Invierno del año 54 al 55 d. de C.
CAPITULO 33
Aricia yacía en el triclinio del comedor de la casa espartana de Nasica. Los separaba una mesa atiborrada. Un sirviente nativo se acercó para servirle vino. Era tarde. Habían comido y bebido mientras, fuera, la nieve caía incesante y silenciosa. Las lámparas ardían bajas y la conversación se reducía a comentarios sociales, respetuosos y ocasionales. Nasica levantó su copa de la mesa, se reclinó y apoyó la cabeza en la otra mano.
—Hoy ha llegado a mis oídos una noticia que podría interesaros, Cartimandua —dijo—. De hecho, es apenas un rumor, pero firme. —Había pasado casi un año desde que Domnall y la druida habían dejado Brigantia con paso ligero y corazones alegres. El romano la estudió con aire reflexivo y atento, su mirada era penetrante y sus ojos brillaban de expectación—. Se comenta que los hombres del oeste han elegido un nuevo arvirago. —Esperó la reacción, pero Aricia se acomodó en los almohadones y sofocó un bostezo.
—Me cuesta creerlo —repuso—. Las tribus han estado en movimiento todo el verano y las legiones acaban de entrar en los cuarteles de invierno. No han tenido tiempo de celebrar un Consejo.
—Tengo entendido que la decisión fue transmitida por el mismo maestro druida, sujeta a la aprobación de cada jefe. No hubo objeciones. ¿Os digo a quién han escogido?
—Si queréis... —Aricia esbozó una sonrisa breve y advirtió con somnolencia que el vino había dejado un rubor apagado en aquellas facciones gruesas y marcadas por la viruela, e hinchado la carne alrededor de los ojos sombríos.
—Oh, claro que sí. Y os gustará. He estado reservándome esta información para el fin de la velada. Pensé que seria un buen remate para una cena agradable. —Sonrió. La boca reveló su cinismo siempre presente y sus ojos no dejaban de observar con atención—. La elección recayó sobre Venutio, vuestro esposo. Parece que es el nuevo arvirago.
La sonrisa de Nasica se ensanchó al ver el rostro pálido de Aricia ponerse lívido. Su mirada analítica registró un temblor casi imperceptible en los dedos cuando ésta se inclinó para coger su copa, se la llevó a la boca y la vació con rapidez.
—No —manifestó con un pequeño jadeo—. Jamás lo elegirían. ¡Nunca! No es de fiar, cooperó conmigo y con Roma durante muchos años. El...
—Ahora es de fiar —replicó el romano—. En realidad, es una elección lógica, ya que no es un hombre del oeste. Al escogerle a él, ninguna tribu puede sentir recelo de otra porque su jefe haya alcanzado un grado superior. Venutio arrastra una carga agobiante de errores y aflicciones personales. Odio hacia Roma por lo que le ha hecho a su amada Brigantia y odio hacia los nativos dominados.., a vos en particular, Cartimandua. Debéis admitir que convertísteis su vida en un tormento diario. Y ha tenido tres años para probarse a sí mismo. Pero ahora todo eso ha quedado atrás. Es arvirago. No regresará a vos, no importa cuánto lo anheléis. Personalmente, la situación me resulta divertida. Vos, una de nuestras aliadas más sólidas, casada con nuestro mayor enemigo.
Aricia chasqueó los dedos con impaciencia y el sirviente salió de las sombras en silencio para volver a llenar su copa. Una vez más, la levantó, se lamió los labios y, de pronto, la arrojó contra la mesa, donde se estrelló ruidosamente entre los restos de comida y finalmente se detuvo junto al plato vacío de Nasica.
—No le veo la gracia. ¿Qué dirá ahora el gobernador?
—Nada. ¿Qué habría de decir? He transmitido la noticia y él recordará que fuisteis vos quien entregó a Caradoc al emperador. No os molestará, Cartimandua.
Aricia se volvió boca arriba y fijó la vista en el techo, con un brazo apoyado en la frente y el otro cogido al respaldo del asiento. Venutio arvirago. Ese torpe y arrebatado inocente escogido por el propio maestro para recoger el manto de Caradoc... Su labio se curvó con desprecio. ¡Imposible! Caradoc había tenido una mente brillante y tortuosa, una mente capaz de superar a Scapula una y otra vez, una mente que proyectaba poder a sus seguidores, una mente rica, entera, inflexible. Ah, Sataida, Caradoc, Caradoc! Venutio era un niño simple y tonto, incapaz de trazar el camino del norte al sur de su propio territorio, mucho menos de urdir y llevar adelante operaciones militares año tras año. ¿O si? «¿Alguna vez lo he visto como a un hombre? —se preguntó—. Tal vez no lo conozca en absoluto.» De repente, sintió ansias de él y en la ola de esa avidez terrible, tuvo una idea. Se enderezó con vacilación.
—Despachad a los criados, Nasica. —El romano obedeció con las cejas enarcadas. Cuando la puerta se hubo cerrado sin ruido, se volvió hacia ella. Estaba sentada erguida en el borde del asiento, con las manos enlazadas con fuerza—. Ahora —continuó—. ¿Qué me daréis por otro arvirago encadenado a vuestra puerta?
«Perra —pensó él mientras la estudiaba con admiración. Aricia sacó la lengua para humedecer sus labios rojos; sus ojos refulgían de excitación—. Perra diabólica. ¿Cuándo llegará el momento en que no quede nada ni nadie para vender y comencéis a devoraros a vos misma?»
—Supongo que el precio sería el mismo —contestó—. Tendría que pedir la confirmación del gobernador. ¿Qué os hace pensar que podéis hacerlo?
—Mientras esté viva, él no se acercará a mí, pero si agonizara... Creo, Nasica, que debo empezar a morir, muy despacio, muy dolorosamente.
Él alzó su copa a modo de saludo y durante un instante, las miradas de ambos se encontraron con un entendimiento perfecto. Luego Aricia aventuró:
—Decidme, legado, ¿cómo hacen el amor los hombres romanos?
Nasica no se sorprendió. Lo había visto venir durante largo tiempo y lo había estado esperando con regocijo. Aricia estaba en ese momento frenética, excitada, y sus movimientos eran bruscos y continuos. Levantó las manos sobre la mesa y las llevó a su cabello con una tensión interna. La mujer lánguida y somnolienta se había esfumado, barrida por ese animal ansioso y de ojos febriles. Nasica sabía mejor que ella lo que había causado esa súbita explosión de energía y lujuria, y algo dentro de él contestó a la invitación impúdica con una afirmación insensible.
—No tengo ni idea —repuso con calma—, dado que jamás he llegado a tal extremo. Pero sé cómo hacen el amor las mujeres nativas. Con desgana.
Aricia rió. Dejó el asiento y se situó frente a él.
—¿Un comandante se rebaja a la violación?
—Por lo general no. Un comandante prefiere comprar a sus mujeres.
La sonrisa se había desvanecido de su rostro. Permanecía relajado y expectante y sus ojos reflejaban el sarcasmo de sus palabras. Aricia comenzó a quitarse las joyas de los brazos.
Aricia se recluyó en su casa y, durante una reunión militar, Caesio Nasica comentó a sus oficiales que la reina de los brigantes estaba muy enferma.
Poco después, las tropas especulaban sobre la naturaleza de su enfermedad y la posibilidad de que su muerte dejara a Brigantia en las manos más capaces de un pretor. El rumor se filtró despacio a los fuertes y fortificaciones de las tierras bajas y de allí a las poblaciones nativas de las aldeas. Cuando la primavera se abrió paso con vehemencia y desalojó al invierno, la historia había crecido. Cartimandua estaba muriendo de un mal devastador que carcomía la piel de sus huesos y le impedía estar de pie. Algunos decían que era el castigo de su diosa y una retribución apropiada por haber traicionado a Caradoc. Otros afirmaban que los romanos la estaban envenenando. Algunos alegaban que, al aproximarse el fin, se había arrepentido de sus traiciones y yacía en cama llorando y desgarrándose las ropas, al tiempo que reclamaba la presencia de su esposo. Sólo sus jefes más leales, Nasica y el gobernador sabían la verdad y todos esperaban conteniendo el aliento a que el rumor llegara a oídos de Venutio.
La primavera era cada vez más cálida e intensa y Brigantia celebró Beltine con alegría. Pero Aricia se paseaba de la ventana a la puerta y de vuelta a la ventana en la prisión oscura y asfixiante de su casa romana y no vio al sol bailar en la colina exterior ni el cielo negro y cubierto de estrellas. Esperaba notar el momento justo en que podría estar segura de que Venutio se había enterado de su aflicción para poder enviar a Andocreto a confirmar los rumores que sin duda, se decía, encogerían el corazón de su esposo y empañarían sus días. Resolvía los asuntos de la tribu a través del joven bardo y no visitaba el salón del Consejo. No se había molestado en reemplazar a Domnall por un nuevo escudero, ya que sus brazos habían olvidado cómo sostener una espada o un escudo. Por fin, mandó llamar a Andocreto.
—¿Cuál es el ánimo de la tribu? —preguntó. El joven cerró la puerta en silencio y se acercó a ella a través de las suaves pieles de oveja. Sus piernas desnudas estaban bronceadas por el sol ardiente y los días pasados con sus rebaños habían transformado su cabello rubio suelto en un dorado claro resplandeciente.
Se encogió de hombros.
—No ha cambiado. Vuestros jefes saben que no estáis enferma, pero no tiene importancia, ya que Venutio se llevó con él a todos aquellos cuya lealtad era dudosa. Los hombres libres están ocupados con la siembra y la parición y he distribuido semilla como ordenasteis, asegurándome de decirles que provino de Roma.
—Entonces, si ahora enviara por Venutio y él viniera, ¿ninguna mano brigante se elevaría en su defensa?
El bardo paseó la mirada por la piel pálida y privada de sol y los hombros caídos. El aire de letargo y aburrimiento que la envolvía le sobrecogió también a él. De pronto, se sintió cansado.
—Ninguna. Ningún brigante se molestó tampoco en salvar a Caradoc. Sólo estaba vuestro esposo, señora, y ahora él y sus hombres se han ido. Ya no tenéis nada que temer de Brigantia.
Aricia le miró con atención, pero la inocencia brillaba en aquel rostro moreno.
—Muy bien. Quiero que tomes a un jefe y caballos y vayas al oeste. Busca a Venutio. Dile que agonizo y que deseo verle y suplicar su perdón. Inventa cualquier otra excusa, lo que quieras, me da lo mismo, pero convéncele de que tiene que venir.
—¿Cómo haré para encontrarle antes de que los hombres salvajes del oeste hundan una espada en mi vientre?
—¿Crees que el rumor de mi enfermedad ha llegado ya a sus oídos?
—Sí.
—Entonces puedes estar seguro de que ningún hombre de una tribu capturado en el oeste será asesinado sin que pueda transmitir sus noticias. Venutio estará desesperado por saber de mí. La ansiedad ha de estar destruyéndole, lo sé, Andocreto. Estará ávido de cualquier rumor procedente de Brigantia. Lo encontrarás sin sufrir ningún percance.
—¿Y Roma?
Se alejó de él y se dejó caer sobre la cama deshecha.
—El gobernador está de mal humor. Desea volver a casa. Ahora que la frontera de Scapula ha sido fortificada y asegurada de nuevo, no importunará a los rebeldes porque simplemente no se tomará la molestia. Permite que los fuertes y fortificaciones se defiendan solos pero no los dejará preparar ningún ataque. Siente que ha cumplido con su deber ahora que ha destruido Siluria para siempre. Nasica me lo dijo. Podrás cruzar las líneas del frente sin ningún inconveniente.
—Galo quiere que el emperador ordene una retirada completa de Albion —murmuró el bardo.
—Por eso no hace nada. Pero es un tonto. Si recorriera en persona su frontera occidental, se daría cuenta de cuánto está favoreciendo a Venutio al dar este largo respiro a los rebeldes. Tiempo para comer y recuperar las fuerzas otra vez, tiempo para descansar, tiempo para planificar. Pero no le importa. Lo único que le interesa es cumplir su periodo; si abandona Albion antes de que Venutio salga del Oeste, será más afortunado de lo que se merece.
Contempló sus manos que habían comenzado a entrelazarse por voluntad propia ante la mención del deseo de Galo de dejar Albion de manera permanente. La perspectiva de que Roma se marchara para siempre era demasiado terrible para que su mente pudiera considerarla, pero la idea subsiguiente, la que le producía un temor real y paralizador, era la imagen sangrienta y enmarcada en fuego de los jefes del oeste que por fin bajaban de las montañas para caer sobre ella como dioses violentos.
«No sucederá —se dijo con vehemencia—. No, si entrego a Venutio al gobernador.»
—Nuestros gobernadores no han sido hombres de suerte —comentó con toda la ligereza que le fue posible. Andocreto sintió que se le secaba la boca. La suerte de Roma era algo débil y pálido en comparación con el odio de Albion. Y él debía hacer un servicio a Roma, enfrentarse a los ojos hostiles de los bosques de Albion y transitar los senderos estrechos de sus montañas con la fortuna romana como única arma para defenderse de su virulencia.
—¡Odio la guerra! —exclamó de improviso—. Mi padre solía burlarse de mí y llamarme cobarde porque yo amaba mis canciones y no mi espada. Pero no soy un cobarde. Simplemente detesto la guerra.
—Pobre Andocreto —susurró ella—. Debiste haber sido druida.
El dejo de desprecio en su voz pasó inadvertido para el bardo. Aricia sabía que era un joven dotado, apuesto y débil, pero no con la misma debilidad que Venutio. No era débil por exceso de honor o de amor. Andocreto era débil por exceso de egoísmo, un mediocre en todo excepto por su talento.
En la época en que los bardos habían sido druidas, habría sido un fracaso en ambas cosas. Pero era un hombre agradable a la vista, joven, alto y lozano. Se puso de pie para besarle con ansia.
—Ahora, vete —dijo—. Practica la mentira. Si tus ojos vacilan frente a Venutio, se dará cuenta de todo. Y ten, llévale esto. —Se acercó a la mesa y le arrojó un pesado collar de oro incrustado con azabache y perlas pequeñas—. Esto derretirá su enorme corazón. Fue su regalo de bodas. —Andocreto lo atrapó y lo guardó dentro de la bolsa en su cinto—. Si tienes la mala suerte de contar tu historia con un druida a tu lado y eres acusado de mentiroso, recuérdale que los druidas siempre me han odiado y sospechado de mí. Tráelo de vuelta, Andocreto. Hazlo por amor a mí.
—Pero no os amo, señora —acotó con agudeza mientras se dirigía a la puerta y la abría—. ¿Nasica sí? —Empezó a reír y ella rió también. El bardo dejó la casa y atravesó las puertas bajo el sol ardiente de verano.
Partió hacia el oeste junto con otro joven jefe, un miembro de la escolta de Aricia. No llevaban armas. Cuando Scapula desarmó a las tribus, había permitido que ciertos reyes y sus nobles retuvieran sus armas, pero la mayoría de los brigantes andaban desprotegidos y Andocreto había decidido que sería más seguro para él y su compañero que los consideraran indefensos.
No se apresuraron. Avanzaron por las colinas de Brigantia y su piel se bronceó todavía más bajo el incesante soplo del viento caliente y la cascada brillante de la luz del sol. Sus miradas se paseaban por el horizonte vasto y ondulante, y el perfume de la hierba inclinada y las flores ocultas llenaba su olfato. Entonaban canciones joviales y Andocreto se alegró de haberse liberado por un tiempo de su señora envejecida y oscuramente compleja. Entendía su deseo de capturar a un arvirago en beneficio de Roma, pero su avidez constante por un esposo que no amaba, con quien de hecho se había peleado durante todos los años desde su regreso a Brigantia, le desconcertaba. Dejó de recordarla y tampoco pensaba en el futuro, satisfecho con disfrutar de las largas horas bajo el agradable sol del verano y escuchar por las noches, envuelto en su capa, la débil música de las estrellas. Él y su amigo comían bien. Requerían la hospitalidad de los jefes de las aldeas y compartían cebollas y puerros con las ocasionales patrullas romanas que se movían con libertad a través de Brigantia. Por fin, llegaron con desgana a la costa occidental y giraron hacia el sur, con los caballos hundidos hasta los jarretes en la espuma gris y revuelta que también mojaba sus pies.
—¿Dónde está Venutio? —preguntó su compañero. El cabello castaño se le metía en los ojos mientras arrojaba migas de pan duro a las gaviotas que los habían seguido diariamente en una nube de graznidos.
Andocreto alzó un hombro y entornó los ojos a causa del rocio.
—No lo sé. Seguiremos la costa hasta llegar a territorio deceanglo. Luego tomaremos el primer sendero que conduzca tierra adentro. Nos detendremos en el fuerte en Deva, creo, para obtener información sobre los rebeldes.
—Espero que no estén pasando el verano en las montañas. Ojalá que hayan bajado para guerrear. Las montañas me dan miedo.
—A mí también, pero con suerte tendremos buenos guías. —Su amigo asintió con una sonrisa y prosiguieron la marcha.
