Ráfagas de un viento rojo aullante recorrieron la cámara de los mortuarios bestiales. Uriel sintió el regusto metálico de la sangre en la garganta. Se volvió sobre un costado y recuperó la espada mientras la furia del huracán que azotaba el aire giraba a su alrededor y les arañaba la carne con odio.
Los guerreros de hierro se arrojaron en todas direcciones para ponerse a cubierto cuando el torbellino etéreo recorrió la caverna. Los sinpiel cayeron derribados por su poder. La desesperada batalla se interrumpió mientras los combatientes se mantenían a cubierto o se agarraban a los peñascos más grandes para evitar ser arrastrados.
Uriel jadeó cuando notó que le absorbía su propia esencia vital, y se sintió tan indefenso como los débiles recién nacidos a los que abandonaban para que murieran en las montañas de Macragge. Por suerte, el poder de la tormenta de sangre era menor en aquel extremo de la caverna, por lo que no sufrieron los horrores de aquellos que estaban más cerca del Corazón de Sangre.
Pasanius dejó escapar un gruñido de dolor y Uriel vio que la sangre coagulada de las heridas de la espalda se le había licuado y era arrastrada por aquella tormenta vampírica. Sus propias heridas sangraban para alimentar al terrible demonio que había en el centro de la cámara.
—Así no… —murmuró—. ¡Así no!
Un instante después desapareció. El repentino silencio fue inquietante después de la feroz violencia de la tormenta diabólica. Uriel se puso de rodillas y torció el gesto por el dolor mientras los demás también se recuperaban de la infernal experiencia.
Los sinpiel estaban aullando de dolor. No disponían de la protección que ofrecía la piel, por lo que habían sufrido los peores efectos de la tormenta de sangre. Sus cuerpos habían quedado escuálidos, parecían anémicos y enfermos.
Uriel se apoyó en una mesa para ponerse en pie. El dolor que sentía a causa de las heridas de metralla del proyectil de bólter y por los huesos rotos era agudo y lacerante. Su metabolismo mejorado ya había coagulado la sangre y formado tejido cicatrizado sobre las heridas, pero seguía estando gravemente herido.
—Vamos —animó a Pasanius—. No podemos salir por ahí. Tenemos que encontrar otro modo.
—No sé si puedo —le contestó Pasanius, pero Uriel no le dio la oportunidad de seguir discutiendo y lo puso en pie de un tirón a pesar de sus quejidos. El sargento terminó por asentir con lentitud—. Vale, vale. Eres peor que el apotecario Selenus.
Pasanius se sentó con un esfuerzo doloroso sobre una pila de escombros. En el pecho se veían las costras de sangre recién coagulada de las múltiples heridas de bólter.
El sonido del combate que se libraba en el centro de la cámara continuaba resonando por doquier, pero se oía una furia renovada en los rugidos y en el entrechocar de las armas. Uriel oyó unas risotadas salvajes cuando la tormenta de sangre amainó. La risa era cruel y malvada, y notó una sensación enfermiza en el cuerpo cuando el alma se le encogió ante semejante malignidad.
El ultramarine vio a través de las nubes de polvo y las avalanchas de rocas el feroz climax del combate entre los dos demonios. La visión de un poder tan increíble era capaz de dejar sin respiración. El cuerpo físico del Corazón de Sangre sobresalía muy por encima del Daemonium Omphalos. Se había hinchado hasta triplicar su tamaño original, y aquella superioridad física no se parecía en nada que hubiera visto antes en su vida.
Ni siquiera el Portador de la Noche lo había amedrentado tanto con su majestuosidad siniestra. Esa presencia de pesadilla le había provocado visiones terroríficas con su propia oscuridad, pero aquello…
Aquello era algo completamente distinto.
Allá por donde caminaba el Corazón de Sangre le seguía la muerte. Detrás de él flotaba una neblina roja, un velo sangriento que relucía con un brillo húmedo. Sus armas partían incluso el aire con cada golpe y provocaban fisuras negras que dejaban abierta la realidad. El guerrero de hierro demoníaco retrocedió ante los ataques, herido y desmoralizado, con la armadura arrancada y dejando escapar un icor negro por las heridas.
