. El desayuno se le revolvió en el estómago.

El correo detuvo su caballo y contempló boquiabierto e incrédulo la visión que tenía ante sí. El sol aún no había despuntado y una luz fría bañaba las cenizas humeantes y todavía tibias de la guarnición en ruinas, una luz indefinida, sin calor. El aire estaba muy quieto. En los   árboles, los pájaros habían concluido su coro de madrugada y permanecían callados. En el largo y espectral momento antes de que el sol bordeara el horizonte oriental, el soldado espoleó a su caballo y se acercó con las manos resbaladizas en las riendas.

Nada se movía en esa soledad chamuscada. Aturdido, se abrió camino a través de los tocones negros de las paredes de la barraca. Luego se llevó una mano a la boca y gritó. Pero los ecos de su propia voz le asustaron; se alejó cabalgando de las puertas deformes y entró bajo los árboles protectores del bosquecillo. Allí desmontó, ató el caballo a un roble y subió reptando hacia la aldea. Se quedó mirándola un largo rato, pero también estaba muerta. El humo de los fuegos de cocinar no se elevaba en espirales desde los techos de paja. Los perros no ladraban ni perseguían a niños morenos. Sabía que debía entrar en ella, pero se encogía de temor al pensar en los fantasmas y demonios que acechaban invisibles en las sombras aún intactas de la mañana temprana y, al final, volvió arrastrándose a su caballo, montó y cabalgó de regreso por donde había venido. Quince kilómetros más adelante había un puesto de vigilancia, y otros tres o cuatro más all  , todos con caballos frescos. Sabía que debía llegar a Lindum y a la Novena lo más rápido posible.

Comprendía el viento de terror que le impulsaba. Los icenos habían desaparecido y no estaban en el norte. Eso sólo podía significar que se encontraban de camino al sur. Su comandante había estado en lo cierto. Las acciones del procurador habían iniciado una guerra.

Petilio Cerealis escuchó a su agotado correo y aun antes de que todas sus sospechas quedaran confirmadas, una por una, ya estaba impartiendo la orden de prepararse para la acción. La Novena había disfrutado de tranquilidad en los últimos años. La única acción que habían emprendido había sido contra Venutio y cuando el brigante había desaparecido en el oeste, su esposa había asumido un control tan firme sobre su tribu que la Novena no había hecho más que patrullar el norte de manera interminable. Cerealis, como todos los romanos en Albion ese año, no había tenido ojos para otra cosa más que para la campaña del gobernador y los diminutos, casi inadvertidos indicios de disturbio habían flotado hacia él como hojas en un ventarrón otoñal para apilarse desatendidas en las sombras de su mente. «Complacencia y ceguera —se acusó a sí mismo con cólera—. Ahora lo pagamos todos.» Se apresuró a dictar un despacho a Paulino. Después abandonó su oficina y caminó bajo el alto y ventoso cielo de primavera. Ignoraba la fuerza numérica de los rebeldes, pero sabía la dirección de su ataque, la vulnerabilidad de la ciudad y, de hecho, de todas las tierras bajas, y la imposibilidad de que la Novena se trabara en combate antes de que Colchester fuera borrada de la faz de la Tierra. «Boudicca —pensó, y se detuvo un instante para contemplar el resplandor alegre del sol sobre el   guila en el centro de la plaza—. ¿Quién lo habría imaginado? Si traza sus planes con cuidado, la isla entera podría estar en sus manos antes del otoño. Me pregunto si lo sabrá.»

Se encogió de hombros y siguió andando. Por supuesto que no lo sabía. Era una bárbara, y como tal, no podía pensar más allá de un par de cabezas cortadas y un carro cargado de botines. En una o dos semanas, la Novena estaría patrullando otra vez para Aricia, y los rebeldes se habrían dispersado. Sonrió por su momento de irracionalidad y fue al encuentro de su segundo.

—¡Allí está! —gritó Domnall a Boudicca y ella frenó su carro y observó el valle que se abría a sus pies mientras sus caballos sacudían las cabezas y los jefes se detenían a su alrededor bajo los   árboles. La tierra que habían atravesado con sus pequeños y ordenados campos de labor y sus rebaños gordos pastando en praderas exuberantes no le había despertado ningún recuerdo del viaje que había realizado con su padre casi treinta años antes.