Una semana después de haber virado al sur a lo largo de la costa, se encontraron con una patrulla romana fuera de Deva. No había risas ni conversación ligera entre esos hombres sombríos, completamente armados y de rostros pétreos que se dedicaban a explorar los pies de las colinas. Eran hombres que habían vivido tanto tiempo con la idea de una posible muerte violenta, que sus ojos sólo albergaban una animalidad cautelosa. Si Andocreto no los hubiera visto y les hubiera gritado con fluidez en su propia lengua, les habrían disparado flechas a los dos jóvenes desde la distancia. El centurión no perdió tiempo en conversar con ellos. Ató los caballos de ambos para guiarlos al fuerte y él y sus hombres se apartaron deprisa del océano a través del amenazador bosque deceanglo. Incluso cuando los grandes muros del fuerte asomaron fuera del pequeño valle, el centurión y sus hombres no se relajaron ni intercambiaron palabra alguna.
Al llegar, el centurión escoltó a Andocreto y a su amigo hasta el legado y los dejó sin decir una palabra. El legado, Manlio Valens, de brazos cruzados sobre su escritorio, estudió con presteza a los hombres que se hallaban de pie frente a él.
—¿Quiénes sois, de dónde sois y adónde vais? —inquirió con voz tajante.
—Somos jefes brigantes. Buscamos a Venutio, líder del oeste —contestó Andocreto con serenidad y cortesía—. Debemos decirle que su esposa agoniza y desea que vuelva con ella.
—Brigantia —masculló el legado. Soltó los brazos y hojeó los despachos que se apilaban ordenadamente bajo su mano—. Brigantia. —Andocreto y su compañero esperaron mientras el hombre hallaba el mensaje que buscaba. Lo leyó con rapidez, lo depositó de nuevo sobre el escritorio y les obsequió una sonrisa fría—. ¿Qué deseáis saber?
Andocreto se adelantó.
—Necesitamos saber dónde está Venutio, dónde pasan el verano sus huestes.
El legado lanzó una carcajada.
—Hace tres días, él y sus hombres atacaron un puesto de vigilancia a menos de treinta y dos kilómetros de aquí y se llevaron todos los caballos. Mataron a treinta de mis hombres. Está muy cerca, juntando caballos y reagrupando a su gente, pero el gobernador no quiere que le ataquemos antes de que caiga sobre nosotros. No os será muy difícil encontrarle. Sabe que mis manos están atadas. ¿Deseáis un guía?
Los dos jóvenes se miraron. Andocreto meneó la cabeza.
—No, señor. No queremos correr el riesgo de ser vistos con un romano, pero desearíamos provisiones.
Valens se cruzó de brazos otra vez.
—Muy bien. Suerte con vuestra búsqueda.
Comprendieron que la entrevista había concluido. Dejaron la oficina y salieron al campo de revista de tropas, sin saber a quién abordar. Observaron a los hombres inmóviles que custodiaban el águila y a los centinelas en lo alto del muro. Se sentían incómodos, un estorbo en ese lugar de peligro constante entre hombres siempre listos para entrar en acción. Andocreto se preguntó cuándo habría sido la última vez que los hombres de Deva habían reído felices, por nada en especial, por el simple hecho de estar vivo. «Ahora que lo pienso —refiexionó—, nunca he oído a un romano reír. ¡Qué pueblo más triste!» En ese momento, el secretario del legado salió de su oficina y los llamó. Los condujo, rodeando el edificio administrativo, a los graneros que había detrás.
—Llenad vuestras mochilas —dijo—. Vuestros caballos han comido y bebido. Si queréis, podéis quedaros aquí hoy y esta noche, pero el legado os aconseja que partáis al atardecer y que pongáis algunos kilómetros de distancia entre vosotros y el fuerte antes de deteneros a descansar. Los hombres de las tribus sospecharán si os encuentran demasiado cerca de Deva. —Los dejó para que llenaran sus mochilas con grano. Andocreto no tenía ganas de quedarse en aquel lugar prohibido y con olor a muerte. Él y su amigo fueron a las cuadras, sacaron sus caballos y suspiraron con alivio cuando las altas puertas se cerraron tras ellos con gran premura.
Era el mediodía. El sol estaba alto en un cielo azul salpicado de nubes. Se dieron prisa a salir fuera del valle y entraron de nuevo en el bosque. Doblaron al sur y un poco al oeste, cabalgando despacio y en silencio. Los árboles se cerraron a su alrededor y de inmediato se sintieron agobiados: hombres criados bajo el cielo amplio de Brigantia. Empezaron a sudar. Una quietud opresiva reinaba en el bosque. De vez en cuando, un pájaro reía o la maleza susurraba, pero en general, una calma intimidante pendía sobre ellos y depositaba temor en sus hombros y alrededor de sus cuellos como velos suaves. No se detuvieron a comer pero, al atardecer, cuando la luz se colaba a través de los árboles y una brisa ligera agitaba las hojas oscuras, Andocreto detuvo su caballo.
—No aguanto más —susurró—. Treparé a un árbol y veré dónde estamos. —Se puso de pie sobre el lomo ancho del animal y saltó a una rama para desaparecer con apenas un sonido. Los minutos transcurrieron mientras el joven que permanecía en el suelo sostenía las cabezas de los caballos y escudriñaba con ansiedad sobre él y las primeras sombras circundantes del anochecer. Entonces, Andocreto bajó con suavidad a su lado—. A lo lejos, al sur, el bosque comienza a ralear —jadeó—, y aparecen las rocas y los riscos. Pero pienso que tendremos otro día de marcha antes de alcanzar el pie de las montañas. Acamparemos aquí.
Guiaron a los caballos debajo de los brazos de los robles, a un sitio donde ramas muy altas eclipsaban el cielo. Allí comieron una cena fría y desenrollaron las mantas. Andocreto se aventuró más adentro del bosque en busca de un arroyo, puesto que tenían mucha sed, pero su compañero se negó a alejarse del sonido amistoso del resuello de los caballos. Cuando el bardo regresó con las cantimploras de piel llenas colgando de un hombro, su compañero le comentó en un murmullo:
—¿Quiénes son los dioses de estos bosques, Andocreto, lo sabes? ¿A quiénes adoran los deceanglos?
Andocreto le pasó el agua y se acomodó bajo su manta.
—No lo sé. Pero todos los hombres del oeste, y los romanos también, se mueven con libertad por aquí. No creo que los dioses de los deceanglos nos molesten. Falta mucho para Samain. —No obstante, yacieron uno al lado del otro mientras las sombras se hacían más densas y el sol desaparecía, con los ojos clavados en la oscuridad que se cernía sobre ellos y los oídos aguzados. Ninguno de los dos durmió y, cuando llegó el amanecer, pálido y frío, se pusieron de pie enseguida y dejaron ese lugar.
Durante todo el día, caminaron penosamente a través de un interminable océano verde de hojas encendidas por el verano. En dos ocasiones cruzaron pequeños arroyos que gorgoteaban de modo soporífero y fluían claros y muy fríos hasta desaparecer bajo la alfombra húmeda de manzanas del año anterior. Andocreto no se molestó en asegurarse de que los caballos no dejaran huellas en el musgo húmedo y esponjoso que sobresalía de las orillas del agua. Quería que ese viaje silencioso, ese cautiverio entre los árboles, llegara a su fin. Cuando la luz comenzó a menguar, volvieron a dejar el sendero borroso pero inconfundible que habían estado siguiendo y acamparon otra vez. No encendieron un fuego y advirtieron que el suelo ya no era suave y blando, y que la tierra era más delgada y apenas cubría la roca partida de debajo. Los árboles también eran más ralos, de dimensiones menores. El temor les pesaba como una carga espantosa y se mantenían juntos.
Se tendieron bajo un árbol, espalda contra espalda, con los ojos muy abiertos y las manos añorando un cuchillo o una espada. Las estrellas titilaban intermitentes en tanto el viento nocturno agitaba el techo del bosque y, salvo por el roce de las hojas, el silencio era absoluto. De repente, Andocreto, que tenía los ojos cansados fijos en la oscuridad, creyó vislumbrar el destello de la luna sobre metal. Se sentó. Allí estaba de nuevo, un parpadeo de luz opaca. Se incorporó y arrastró a su amigo consigo. Con los corazones acelerados, se esforzaron por ver con los oídos y oír con los ojos. Y entonces, unos golpes los derribaron al suelo con una velocidad y precipitación tan inesperadas que quedaron atontados. Andocreto, con el bosque oscuro que giraba a su alrededor, vio una pesadilla que se inclinaba sobre él, el gruñido congelado de un lobo furioso cuya melena negra cayó sobre su pecho. Cerró los ojos.
—¡Matémoslos pronto y marchémonos de aquí! —oyó decir al lobo—. Estamos demasiado cerca de Deva y es una noche despejada. Las patrullas deben de haber salido.
—Espera —contestó una voz grave—. Espera. —Unas manos tocaron el collar de azabache que colgaba de la garganta de Andocreto y el brazalete en su brazo. Se quedó muy quieto, sin abrir los ojos. Luego otras manos ásperas lo levantaron como si fuera un manojo de hierba y lo pusieron de pie—. Abre los ojos, Andocreto —ordenó la misma voz. El bardo obedeció.
El lobo estaba de pie y le miraba, su rostro era un horror de metal, pero Andocreto, con una ráfaga de alegría, clavó la vista en el jefe de barba negra cuyas manos todavía le sujetaban del cabello.
—¡Domnall! ¡Brigantia me ha dado suerte! ¡Mi señora se encuentra en dificultades y temía no encontrar nunca al arvirago! ¿Nos llevarás con él?
Detrás del hombre y del lobo, siete u ocho jefes permanecían de pie en la oscuridad, rígidos, tan inmóviles y oscuros como el bosque mismo. Domnall soltó despacio a Andocreto y el lobo volvió su rostro tieso hacia él.
—¡Entonces los rumores son ciertos! —exclamó—. Aricia...
—¡Refrena tu lengua, Sine! —manifestó Domnall. Se adelantó hacia Andocreto hasta que su aliento entibió la mejilla del bardo—. Ahora debo decidir, mi ex hermano, si matarte aquí o llevarte con nosotros. Conozco bien tu facilidad para mentir, Andocreto. De hecho, mientes mejor de lo que cantas, y eso es mucho decir. ¿Qué haces aquí?
Mientras reunía sus fuerzas dispersas, Andocreto alzó los ojos hacia los de Domnall.
—No vengo por propia voluntad —explicó con un susurro apresurado—. Temo a estos bosques y a las montañas. Pero mi señora se está muriendo, Domnall. Días tras día yace en la cama y su carne se ha consumido hasta los huesos. El médico romano no puede hacer nada por ella. Sólo añora ver a su esposo para rogar su perdón por los años perdidos. Tanta es su desesperación, que me envió a buscarle. —Los ojos azules se encontraron con los castaños, pero Domnall no era un druida. Bajó la mirada primero y frunció el entrecejo hacia el suelo.
—Feliz aquel que muere despacio —citó—, porque podrá recuperar su alma. Eso dicen los druidas. Y sin embargo..., sin embargo...
—¡Matémoslos ahora y vayámonos de aquí! —le urgió Sine—. ¡Esa mujer no ha dicho una verdad en toda su vida! ¡Te está mintiendo, Domnall!
Los hombros anchos de Domnall se encorvaron.
—Tranquila, Sine. Esto es un asunto familiar, un asunto privado. No debes interferir.
—¡Pero tu señor es arvirago ahora! ¡Su lealtad ya no es para su familia!
Domnall no le hizo caso y Andocreto la miró con curiosidad. Aquello no era un lobo. Sólo una mujer delgada con una espada en el cinto, cuyo cabello negro caía sobre la máscara de bronce que ocultaba el rostro. Pero a través de la máscara, dos ojos iluminados por la luna vertían recelo sobre él.
Por fin, Domnall se enderezó.
—No creo que mienta —dijo—, y aunque lo hiciera, este asunto es demasiado importante para mí. Mi señor debe escuchar. ¡Atadlos a los caballos! —gritó a los hombres de detrás—. ¡Vendadles los ojos! —Manos firmes llevaron al bardo y al joven jefe de vuelta al sendero y Sine tomó a Domnall de un brazo.
—Sabes lo que esto puede provocarle —manifestó—. Aun cuando este hombre esté mintiendo, la duda le desgarrará. Te lo suplico, Domnall, mata a los mensajeros, mata los rumores. Si es cierto, no tiene importancia. Déjala morir como se merece. Harás un gran favor al arvirago.
—No puedo, Sine —repuso, todavía ceñudo—. Ha ordenado que todo extraño sea llevado a su presencia y, además, si se enterara de que he ocultado una noticia así, me mataría. Hay druidas en el campamento. Nosotros... —Pero ella se había alejado y ya desaparecía en la oscuridad.
Durante el resto de la noche y ya avanzada la mañana, se deslizaron a través del bosque. Andocreto, a ciegas en su caballo y con las muñecas atadas en la espalda, se maravillaba de su sensación de soledad. Sus oídos no registraban ningún sonido de pisadas humanas, ningún olor de una presencia humana, y no obstante sabía que diez personas le acompañaban. Ni él ni su acompañante recibieron comida ni agua, y el grupo tampoco se detuvo a comer. Su caballo avanzaba con esfuerzo y le zarandeaba tanto que sus músculos pronto comenzaron a protestar, ya que subían de manera continua y zigzagueante. El viento empezó a jugar en su rostro. Al fin, oyó algo, o eso creyó, un murmullo, un sonido vago de movimiento incesante. Alguien pronunció una palabra y su caballo se detuvo. Unas manos le agarraron y le bajaron. Se quedó de pie temblando en tanto un cuchillo cortaba la soga alrededor de sus brazos y le arrancaban la venda de los ojos. Observó a su alrededor y el sol intenso le hizo parpadear.
Tiendas grises y destartaladas se extendían como gaviotas torpes hasta donde alcanzaba su vista, semienterradas entre la maleza y las rocas. Unos cuantos fuegos pequeños ardían sin humo, atendidos con cuidado por hombres ágiles y acuclillados. Hombres y mujeres se repantigaban callados fuera de las tiendas o formaban grupos silenciosos. Su mirada encontró el horizonte, una ladera larga y cubierta de árboles que terminaba en una roca árida donde los centinelas estaban apostados. A sus espaldas, la ladera continuaba hacia un río y hacia los bordes del bosque que habían atravesado.
De trecho en trecho a lo largo de la orilla, más hombres y mujeres permanecían de pie como árboles quietos, con los ojos vueltos hacia las profundidades frías y verdes del bosque. Su amigo se hallaba a su lado, pálido y acariciando sus muñecas doloridas, pero ileso. Sonrieron con vacilación, reconociendo sin palabras la incomodidad total de ese sitio prohibido y la opresión de los sonidos sordos de un campamento que debería haber estado colmado de risas y gritos.
Se les ordenó que se sentaran junto a uno de los fuegos y se dejaron caer al suelo con alivio. Les trajeron comida..., conejo frío, pan amargo, un pedazo de cebolla para cada uno y trozos de queso blanco con olor rancio. Todo ello acompañado con cerveza negra que sabía a maleza ácida y putrefacta. Luego, mientras la tarde se adormecía, se quedaron sentados en medio de esa quietud animal, con los ojos del guardia fijos en ellos. Por fin, dormitaron también, ya que llevaban dos días y dos noches sin poder conciliar el sueño; en cierta manera, se sentían completamente a salvo.
Al anochecer, el guardia los despertó y se levantaron enseguida. En torno a ellos, los fuegos estaban siendo apagados y la última luz anaranjada y rosada del día todavía iluminaba ligeramente el borde del pequeño valle. El bosque estaba envuelto en una oscuridad soporífera, pero sombras largas y delgadas seguían a los tres hombres que se acercaban por la ladera hacia Andocreto y su compañero. Con el corazón agitado, el bardo reconoció a Venutio, pero no al jefe bajo y corpulento que se contoneaba junto a él ni al otro hombre ágil que caminaba un paso detrás. Se situó frente a ellos, se inclinó ante Venutio y la conocida maraña de cabello y barba rojos, los ojos vehementes y penetrantes y la nariz aguileña le revolvieron el estómago. Venutio sabía que él era más que el bardo de su señora, pero los ojos recelosos le miraban sin rencor. Sólo la boca delataba el dolor. Estaba algo entreabierta, lista para temblar de furia o contraerse de pena. Andocreto recordó ese rostro desfigurado por el sufrimiento, humillado bajo un sol cruel, y la sangre que había corrido por el pecho estremecido. Las náuseas amenazaron con subir a su boca. Tragó y afrontó su mayor prueba.
—Os saludo, señor —dijo—. Me alegra haberos encontrado por fin.
Venutio no le tendió su mano ni presentó a sus jefes. Escrutó la cara del bardo, asustado, clamando por hallar allí lo que buscaba. Pese a sí mismo, Andocreto adoptó una expresión de tensa contrariedad.