Cada poderoso golpe del Corazón de Sangre lo obligaba a dar un paso atrás. Los intentos de detenerlos eran cada vez más torpes. Retrocedía con desesperación hacia la sibilante máquina demoníaca que lo había llevado hasta allí. Las chimeneas aullantes dejaban escapar agudos gritos de angustia.
Sin embargo, el Corazón de Sangre no estaba dispuesto a que le escamotearan la victoria y lo atacó con el látigo Se lo enroscó alrededor de uno de los brazos y se lo arrancó haciendo saltar un chorro de sangre negra. El Daemonium Omphalos cayó de rodillas y lanzó un aullido de rabia desafiante, pero fue en vano, ya que el Corazón de Sangre se le acercó y le asestó un tajo con el hacha que le separó la cabeza de los hombros en un único movimiento poderoso.
El demonio de armadura se desplomó y de la herida letal surgió un río de restos sangrientos. El Corazón de Sangre alzó las armas al cielo lanzando un rugido de triunfo en honor del Dios de la Sangre que sacudió hasta las paredes de la caverna.
Una energía oscura se escapó ondulando del demonio destruido y el Corazón de Sangre se estremeció mientras absorbía la esencia vital de su viejo enemigo, con las extremidades convulsas por el tremendo poder que heredaba.
El cielo rojo que había acompañado a la aparición del Daemonium Omphalos empezó a desvanecerse mientras saboreaba los frutos de su victoria, y las almas aullantes atrapadas en el interior del metal maldito de la máquina gritaron con vigor renovado.
Los sibilantes pistones de hueso se alzaron cuando la monstruosa máquina demoníaca aumentó la potencia para escapar de su amo moribundo y de la destrucción de la caverna.
En ese momento, como si el combate y el tremendo poder de su victoria fuesen demasiado para aquella terrible criatura, el Corazón de Sangre cayó de rodillas saciado y saturado de energía siniestra. El hacha y el látigo se le cayeron de las garras cuando se desplomó de costado. El brillo del pellejo rojo se oscureció hasta convertirse en un granate oscuro que humeaba y siseaba como el de la víctima de una electrocución.
Al derrumbarse ambas abominaciones, el retumbar discordante de las armas demoníacas cesó y fue reemplazado por el omnipresente estruendo del bombardeo de artillería. Era posible que la batalla en el interior de Khalan-Ghol hubiese acabado, pero la furia destructiva desencadenada por Toramino continuaba de forma incesante.
Uriel contuvo el aliento, temeroso de que incluso el menor movimiento provocase que el demonio se pusiese en pie de nuevo de un salto, pero no ocurrió nada, por lo que dejó escapar un largo suspiro jadeante mientras el jefe de los sinpiel se le acercaba cojeando. La criatura se inclinó para poner la cabeza a la misma altura que la suya.
—¡Matamos a los hombres de hierro! —le dijo.
—Sí —contestó Uriel con voz débil—. Lo hicimos.
—¿El Emperador contento?
Uriel miró alrededor, contempló las ruinas de la cámara de los mortuarios bestiales y vio que no había nada reconocible, que todo había quedado destruido en la batalla cataclísmica de los dos demonios. Los horrores quirúrgicos llevados a cabo en aquel lugar habían desaparecido. Las víctimas que habían sufrido aquellos atroces experimentos disfrutaban por fin de la paz del Emperador. El lago de sangre ya no era más que un cráter polvoriento y las pasarelas donde se encontraban las daemonculati habían quedado reducidas a masas informes de metal retorcido.
Las daemonculati se habían convertido en unos tristes montones de carne reseca. Uriel sintió que se le quitaba un peso enorme de encima al ver que habían cumplido su juramento de muerte. Las criaturas que Tigurius había visto en su sueño y que Marneus Calgar les había ordenado destruir ya no existían.
—Oh, sí —contestó—. El Emperador está contento. Habéis hecho que el Emperador esté muy contento.
El jefe de los sinpiel se irguió por completo y se golpeó el pecho con los enormes puños. Los pocos hermanos supervivientes hicieron lo mismo y aullaron su alegría al cielo rojo que se difuminaba.