Pero recordaba muy bien la pared baja y serpenteante que rodeaba la ciudad, el despliegue irregular, ruidoso y alborotador de las chozas de comerciantes y labriegos que se inclinaban precariamente sobre ella, la subida lenta y suave a las calles arboladas, las casas espaciosas y la armonía del pequeño foro de madera y piedra. Desplazó la vista, entornó los ojos por el sol y creyó avistar el reflejo deslumbrante de luz rebotando contra las altas columnas del templo blanco de Claudio.

«Prasutugas, esposo mio —pensó, permitiendo que el recuerdo la arrastrara a la tristeza—. Cómo te complació estar de pie a mi lado en esas frescas profundidades y contemplar el incienso que se elevaba. Qué halagado te sentiste de asistir a una audiencia con Plautio y cenar sobre un mantel blanco con Aricia y los demás reyes capitulantes. Ahora estoy a punto de destruir todo lo que te esforzaste tanto por conseguir.»

Extendió una mano a Aillil y el jefe le entregó el casco nuevo de bronce con las alas elevadas de la Reina de la Victoria fundidas a cada lado. Boudicca se lo colocó con firmeza en la cabeza. Alrededor de la cintura, se ciñó su cinto tachonado con hierro del que colgaba una gran espada que había pertenecido a su padre y a su abuelo antes que él. Se volvió hacia Domnall y esbozó una sonrisa breve.

—¿Estás listo?

—Sí. La ciudad está rodeada, aunque los más rezagados, los carros y los niños todavía se encuentran a algunos kilómetros de distancia.

—¿El destacamento ha salido directamente a través de las puertas o está acuartelado afuera?

—Ha entrado, o eso dicen los exploradores. No creo que los romanos sean conscientes de lo numerosa que es la fuerza que se ha reunido contra ellos.

Boudicca lanzó una carcajada despectiva.

—Daría igual que lo fueran. No hay un ejército al sur de Lindum tan grande como el nuestro. Y la suerte nos acompaña. —Recogió las riendas—. No quiero prisioneros, Dornnall. Ni piedad para nadie. Lovernio, ¿dónde están las niñas? —El bardo la miró y su pesado casco con cuernos destelló bajo el sol.

—Están descansando muy atrás, junto al río. Estarán a salvo.

—Entonces, adelante. Haz sonar la corneta, Aillil. Hoy, la venganza es mía.

El toque de guerra agudo e inquietante se oyó lejos en la mañana fresca, y diez mil carros salieron rodando de la sombra del bosque tupido. El sol chispeaba en los radios delgados de las ruedas y los arneses tintineaban en tanto los ponis avanzaban a medio galope sobre la llanura verde, Los hombres libres corrían detrás de ellos, fluían fuera de la penumbra al fulgor intenso del sol como insectos multicolores, y Colchester se volvió de su optimismo matinal para ver un lago de muerte chapoteando a sus pies.

Resonaron gritos y los aurigas vieron que las calles repletas se vaciaban al instante. Los cascos asomaron sobre la pared baja. Boudicca desenvainó su espada y la hizo girar sobre su cabeza.

—¡Viva la Casa de Icenia! —chilló—. ¡Andrasta, Andrasta!

Enfilaba con estruendo hacia las puertas, con el cabello rojo desplegado al viento y el retumbar de las ruedas de los carros y los gritos y maldiciones de los jefes zumbando en sus oídos. Las puertas aparecieron. Detuvo su carro con brusquedad y bajó de un salto, y mientras las mujeres de la ciudad todavía gritaban y corrían de un lado a otro guiando a sus niños horrorizados y perplejos, las huestes rebeldes desbordaron las puertas. La primera embestida fue impulsada por la mera presión de los miles de hombres que se apretujaban detrás y las espadas recién forjadas de Icenia comenzaron su trabajo.

Fue una matanza. Unicamente los doscientos soldados enviados por Deciano eran legionarios activos y en servicio. Los hombres de la ciudad eran civiles o legionarios retirados que vivían en Colchester en tanto sus esclavos trinobantes o catuvelaunos trabajaban la tierra que les había sido asignada. La mayoría estaban desarmados, todos desprevenidos, y huyeron de la matanza de los círculos más bajos a la seguridad del foro rodeado de piedra. Los civiles se arremolinaban aterrados, pero los veteranos se recuperaron enseguida y comenzaron a registrar los edificios administrativos y los hogares del primer círculo en busca de armas. Hallaron muchas y los ex legionarios atravesaron a empujones la masa frenética y vociferante y corrieron a presentar batalla.