—Has comido y bebido —declaró Venutio finalmente—. Ahora, dame las noticias. No, espera. Emrys, ve a buscar al druida. —El jefe se alejó con un aire perturbador de ferocidad latente. Cuando regresó, Andocreto vio con consternación que le acompañaba la misma druida que había ido a ver a su señora a Brigantia. Caminaba como un hombre, descalza, balanceaba sus hombros pequeños y huesudos y su rostro tenía una expresión hostil. Su compañero se agitó a su lado y lanzó una exclamación en voz baja. Andocreto deseó taparle la boca con la mano para callarle.
—Bien —comentó la mujer al acercarse—. Sí, es el apuesto joven cantor de la señora Aricia. —Se detuvo junto a Emrys. Venutio hizo un gesto rápido y airado, pero ella habló de nuevo—. Ahora descubriremos si los rumores son ciertos.
Andocreto se volvió hacia Venutio, que había palidecido.
—¡Habla! —le ordenó el arvirago. El bardo se obligó a sostenerle la mirada. Era difícil, lo más difícil que había hecho en su vida, más desagradable de lo que había imaginado. Pero dijo las palabras.
—Señor, ella agoniza. Ha perdido tanta carne que ya no parece una mujer. Os suplica, os implora que vayáis a verla para poder deciros cuánto os ha agraviado antes de que la muerte la reclame. Me pidió que os entregara esto. —Obligó a sus dedos a no temblar mientras abría la bolsa en su cinto y extraía el collar—. No pretende que os quedéis con ella, sólo que le concedáis un momento de perdón. —Extendió las joyas y Venutio las tomó lentamente y las hizo girar en sus dedos. Luego las aferró con ambas manos y agachó la cabeza.
—Druida —susurró con voz ronca—. Repetidme las palabras con que ella se refirió a mí. —Andocreto advirtió que Emrys y el jefe robusto y de cabello negro intercambiaban miradas. La druida contestó de inmediato:
—«Desprecio a mi esposo, siempre le he despreciado y no quiero que regrese.»
Los nudillos de Venutio se pusieron blancos.
—Habéis afirmado que los rumores eran falsos —dijo de nuevo a la mujer—. ¿Qué decís ahora? Mirad a este muchacho, y por la Madre, decidme la verdad! —Su voz se elevó en un grito de desesperanza. La druida contempló con frialdad el rostro bronceado y hermoso de Andocreto, los ojos azules claros y el cabello rubio y brillante que ondeaba hasta los hombros delgados. El bardo mantuvo la vista clavada en la boca diminuta por temor a que sus ojos le revelaran todo.
Al cabo de un momento, la mujer suspiró.
—Es un mentiroso —sentenció—. Un magnífico y apuesto mentiroso. Vuestra esposa no agoniza, arvirago. Ni siquiera está enferma..., es decir, su cuerpo no sufre. Os estoy diciendo la verdad.
—¡Os lo dije! —gruñó en tono triunfante el jefe grandote y una sonrisa dibujó otro surco en su rostro arrugado—. Ahora, matemos a este sujeto y olvidemos el asunto.
Venutio alzó la cabeza despacio y en ese instante, Andocreto creyó que había ganado. Nadie podría decirle jamás al arvirago una verdad acerca de su esposa. Aunque él mismo había oído las palabras de odio y traición de los propios labios de Aricia, aunque había separado su cuerpo de ella, todavía escogía la ceguera de la mente, y en esa ceguera había una nube de duda viva y creciente anclada a su amor; de manera que, con su esposa o lejos de ella, ya no creía ni dejaba de creer nada sobre ella. Andocreto habló de nuevo, con tono amable y suave.
—Señor, conocéis el odio mutuo que existe entre los druidas y vuestra esposa. Por eso os envía el único tesoro que le queda, vuestro regalo de bodas, y os ruega, por el amor que alguna vez le tuvisteis, que escuchéis su tormento. Se está muriendo. Os necesita ahora.
—¡Ah, qué bien os conoce! —explotó el jefe corpulento—. Esto es lo único que podría llevaros de regreso a ella y lo sabe, de modo que está ocupada muriéndose. ¡Es una trampa!
—¡Paz, Madoc! —Venutio se estaba controlando con dificultad. Su mirada fue del siluro a la druida, de la callada compasión de Emrys a Andocreto, en busca de un indicio de certidumbre, una vislumbre de verdad bajo los mantos impenetrables de carne a su alrededor. Se pasó una mano por el rostro y gruñó—. Emrys, ven —ordenó y se volvió. Se marchó con el andar de un hombre borracho, tambaleándose un poco, con una mano en la empuñadura de su espada y la otra apretando el collar. Andocreto le observó alejarse pero no se atrevió a mirar a su amigo.
Fuera del alcance de la vista del campamento, Venutio se sentó en la tierra. Rodeó sus piernas con los brazos y apoyó la cabeza en las rodillas. Emrys se dejó caer a su lado, cruzó las piernas y se quedó contemplando la noche que descendía y sintiendo el viento, cargado de los aromas sutiles del bosque, que agitaba la melena del hombre hundido bajo el peso del sufrimiento y acariciaba ligera y agradablemente su espalda encorvada. Emrys no se movió y sus pensamientos retrocedieron a los años de Caradoc, los años desesperados; luego, más atrás aún, a su propio fuego, frío desde hacia tiempo, a su propia choza ya en ruinas. Repasó los recuerdos con extrañeza, él y Sine juntos, jóvenes y libres, tan inocentes entonces, tan fuertes. Pero un extraño, golpeado por la guerra, había llegado con su hijo, un niño que también era un jefe, y el y Sine no habían sabido que traía consigo un final. Caradoc. «Mi hermano, mi señor, mi destino. Cuántas despedidas terribles en esta vida que es una muerte constante, cuántos dolores. No creímos que podríamos seguir luchando sin ti y no obstante, con el último aliento que tomaste del aire de Albion, así lo ordenaste, y he aquí que el maestro nombró un nuevo arvirago. Los días rojos persisten y no nos dan descanso, ningún descanso. Estamos condenados, cada uno de nosotros, y ahora.., esto.» Por fin, Venutio se movió en la oscuridad, levantó la cabeza y Emrys hizo a un lado la tristeza y le miró.
—Dime qué debo hacer, Emrys. —La voz brotó cansada, espesada por un fango negro de abatimiento—. Dímelo pronto. ¿Quién miente y quién odia? ¿Quién muere y quién va camino a la muerte?
—Creo que no importa quién miente o quién odia —respondió Emrys con seriedad—. Lo que importa es que sois arvirago. Sois señor de nuestra vida y nuestra muerte, no de las de vuestra esposa, y que ella viva o muera ya no es de vuestra incumbencia. Habéis sido su prisionero toda vuestra vida, Venutio. ¡Liberaos! Despachad a los jóvenes o matadlos y olvidad a Cartimandua. Desde que vinisteis a nosotros habéis tenido cierta paz y, en esa paz, habéis encontrado fuerzas que ignorabais poseer. Los druidas os escogieron bien. La hora de nuestra liberación está cerca, lo sabéis, lo sentís igual que todos nosotros. El gobernador nos ha dado grandes ventajas. Antes de la próxima luna llena habremos reunido la fuerza más grande desde el último combate de Caradoc, y Deva caerá. Ése es el comienzo, apenas el comienzo. La libertad está a la vista después de años de pérdidas, vergüenza y muertes. ¡Os necesitamos con desesperación, arvirago! La nueva campaña es vuestra..., vos la habéis planificado, vos debéis ejecutarla. Si nos dejáis ahora, nos retrasaremos, y si nos retrasamos demasiado, entonces todo estará perdido. Quedaos con nosotros. Volveremos a destruir la frontera de Scapula como si fuera madera podrida y entonces el emperador retirará las legiones, como dicen los rumores.
Venutio escuchaba mientras apretaba inconscientemente el collar contra su pecho. Cuando la voz suplicante de Emrys calló, aventuró con un murmullo:
—¿Qué harías, Emrys, si fueras yo y fuera Sine quien te llamara?
—Iría —admitió el jefe sin titubear—. Pero señor, Sine me ama y me habla sólo con la verdad. No nos mentimos como vuestra esposa os miente sin cesar. Perdonadme, pero no creo que esté enferma ni tampoco creo que merezca un solo pensamiento vuestro, mucho menos una vida entera de amor no correspondido y honor perdido.
—Sin embargo, Emrys, supón que ella esté agonizando de verdad. Supón que me reclama porque su corazón está abrumado de remordimiento. ¿Debo rechazarla?
—Si, debéis hacerlo. No tenéis nada que reprocharos.
Venutio se puso de pie con esfuerzo y Emrys le imitó. La noche ya era cerrada y la oscuridad los envolvía. Venutio tenía la impresión de que su alma era como esa oscuridad hermética, que aprisionaba con celo la larga enfermedad de su amor y su dolor para que no pudiera sanarse.
—Si los druidas pensaron que me curaría de mi enfermedad colocando el manto de arvirago alrededor de mis hombros, se equivocaron —afirmó con dureza—. Estoy roto, Emrys, todos los días me rompo de nuevo. Mis fuerzas son las de Madoc, las de Sine, las tuyas, no mías. Debo ir a verla, aun cuando ella me destruya.
—Venutio, todo el oeste se encuentra al borde de la victoria, esperando vuestras órdenes. ¡Esto es una locura! Hombres y mujeres han muerto a la espera de este día! ¡No os dejaré marchar!
—¡No tengo alternativa! —gritó Venutio—. ¡Sin duda lo entiendes! ¡Piensa en tu Sine, Emrys, y ayúdame!
—Entonces dejadme ir a mí—sugirió el jefe con suavidad—. Sine y yo transmitiremos vuestras palabras a Aricia, y si me equivoco, si de veras está agonizando, volveré para enfrentarme a vuestra espada. No podéis, no debéis ir. —En la penumbra, podía percibir la lucha del otro hombre, y se alegró de que la noche le ocultara el rostro del arvirago. Venutio se volvió y apoyó la frente contra un árbol con los ojos cerrados. Al cabo de un largo rato, susurró:
—Eres sabio, Emrys. Muy bien. No iré, pero tú tampoco. Te necesitamos aquí. Enviaré a otro.
—¿A quién?
—A Domnall.
—No, no ha estado con nosotros el tiempo suficiente y, además, no confiaréis en la palabra de un solo hombre. Dejad ir a Sine y tal vez a un miembro de vuestra familia.
—Sí. Enviaré a mi sobrino Manaw y a Brennia, su esposa. —Abandonó el árbol—. Perdóname, Emrys. No estaba pensando. No volveré a derrumbarme así.
Emrys no contestó. Venutio se volvió y regresó a donde el campamento se agazapaba casi invisible en su valle protector.
Cuando Venutio devolvió el collar a Andocreto y le dijo que no podía ir con él, hubo un momento de silencio azorado. Luego, Andocreto exclamó:
—¡Pero señor, si no venís, ella dejará de luchar por vivir! ¡Mi señora volverá el rostro hacia la pared y morirá! —Las lágrimas brillaban en las pestañas largas y rubias. El bardo estaba de hecho sobrecogido por la emoción, pero porque pensaba en el rostro de Aricia cuando tuviera que presentarse frente a ella y anunciarle que su esposo ya no era su esclavo. Venutio no soportó más.
—Díselo, Emrys —declaró con brusquedad y giró sobre sus talones para esfumarse en la noche.
—No ha dicho que no irá —aclaró Emrys con frialdad al bardo—. Pero hasta no estar seguro de que tu señora agoniza, no se atreve a dejar el oeste.
—¡Pero ofende mi honor! ¡Duda de mi palabra! Yo...
—Joven —le interrumpió el jefe con cansancio—. Toda Brigantia está manchada con la deshonra de tu señora y lo sabes. Ya nadie cree en la palabra de un jefe brigante. Mi esposa te acompañará de regreso a tu casa, junto con familiares del arvirago. Ellos confirmarán lo antes posible si has dicho la verdad. Cuando vuelvan y juren que ella en verdad agoniza, entonces él irá.
Andocreto no podía hacer nada. Asintió lacónicamente y pensó con desaliento en los kilómetros que él y su amigo deberían cubrir en compañía de los rebeldes y en lo que les ocurriría si los romanos los atrapaban y no les daban tiempo para explicar su recado. Emrys se marchó y el bardo sacudió su manta detrás de una roca y se dispuso a dormir. Esa noche, la música no vibró en su mente.
Los cinco dejaron el campamento al amanecer, rumbo al este a través del espeso bosque.
—Viraremos al sur por territorio cornovio y luego entraremos de nuevo en Brigantia para eludir Deva —había explicado Sine a Andocreto y el bardo no se había atrevido a discutir, tal era el temor que sentía ante aquella máscara de lobo desgastada por el tiempo y ante la larga espada de hierro.
Recordaba vagamente al sobrino de Venutio y a su esposa, dos personas libres jóvenes y calladas con quienes jamás había intercambiado una palabra en sus años de infancia y juventud, antes de que su señora le invitara a su cama. En ese momento tampoco le interesaban. Eran parientes del arvirago, pero provenían de la granja de su hermano mucho más al norte, donde el propio Venutio se había criado y donde habían crecido la mayoría de sus jefes leales. Aunque Venutio amaba con ardor a su clan y había pasado mucho tiempo en el norte con ellos después de su boda, éstos no habían bajado a la aldea.
Andocreto montó su caballo en el aire rancio y gastado que aguardaba a ser disipado por el amanecer. Se sintió enfermo de aprensión al ver a Emrys y a la mujer lobo alejarse juntos en la niebla matinal y comprendió que el y su amigo estaban en manos de Sine. No conocía el territorio cornovio ni las rutas de acceso a Brigantia desde los senderos poco usados del sur central y si la mujer decidía abandonarles en algún momento, más les valdría estar muertos.
Emrys quitó la máscara grotesca del rostro de su esposa y la tomó en sus brazos.
—No confíes ni un segundo en el muchacho apuesto —le advirtió—. No dejes que se aleje para cazar o buscar agua ni por ningún otro motivo. Tampoco le des la oportunidad de hablar en privado con su compañero. Si Aricia está sana, como creo que lo está, y alguno de esos jóvenes le avisa de tu llegada, te matará. La única posibilidad de volver si ella está bien es verla y huir antes de que tenga tiempo de usar el ingenio. Si durante el viaje sientes que corres el más mínimo peligro, mata a los brigantes y regresa. La paz mental del arvirago no merece tu vida. —«Ten cuidado —quiso decirle—. Sé cobarde, sé pusilánime, sé como son los brigantes, pero vuelve a mi»
Besó ligeramente la boca firme y cruel que se suavizaba únicamente con sus palabras, sonrió a los ojos duros que sólo él podía convertir en manantiales de risa breve o pasión; por un momento, ella apoyó la cabeza contra la tibieza de su hombro.
—Este viaje es tan inútil, tan absurdo... —susurró—. ¿Por qué ha de seguirle importando si ella vive o muere? ¿Por qué debo arriesgar mi vida por el bien de su estúpida y condenada obsesión?
—Por el bien de nuestra estúpida y condenada obsesión —repuso Emrys y las palabras se perdieron en la negrura del cabello de ella—. Venutio tiene que ser libre, el fin está cerca, su mente debe concentrarse totalmente en la guerra. A su manera, podría ser un líder brillante, como lo fue Caradoc, si tan sólo lograra liberarse de esa mujer. —Se enderezaron y el le entregó la máscara—. Camina con seguridad —añadió por fin—. Te quiero, Sine.
—Y yo a ti. Ve en paz. —Alzó un brazo. Una vez más, el lobo gruñó una advertencia ansiosa. Luego se volvió y le dejó.
Avanzaron durante una semana, moviéndose siempre hacia el sur y el este; aunque, en lo que concernía a Andocreto y a su compañero, podrían haber estado girando en círculos. Sine los guiaba en silencio y con seguridad. Andocreto y su jefe iban detrás y los dos jóvenes rebeldes brigantes cerraban la retaguardia. Por las noches, el sobrino de Venutio pasaba unas horas cazando mientras los otros permanecían sentados y callados en alguna caverna o cañada oculta o junto a algún arroyo poco profundo. Sine y la mujer se las ingeniaban para interponerse entre Andocreto y su amigo a fin de evitar toda conversación entre ellos. Los pensamientos del bardo se escurrían de un lado a otro y se volvían más turbulentos a medida que se acercaban a Brigantia. Un plan a medio urdir sucedía a otro en su mente y le desesperaba no poder enviar un mensaje a su señora. Aricia los recibiría con todas sus galas, plantada con solidez sobre ambos pies, y la recompensa por la captura de su esposo quedaría bien guardada en los cofres del fuerte de Lindum. A la hora de dormir, uno de los parientes de Venutio o la misma Sine montaban guardia e incluso cuando Sine se acostaba, Andocreto sentía sus ojos en él, alerta, hostiles y despectivos detrás de la máscara de bronce.
Era como uno de los lobeznos salvajes que los niños brigantes solían llevar a sus chozas para domesticar, convertido en un animal adulto inestable, todavía con la ferocidad de sus raíces libres y sanguinarias reflejada en sus ojos astutos. Le temía.