—¡Tribu! ¡Tribu! ¡Tribu! —gritaron una y otra vez.
Uriel asintió e imitó a la enorme criatura golpeándose el pecho con los puños y gritando con todas sus fuerzas. Pasanius lo miró con gesto extrañado, pero Uriel estaba demasiado exaltado por la celebración salvaje de los sinpiel como para que le importara.
Cuando dejaron de cantar, el jefe de los sinpiel volvió su atención hacia los pocos guerreros de hierro supervivientes que habían empezado a recuperarse después de que la furia de la tormenta de sangre hubiera pasado. Luego miró a Uriel con una expresión de hambre en el rostro.
—¿Carne?
Uriel sintió que se le endurecía el corazón mientras afirmaba lentamente con la cabeza.
—Carne —contestó.
Aquellos guerreros de hierro eran los más poderosos de la gran compañía de Honsou, pero ni siquiera ellos podían resistir la furia de un ataque frontal de los sinpiel. El suelo estaba cubierto de cadáveres, tanto de guerreros de hierro como de los monstruosos fallos de creación, pero sólo era el preludio de la matanza que siguió a continuación.
Los sinpiel rompieron las armaduras con las manos desnudas y arrancaron las extremidades para darse un festín con la carne todavía caliente de sus odiados creadores.
Uriel ayudó a Pasanius a ponerse en pie y vio a la criatura demoníaca, Onyx, rodeada por un grupo de sinpiel. El guerrero de armadura negra cortaba y apuñalaba con una velocidad impresionante, pero los sinpiel seguían luchando sin importarles aquellas heridas, que hubieran matado tres veces seguidas a un oponente de menor talla.
Uriel no sintió ninguna pena por Onyx. Era una criatura de la disformidad, una abominación, y se dio la vuelta cuando lo vio caer al suelo bajo una masa rugiente de sinpiel.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Pasanius apoyándose en una pila de escombros de rococemento mientras se limpiaba el polvo y la sangre de la cara.
—No estoy seguro —le contestó Uriel con sinceridad—. Hemos hecho lo que vinimos a hacer. Hemos cumplido nuestro juramento de muerte.
A pesar del dolor que obviamente sentía, Pasanius sonrió, y la pesadumbre que su amigo había mostrado desde los últimos días pasados en Tarsis Ultra desapareció por completo de su rostro.
—Me alegro de verte sonreír de nuevo, amigo mío.
—Sí, ha pasado bastante tiempo desde la última vez que me sentí de humor para hacerlo.
—Hemos recuperado nuestro honor.
—Sabes, creo que nunca lo llegamos a perder —le contestó Pasanius.
—Quizá no. Ojalá hubiera algún modo de hacérselo saber a Macragge.
—Supongo que jamás se enterarán de lo que ha pasado aquí.
—No, supongo que no —comentó Uriel—. Pero eso en realidad no importa. Lo sabemos nosotros, y eso es lo que vale.
—Sí, creo que tienes razón, capitán.
—Ya te he dicho que no hace falta que te dirijas a mí de ese modo.
—Puede que antes no —le aclaró Pasanius—, pero hemos cumplido nuestro juramento de muerte, y vuelves a ser mi capitán.
Uriel asintió.
—Supongo que lo soy.
Los dos guerreros se estrecharon la mano, contentos de estar vivos y disfrutando de la sensación de haber llevado a cabo la misión que tenían encomendada. No importaba que se encontraran atrapados en un planeta demoníaco terrorífico a miles de años luz de su hogar. Disfrutaban de ese éxito por el simple hecho de haberlo conseguido.
Ya no importaba lo que ocurriera, lo habían logrado. Se había acabado.
El jefe de los sinpiel se acercó a ellos. De sus fauces colmilludas colgaban largos hilos de sangre coagulada.
—¿Nos vamos? —les preguntó—. ¿Marchamos ya?
—¿Marcharnos? —contestó Uriel extrañado—. ¿Cómo? No podemos ir a ningún sitio. El pasillo que lleva a la jaula del ascensor está bloqueado por completo y la salida del desagüe está tapada por cientos de toneladas de rocas. No hay salida posible.