Para aquellos que intentaron saltar la pared y huir, no hubo escapatoria. Los miembros de las tribus seguían llegando, línea tras línea, y toda la tierra entre la ciudad y el bosque se hallaba repleta de hombres que aún no habían peleado. El borde externo ya ardía y los hombres libres saqueaban, arrojaban sus botines sobre la pared a sus amigos y prendían fuego a más chozas a medida que ascendían la pendiente y mataban a todos en su camino. El destacamento retrocedió deprisa, se sumó a los veteranos que se habían armado y se acercaron a unírseles y lograron bloquear varias calles, de manera que durante un par de horas los jefes no pudieron avanzar y se contentaron con deambular: arrancaron a mujeres y niños de sus escondites y los atravesaron con sus lanzas, abrieron los cargamentos de vino guardados en los depósitos junto a las puertas y corrieron con tizones llameantes en las manos para tirarlos a cualquier techo de paja que no se hubiera encendido.

La parte inferior de la ciudad se llenó poco a poco con más hombres libres y espadas nuevas y, por fin, cuando nada vivía debajo de las casas prósperas de los ricos, se volvieron para seguir luchando. Los soldados peleaban inflexiblemente, espalda contra espalda, pero un espíritu de demencia se había apoderado de los pacíficos icenos y de sus aliados acobardados. El lugar se convirtió en un infierno de odio que consumió toda compasión y piedad y desencadenó una orgia ávida de sangre. Los años de degradación y padecimiento estaban siendo purificados en un único instante tremendo y exultante de retribución largamente esperada y los soldados miraban a los ojos rojos de animales en tanto eran obligados a retroceder, cada vez más cerca de los ciudadanos apiñados y enloquecidos en la plaza.

El mediodía pasó en una ola pestilente de temor. Los cadáveres taponaban las calles, las alcantarillas abiertas comenzaron a destilar arroyos rojos y los legionarios, jadeantes y tambale  ndose, por fin se dispersaron y huyeron, zambullándose en la masa de civiles indefensos para perderse por un rato. Los hombres de las tribus hicieron una pausa y la gente aterrorizada en la periferia del foro podía verlos de pie en cada calle, con las espadas húmedas, sonriendo, boquiabiertos. «¡Piedad! —gritó alguien con una voz agudizada y afinada por el miedo—. ¡Piedad. Oh, piedad!» Y con eso, los atacantes recobraron la vida. Entraron corriendo en la plaza: gritaban, aullaban, insultaban y blandían sus espadas. Y la gente caía ante ellos como un cultivo bajo el granizo.

Boudicca fue tambaleándose hacia el edificio administrativo. La batahola ensordecedora de la matanza azotaba sus oídos. Abrió la primera puerta de un puntapié y entró, pero el lugar estaba vacío. Se apoyó un momento contra la pared, sin aliento, luego siguió por el corredor y abrió la segunda puerta. Una mujer se agazapaba en el rincón más lejano. Sollozaba, y cuando la visión de horror se acercó hacia ella y alzó una espada, se enderezó de pronto y gritó:

—¡No! ¡No! ¡Soy tu amiga, Boudicca! ¡Mirame! ¡No me mates, oh, por favor, déjame vivir!

Boudicca bajó la espada con lentitud. Era Priscila, apretada contra la pared, con el cabello encanecido suelto y desgreñado, la túnica manchada con sangre y lodo, el rostro gris de miedo y los ojos desorbitados. Se miraron durante un largo segundo, sin moverse. Luego Boudicca cerró los ojos y tragó saliva. Tenía la garganta seca y su respiración era rápida, dolorosa y forzada.

Se volvió hacia la puerta.

—Que te mate otro —dijo con voz ronca y salió con paso vacilante a donde los cadáveres se apilaban y cubrían la plaza. Caminó hundida hasta los tobillos en un río de sangre.