La oportunidad de Andocreto se produjo una tarde, a dos días de marcha de la aldea. Habían dejado atrás los bosques densos del extremo sur de Brigantia y cabalgaban por el primer p ramo ondulante y ventoso. Sine y los parientes de Venutio estaban cansados, y esa fatiga se exacerbaba con la indefensión que sentían bajo aquel vasto cielo azul, privados de proteccion y visibles de una manera incómoda, tal como Caradoc se había sentido una vez camino a esa misma aldea con Caelte y el delator. Pero Andocreto y su amigo tragaron profundas bocanadas de viento inodoro y recobraron la esperanza pues podían alzar la vista y contemplar a lo largo de kilómetros ininterrumpidos las aldeas pequeñas dispersas como islas y los arroyos que fluían rápidamente y casi sin orillas. Aquí y allá, en las depresiones donde las colinas descendían para volver a elevarse, había árboles, árboles que se podían contar, árboles que no les rodeaban ni absorbían.
Estaban acampados en uno de esos montes de árboles delgados, sentados bajo la sombra pálida con el sol que caía a plomo sobre ellos, cuando de pronto, Sine apoyó una mano en el suelo.
—¡Caballos! —exclamó, y se tendió de inmediato con la oreja apretada contra la hierba seca. Andocreto la observaba con el corazón en la boca—. Creo que es una patrulla de caballería —añadió al cabo de un rato y antes de que las palabras abandonaran su boca, sus compañeros ya estaban montando para llevar los caballos al inseguro amparo del bosquecillo. Luego, los cinco se tiraron al suelo y esperaron con nerviosismo. Andocreto descubrió que se encontraba al lado de su jefe. Con suavidad y despacio, acercó su cara al cabello oscuro de su amigo.
—Cuando la patrulla haya pasado —susurró—, corre. —El otro hombre no hizo ningún movimiento, no dio señales de haber oído, pero Andocreto sabía que se había hecho entender. Durante casi media hora, permanecieron inmóviles mientras la patrulla se aproximaba con lentitud y calma.
Incluso cuando pasó tan cerca de ellos que el bardo pudo oír las voces del oficial y sus hombres, ninguno de los cinco siquiera parpadeó y los mismos caballos, entrenados desde hacía tiempo en medio del silencio del oeste, no relincharon a modo de saludo. Sine mantuvo el oído contra el leve temblor de la tierra debajo de ella hasta mucho después de que todo sonido hubo sido devorado por el suspirar del viento. Entonces se sentó y abrió la boca para hablar. Pero Andocreto no le dio tiempo. Rodó y se arrojó sobre ella. Con un gruñido, su jefe se incorporó de un salto y huyó fuera del monte, agachado y con pies veloces y ligeros, apresurándose en la dirección de una aldea cuyo humo tiznaba el aire a tres kilómetros de distancia. Con una maldición, el sobrino de Venutio se lanzó tras él en tanto Sine forcejeaba con el peso sofocante de Andocreto. De repente, alguien separó al bardo de ella y un brazo rodeó su garganta. Sine salió disparada de debajo de los árboles. Andocreto sintió el cuchillo frío de la otra mujer debajo de su oreja.
—No te muevas, niño bonito —le amenazó. Eran las primeras palabras que le dirigía en todos esos días. Andocreto cerró los ojos y se estremeció.
Sine extrajo su cuchillo mientras corría. Alcanzaba a ver al sobrino de Venutio más adelante, sus brazos y piernas se agitaban con frenesí, pero más allá, a lo lejos, el brigante se desplazaba como agua sobre el suelo, con ese andar que antes había despertado admiración por las personas libres brigantes en aquellas tribus donde el territorio no ofrecía espacios abiertos ilimitados sobre los cuales correr. El sobrino de Venutio había pasado demasiado tiempo en las montañas y, aunque sus músculos eran duros y firmes, había olvidado esa forma de correr. Sine se apresuraba con desesperación, consciente de que se cansaría pronto y forzándose a respirar hondo al ritmo de su paso largo. «Un poco más cerca», rogaban sus piernas, «un poco más cerca», gritaban sus brazos. De pronto advirtió que el fugitivo se tambaleaba y luego se recuperaba y que ella había ganado algo de terreno. O lo hacía entonces o lo perdería. La hoja del cuchillo se deslizó a su mano.
—¡Al suelo, Manaw! —gritó, y el hombre obedeció al instante. En ese mismo momento, su brazo se elevó y arrojó el cuchillo. Siguió corriendo sin disminuir la velocidad mientras el cuchillo volaba hacia arriba, hacia fuera, y giraba una y otra vez, refulgente bajo el sol. Luego el brigante lanzó un chillido, se tambaleó y cayó. Cuando Sine le alcanzó con paso vacilante, estaba muerto. Se inclinó, arrancó el cuchillo de entre los omóplatos, lo limpió en sus calzones y lo volvió a guardar en su cinto. Manaw se acercó caminando, todavía jadeante—. Cógelo de un brazo —le ordenó ella con voz ronca. Juntos arrastraron el cuerpo de regreso al refugio del monte.
—¡Idiota, estúpido! —insultó a Andocreto—. La señora habría sido puesta sobre aviso y nos habría matado a todos. Y más tarde, habría enviado a otra víctima al oeste para preguntar al arvirago dónde estaban su bardo y su collar, y por qué no la había visitado en su lecho de muerte. Pero no se te ocurrió pensar eso, ¿verdad? —Se acuclilló en la sombra y se quitó la máscara para enjugarse el sudor del rostro. Andocreto vio su cara por primera vez, un rostro moreno sin dulzura ni suavidad y, sin embargo, fría y ásperamente hermoso, de huesos marcados, enormes ojos negros, boca delgada y enjuta, y mentón afilado. No era una cara juvenil, pero Andocreto ignoraba si eso se debía a que siempre había carecido de las curvas suaves de los pómulos y sienes típicos de la juventud o si éstas habían sido alisadas por las asperezas de la vida. Arrugas, producto de haber pasado años a la intemperie y de la guerra, cercaban sus ojos, pero era un rostro simple y puro, puro en su severidad. Podría haber sido hermana de Emrys, no su esposa, ya que compartían el garbo de las facciones y el cuerpo, y la música del peligro a su alrededor. La estudió mientras ella se limpiaba la sangre de los dedos—. Ahora estoy plenamente convencida de que tu señora es la reina de la mentira. No lo tuviste en cuenta, ¿no? —El cuchillo todavía presionaba su cuello y no se atrevió a mover la cabeza.
—Matemos a éste también —sugirió Brennia—, y volvamos al oeste.
Pero, después de un momento de reflexión, Sine desaprobó la idea.
—El arvirago no estaría satisfecho —comentó con amargura—. Al principio creerá, pero después empezará a preguntarse si este idiota —pisó el cadáver con un pie— no huiría por un exceso de miedo o si alguno de nosotros no malinterpretaría un movimiento suyo y lo habría matado impulsado por nuestro propio cansancio y temor. No. Debemos seguir con este juego estúpido hasta el final. Veremos a esa perra con nuestros propios ojos y entonces el arvirago se sentirá satisfecho. Suéltalo. —La mujer envainó su cuchillo de mala gana. Sine se inclinó hacia delante y cogió a Andocreto de la barbilla con una mano de acero—. Y tú, mi pobrecito cobarde. Haz un solo movimiento precipitado y olvidaré mi misión y te cortaré en mil pedacitos rojos. —Su tono no era malicioso sino práctico. Se incorporaron y desataron los caballos sin mediar otra palabra.
Dos días después, a la misma hora, desmontaron al pie del alto muro de piedra de Aricia. Atravesaron las puertas sin custodiar, y se mezclaron con la gente que deambulaba sin prisa de un lado a otro bajo el sol suave y declinante. La mirada rápida de Andocreto registró que había un número mayor de soldados de lo habitual, en grupos de dos o de tres, paseando entre los hombres libres. El sudor corría desde sus axilas mientras pensaba en su señora, con todo preparado y esperándole con impaciencia en su casa.
Sine no le dio oportunidad de llamar la atención de un legionario. Se acercó a él y extrajo el cuchillo que tenía escondido bajo su capa.
—Ahora —murmuró— me apoyaré en ti, así —y le pasó el brazo izquierdo sobre el hombro derecho—, como si estuviera muy cansada. Tú me rodearás la cintura con un brazo. —Andocreto obedeció a regañadientes. Sintió los músculos tibios, duros como los de un hombre, bajo la túnica corta, y la mano derecha de Sine subió y presionó el cuchillo debajo de sus costillas—. Si haces una seña o gritas, te mataré —prosiguió—. Guíanos a la casa de la señora. ¿Cuántos hombres la custodian?
El bardo tragó saliva.
—Seis.
—Ah. Y supongo que todos estos romanos han sido reunidos para escoltar al arvirago a Lindum.
De modo que ella también lo había notado. Andocreto se sumió en la desesperación.
—Siempre hay soldados y comerciantes aquí —contestó. Sine sacudió la cabeza.
—¿Crees que soy estúpida? Cuando lleguemos a la casa, debes llamarla con voz excitada... y digo excitada. Ella saldrá y mi tarea terminará. Guiadnos, mentiroso.
Atravesaron la aldea con lentitud. Sine obligó a Andocreto a ir por los callejones más solitarios, pero casi todo el mundo estaba fuera respirando el aire diáfano, y muchas miradas curiosas siguieron el paso del grupo..., el joven bardo de la señora, una mujer libre cansada y cubierta con una máscara de lobo y una pareja de una tribu extraña. Andocreto ni siquiera intentó llamar la atención de los jefes que le conocían. El cuchillo presionaba fuerte en su costado.
«Y de todos modos —se dijo—, ¿de qué serviría? Venutio no está con nosotros. Podría haber considerado dar mi vida si lo estuviera, pero no moriré por la captura de estos tres.»
Poco después, llegaron a la alta pared de piedra que rodeaba la casa de Aricia y a las puertas de hierro. Sine miró hacia atrás; un viento de mar continuo levantaba su cabello del cuello. A lo lejos, alcanzaba a ver las chozas y casas de la aldea, más allá del muro de piedra que descendía donde la tierra se ondulaba hasta quedar velada por el bosque reconfortante, y los raudales de luz solar caían como estanques rojos en las hondonadas y bajaban las colinas como ríos. Por un momento, estuvo a punto de volverse y huir. Se vio a sí misma libre, corriendo de regreso a Emrys y al oeste. La ansiedad en su interior hizo temblar el cuchillo contra Andocreto, pero empujó al joven y volvió el rostro de metal hacia la sombra de las puertas.
—¡Habla! —susurró.
—¡Abrid! —gritó él con voz ronca—. ¡Soy yo, Andocreto!
Las puertas altas se abrieron y un escrutinio rápido reveló a Sine un recinto, una casa de madera grande y un grupo de jefes armados, todos oscurecidos por la noche incipiente, todos circundados por esa pared lisa y alta.
Los hombres en la puerta esperaban, pero ella titubeó. Sabía que si entraba y la puerta se cerraba, no habría escapatoria. Y por supuesto, la puerta se cerraría. No quedaría nada excepto esa pared imposible de escalar. Debió haberlo supuesto, debió haberle preguntado al bardo, pero era demasiado tarde.
«No merezco esto —pensó con desaliento—. Después de tantos años de sobrevivir a tantas vicisitudes, ser capturada al fin y caer, no en combate, sino atrapada por una mujer a quien podría matar con los ojos vendados en una lucha.»
Andocreto profirió una exclamación cuando el cuchillo atravesó su ropa, se hundió en su piel y una humedad tibia brotó bajo su túnica. Sine apretó los dientes y movió la cabeza. Juntos caminaron hacia los jefes que aguardaban. La puerta se cerró con estruendo a sus espaldas. En el centro del patio, Sine se detuvo y Manaw y su esposa lo hicieron cerca de ella.
—He cambiado de idea —masculló al bardo—. Ordena a uno de los jefes que entre en la casa y le diga que estás aquí, con quien ella espera.
Andocreto elevó la voz con esfuerzo.
—Id a anunciar a la reina que he vuelto —gritó— y que quien ella espera me acompaña. Aguarda en el salón del Consejo a la espera de saber si ella se encuentra con ánimos para recibirle.
Los jefes miraron con recelo a Sine, apoyada contra el bardo de la señora como una amante pero, mientras ella se enderezaba despacio, uno de los hombres masculló algo a sus compañeros y se alejó. El corazón de Sine comenzó a dar latidos lentos y regulares. Si la señora agonizaba, estaban a salvo, pero esa chispa fugaz de deseo por la autopreservación se apagó enseguida. Todos aguardaron con una tensión cargada de miedo y los ojos fijos en la puerta de la casa. El sol bordeaba el horizonte lejano y ya empezaba a concentrar su luz de nuevo en sí mismo.
Aricia apareció, una figura alta con una túnica roja que ensombreció el vano y arrastró consigo la luz del fuego al salir al pórtico. El sobrino de Venutio emitió un pequeño grito. En su interior, Sine experimentó dolor por su arvirago, puesto que esa mujer era hermosa a pesar del cabello salpicado de gris y el rostro flojo y marcado por la edad; un hombre podía perderse a sí mismo en esos ojos negros y olvidar su identidad. La reina brigante avanzó hacia ellos y se detuvo. Sine contuvo la respiración.
—Te saludo, Andocreto —dijo con su voz dulce y sonora—. Has hecho un buen trabajo. Ahora, ¿quién es esta criatura que se aprieta contra ti con tanta pasión y dónde está Venutio?
Andocreto no se sentía capaz de responder y, mientras pugnaba por hacerlo, la voz clara de Sine resonó en la oscuridad creciente.
—Os saludo, señora. Soy una mujer libre que ha jurado lealtad a vuestro esposo. El espera noticias vuestras en el salón. Iré a buscarle. —Soltó a Andocreto, y Manaw y su esposa se volvieron también para encaminarse con decisión hacia las puertas.
—No, no lo harás —replicó Aricia con voz determinante—. Andocreto, ve tú a buscarle. Sabes lo que hay que hacer. —La súbita sospecha en su voz se convirtió en certidumbre cuando Sine y los otros dos echaron a correr. El bardo se desplomó en el suelo y se acuclilló, mareado y con una mano en la herida abierta. Los rebeldes se abalanzaron sobre las puertas para arañarla frenéticamente con dedos desesperados e intentando trepar—. ¡Atrapadlos! —ordenó Aricia, y sus hombres se lanzaron hacia delante. Manos rudas arrancaron a Sine y a la pareja de la pared. No tuvieron tiempo de desenvainar sus espadas ni de pelear. Aricia caminó hasta ellos; la ira bullía en sus dedos adornados con azabache y en los hombros rígidos también rodeados de azabache. Con un movimiento salvaje, arrancó la máscara de lobo del rostro de Sine. Sine, atenazada por brazos poderosos, la miró, jadeando un poquito. Era el fin de su vida y lo sabía; no obstante, sostuvo la mirada de Aricia con ojos resueltos.
«Terminar así —pensó—. Qué inútil, qué innecesario. Pero el arvirago está a salvo y es lo único que importa.»
—Desarmadlos —ordenó Aricia, y los cintos con las espadas y los cuchillos les fueron arrancados y arrojados al suelo. Estudió con atención al sobrino de Venutio y de pronto rió—. Ah! Si es el pequeño Manaw. Deberías haber seguido cazando conejos, niño, y dejado la caza de hombres para los que tienen estómago. —Habría seguido burlándose de él, pero algo en sus ojos, un fatalismo, una aceptación madura e indolora de su destino, la hicieron volverse hacia Sine—. ¿Dónde está Venutio? —la urgió. Detrás de ella, Andocreto se puso de pie con inseguridad y se acercó.
—No vendrá hasta no estar seguro de que no estáis engañándole —explicó con dificultad y las manos todavía contra su costado—. Esta gente debe confirmar que vuestro mensaje es cierto.
Aricia se encaró con él airadamente.
—¡Entonces fracasaste! ¡Debí haber sabido que no podía confiar un asunto así a un simple niño!
«Niño bonito —pensó él, atontado y enojado—, niño hermoso, muchachito.» El dolor le subía desde la axila y la sangre tibia todavía corría por su muslo. Por una vez en su vida habló con temeridad.
—¡No me llamáis así cuando estoy en vuestra cama, señora! —replicó—. No fracasé. Vuestro esposo habría venido, pero los jefes de las tribus le disuadieron. Pensad muy bien qué haréis con estas personas, ya que ella —precisó y señaló a Sine— es la esposa de uno de los líderes rebeldes, un hombre poderoso. Iré a poner unguento en mi herida. —Empezó a caminar, dio una orden brusca y las puertas se abrieron para dejarle pasar. Aricia se quedó mirándole un instante con los ojos entornados. Luego se volvió hacia Sine. Sus mejillas estaban encendidas como amapolas rojas y Sine le sonrió alegremente y con insolencia.
—No vendrá —afirmó—. Ha encontrado un amor más grande, prostituta brigante. —Con la rapidez de una serpiente al atacar, Aricia levantó una mano cargada de anillos de azabache y la sangre corrió por la mejilla de Sine donde las piedras duras la rasparon.
—Ponedlos bajo custodia —declaró la reina brigante con voz trémula.