El jefe de los sinpiel lo miró de soslayo, como si no pudiera creerse que Uriel fuese tan tonto. Señaló algo por encima del hombro del marine espacial.
—¡La máquina del hombre de hierro grande se marcha!
Uriel se quedó confundido unos instantes, hasta que siguió la dirección que le señalaba el dedo del jefe de los sinpiel y vio la silueta oscura del leviatán blindado que había llevado hasta allí al Carnicero. Se dirigía con lentitud hacia una de las bocas rodeada de cráneos de los túneles que había creado para manifestarse en el interior de la caverna. La puerta iluminada por una luz de color rojo que llevaba al interior seguía abierta, y aunque la máquina sin conductor estaba tomando velocidad poco a poco, todavía quedaba tiempo para entrar ella.
—Trajo a hombre de hierro grande aquí —dijo el jefe de los sinpiel—. ¡Nos llevará a nosotros también!
Uriel intercambió una mirada con Pasanius.
—¿Qué piensas? —le preguntó con un atisbo de sonrisa en los labios.
—Creo que nos lleve a donde nos lleve, tiene que ser mejor que estar aquí —le contestó Pasanius levantándose de las rocas y tapándose las heridas con una mano.
—Espero que tengas razón.
—Bueno, es que es eso o quedarnos aquí para que nos aplaste la artillería de Toramino.
—Es un buen razonamiento —contestó Uriel mostrándose de acuerdo. Se volvió hacia el jefe de los sinpiel—. Reúne a la tribu. Nos vamos.
El jefe de los sinpiel asintió y los hombros se le estremecieron con el gesto. Luego alzó la cabeza y soltó un aullido ululante.
Los sinpiel abandonaron su macabro festín en pocos segundos y se reunieron con su jefe. Sólo quedaban con vida menos de una docena, y Uriel se sorprendió al ver los pocos que habían sobrevivido a la misión en Khalan-Ghol. Ardaric Vaanes llevaba razón cuando pronosticó que la mayoría de ellos, si no todos, morirían allí.
—Muy bien. Vámonos de aquí —les dijo.
Honsou pensó por un momento que estaba muerto.
Cuando se dio cuenta de que no era así, pensó que se había quedado ciego.
Lo único que sentía era dolor, y lo único que oía era el sordo retumbar de los impactos de artillería en algún punto muy por encima de él. Se incorporó hasta quedar sentado y sintió un fuerte picor en los ojos. Intentó abrir los sellos de vacío de la gorguera de la armadura, pero estaban rotos e inservibles, por lo que se quitó el casco de un tirón. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba ciego, sino que simplemente tenía los ojos tapados por grandes coágulos de sangre.
Se quitó los pegotes de sustancia pegajosa de la cara y escupió un salivazo lleno de suciedad.
Se limpió la cara de nuevo, furioso por no ser capaz de ver todavía con uno de los ojos. Al pasarse la mano por la cara otra vez se percató de que había una buena razón para ello: tenía parte de la cabeza machacada por el impacto del proyectil de bólter. El lado izquierdo de la cara había quedado convertido en un amasijo quemado y sanguinolento, y el ojo, en una masa gelatinosa.
Sintió un fuerte mareo y la náusea se apoderó de su cuerpo, pero se echó a reír cuando alargó el brazo plateado para recuperar el equilibrio y vio que seguía liso y brillante a pesar de la furia de los combates que había librado desde que se lo implantaron.
—Maldito seas, Ventris. Es la segunda vez que me dejas cegado con mi propia sangre.
Se puso de rodillas e intentó rememorar con claridad los últimos momentos del enfrentamiento. Recordó que tenían atrapado a Ventris, y que los ultramarines se habían lanzado a una carga que había acabado en una lluvia de proyectiles de bólter.
O al menos, así era como debía haber acabado. Tenían una suerte endemoniada, y habían sobrevivido lo suficiente como para matar a dos de sus guerreros. Por estúpida que fuera aquella carga, les había concedido unos momentos más de vida.
Y entonces fue cuando atacaron los monstruos.