Cuando una luz vespertina roja se esparció a través de la ciudad, no quedaba ni un ciudadano vivo y los jefes, borrachos y saciados, tenían que trepar sobre cuerpos amontonados en cada calle. La puesta de sol pasó inadvertida, puesto que el incendio que ardía en los círculos más bajos rugía en el cielo y oscureció su última luz plácida. Pero en el templo, los hombres del destacamento de Londinium se habían congregado en un diminuto y desesperado gesto de resistencia y los jefes, para su propia sorpresa, no lograban romper las filas de aquellos hombres tercos extendidas detrás de las columnas lisas frente a los escalones. Boudicca y sus hombres, a los pies de la escalinata, miraban hacia arriba donde las sombras de la noche se multiplicaban con rapidez.

—No podemos dejar que se dispersen y traigan a las legiones antes de que estemos listos —comentó Lovernio. Boudicca asintió con cansancio. Su mente y su cuerpo estaban demasiado entumecidos para permitirle pensar.

—Lo sé —contestó con dificultad—. ¿Los jefes trataron de forzar la parte trasera del edificio, Domnall?

—Las puertas están atrancadas. Pero algunos de los hombres libres lo están intentando.

—Bien. —Sacudió un puño trémulo ante la completa indiferencia del templo—. Ciudadela de dominación eterna —dijo en un susurro que sonó como el graznido de un cuervo—. ¡No me iré hasta haberte derrotado!

Se volvió hacia los jefes y les ordenó que determinaran si se podía encontrar algún hombre libre sobrio para organizar incursiones contra los soldados durante la noche. Después anduvo penosamente por las calles oscuras y repletas de cadáveres, dejó atrás el fuego crepitante junto a las puertas y enfiló hacia el agradable silencio de los árboles, más allá.

Brigid dormía acurrucada en unas mantas al lado del pequeño fuego del hogar; su rostro estaba relajado y denotaba una inocencia muerta. Su madre se inclinó con agotamiento sobre ella. Ethelind se hallaba sentada envuelta en su capa voluminosa, apoyada contra el tronco de un árbol y con la mirada clavada en las profundidades enmarañadas del bosque. Hulda y el joven jefe la saludaron con la cabeza, soñolientos. Sin una palabra, Boudicca se tendió en la hierba seca y limpia cerca del fuego y cerró los ojos.

«Qué hierba tan fresca y de aroma dulce—pensó—. Qué quietud estupenda, qué paz desconocida. ¿Lo has visto, Andrasta? ¿Has batido tus alas negras y has hundido tu pico cruel en lo más hondo de las entrañas de mi venganza?»

«Más sangre —gruñó Subidasto dentro de ella—. Sólo estás medio vestida. Todavía pareces lasciva y sucia sin tu honor. ¡Más sangre, Boudicca, oh, mucha, mucha más!»

—¡Déjame en paz! —siseó con firmeza—. ¡Permanece muerto, anciano, y no me molestes más! —Pero cayó en un sueño profundo y soñó que él se acuclillaba sobre ella con su rostro severo e impaciente y delineaba con sus dedos ardientes y nudosos los senderos torcidos del látigo en su espalda desnuda.

A la mañana siguiente, comió un poco de pan viejo, bebió con avidez del arroyo y abandonó el claro antes de que sus hijas despertaran. El sol estaba saliendo y coloreaba de rosa las copas de los árboles cuando bajó de su carro y entró en la ciudad. El hedor a podredumbre la golpeó al instante, un miasma fétido y espeso que le recordó el sacrificio de las reses del Samain, y experimentó arcadas en tanto se dirigía a la multitud impúdica e inmóvil en la plaza. El lago de sangre había bajado por las alcantarillas hacia la pared, se había estancado allí y había abierto canales a través de la hierba. Pero la piedra bajo sus pies estaba pegajosa y así lo sintió mientras se acercaba a Domnall y a los demás. Domnall la saludó con un susurro áspero.

—Están resistiendo. Cómo, no lo sé. Debo descansar ahora, señora, pero la mitad de los hombres libres han dormido y están preparados para volver a pelear.

Boudicca le indicó que la siguiera hacia las puertas y desenvainó su espada mientras se esforzaba por luchar contra los vahos nauseabundos de la muerte y de las casas incendiadas.

—Hay que matarlos hoy y marcharse —dijo—. Aillil, la corneta. —La voz de bronce estridente y aguda habló y otra ola de hombres de las tribus asaltó el templo. Los soldados formaron sus filas irregulares al abrigo del edificio y se defendieron sin sonido, y sin esperanza.