Su cuerpo temblaba y una urgencia demencial por despedazar y pisotear nublaba su vista—. Encadenadlos a la pared, cuello, brazos y pies. Y quitadles las torques.
Giró sobre los talones y entró en la casa dando un portazo. De pie en la habitación callada y mortecina donde nada se movía salvo las llamas del fuego y su propio pecho agitado, descubrió que aún aferraba la máscara de lobo. La examinó con atención. El frente, aunque muy lustrado, estaba combado y abollado. Pasó los dedos sobre las ondulaciones de viejas marcas de espada, colinas y valles de orgullo y honor, el brillo de bronce parejo de una vida entera de sueños transitados por senderos de peligro, surcados con coraje. Algún feroz hombre del oeste extrañaba a esa mujer. En algún lugar, sus pensamientos se centraban en ella con añoranza y ansiedad. Le dio la vuelta. La superficie debajo estaba manchada por la respiración y el sudor. Llevada por un impulso, la acomodó en su rostro. La habitación pareció alargarse de inmediato. Los detalles resaltaron en la penumbra..., los bordes afilados de la mesa, un resplandor molesto de la luz del fuego sobre joyas, la curva del rostro y el cabello de Brigantia, la luz del atardecer avanzado que formaba un cuadrado gris alrededor de los postigos de la ventana. Olores extraños asaltaron su nariz, olores que antes le habían pasado inadvertidos. El aroma dulce del humo, el hedor empalagoso de los cueros de oveja curtidos, el vaho familiar y tibio de sueño y placer que despedían sus sábanas, incluso una vaharada ardiente y centelleante del cristal y oro de sus tesoros. Desconcertada, se llevó una mano a la frente cubierta de bronce. Entonces, otro olor flotó hacia ella, débil pero cada vez más intenso, el hedor nauseabundo y persistente de sangre recién derramada. Otro olor se mezclaba con él, el olor de la decadencia, el olor de su sueño que se elevaba en brumas invisibles a su alrededor. Tosió; de pronto no podía respirar. Se esforzó con desesperación por inhalar aire, pero la máscara parecía mantener cerradas las ventanas de su nariz y su boca y todo el tiempo esa otra presencia insidiosa, la sangre y la putrefacción, obstruía su garganta y la asfixiaba. Aterrada, cogió la máscara, se la quitó y la arrojó al suelo, donde cayó con ruido mientras ella se mofaba. La habitación recobró sus dimensiones reales. Con la boca entreabierta, aspiró bocanadas de aire tibio e inodoro y corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón y pidió vino a gritos. Cuando se lo trajeron y las lámparas estuvieron encendidas, se sentó para beber y reflexionar sobre el próximo paso a seguir. Pensó en los tres prisioneros que permanecían encadenados a las paredes de su prisión, en su esposo que se escabullía de ella, y en la clase de amor que nunca había tenido. Su vista estaba clavada en la máscara a sus pies y trató de borrar con el vino los celos y el dolor que había sentido al mirar el rostro sereno de Sine. Pero no pudo. La máscara se burlaba de ella. La devoción de algún jefe desconocido por su audaz esposa, en ese momento en sus manos, se reía de ella. Estaba sola.
Por la mañana, mandó llamar a la esposa de Manaw.
—Regresarás al oeste —la instruyó con claridad y cuidado— y le dirás a Venutio que si no viene mataré a su sobrino y a la mujer. No los entregaré a Roma, tenlo presente. Los mataré con mis propias manos, en mi muro de piedra, frente a toda Brigantia. —La muchacha palideció.
«Qué jovenzuela tan débil —pensó Aricia burlonamente—. Con ese rostro insignificante y tímido, ojos vacilantes, y esa dulzura repugnante.»
No ocultó su desprecio y aunque la muchacha lo percibió en los hermosos ojos negros, no le hizo caso.
—Podéis hacerlo —contestó con tranquilidad, aunque el color seguía desvaneciéndose de sus mejillas delicadas—. Anoche, mi señor y Sine conversaron sobre esta cuestión. Cuando vuestro guardia vino a buscarme, ya sabían lo que vos ibais a decirme. Y yo os digo esto, reina. Si deseáis matarlos, hacedlo ahora, puesto que iré al oeste y transmitiré vuestro mensaje, pero no regresaré, y tampoco el arvirago. Ahora no significáis nada para él, y ¿qué son dos muertos más, comparados con la causa de la libertad? —Alzó sus hombros harapientos—. Enviadme si queréis, pero preferiría morir junto a mi esposo.
Aricia la miró estupefacta, consciente una vez más del muro que la había separado del propio Venutio, de Domnall y de Caradoc, el muro que representaba una perspectiva de vida que siempre le había parecido tonta y destructiva. Se volvió. De pronto entendía por qué esa joven mujer la irritaba casi más allá de lo tolerable. Le recordaba a Eurgain.
—¡Oh, vete! —replicó—. Estoy segura de que no necesitas un guía. Te ofrezco tu vida y, si eres inteligente, la vida de tu esposo también. ¡Tráeme a Venutio! —No hubo respuesta. Cuando Aricia se volvió de nuevo, la habitación estaba vacía.
Dos días después, Caesio Nasica la observaba con furia a través de la mesa del comedor y el rostro grueso lívido de cólera. Nunca lo había visto perder el control, y Aricia se reclinó y lo contempló, divertida, mientras él le apuntaba con un dedo romo.
—¡Esta vez habéis obrado con torpeza, Cartimandua! —protestó con voz áspera— ¡Debería arrestaros por encubrir criminales! ¡Deberíais habérmelos entregado para que mis hombres les sonsacaran la situación de sus campamentos. Abusáis demasiado de la buena voluntad de Roma!
Ella sonrió.
—Ya deberíais saber que ellos nunca hablan —acotó—. Sufren y mueren sin pronunciar una sola palabra.
El legado respiró hondo y se reclinó.
—Siempre vale la pena intentarlo. En cualquier caso, tendríais que haber preguntado a vuestro bardo si podía guiarnos al campamento rebelde.
—Lo hice. Explicó que le vendaron los ojos durante el trayecto de ida y que, cuando volvió, la bruma era demasiado densa para poder conservar el sentido de la orientación. —Se acomodó en los almohadones—. También sabéis que los rebeldes se mueven por las montañas con gran velocidad y que suelen acampar y desaparecer con frecuencia. Al menos de esta manera, tengo una oportunidad más de capturar a Venutio.
—No vendrá.
—Ya lo veremos. Creo que lo hará. Se ha negado una vez y sólo yo sé lo que debe de haberle costado esa negativa. No será capaz de repetirlo.
Nasica bajó las piernas al suelo y se dispuso a comer.
—Sobrestimáis vuestro atractivo, mujer —comentó con tono seco.
Aricia rió con los ojos brillantes.
—No le atraerán mis encantos —repuso—. En esta ocasión, será el deseo ferviente de mi muerte.
El romano disimuló su sorpresa.
—Me resulta difícil entender —manifestó, mientras mojaba pan en la salsa— que un hombre permita que su interés por una mujer interfiera en su vida. Por cierto, ninguna mujer es digna de que uno arriesgue la vida por ella.
—Estoy de acuerdo —le sonrió con malicia—. Y por supuesto, vuestro interés en mí no es más que un asunto de negocios.
Nasica se ruborizó.
—¡Desde luego! —contestó con brusquedad.
La muchacha dejó la aldea cuando el sol se desembarazaba de las neblinas blancas y húmedas de la mañana. Llevaba con ella los caballos de Sine y de su esposo y se encaminó hacia el oeste a través de Brigantia, cabalgando a medio galope sobre la hierba alta y bañada de rocío. Avanzó durante todo el día y se detuvo una única vez para robar comida de una granja cuyos hombres y mujeres libres se encontraban en los campos. Cuando llegó la noche, se internó entre los helechos de un monte, se acurrucó en su capa y durmió larga y profundamente como un animal pequeño. Viajó así durante una semana, moviéndose con rapidez y ligereza sobre las colinas áridas, sin pensar, fundiéndose con la tierra y el cielo y tirando de los caballos atados detrás.
Entró en el bosque, contenta durante un instante por el refugio que le proporcionaba, pero luego enterró todo alivio bajo una vigilancia silenciosa. Era todo ojos y oídos y nada existía para ella salvo cada momento presente. La dirección del viento que acariciaba su mejilla o su mano, los aromas del bosque que se elevaban debajo de los cascos del caballo, el desvío menor y constante que el animal deseaba hacer, el ángulo del sol oculto, esas cosas eran su vida, su guía.
Un anochecer, cuando la brisa arrastró hacia ella una vaharada de aire de mar acre, se detuvo. Las ventanas de su nariz se ensancharon y elevaron. Entonces, sin un sonido ni la más mínima vacilación, giró hacia el sur. No razonó su decisión. Lo había hecho hacia días, antes de volver la espalda a la aldea de Aricia. Era el momento del instinto, y mezclarlo con la razón debilitaría su poder. Como una jauría que ha encontrado un rastro, volaba de sombra en sombra, y un día sucedía a otro. Esquivó Deva, a una noche de marcha al oeste de ella, y el hambre agudizaba sus facultades y la mantenía ligera. Viró de nuevo hacia el oeste, dentro del bosque tupido en la frontera ordovica. No fue hasta que el suelo debajo de ella comenzó a alzarse y a volverse rocoso, que se permitió recordar que era humana y no una bestia salvaje. Sus pensamientos se concentraron en su esposo, en Sine y en la maldad de la señora brigante, y lloró en silencio mientras cabalgaba.
Llegó al campamento dos semanas después de haber dejado Brigantia, pero el lugar estaba vacío. Sólo sus ojos entrenados pudieron discernir las depresiones borrosas de los fuegos y las rocas que habían sido devueltas a sus sitios después de sostener las tiendas. Y esos ojos captaron otras señales, a lo largo del arroyo. Empezó a seguir a su gente y tres días más tarde los encontró, acampados más cerca del fuerte, entre los árboles. Respondió al «quién vive» con suavidad, desmontó y caminó despacio al fuego donde Venutio, Madoc y Emrys, acuclillados juntos, dibujaban algo en la tierra seca.
El hambre y el peso de sus noticias hacían que le temblaran las piernas. Los hombres la vieron acercarse y se pusieron de pie. Emrys, con su habitual intuición, adivinó lo que vendría.
Venutio la abrazó.
—¡Brennia! ¡Descanso y paz! ¿Comerás y beberás antes de compartir las noticias? —Ella asintió.
—Disculpadme, señor. Si no como, me desmayaré. Me quitaron las armas y no tenía nada con qué cazar. Robé algo, pero se me acabó hace mucho.
Se dejó caer al suelo, dobló las piernas debajo de ella y el propio Emrys le trajo queso, carne y agua transparente y fría. Comió despacio, masticando con cuidado, y los hombres se sentaron a su alrededor y esperaron. Cuando el color comenzó a ruborizar las suaves mejillas de nuevo y el temblor de las manos hubo cesado, habló.
—Mis noticias entristecerán vuestros oídos, arvirago. Vuestra esposa no está enferma. Tiene a mi esposo y a Sine encadenados y os envía este mensaje. Si no vais a verla, los matará a ambos.
Reinó un profundo silencio; aunque fuera del círculo del fuego los hombres se paseaban y hablaban, los tres que lo rodeaban se habían vuelto ciegos y sordos a todo excepto al rostro contraído de la joven. Madoc gruñó y escupió a los arbustos detrás de él. Emrys permanecía quieto, en un perfecto control de sí mismo, pero sus ojos se cerraron con lentitud y sus cejas se juntaron. Brennia lloraba, sentada con flojedad y con las manos sobre su regazo verde.
—Perdonadme otra vez, señor, por mi debilidad —se ahogó—. Debí haberme quitado la vida en el bosque para que no recibierais este mensaje. Sine y mi esposo habrían muerto, pero vuestra mente estaría en paz.
—¿En paz? —Venutio rió sin alegría—. Mi mente estará en paz cuando muera. —Pero incluso mientras la voz grave retumbaba, pudo hallar un diminuto núcleo de paz en su alma, una llama blanca y estable de dignidad y cordura. Levantó la cabeza. Ese mensaje había traído la muerte, pero era una muerte buena, la muerte de sus dudas. Descubrió que podía pensar en Aricia sin una bruma de vacilación y sin contradicciones, y en sus amigos sin la sospecha de que le engañaban con respecto a ella. La veía claramente como un cáncer, una úlcera sangrante, una plaga. En algún sitio debajo de esa putridez estaba su esposa, la mujer que amaba, y aunque su amor no había muerto..., eso era un ogro, un monstruo que no podía matarse..., nunca más volvería a excusarla ante sí mismo.
Se inclinó hacia delante y enjugó con torpeza las lágrimas en la mejilla de la mujer de su clan.
—La noticia me alegra —murmuró. Ella le miró con estupor—. Siempre es mejor saber la verdad, Brennia, aun cuando pueda provocar un dolor mortal. —Se incorporó sin esfuerzo, con seguridad—. Madoc, convoca a los jefes. Tengo algo que decirles. Brennia, ve a tu tienda y descansa. Domnall te entregará después una espada nueva.
Cuando la muchacha se hubo ido, Venutio apartó a Emrys.
—No te culparía si me cortaras la cabeza —dijo—. Emrys, Emrys, por mi propia locura y mi egoísmo te arrebaté el tesoro de tu vida. No tengo palabras.
—Señor, si Sine no hubiera ido, vos lo habríais hecho —respondió con voz agobiada y tratando de dominarla—. Y ahora estaríais esperando un barco que os llevaría a Roma. Era vuestra vida o la de ella.
—¡No! —Venutio se enderezó y gritó—. ¡No, Emrys! Será la vida de Aricia o la de ella. Estoy harto, ya no lo toleraré más. Por culpa de mi debilidad, la muy perra ha llegado al centro de nuestra fortaleza y me ha controlado, pero nunca más lo volverá a hacer. La mataré. Cambiaré el plan de batalla. Esta vez ha ido demasiado lejos.
—No, señor —replicó Emrys, aunque sabía que nunca le había costado tanto pronunciar una frase como en aquel momento—. Dejad que Sine y vuestro sobrino mueran. Haced a un lado sus muertes y llevemos adelante lo que hemos planeado. Si ellos pudieran hablaros, os maldecirían por arriesgar la causa de la libertad por ellos. Dirían que la responsabilidad es demasiado grande.
Pero Venutio, con los labios apretados y resuelto, hizo caso omiso de esas palabras.
—Puede hacerse, Emrys. Piénsalo desde el punto de vista estratégico. Con Aricia muerta, el dominio de los romanos en el norte se debilitará y los ajustes que el gobernador deberá hacer implicarán la retirada de un número mayor de hombres de las legiones del sur.
Se agachó y recogió un palo para dibujar sus pensamientos en el suelo. Emrys se acuclilló de mala gana a su lado, su dolor por Sine se veía intensificado por otro temor. No creía que Venutio fuera lo bastante fuerte para matar a Aricia y preveía una tragedia como el fin de cualquier movimiento nuevo. El cambio en el arvirago había sido demasiado súbito.
—Ahora —dijo Venutio, y realizó un dibujo rápido con el palo—, en vez de atacar de nuevo a la Vigésima en Deva y luego marchar al sur a través de las colinas hacia la Segunda en Glévum y de allí a Camalodúnum, podemos movernos contra Aricia, destruir la aldea y atacar a la Novena en Lindum. Luego proseguiremos directamente al sur y al oeste. Nos ocuparemos de la Segunda y después de Camalodúnum. Para entonces, la Vigésima estará de camino al sur y podremos volvernos desde Camalodúnum para interceptarla.
—Es demasiado complejo —objetó Emrys—. Deberíamos temer a la Novena, Venutio. Somos guerreros de montaña, como los legionarios de la Vigésima, pero la Novena ha estado acuartelada en las tierras llanas de Brigantia durante años y nos será muy difícil pelear contra una legión que no esté contenida en un valle y que pueda girar y maniobrar con libertad en los páramos. La idea original es mejor. Dejad a la Novena hasta que hayamos conquistado las tierras bajas y reunido a hombres de las tribus allí..., suficientes hombres para superar a Nasica en número. Además, deberemos cubrir demasiado terreno si lo hacemos a vuestro modo.
La mano de Venutio seguía trazando los senderos de las batallas.
—La Vigésima está alerta y nos espera. Eso no lo podemos evitar. Pero si nos escabullimos sin que se den cuenta hasta la Novena, tomaremos a Nasica por sorpresa.
—No si nos retrasamos atacando Brigantia. —Emrys sacó un pie y borró el mapa con suavidad—. No lo hagáis, arvirago. No funcionará.
—Sí funcionará. Yo lo haré posible. Aricia morirá y entonces todo saldrá bien.
—Nada de lo que hagamos salvará a Sine y a Manaw, Venutio.