Honsou sintió un estremecimiento de asco cuando recordó lo increíblemente repugnantes que eran. Sus cadáveres estaban esparcidos por doquier. Cuando por fin logró librarse de los escombros que le inmovilizaban las piernas y se puso en pie, tambaleante se quedó sorprendido de que unas criaturas tan aborrecibles pudieran vivir.
Había oído hablar de los sinpiel, pero jamás se había imaginado que pudieran ser tan temibles como para convertirse en el motivo de su fracaso principal.
Lo último que recordaba era distinguir un atisbo de Ventris que le apuntaba a la cabeza con un bólter y cómo se volvía para quitarse de en medio. Honsou también recordó el fogonazo del disparo, una sensación de dolor ardiente en el rostro, y después…, después nada hasta ese momento.
—¡Hierro dentro! —gritó.
No hubo respuesta, por lo que supo que todos los guerreros que lo habían acompañado hasta las cámaras de los mortuarios bestiales estaban muertos. No pensó más en ellos y contempló la destrucción que lo rodeaba.
No quedaba nada del lugar. Toda la estructura estaba destrozada por el enfrentamiento entre los demonios y el constante bombardeo de las grandes baterías de artillería de Toramino.
Distinguió un movimiento con el rabillo del ojo y empuñó el hacha antes de dirigirse tambaleante hacia el punto concreto. Un guerrero de hierro, atrapado bajo el cadáver a medio devorar de otro, gemía de dolor.
Honsou levantó el cuerpo que había encima y descubrió que se trataba de su subordinado más reciente, Cadaras Grendel. Le habían arrancado la armadura de las piernas y le habían mordido el muslo dejándoselo sin parte del músculo.
—¿Sigues vivo, Cadaras Grendel?
—Sí —le contestó el guerrero—. No se me mata con facilidad. Ayúdeme a levantarme.
Honsou le ofreció una mano y tiró de él hasta ponerlo en pie. El asesino de rostro ceñudo recogió sus armas del suelo y comprobó los mecanismos antes de hablar de nuevo.
—Entonces, ¿se ha acabado?
Honsou se encogió de hombros.
—Es posible. No lo sé, pero eso parece.
Cadaras Grendel asintió.
—¿Qué hay de Toramino?
—¿Qué pasa con él?
—Sigo queriendo matarlo.
—Igual que todos los demás —le contestó Honsou.
Miró por una gran brecha abierta en la ladera de la montaña. Las descargas de fuego azul seguían machacando la fortaleza desde las torres mágicas que la sitiaban. Honsou pensó que los jefes de artillería de Toramino debían de ser muy concienzudos para haber logrado abrir un agujero en la montaña.
Se volvió hacia una pila reluciente de metal tembloroso que había al lado de la entrada del pasillo que llevaba a la jaula del ascensor. Reconoció un par de garras de bronce que había tiradas al lado de la pila y se acercó al montón de metal.
Cuando estuvo más cerca se percató de que no se trataba de unos simples desechos, sino de los restos todavía vivos de su guardaespaldas. Onyx yacía retorciéndose sobre el suelo. La armadura negra estaba partida y en algunos puntos arrancada de su cuerpo, y los monstruos también habían desgajado la carne demoníaca del metal de su esqueleto.
La carne inmaterial del simbionte había albergado un habitante de la disformidad, pero sin un cuerpo donde mantenerse, había sido expulsado de su caparazón. Lo único que quedaba del guardaespaldas de Honsou era un puñado de extremidades plateadas y conectadas sólo en parte, algunos pistones de bronce y un cráneo del mismo material con una luz plateada que se escapaba poco a poco por los agujeros de las cuencas oculares.
—¿Estás ahí, Onyx? —preguntó Honsou.
—Por ahora —respondió con una voz que era poco más que un susurro ronco.
—¿Qué te ha pasado?
—Los monstruos… —siseó la criatura, a punto de disolverse—. Me dejaron sin carne y al demonio no le quedó nada donde esconderse. Se marchó y me ha dejado así…
Cadaras Grendel se reunió con Honsou.
—¿Esta es la criatura demoníaca que quería que vigilara?
—Sí —contestó Honsou asintiendo.
—No parece gran cosa ahora.