La mañana se convirtió en una tarde nublada y la tarde en un anochecer ventoso. Por fin, los jefes se retiraron a la plaza y admitieron la derrota.

La mayoría de las fuerzas habían regresado a los bosques hacía mucho, para cargar allí los carros con el botín y el grano tomado de los depósitos. Sólo quinientos de ellos se acuclillaban o permanecían de pie con flojedad en las piernas en medio de los cadáveres que ya comenzaban a hincharse, mientras alzaban la vista  y contemplaban la desconcertante arrogancia de las columnas inmaculadas. Boudicca maldijo con voz ronca, se enjugó el rostro con una manga y envainó su espada.

—No queda otra alternativa —manifestó—. Debemos quemarlos. No deseo hacerlo, han peleado bien, pero no podemos dejarlos vivos. Domnall, trae madera. Todavía quedan muchas casas. Aillil, haz más fuego. La piedra no arderá pero el interior está lleno de cosas que si lo harán. —Ambos hombres se apresuraron a obedecer las órdenes y muy pronto un fuego llameaba a los pies de la escalinata. Dentro de las sombras, se produjo un pequeño movimiento repentino, ya que los soldados sabían que debían empezar a contar los minutos que les quedaban. Pero Boudicca sólo quería terminar de una vez e irse. En respuesta a una palabra de ella, los jefes comenzaron a arrojar tizones ardientes entre las columnas, una lluvia, una tormenta de fuego y chispas en el aire fresco y opacado. Los soldados, atrapados, regresaron corriendo adentro. El fuego continuó lloviendo en la oscuridad. Entonces, de pronto, una larga lengua de llama amarilla creció, seguida de otra, y una columna de humo negro comenzó a elevarse hacia fuera. Durante un par de minutos más, la gente en la plaza se mantuvo callada, observando cómo el fuego se afianzaba. Los soldados sepultados comenzaron a gritar y Boudicca se volvió con brusquedad hacia las puertas—. Quemad el resto —ordenó, y se obligó a caminar despacio. Los gritos de muerte de los romanos resonaban con intensidad en sus oídos.

En el claro, un explorador la estaba esperando. Ella, Domnall, su bardo y su escudero se dejaron caer al suelo extenuados, aceptaron la cerveza que les ofreció Hulda y la bebieron con ansia.

—La Novena se acerca desde Lindum —informó el explorador—. Cerealis ha vaciado el fuerte.

—¿A qué distancia se encuentra?

—Acababa de llegar a Durobrivae cuando yo partí, pero no creo que se quede allí mucho tiempo. Dejará que sus hombres descansen un par de horas y luego proseguirá hacia Colchester.

Boudicca reflexionó, bebió otra vez y luego levantó las rodillas y descansó los brazos sobre ellas.

—¿Le esperamos aquí o vamos a su encuentro? —se preguntó a sí misma en voz alta—. Si esperamos, tendremos tiempo para prepararnos, pero hay demasiados árboles y es muy difícil pelear contra una legión entre los árboles. —Agachó la cabeza pero la alzó despacio—. Avanzaremos hacia el norte y el oeste, donde la tierra es más despejada —dijo—. Será fácil encontrar a una legión, en especial si los exploradores se mantienen en movimiento.

—Colchester no ha sido una jugada arriesgada —dijo Lovernio—. Ha sido como matar ovejas. Pero una legión será toda una prueba.

Boudicca se puso de pie.

—Esta noche comeremos y dormiremos. Quiero cambiarme de ropa y lavarme.

La dejaron sola y empezó a quitarse la túnica y los calzones hediondos y manchados de sangre seca, sin importarle quién atravesara la luz del fuego. Los miembros le temblaban de fatiga y la espalda le ardía de dolor. Entró en el arroyo y se sumergió en el agua helada y sonora. Cuando hubo terminado, se puso ropa limpia, se envolvió con la capa y se acostó con la cabeza sobre su escudo. Los restos de la ciudad ardieron toda la noche, arrojando un resplandor pálido y moteado a través de los árboles. En torno a ella, Boudicca alcanzaba a oir los suspiros y murmullos de los miles de personas, y no podía dormir. Tenía miedo.