Discutieron en silencio con la mirada, el jefe de espaldas anchas y cabello fulgurante y el delgado y terco Emrys. Entonces Venutio precisó:
—Mira, ordovico. Tenemos los caballos, los hombres y la ventaja táctica. También tenemos la voluntad y hemos tenido tiempo suficiente para volver a ser fuertes y hábiles. Da lo mismo que destruyamos primero a la Vigésima o a la Novena. Triunfaremos. El gobernador es un anciano de mal genio, resentido con todos. El joven Nerón está sentado en Roma reflexionando sobre la retirada total de todas las tropas de Albion por consejo del gobernador, y los legionarios lo saben. La lucha ya no les interesa. ¿Para qué morir ahora, dicen, cuando en unos pocos meses abandonaremos estas costas para siempre? Te digo que no importa si marchamos hacia el este o hacia el sur y el este, obtendremos la victoria.
—En ese caso, tendremos mucho tiempo para encargarnos de Brigantia cuando los romanos se hayan ido.
—No. —La boca de Venutio se frunció en una mueca de odio, o pasión—. La quiero muerta ahora.
—No tenéis derecho a imponernos una venganza personal, arvirago.
Venutio le fulminó con ojos airados.
—¿Personal, Emrys? ¿Acaso no la quieres muerta tú también?
Emrys le sostuvo la mirada con calma, pero estaba a punto de perder el control.
—No a expensas de un derramamiento de sangre innecesario.
Venutio giró sobre los talones y se marchó.
Emrys no asistió al Consejo. Tomó su capa y una manta y se adentró en el bosque hasta que el ruido de las voces de los miles de congregados para oir las palabras de Venutio quedó bien atrás. De todas maneras, siguió caminando. Sus pensamientos se sucedían unos a otros con el mismo sigilo y la misma regularidad de sus pisadas suaves. «Podría matarlo, ¿pero de qué serviría? Los siluros, los démetas y lo que queda de los deceanglos no me seguirían, y los ordovicos no pueden marchar solos. Todos nos hemos vuelto demasiado dependientes para eso. Podría hablar contra él en el Consejo, pero entonces las huestes se dividirían y las discusiones nos harían perder un tiempo valioso. Esta vez, vuestras visiones os engañaron, maestro, primo mío de ojos extraños. Los druidas por fin han cometido un error, y qué error! ¿Por qué esta equivocación, primo, por qué os han fallado ahora vuestros sueños? ¿Es un presagio para el futuro? ¿Acaso vuestro poder está languideciendo al final? Venutio no es Caradoc. Tiene una fisura, como una roca atravesada por una grieta de arena.»
Emrys halló una cascada diminuta que bajaba por la taz de una roca caída y oculta entre las copas de los árboles. Bebió de ella. Se sentó junto a la cortina tintineante y helada y se envolvió con la capa. Se cruzó de brazos y fijó la vista en el bosque. «Sine, mi Sine. No puedo recordar un tiempo en que no haya estado contigo. Y ahora el tiempo se extiende ante mí como una infinidad de días muertos y sin sentido que me llevan de ninguna parte a la nada, y el destino se ríe de tu patético y lastimoso final. Tú y yo juntos. Tú y yo separados. Para siempre. Y la última oportunidad de libertad también está desapareciendo perdida a causa de una mujer, una mujer barata y sin honor. Te sacrifiqué, entregué tu vida... ¿por qué? Por la posibilidad de una posibilidad. Muere bien, querida, como has vivido. Sine...» El dolor le hizo estrellarse al fin contra la tierra. Hundió el rostro en las manos y lloró.
Esa noche, se quedó solo en el bosque y cuando regresó al campamento por la mañana temprano, descubrió que las tiendas estaban levantadas y que los jefes se aprestaban a partir. Buscó a Madoc, que le saludó con brusquedad. Tenía la barba negra encrespada y sus ojos arrugados brillaban con enfado.
—Me estoy poniendo demasiado viejo para este ir y venir continuo —se quejó—. Debería arrojarme sobre mi espada y dejar que mi hijo lidere a los siluros. ¡Ojalá hubiera muerto bajo el mando de Caradoc! —Protestó un poco más en voz baja y Emrys preguntó:
—¿Está decidido a llevar adelante esa tontería?
—Sí. Marchamos de inmediato. Pero tal vez no sea una tontería, Emrys. Deberemos cubrir más territorio, por supuesto, y no habrá lugar para las equivocaciones, pero tendremos una buena posibilidad de éxito.
Equivocaciones. Una buena posibilidad. Emrys rió de pronto.
—Caradoc nos advirtió que nunca debíamos intentar una batalla campal y no le escuchamos. Es decir, no hasta que estuvimos disgregados y él cayó prisionero. ¡Entonces éramos sabios, Madoc, oh, qué sabios! Destruimos a la Vigésima trazando buenos planes, como deberíamos estar haciendo ahora, en vez de cruzar Albion a la vista de todo el mundo para luego enfrentarnos a una legión que estará alineada y esperándonos. Todas nuestras victorias desde la Vigésima se consiguieron porque por fin utilizamos el juicio. Ahora estamos a punto de repetir todos los errores que cometimos. Seremos derrotados. Y tú y yo moriremos arrastrándonos en nuestras propias montañas.
Madoc le observó con expresión crítica y notó las huellas de una noche de dolor en el rostro fino y delgado.
—Siento lo de Sine —aventuró con voz ronca—. Sin embargo, Emrys, ella vivirá de nuevo.
Los ojos de Emrys parecieron concentrar toda la pena del rostro.
—Lo sé —susurró—. Pero no conmigo, Madoc.
En dos semanas, el oeste se vació. Venutio guió a sus tropas hacia el sur y el este a través de territorio cornovio para luego doblar hacia el norte a lo largo de la frontera coritana. Mucho antes de que los senderos secos del verano los hubieran llevado a Lindum, viraron de nuevo, deslizándose en silencio bajo los aleros del gran bosque que se diseminaba en el extremo de los páramos de Brigantia. Nadie los vio pasar. Los campesinos cornovios estaban ocupados en los campos, ya que se acercaba la época de la cosecha, y los legionarios, por orden de Galo, pasaban el tiempo patrullando al pie de las montañas y no sabían que las montañas habían dejado de ser el enemigo. El clima era caluroso y el viento se aquietó. El otoño aguardaba con paciencia a que el sol se cansara y los rebeldes esperaban también. Cabalgaban debilitados y sudorosos bajo la sombra delgada y sofocante de los árboles. La noche que instalaron el último campamento antes de avanzar bajo el cielo abierto de Brigantia, Venutio convocó a Madoc y a Emrys.
—Tomaré a la banda guerrera brigante y marcharemos solos a la aldea —explicó—. Dos mil guerreros han de ser suficientes para derrotar a las fuerzas de mi esposa. Vosotros debéis quedaros aquí al amparo del bosque. Enviaré un mensaje cuando sea seguro movilizarse contra la Novena. De esta manera, ningún romano sabrá que nuestras huestes están concentradas aquí y que no he abandonado el Oeste por un asunto privado.
Era un buen arreglo, una precaución sensata. Emrys se aflojó con alivio. Con la fuerza mayor retenida, tal vez todavía pudieran tomar por sorpresa al fuerte en Lindum. Venutio y sus jefes se escabulleron esa noche, avanzando deprisa y embozados en capas oscuras. Emrys y Madoc se dispusieron a esperar. El ocio pendía como una carga pesada sobre Emrys. No tenía nada que hacer salvo recorrer el bosque de un lado a otro y pensar en Sine. ¿Habría tomado esa ruta de camino a la muerte? Contempló la última luna llena de verano que brillaba como un globo plateado en el suave cielo nocturno. Pero a él su belleza no le conmovió. Su corazón estaba frío.
A pesar de que Venutio y sus hombres se movían de noche y dormían de día, agazapados en los pliegues de las colinas, no pasaron inadvertidos. Un anochecer tardío, un joven pastor que deambulaba detrás de su rebaño vio a los últimos de los jefes y a sus caballos desaparecer en un monte cubierto de sauces junto al arroyo donde solían beber las ovejas. Su mirada aguda había registrado el destello del sol poniente sobre cascos y espadas y, con el corazón en la boca, dejó a sus animales y corrió a la granja de su padre. Mucho antes de que amaneciera, un mensaje partía hacia Aricia. Al mediodía del día siguiente, lo escuchó, sentada frente al salón del Consejo con Andocreto y sus otros jefes. Se puso de pie, consternada.
—¿Una fuerza rebelde aquí? ¿En Brigantia? ¡Imposible! Deben de ser mensajeros. Venutio ha de estar enviándome otras deprimentes palabras de desdicha.
El jefe meneó la cabeza.
—Mi hijo vio caballos y armas. Dijo que había muchos hombres escondidos en los árboles..., oyó sus voces.
Aricia miró más allá de él un momento, al cielo tranquilo donde las columnas de humo se elevaban altas y grises desde los fuegos de su aldea. Entonces, ese otro temor se alzó para asfixiarla. Los hombres del Oeste se arrastraban hacia allí con ojos brillantes de tétrica expectación y ella estaba paralizada, incapaz de correr. Apretó los labios secos. Venutio se hallaba en camino, pero ¿venía con unos pocos hombres de su escolta, como una muestra de dignidad, o venía a luchar? ¿Acaso el miedo había engañado los ojos y oídos del joven pastor?
—Te agradezco tus palabras —acertó a decir al hombre bronceado y andrajoso que se hallaba de pie frente a ella—. Come y bebe antes de regresar a tu granja. Mi bardo te pagará después por la información.
El jefe hizo una reverencia y pasó junto a ella para entrar en el salón. Aricia cruzó la aldea despacio hasta llegar al muro de piedra.
—Andocreto, ordena que cierren las puertas y haz apostar un centinela —instruyó. Luego subió a lo alto de la pared para alzarse sobre su mundo. Agudizó la vista en todas las direcciones, pero el horizonte se extendía ininterrumpido, sin movimientos de caballos ni jinetes, y se velaba en la bruma donde la tierra se unía a los bosques que servían de paso desde el oeste. «La mayoría de mis jefes armados están con las patrullas romanas en la frontera deceangla —pensó—. No puedo llamarlos, están demasiado lejos.» Era incapaz de planificar nada. Su mente estaba confusa. «¿Qué debo hacer? Venutio se encuentra a un día de distancia y Nasica a dos. Venutio llegará primero. Tengo muchos jefes reunidos aquí, esperando su rendición, pero apenas suficientes para defender la aldea por un tiempo.» El viento soplaba desde el océano hacia donde ella estaba de pie sobre el muro, y le llevaba los aromas salados de Gladys y el bullicio alegre de la vicia Camalodunum. Pero sabía, mientras los recuerdos afloraban a su nariz, que su aldea no era Camalodónum y que ella no era Caradoc, aunque no fuera Roma la que marchaba contra ella sino una pequeña banda guerrera. Estaba asustada.
Antes de que hubiera pasado otra hora, había enviado un jinete a Lindum.
—Avisa al legado que una pequeña fuerza rebelde viene hacia aquí —le ordenó—. Necesito ayuda. Si no me manda soldados, tal vez encuentre mi aldea en llamas. —No esperó una respuesta. Casi corrió dentro de su casa y se detuvo frente a Brigantia con las manos apretadas y el corazón agitado. Pero no tenía ofrenda ni plegarias. Lo había olvidado todo.
Nasica escuchó el mensaje del jefe con exasperación y, cuando el hombre se hubo marchado, se reclinó en la silla con una exclamación de ira.
Maldita mujer ¿Por qué no puede manejar sus asuntos internos como corresponde? Debería haber dejado en paz a Venutio cuando falló su primer intento de capturarle, pero no, tenía que seguir aguijoneándole hasta que el hombre perdió la paciencia. Si fuera por mí, dejaría que la colgaran del árbol más cercano. ¿Cómo puedo ser eficaz en mi trabajo cuando ella no hace más que fomentar las querellas con su esposo para matar el aburrimiento?
Su secretario escuchaba con una sonrisa.
—Señor, todavía podemos atrapar al arvirago, o mejor aún, matarle durante la batalla —acotó.
Nasica agitó una mano con impaciencia.
—Lo sé, lo sé. Debo enviarle unos pocos hombres, no tengo otra alternativa, porque si no lo hago y ella se mete en un lío, tendremos un problema mucho más grande en nuestras manos. Es sólo que su ineptitud me saca de quicio. Sus servicios a Roma cada día son menos útiles y pienso decírselo al gobernador. —Se meció en la silla y alzó un brazo. Levantó su rostro insensible y marcado por la viruela hacia su asistente—. Que se preparen dos unidades de infantería auxilIares. No, que sean dos cohortes. Pon al primipilus al mando. Que primero venga a verme. Ya pasaré cuentas con Cartimandua cuando esto haya terminado. Estúpida... —Se volvió hacia su escritorio, mascullando, y el secretario saludó y dejó la oficina.
Las tropas auxiliares partieron de Lindum esa misma tarde, pero se encontraban a mitad de camino de la aldea de Aricia cuando Venutio se detuvo y señaló.
—Allí está. No intentaremos hablar con ella. ¡Vamos, rodead la aldea! —Se abalanzó hacia delante y sus hombres le siguieron. En lo alto de la pared, Andocreto lanzó un grito y se deslizó a los círculos bajos donde estaban concentrados los jefes armados. Aricia corrió a unírsele.
—¡Ya vienen!
—¿Cuántos son?
—Es difícil de calcular. Tal vez mil, con cascos y armas. No vienen a parlamentar, señora.
Aricia se llevó los dedos a sus labios fríos. Trataba de pensar, de decidir que hacer. Su mensajero todavía no había vuelto de Lindum y suponía que lo haría junto con los soldados. Sin Domnall para aconsejarla, sin un centurión romano para que pensara por ella, estaba confundida. Por fin, bajó las manos y observó a los jefes reunidos y agitados a su alrededor.
—¡Abrid las puertas! —declaró—. ¡Enfrentadlos a campo abierto!
—¡Señora! —clamó Andocreto—. ¡No! Ordenad que vayan al muro con las hondas! ¡De lo contrario, serán aniquilados!
—¿Por qué? Están entrenados al estilo romano, se mantendrán juntos y Venutio no logrará siquiera tocar las puertas.
—Pero señora...
—¡Cállate, Andocreto! —Las puertas altas ya se estaban abriendo y sus hombres inundaban la pradera gritando y chillando. En comparación, el rugido en masa de la hueste comandada por Venutio resonó débilmente—. Estoy enviando al menos el doble de hombres. ¿Tienes miedo? Sube al muro a mirar.
«Sí, tengo miedo —pensó el bardo—, pero vos también, señora. Vuestros labios están blancos.» La siguió obedientemente a lo alto de la pared mientras, a sus espaldas, las puertas se cerraban otra vez y las calles vacías bajo un cielo azul y blanco. La escolta subió tras ellos. Aricia se sentó y los hombres se acuclillaron junto a ella, bien lejos del alcance de las piedras o lanzas. Venutio alzó la vista sobre la turba vociferante y arrasadora que había salido disparada de las puertas, hombres que antes habían estado bajo su autoridad, y vio a su esposa. Arrogante y pequeña, con el cabello negro ondeando al viento; la capa roja se abultaba y su rostro era un punto blanco diminuto. La ola de amor y odio que brotó en su estómago no tuvo tiempo de estallar en su pecho. Los defensores de Aricia ya estaban sobre él.
Durante toda la mañana, la pequeña batalla bramó con fiereza. En contra de las sombrías expectativas de Andocreto, los guerreros de Aricia no fueron despedazados en la primera hora. Ya no eran nativos ingenuos y vehementes que se lanzaban a una refriega con la esperanza de que la primera carga ganara la batalla. Se habían codeado con la disciplina romana durante demasiados años y algo de la cautela y la frialdad de los legionarios les había sido trasmitido. Formaban hileras sueltas y peleaban hombro con hombro y espalda contra espalda, y los hombres de Venutio fueron forzados a abandonar sus caballos y luchar a pie. Pero poco a poco, la habilidad fluida para cambiar tácticas que los rebeldes habían aprendido hacía tiempo, un instinto nacido en ellos gracias al trabajo riguroso e inflexible de Caradoc y la propia previsión de Venutio, comenzó a rendir frutos. Aricia, todavía sentada con su escolta impasible en lo alto del muro, advirtió que su ejército empezaba a perder gradualmente su cohesión y se convertía en grupos desiguales de hombres cercados por un número creciente de túnicas pardas. De pronto, se dio cuenta de que las túnicas grises se incrementaban, no por la llegada de más rebeldes sino porque su propia fuerza estaba disminuyendo rapidamente.
—¿Dónde están los soldados? —inquirió Andocreto con ansiedad—. Si no vienen pronto, estaremos acabados.
—No importa —repuso ella con voz trémula, aunque se esforzaba por disimular su temor—. Aun cuando Venutio triunfe, no podrá violar las puertas antes de que llegue nuestra ayuda.
—¡Señora, mis hermanos están allí abajo! —le reprochó uno de los jefes con cólera y los otros empezaron a murmurar. Aricia mantuvo la vista clavada en el llano. El alboroto de la batalla la golpeaba como las olas del mar, y observaba y escuchaba la destrucción de su banda guerrera. No sentía nada, nada, como si estuviera sentada en la montaña más alta del mundo y el viento soplara a través de ella y gimiera en sus cavidades vacías. Y de esa nada, surgió al fin una última idea terrible, un sacrificio a sí misma, un homenaje a la degradación. Se volvió hacia Andocreto.