—No, no lo parece —contestó Honsou antes de darse la vuelta y caminar cojeando hacia el centro de la cámara.
—¿Qué quiere que haga con Onyx? —le gritó Cadaras Grendel mientras se alejaba.
—Líbrate de él —le respondió Honsou con un gesto despreocupado de la mano.
Mientras trepaba por las pilas de escombros y cuerpos que sembraban el suelo de la caverna oyó el achicharrador siseo del rifle de fusión de Cadaras Grendel y supo que Onyx había dejado de existir.
El centro de la caverna parecía el epicentro de un bombardeo orbital a gran escala. El suelo estaba arrasado y lleno de agujeros por la furia del combate que se había librado allí mismo. Los cuerpos y los restos de maquinaria yacían por doquier, tan aplastados e irreconocibles que no había forma alguna de saber qué habían sido antes.
Delante de un cráter enorme se encontraba una servoarmadura despedazada de proporciones gigantescas, y delante de ella estaba tumbado el Corazón de Sangre. El enorme cuerpo del demonio tenía un color rojo apagado, parecido al de unas ascuas que amenazaran con estallar en llamas en cualquier momento. El pecho se le hinchaba y vaciaba con un ansia ya saciada. Honsou observó que las llameantes venas del cuerpo palpitaban con una vitalidad renovada.
El hacha que el demonio tenía al lado doblaba en tamaño a Honsou, pero aunque éste sabía que era algo imposible, sintió el impulso irresistible de intentar levantarla. Su propia hacha le gruñó en la mano, pero Honsou sabía que se trataba de la presencia demoníaca que albergaba el arma del Corazón de Sangre que lo estaba llamando.
Honsou se acercó hasta la figura tumbada del Corazón de Sangre y le propinó una tremenda patada en el cráneo cornudo.
—¡Vamos! —le gritó—. ¡Ya eres libre y hay muchos hechiceros que matar! ¡Arriba!
Las venas calientes como lava del demonio se encendieron. Abrió los ojos, que relucían con un fuego blanco sin alma, como el de unos soles moribundos engastados en su cráneo. El Corazón de Sangre se sacudió el adormecimiento posterior al banquete de energía que se había dado tras la victoria y se irguió por completo. La gigantesca hacha y el enorme látigo saltaron por el aire y se dirigieron a sus manos llenas de garras.
—Así está mejor —soltó Honsou cuando el demonio se alzó por encima de él.
—¿Quién se atreve a despertarme de mi sueño de sangre? —aulló el demonio.
—Soy Honsou. Mestizo. Señor de Khalan-Ghol.
El colosal demonio se inclinó un poco sobre Honsou, pero él permaneció firme, decidido a no mostrar miedo ante aquella criatura.
—Has sido tocado por la disformidad —le dijo el Corazón de Sangre—. Has albergado a uno de los míos.
Honsou asintió.
—Sí. Fui bendecido durante un breve tiempo por la posesión de un demonio del Caos.
—Todavía huelo a hechicería en este lugar —gruñó el demonio.
—Así es —le replicó Honsou—. Mis enemigos poseen grandes poderes mágicos que están utilizando para destruirnos a mí y a mi fortaleza.
—¿Eres el señor de este lugar?
—De momento sí —le confirmó Honsou.
—¿Dónde están esos enemigos que se rebajan a utilizar los viles trucos de la hechicería? —exigió saber el demonio.
Honsou miró a través de la enorme brecha abierta en la ladera de la montaña y señaló a las restallantes llamas de color azul que se encontraban al otro lado.
—Allí fuera —le contestó Honsou—. El señor de la guerra que está al mando de la hueste que ataca mi fortaleza es un hechicero y tiene a muchos sirvientes mágicos a su disposición.
—¡Lo mataré y condenaré su alma para toda la eternidad! —le prometió el Corazón de Sangre antes de volverse y abrirse paso a través de la abertura de la montaña de Khalan-Ghol para desaparecer de la vista.
Honsou trepó hacia la grieta en la roca y miró por encima de la ladera envuelta en humo como el imparable demonio cargaba contra la vanguardia del ejército de Toramino.
—Sí —dijo riéndose—. Hazlo, hazlo…