—Búscame una corneta —dijo despacio— y que traigan a los dos prisioneros aquí arriba. —El bardo vio llamear en los ojos negros de ella la avidez de poder y se puso en pie sin decir palabra para bajar al primer círculo de chozas. Aricia se volvió hacia la matanza, pero en ese momento sus dedos rozaban los pliegues de su capa, la fruncían y la aferraban, y su boca se movía en silencio.
El sol ardiente de mediodía llegó a su punto más alto y comenzó a rodar hacia el oeste. En el momento en que Venutio hizo una pausa para apoyarse en su espada y enjugarse el sudor de los ojos, la nota aguda y perturbadora de una corneta vibró en el aire circundante. Alzó la vista con sorpresa y notó que el ritmo de la batalla se estaba interrumpiendo. Uno por uno, los contendientes se separaron para mirar a su alrededor en busca del origen de la melodía salvaje. Y entonces, la espada se deslizó de la mano del arvirago.
Aricia se había incorporado. De pie en el muro, sostenía la corneta en su mano extendida. Junto a ella, dos figuras andrajosas se balanceaban con los tobillos y las muñecas encadenados. Detrás, los jefes de la escolta se agrupaban con sus espadas desnudas centelleando en el brillo de la tarde temprana.
Venutio sintió que Domnall corría hacia él y se detenía, pero sólo tenía ojos para la imagen patética de Sine y su sobrino, encorvados como dos espantajos, y los brazos de Aricia desplegados con satisfacción maligna. Aricia arrojó la corneta sobre el muro y gritó. Su voz sonora se esparció con facilidad sobre el campo abarrotado de cadáveres.
—¡Venutio! ¿Ves lo que tengo aquí arriba? ¡Acércate!
Una quietud expectante había descendido sobre el campo de batalla. Todas las miradas estaban clavadas en las figuras sobre la pared y delineadas por el sol. Domnall aferró el brazo de Venutio de manera convulsiva.
—¡No os mováis, señor! Todavía no puede veros. Ella... —Pero Venutio ya se abría paso como un sonámbulo por la hierba empapada de sangre. Sus movimientos eran indolentes y mantenía el rostro petrificado hacia arriba.
Domnall caminaba con él. Aricia le vio acercarse y emitió un grito de triunfo como el graznido de un halcón de caza, ronco y lleno de expectación. Luego bajó los brazos y se inclinó hacia delante. Venutio se detuvo al pie del muro y por fin desvió los ojos de su esposa para posarlos en los otros dos.
Sine le miró con calma, su cabeza parecía pequeña y extraña sin la máscara de lobo. Manaw se erguía con una inmovilidad que no era la apatía de la desesperanza sino una aceptación de su destino.
—¿Mi esposa, arvirago? —preguntó.
Venutio se sacudió las telarañas de los recuerdos del pasado y del horror presente y cuadró los hombros. Enterró con una determinación despíadada el hecho de que la mujer demente que le miraba de soslayo era su esposa y colocó en el féretro cada crueldad que ella le había infligido. Emrys había estado en lo cierto. Aricia ni siquiera merecía morir y él había sacrificado a dos personas para probárselo a sí mismo. Contestó a su pariente con voz serena.
—Está a salvo, Manaw. —Se volvió hacia Sine—. Lo siento, señora. No puedo decir más.
—Entonces no lo intentéis, arvirago —repuso ella con ligereza—. Sois señor de mi muerte. Saludad a Emrys por mí.
Aricia intuyó que habían intercambiado algo más que palabras, que nada de lo que ella pudiera hacer o decir afectaría las decisiones que ya habían tomado. Una vez más, la pared invisible se elevó, amenazante e impenetrable, y la ira la invadió.
—Ésta es tu última oportunidad de demostrar tu honor —gritó a su esposo—. Ofrezco estas dos vidas a cambio de la tuya. Deja tu espada y tu escudo con Domnall, atraviesa las puertas y soltaré a mis prisioneros. Si te niegas y continúas la lucha, los mataré, y antes de que puedas violar mis puertas, la Novena estará aquí.
—¡No la escuchéis, señor! —exclamó Sine—. Es un precio demasiado alto. Ni siquiera Emrys lo pagaría.
«Lo sé, Sine —pensó con angustia—. Lo sé, Sine, porque él mismo me lo dijo, en medio de su dolor. Sin embargo, te puse caprichosamente en manos de ella. Sólo tengo que dar diez pasos y mi egoísmo insensible será purificado.» El sol caliente caía oblicuamente sobre su espalda y delante de su rostro, tan cerca que podría haberlo tocado. El muro de piedra exhalaba olor a tierra seca y piedra tibia. Sin darse cuenta, colocó ambas palmas contra la tierra compacta, como si ésta pudiera desmenuzarse con su peso y enterrar todos sus problemas. «¿Qué habrías hecho, Caradoc, si Eurgain y tu hijo hubieran estado bajo el cuchillo y una sola palabra tuya hubiera podido salvarlos?» El rostro golpeado y cruel del último arvirago apareció ante él por un instante. Venutio gruñó en voz alta. Caradoc no habría vacilado.
—Señor —flotó la voz de Sine hacia él—. Los planes están trazados, la victoria está cerca. No deberíais haber venido aquí. Os necesitan más que a mí, más que a mil hombres. Caeré en batalla, eso es todo, como otras mujeres han hecho antes que yo. ¡Negaos de inmediato y dejad que la perra nos mate!
«Pero no es lo mismo, querida mujer lobo, ah, no es lo mismo!» Despacio, se apartó de la pared y elevó los ojos hacia su esposa. Aricia sonrió con desprecio. «Todavía no puedes decidirte —le decía esa sonrisa—. Toda tu vida ha sido una vacilación tras otra.» La tarde estaba tan quieta que Venutio podía oir las respiraciones jadeantes de los hombres a su alrededor.
De repente, maldijo, un grito de desafio, una palabra feroz y bestial arrancada del límite de su resistencia. Desenvainó su espada y golpeó la pared.
—¡No me rendiré! Adiós, Sine, Manaw. Un viaje en paz, un viaje seguro. ¡Ya no puedes seguir lastimándome, Cartimandua!
Aricia asintió hacia sus hombres.
—Sostenedlos. Dadme un cuchillo. —Se lo pasaron y lo acarició con aire reflexivo. Nunca había matado a un ser humano, pero no sería nada, sería fácil—. ¡Es tu última oportunidad, idiota! —chilló a Venutio y él contestó al instante:
—¡No!
La mano izquierda de Aricia se hundió en el cabello negro y enredado de Sine.
—¿Sueles rezar? —susurró, y forzó la barbilla hacia arriba para estirar la grácil garganta morena. Sine tragó saliva.
—Sí.
—¿Para qué? —El brazo de Aricia voló hacia fuera y luego a través. Una boca nueva y profunda apareció en el cuello frágil de Sine. La sangre manó de ella y empapó a Aricia hasta el codo. El cuerpo cayó hacia atrás. Aricia lo arrastró hasta el borde del muro y lo pateó. Venutio retrocedió mientras el cadáver rodaba y se detenía junto a sus botas. Miró hacia abajo. Los ojos se alzaban con calma hacia el sol. Mechones de cabello negro cruzaban la boca abierta y ensangrentada. El dolor le aflojó las rodillas y cerró su garganta. Se desplomó junto a Sine y entonces otro cuerpo cayó con ruido. El silencio se prolongó, se profundizó. Tanto los jefes rebeldes como los brigantes permanecían rígidos en el campo como víctimas del hechizo paralizante de un druida. Pero en lo alto de la pared ventosa, Andocreto se inclinó hacia su amante.
—¡Polvo, señora! Al sur. Roma viene hacia aquí.
Los guerreros de Venutio en el perímetro del campo también lo habían visto y el hechizo se rompió con brusquedad. Los hombres tomaron sus armas de nuevo y Domnall incorporó al arvirago.
—¡Ha alertado a la Novena! —siseó—. Hoy ya no podemos luchar más, estamos cansados. Debemos huir, señor.
Venutio asintió.
—Entonces retirémonos, rápido. Podemos dejarlos atrás con los caballos. Envía un mensaje a Emrys para que abandone el bosque y se reúna con nosotros de inmediato. —Domnall partió a toda velocidad, gritando mientras corría, y los rebeldes empezaron a abandonar rápidamente el campo tras él. Venutio se obligó de nuevo a mirar hacia lo alto de la pared, pero estaba vacía. Aricia se había ido. Guiado por un impulso, se arrodilló otra vez y besó a la dama de Emrys y a su joven pariente. Luego envainó su espada y echó a correr a paso largo, preguntandose porqué no lloraba. Pero el tiempo de llorar había concluido hacía rato.
Aricia estaba de pie en su casa, con Andocreto a su lado y las manos ensangrentadas extendidas.
—Date prisa —dijo—. La sangre de los rebeldes tiene un olor fétido. ¿Puedes olerlo? —El bardo meneó la cabeza en tanto ella iba hacia la palangana. Se quitó la túnica y alargó las manos hacia el agua. Se lavó despacio y con esmero, y sondeó con cuidado lo más recóndito de su interior. No había dolor, ninguno. Cuando hubo terminado y se hubo colocado una túnica limpia, se sentó en su silla y señaló hacia un rincón de la habitación—. Recoge eso, Andocreto, y póntelo. Quiero saber qué ves. —El joven obedeció y tomó la máscara.
—De modo que la habéis conservado —comentó y la volvió con delicadeza.
—Sí. Colócatela. —Le observó con fijeza. Andocreto frunció la nariz pero se puso la máscara sin protestar. Sus dedos se movieron sobre ella con inseguridad—. ¿Y bien? ¿Qué ves? —le apremió.
—Nada —se quejó—. Está tan oscuro como la noche aquí dentro. Tal vez no me la he puesto bien. —Sus ojos parpadearon desde las cuencas rasgadas del lobo y, de pronto, se la arrancó del rostro—. Tiene un olor raro —añadió—. A flores húmedas y podridas y a hojas mojadas y enlodadas. No entiendo cómo podía llevarla puesta.
—Llévala a la herreria para que la fundan —ordenó ella con voz seca—. Y envía un jefe para seguir a los rebeldes. Quiero saber qué está pasando. Luego regresa pronto, Andocreto. No quiero estar sola.
El joven tomó la máscara y salió, pero no fue a la herrería. Algo en la máscara le fascinaba y la llevó a su propia choza para esconderla debajo de su cama. Muchas veces en los meses que seguirían la sacaría de la caja donde la había guardado y se pasaría horas contemplándola, pero nunca más volvió a probársela. El recuerdo de aquella negrura opresiva que se sentía al llevarla puesta era demasiado real.
Al amanecer del día siguiente, las cohortes auxiliares de Nasica alcanzaron a Venutio. El arvirago, sus hombres y sus caballos estaban muy fatigados. Habían parado a comer y dormir en mitad de la noche. Pero el primipilus y sus soldados no se habían detenido y atacaron una hora después de que el sol hubo salido. El día prometía ser más fresco. Las nubes habían avanzado para filtrar la luz del sol y un viento del sur llevaba la promesa húmeda de la primera tempestad de lluvia otoñal. Sin embargo, los rebeldes apenas repararon en el clima. Emrys recibió el mensaje de Domnall y el grueso de las huestes rebeldes ya fluía como un humo pardo a través de las colinas de Brigantia en dirección al arvirago. Pero antes de llegar, debían enfrentarse con mil romanos.
Venutio dio la orden de montar y le dijo a Domnall:
—Mantén a los jefes en marcha y diles que no peleen a pie. Sólo los oficiales van a caballo. Nasica no ha enviado la caballería. Rodeadlos y acosaremos los flancos. No tenemos prisa y Emrys llegará pronto para ayudarnos a liquidarlos.
Las dos fuerzas se encontraron en el suave frescor de la mañana: los romanos alineados en cuadrados ordenados, y los jefes girando con libertad alrededor de ellos en un círculo flojo que se fue estrechando cada vez más. El primipilus que, al haber estado alejado de la acción demasiado tiempo, había planeado su matanza ordenando una supuesta carga frontal demente, estaba perplejo. Con la caballería, habría cumplido su misión en medio día, pero sin soldados montados era vulnerable. Dispuso a los honderos y a los arqueros en primera línea y les ordenó que dispararan a los caballos, no a los hombres. Luego esperó.
Al anochecer, la batalla todavía no estaba decidida. Los rebeldes habían perdido casi todos sus animales, pero no estaban desanimados y peleaban con un nuevo vigor. El primipilus, presionado, observaba la lucha encarnizada y silenciosa y reflexionaba con sorpresa sobre el hecho de que por fin los rebeldes parecían estar aprendiendo las lecciones. El legado de la Vigésima le había comentado eso mismo a su propio comandante; y él, más que ningún comandante de un fuerte debía saberlo, pero la Novena nunca se había enfrentado a las huestes del oeste. Cuando cayó la noche, ambos bandos se retiraron, tambaleándose de cansancio, y hacia el final del tercer turno de guardia, un soldado se acercó al primipilus.
—Con vuestro permiso, señor, me gustaría mostraros algo —manifestó. El primipilus se incorporó enseguida y le siguió. El hombre le guió a las afueras del campamento y más allá, a la cresta de una colina que, de día, les habría proporcionado un extenso panorama del oeste. El centinela se tendió boca abajo y se arrastró en dirección a la línea del horizonte, un techo de penumbra sin luna y desgarrado por el resplandor blanco de las estrellas. Señaló—. Si fijáis los ojos allí y aguardáis, lo veréis.
El primipilus obedeció. Al principio, no pudo distinguir nada salvo las oscuras ondulaciones de tierra vacía, pero entonces lo vio, un diminuto destello rojo, luego otro a cierta distancia del primero, y después otro, todos ellos a kilómetros de distancia y apenas visibles. Supo de inmediato lo que estaba viendo y su corazón se aceleró. Fogatas. Docenas, cientos de ellas. Fogatas en el oeste, no en el sur donde yacía la aldea de la reina de Brigantia, ni al este donde las aldeas protegían las orillas de numerosos ríos que ascendían en el territorio más alto y aárbolado. Dejó al guardia en su puesto en la colina, regresó a su tienda y llamó a su subordinado.
—Toma un legionario y ve de inmediato a Lindum —le instruyó—. Avisa al legado que una fuerza muy superior a la que había supuesto se dispone a presentar batalla y que debe movilizar al resto de los hombres. Dile que si no lo hace tal vez se enfrente a un sitio. —No necesitaba explicar en detalle el resto del mensaje. Un sitio podía significar el tipo de tragedia que había destruido al grueso de la Vigésima que había tenido que ser renovada. El hombre se escabulló hacia el sur y el primipilus se preparó para otro día de fatiga y sangre.
Al mediodía siguiente, en medio de una llovizna intermitente y vientos borrascosos, el primipilus supo que debía retroceder o perdería cada hombre que le quedaba. La mitad de la fuerza rebelde estaba muerta o herida, pero él había perdido todo excepto doscientos de sus auxiliares y, al anochecer, el grueso del ejército rebelde habría llegado. Una retirada a través de ese territorio árido y descampado, sin bosques en los cuales fundirse, sería casi un suicidio, pero quedarse sería optar por una muerte segura. Ordenó al trompeta que diera el toque de retirada y su pequeña banda cerró filas y se aprestó a marchar. Los honderos fueron puestos en la retaguardia. No quedaban arqueros.
Nasica escuchó a su centurión con un silencio inquietante que no quebró hasta que el hombre hubo saludado y partido. Entonces se levantó con esfuerzo.
—No emitiré ningún juicio hasta no conocer todos los hechos—declaró en voz alta al tribuno que había mandado llamar con su secretario—. O el primipilus es un idiota, lo cual sé que no es cierto, o esa loca brigante ha cometido otra torpeza e incitado a su esposo a un ataque en gran escala a Brigantia. —Tomó su casco y en respuesta a un grito suyo, su sirviente se acercó deprisa con un peto en los brazos—. Que las tropas se alisten para una marcha forzada, todas ellas. Envía un observador a Camalodúnum, al gobernador. Que la caballería parta de inmediato. Quiero que abra la marcha como grupo de avanzada. —El disgusto y la furia bullían dentro de él—. ¡Ah, Hades! —gruñó, y empujó la puerta para salir.
Un día y medio después, para alivio del primipilus y los cien legionarios que le quedaban, llegó la caballería. Cuando Nasica y el resto de la Novena se les unieron, el legado apenas tuvo tiempo de desplegar sus fuerzas, puesto que Emrys, Madoc y las tribus del oeste habían alcanzado a Venutio y a su banda guerrera exhausta, y romanos y jefes por fin chocaron con todo su poderío. Por pura casualidad, pues no había habido tiempo para planificar nada, Nasica contaba con la ventaja de emplear una colina y rodeó a sus propios hombres con los mil quinientos soldados de la caballería.
Emrys, Madoc y Venutio dispersaron a sus hombres y mujeres en líneas flojas. Se sentían indefensos sin rocas bajo sus pies y a sus espaldas, y sin el abrigo de un bosque bajo el cual ocultarse y reagruparse. El arvirago no esperó a que Nasica diera la orden de ataque. Ordenó una carga en tres frentes y su gente respondió con valentía. Tuvo la satisfacción de ver al apretado bloque romano dividirse en dos; los legionarios se volvían a derecha e izquierda en tanto sus jefes se abrían paso entre ellos con sus lanzas. Pero la caballería se había limitado a moverse hacia fuera y mantenía sus posiciones, esperando una orden; y, aunque Venutio y sus huestes habían dividido y cercado a la infantería, estaban contenidos por las lanzas de los soldados montados.
Sentado en su caballo, Nasica observaba con aire crítico.
«En sólo un año, podría convertir a estos salvajes en la mayor fuerza guerrera del mundo —pensó—. Les ha llevado mucho tiempo aprender las directrices básicas de la guerra civilizada, pero por Mitra, ahora se encuentran al borde de una eficacia militar que haría parpadear al viejo Aulo Plautio. No es de extrañar que la Vigésima haya sido destruida! Pero la Vigésima siempre fue demasiado independiente en su propio beneficio. Valens es un luchador ostentoso, con demasiados trucos estrafalarios en la manga. La Novena no puede ser superada en la firmeza de su coraje y la solidez de su disciplina.»
Su tribuno senatorial se aproximó a caballo y le saludó.
—La décima cohorte está muy presionada, señor, y la tercera y la segunda se han separado de la primera pero se están defendiendo con éxito.
—Muy bien. Ordena una cohorte de caballería a la décima. Que la cuarta cohorte gire y baje un poco más la cuesta. —El hombre se alejó cabalgando, las trompetas sonaron y la batalla adoptó una formación nueva.
Una lluvia fina comenzó a caer y Nasica se acurrucó dentro de su capa. Iba a ser un día largo.
Dos días después, Aricia estaba en el vano de la puerta del salón del Consejo, envuelta en su capa azul y contemplando el paisaje gris. La lluvia se había iniciado con intensidad el día anterior. En ese momento caía como una cortina de agua que convertía los senderos de la aldea en lodazales pegajosos y amarillos, y bailaba sobre los techos de paja mojados de las chozas. El agua sucia llenaba los pozos y se colaba por debajo de las puertas de pieles. El viento que se estaba levantando hacía temblar y serpentear los arroyos de lluvia y los lanzaba contra ella. Pero Aricia apenas sentía el frío nuevo que le susurraba sobre la proximidad del otoño. Estaba ansiosa. El mensajero que había enviado para que marchara con las tropas que perseguían a Venutio no había regresado. Sus ojos escudriñaban en vano el gastado sendero hacia el norte y sólo veían la sombra empañada de las puertas, y más allá, las nubes de humo grasiento que se elevaban de las piras donde sus jefes muertos se convertían en cenizas negras y empapadas.
«Vienen por mí —pensaba—. Han derrotado a Roma y ahora surgirán de la bruma como dioses. Los veré arrastrarse despacio fuera de esta cortina de agua, se alzarán sobre la pared y me cortarán la garganta.»
La aldea estaba tranquila. Los hombres libres se acuclillaban junto a los fuegos, las mujeres lloraban por sus parientes muertos, y, fuera, en las colinas, los pastores se resguardaban en los huecos con sus ovejas mojadas.
Pero, aunque las llamas crepitaban en la comodidad seca de su casa romana, y Andocreto y sus canciones estaban tan cerca como una palabra de sus labios, Aricia había permanecido hora tras hora con la penumbra del salón del Consejo a sus espaldas y el terror concentrándose ante ella.
El bardo abandonó las sombras y le habló.
—Acercaos y calentaos, señora —la invitó, y tembló a causa del viento que buscó la puerta indefensa y le encontró a él—. Nada se mueve allí fuera y no tendréis noticias hasta que haya parado de llover y el suelo se haya secado un poco.
—Viene por mí —dijo ella con voz apagada y la vista todavía en el día gris. Andocreto lanzó una risa breve y deseó que ella abandonara el salón y se fuera a su casa para que él pudiera correr a su propio fuego, beber vino y dormir.
—Es imposible que los romanos hayan sido derrotados y lo sabéis. Estáis permitiendo que vuestras fantasías os enfermen, Aricia.
Ella se encorvó y bajó la vista hacia sus botas llenas de barro.
—Supongo que tienes razón. Iré a la casa. Pero tráeme hombres, Andocreto, porque quiero estar custodiada. —Se puso la capucha y dejó el frágil refugio de la puerta. El joven tomó su capa y la siguió. Se encaminaron juntos a las puertas privadas y la pared de piedra resbaladiza por el agua. Estaban a punto de llegar cuando un grito hizo girar a Aricia sobre los talones. Un jefe avanzaba con dificultad hacia ellos. El bardo maldijo por lo bajo, en tanto el hombre se acercaba.
—El legado de la Novena me sigue los pasos —jadeó—. Gritó hasta que le abrimos las puertas.
—Bueno, ¿y por qué vienes a decírmelo a mí? —chilló Aricia. Su alivio se diluyó en temor—. ¡Es evidente que debíais dejarle entrar! ¿Por qué le hicisteis esperar?
—Porque ordenasteis que no abriéramos a nadie y porque el hombre está furioso.
Aricia lo despachó con brusquedad. Se estaba volviendo hacia sus puertas de nuevo cuando Andocreto la tomó del brazo.
—Señora, creo que os esperaré en vuestra casa —murmuró—. Nasica ya está aquí.
Atravesó las puertas antes de que ella pudiera responder y Aricia se volvió y se quedó quieta. Observó al comandante alto y corpulento que chapoteaba a través del barro con las piernas desnudas. La capa corta se le pegaba al cuerpo y el casco y el peto brillaban por el agua. Su semblante era sombrío. No la miró cuando la alcanzó, tampoco la saludó, y el temor renació.
«Sus hombres habían sido derrotados, al igual que la Vigésima, estaba solo, buscaba la ayuda de ella...»
Allí, frente a Aricia, jadeaba con intensidad y las marcas redondas y lívidas de su rostro resaltaban en el rojo de su tez. Sus ojos eran fríos, tan fríos como la lluvia helada que bajaba por el cuello de ella y empapaba su túnica.
Aricia retrocedió, sintió la pared detrás y no pudo poner más distancia.
—He perdido mil hombres —masculló Nasica, y su tono bajo era más amenazante que si le hubiera gritado—. Mil soldados buenos, muertos, ¿me oís, Cartimandua? Y otros quinientos están heridos. Tuve que movilizar a toda la maldita legión y atravesar la mitad de vuestro detestable territorio para pelear contra cada hombre enloquecido del oeste, por culpa vuestra.
—No... no entiendo —susurró ella— Los labios del legado se curvaron en una sonrisa brutal y la saliva se juntó en las comisuras de su boca—. Supongo que no usasteis a toda vuestra legión para perseguir a Venutio y a su banda guerrera...
El romano se le acercó, el agua fluía por su rostro rudo y sacó la mandíbula hacia fuera.
—Os envié ayuda como pedisteis, ya que es obvio que no podéis manejar vuestras propias disputas insignificantes, pero no sabíais que todo el oeste venía detrás de vos, ¿verdad? ¡No seguiré peleando vuestras guerras! —bramó. Aricia se encogió, la capucha se deslizó de sus trenzas negras y la lluvia le adhirió el cabello en zarcillos contra la mejilla marcada y el mentón. De modo que era cierto. Todos ellos venían por ella, todos dispuestos a destruirla. Nasica la abandonaría a su suerte, no era culpa de ella.
—Por favor, Nasica —gimoteó—. ¿Cómo iba a saberlo? Todo salió mal.
—¡Todo siempre sale mal a vuestro alrededor, prostituta voraz y codiciosa! —la insultó—. ¡El gobernador se disgustará cuando se entere de esto y me aseguraré de que lo haga! Es hora de que se designe a un pretor para que ponga orden aquí. Brigantia es demasiado importante desde el punto de vista estratégico para dejarla en vuestras manos ineptas.
—¡Mi gente no obedecerá a un pretor! —replicó ella, recobrándose de su conmoción—. ¿De cuántos hombres puede prescindir Roma para patrullar donde mis jefes patrullan? Estáis soñando, comandante.
—No, vos sois la soñadora —gruñó Nasica con los dientes apretados—. Roma es dueña de Albion y cada día de vuestro gobierno es un día de sufrimiento para el gobernador. Hasta vuestra vida pertenece a Roma. Olvidáis algo, Cartimandua. Roma os levantó. Roma os derribará. Habéis consumido demasiada sangre y hombres de la Novena en esta estúpida persecución de vuestro esposo. De ahora en adelante, estáis sola. —Se volvió y se marchó, y aunque ella pensó que se derrumbaría de humillación, exclamó:
—¡Nasica! Venutio..., los rebeldes...
El legado se detuvo y gritó por encima del hombro:
—Fueron derrotados, pero por muy poco. Dejé que los lobos se ocuparan de sus muertos. Venutio está vivo. La próxima vez, probad vuestro encanto envejecido con Valens. Ha estado acuartelado lejos de cualquier compañía femenina durante mucho tiempo y tal vez ya no sea demasiado exigente. Incluso podría enviaros soldados cuando volváis a meteros en problemas, si el precio es apropiado. ¡Me dais asco! —Desapareció en la oscuridad. Aricia no podía moverse. Temblaba de frío y estaba calada hasta los huesos. Las palabras despectivas de Nasica la azotaban igual que las agujas heladas de la tormenta, pero no podía pensar en sus amenazas, todavía no, ni en lo cerca que había estado de ser aniquilada por los hombres del oeste.
Sabía que el sueño la visitaría esa noche.
Emrys, Madoc y Venutio se adentraron en el bosque. Habían pagado un precio demasiado alto por la batalla con la Novena y no les sorprendía. Se había desarrollado en un terreno que no habían escogido; incluso si las lluvias de otoño no hubieran comenzado, eran conscientes de que habían perdido la oportunidad de llevar a cabo un ataque mayor contra la Vigésima y de penetrar las tierras bajas. Sabían que ese invierno retomarían sus viejas y penosas tácticas: asaltar patrullas, atacar convoyes de bagajes, resistir los intentos de la Vigésima para arrebatarles un poco más de tierra en las fronteras, pelear para recuperar el territorio siluro y mantener en el área bastante agitación a fin de impedir la instalación de un fuerte permanente. Emrys había ido en busca de Domnall cuando por fin estuvieron a salvo alrededor de un fuego acogedor. Los druidas se paseaban entre los jefes heridos bajo la llovizna que golpeteaba las hojas que ya habían comenzado a adquirir los matices secos y amarillos del otoño. Los escuderos y hombres libres, indiferentes al agua, estaban sentados limpiando y lustrando armas opacadas y enlodadas por la muerte. Emrys no abordó a Venutio. No confiaba tanto en sí mismo. Domnall estaba afilando la gran espada del arvirago. La tenía sujeta entre ambas rodillas y la piedra de afilar se deslizaba a lo largo del borde con un sonido que hizo rechinar los dientes de Emrys cuando saludó al brigante y se acuclilló a su lado.
—Ningún hombre quiere contarme cómo murió mi esposa —manifestó con suavidad—. Todos me hablan con compasión, como si fuera un niño al que hubiera que proteger del mal. Cuéntame, Domnall.
La mano del brigante soltó la piedra de afilar y el sonido cesó. Se limpió los dedos en la capa y giró la espada.
—Tu esposa está muerta, Emrys.
—Ya lo sé. Tengo razones para creer que la viste morir.
Domnall alzó la vista y luego la bajó otra vez a su regazo. La piedra de afilar describió de nuevo sus círculos ásperos.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Nada. Sólo los rumores.
—Olvídalo, jefe ordovico. Ella murió bien y eso es todo lo que debes recordar.
Emrys apoyó los codos en las rodillas y enlazó los dedos con cuidado.
—¿Qué quieres decir con que murió bien, guerrero brigante?
Domnall hizo a un lado la piedra con brusquedad y puso ambas palmas sobre la espada de su señor, pero no volvió a mirar a Emrys.
—La señora de Brigantia hizo llevar a Sine y al joven jefe a lo alto de la pared y ofreció sus vidas a cambio del arvirago. Él estaba dispuesto a entregarse, pero Sine no se lo permitió. Dijo que era una responsabilidad demasiado grande para ella. La señora le cortó el cuello y la tiró abajo.
Durante un largo rato, ambos hombres permanecieron callados. Luego Emrys preguntó:
—¿Dónde está su máscara de lobo?
—No lo sé. No la llevaba puesta cuando la vi por última vez.
El ordovico se puso de pie.
—Gracias, Domnall —concluyó amablemente y se alejó. Domnall se quedó sentado. Había olvidado su tarea y sus ojos ya no veían la espada manchada bajo sus manos.
Las lluvias no amainaron. El otoño llegó empapado y enfurruñado, y las hojas de los árboles cayeron todavía semiverdes para mezclarse con el barro del suelo. La lluvia se transformó en cellisca y después en nieve pesada y gruesa. Nada se movía en las montañas. El clima imposibilitaba toda campaña, incluso para los rebeldes, que se recluían en sus pequeñas tiendas y dormían.
En los fuertes, los soldados apostaban y chismorreaban, aburridos y malhumorados. Madoc cuidaba sus articulaciones rígidas, bebía toda la cerveza amarga que conseguía que le asignaran y pasaba horas contando historias a sus hijos. Venutio se sentaba en su tienda, escuchaba con expresión crítica a pocos espías que le traían noticias viejas, y compartía con Domnall, con una silenciosa empatia, los reproches a sí mismo y la amargura de sus fracasos. De no haber sido por su anhelo loco de ver a su esposa, de matarla, de hacerla sufrir a expensas de todo lo demás, en ese momento podrían estar llamando a las puertas del gobernador en Camalodúnum. No había servido bien a su pueblo, lo había traicionado con crueldad, y ese conocimiento sumó nuevas arrugas de severidad a su rostro.
Sólo Emrys se aventuraba afuera para deambular por las colinas silenciosas y veladas por el invierno. En medio de las ondulaciones profusas de los riscos y el colorido gris irregular de los bosques, buscaba la forma de volver a ser un hombre entero. Pero las elevaciones de las cimas resplandecientes pertenecían a Sine y también el destello cegador del sol nuevo sobre el hielo. Las huellas profundas de los ciervos y los lobos, el ruido frío del agua sobre las piedras, hasta el aire mismo, frío e insípido, le decían que él y ella juntos habían creado recuerdos en estas montañas que permanecerían en su lengua, en su nariz, ante sus ojos, siempre que se viera forzado a errar entre ellas. Lloró con los arroyos y gritó su nombre con el viento invernal cortante. Por las noches, los lobos aullaban por ella, la luna la buscaba, pero aunque Sine le hablaba desde las profundidades de cada valle escarpado que transitaba, no volvió a él. Los días eran días de una soledad devastadora. Las noches eran horas de un pasado ya muy lejano. Cuando el sol empezó a calentar de nuevo, abandonó sus vagabundeos. Había restablecido la relación con su arvirago, ya que en medio de su propio sufrimiento, había descubierto una tolerancia hacia el dolor de Venutio. Los dos hombres estaban juntos de nuevo cuando un espía se acuclilló frente a ellos en el barro. Su aliento emitía vapor y tenía las piernas llenas de nieve y hojas viejas ya casi descompuestas, que le subían desde los tobillos hasta los muslos.
—Los pasos están abiertos, señores —anunció—. Y hay noticias.
—Habla —le apremió Venutio.
—El gobernador debe regresar a Roma antes del próximo invierno. El emperador se ha decidido. No habrá retirada de Albion. Galo sabe que le destituirán porque ya no es lo bastante fuerte para mantener una campaña activa; será reemplazado por un militar más joven. —El espía sonrió—. Se comenta que el emperador quiere acabar con nosotros de una vez por todas.
Venutio le miraba fijamente. De manera que no habría más oportunidades. Se le había concedido la mayor promesa de éxito que el oeste había tenido jamás, su suerte había brillado incluso más que la de Caradoc, pero la había desperdiciado y nunca se repetiría. El oeste ya no era sólo un estorbo. Se había convertido en el foco de la atención del emperador y el emperador no desviaría la vista hasta que no quedara nada para ver allí. Emrys no le ayudaba. Sentado junto a él, no decía nada, pero Venutio percibía su actitud acusadora, su compasión insultante e intolerable. De modo que Nerón, en un arranque de su obstinación adolescente, había hecho un esfuerzo para independizarse, había descartado a sus consejeros y... No habría retirada. No más esperanza. Los dedos de metal apretarían con más fuerza, insensibles, hasta que el puño de hierro se deformara y Albion fuera triturada.
—¿Algo más? —aventuró con voz ronca.
—Otro fragmento de especulación interesante. Se dice que Caesio Nasica viajará con Galo y entregará el mando de la Novena a otro hombre. Él también está harto de Albion.
Venutio bajó la cabeza. Hombres nuevos, enemigos nuevos, experimentados, desconocidos, frescos, perros ansiosos que gruñirían tras los talones ampollados y vacilantes de su pueblo. Se incorporó, entró en su tienda y lloró.