—¡Que el Emperador te condene a las mismísimas profundidades del infierno! —gritó Vaanes mientras descolgaban el cadáver desmembrado de Seraphys de los ganchos del aparejo de poleas.
Los trozos de carne que no sé destinaban al consumo se tiraban a los mismos barriles que rebosaban sangre, y el repiqueteante aparejo fue desplazado alrededor de la circunferencia de la sala hasta el siguiente marine espacial.
Los mortuarios bestiales no hicieron caso de sus maldiciones y Sabatier sólo se rio, pero la atención de todos ellos estaba puesta en él o en su próxima víctima, y eso era lo que importaba.
Se arriesgó a echar una mirada hacia Pasanius y se esforzó por evitar que apareciera una sonrisa de venganza en su cara al ver cómo el sargento se inclinaba sobre la mesa quirúrgica. Utilizó el muñón destrozado para empujar el pasador del grillete que le sujetaba el otro brazo. El ruido de las cadenas, los gritos de Vaanes y el estruendo del Corazón de Sangre enmascararon el chirrido del metal oxidado cuando el pasador Se deslizó a través del grillete.
Pasanius no tuvo ninguna dificultad para aflojar los pasadores que le sujetaban el torso y las piernas con el brazo bueno ya libre.
Vaanes siguió gritando.
—¡Sabatier! Los sinpiel, ¿qué ocurre con ellos?
Sabatier alzó la vista de los restos de Seraphys que estaba arrastrando con el rostro babeante contraído por la rabia.
—¡Haces demasiadas preguntas! ¡Te voy a cortar la lengua lo primero!
Vaanes vio cómo Pasanius se ponía en pie sobre la mesa quirúrgica.
—¡Entonces ven aquí y hazlo, basura del Caos! —le gritó Vaanes, mientras observaba cómo el repugnante cadáver mutante finalmente se daba cuenta de que Pasanius estaba libre.
La criatura lanzó un chillido de aviso a los mortuarios bestiales, quienes se dieron la vuelta para situarse de cara a él, de forma sorprendentemente ágil para unas criaturas de apariencia tan desgarbada. Dieron grandes alaridos presos de furia, sonando más a ultraje que ninguna otra cosa.
Sabatier se agachó detrás del barril de sangre, pero los mortuarios bestiales atravesaron a gran velocidad la sala, impulsados con una terrorífica velocidad por sus piernas como pistones y blandiendo sus brazos con cuchillas.
—¡Pasanius, cuidado! —gritó Vaanes, pero el sargento no tenía intención alguna de evitar la llegada de los monstruos. En lugar de ello, dio un salto con los pies por delante hacia el más cercano y Vaanes oyó el crujido de huesos y metal bajo los talones de sus botas. Intentó herir a Pasanius sacudiendo los brazos, pero los zumbantes taladros y cortantes cuchillas seccionaron su propia carne muerta al golpearlo el sargento.
Vaanes forcejeó inútilmente una vez más mientras observaba la desigual batalla, en la que Pasanius se agarraba con una mano a la ropa negra del mortuario bestial mientras éste intentaba apartarlo de su cuerpo. El sargento soltó la mano y agarró el andamiaje de malla metálica que soportaba el cráneo de la criatura para propinarle un cabezazo con la frente en la cara. Incluso por encima de los gritos de los demás mortuarios, Vaanes oyó el crujido de los huesos al partirse.
El mortuario bestial se derrumbó. Sus piernas de araña se doblaron al tambalearse por efecto del impacto. Pasanius aflojó la presa mientras caía y lo dejó desplomarse despacio junto a sus pies. La segunda criatura internó alcanzarlo, pero Pasanius colocó a la aturdida criatura entre él y las cortantes cuchillas.
La criatura retrocedió, desenvainando unas cuchillas más largas y lela les de las fundas de los brazos, y Pasanius aprovechó la oportunidad para dar un paso y atizarle un tremendo puñetazo a la criatura que tenía ante él cuando forcejeaba para ponerse en pie. Lanzó un aullido de dolor y Pasanius agarró su temblorosa armazón llena de armas, repleta de instrumentos cortantes y chirriantes, y se la incrustó al propio monstruo en la cara.
Cuando su puño le partió la cabeza en fragmentos putrefactos, salieron volando trozos de piel descompuesta ya hacía tiempo y fluidos muertos. La carne desecada y los huesos salieron pulverizados, y sus aullidos quedaron silenciados cuando se desplomó hacia adelante con un prolongado gemido áspero de muerte.
—¡Pasanius! —gritó Vaanes—. ¡Suéltame! ¡Date prisa!
Parecía que Pasanius se iba a lanzar contra el segundo de los mortuarios, pero asintió con la cabeza, retrocediendo hacia Vaanes mientras la criatura saltaba hacia adelante apoyándose en sus largas piernas. Esquivó el primer ataque de las cuchillas, agachándose ante una segunda acometida por alto. La criatura lo atacó con las piernas y lo golpeó en el vientre, haciéndolo doblarse sobre sí mismo y dejándolo sin respiración.
Pasanius rodó hacia un lado un momento antes de que las cuchillas de la criatura atravesaran el suelo ensangrentado. Vaanes comprendió que el sargento no podría evitar sus ataques durante mucho más tiempo. Sabatier salió corriendo de la sala de disecciones tan rápido como sus andares deformados lo permitían. La criatura lanzó un grito pidiendo ayuda y Vaanes supo que, salvo que Pasanius pudiera liberarlo rápidamente, estaban completamente perdidos.
Pasanius se puso en pie y se abalanzó sobre los grilletes que retenían a Vaanes en la mesa quirúrgica. Se lanzó hacia el pasador del brazo de Vaanes y logró tocarlo con los dedos, que se cerraron sobre el metal un momento antes de que otro tremendo golpe lo hiciera volar por el aire. Pasanius aterrizó con gran estrépito metálico sobre la mesa cubierta de sierras, escalpelos y en la que también estaban sus armas, tirando los bólters y la espada con empuñadura de oro de Uriel al suelo.
Pero Vaanes notó que el esfuerzo del sargento había servido. Había desplazado y liberado el pasador justo cuando recibió la patada. Con un salvaje rugido de odio, Vaanes liberó el brazo de un tirón y desenvainó las chasqueantes cuchillas relámpago. El resto de los grilletes los desmanteló con unos pocos golpes rápidos y se bajó de la mesa quirúrgica retando a gritos al mortuario bestial que se elevaba como una torre sobre el apaleado cuerpo de Pasanius.
Pero antes de que pudiera hacer algo más que dar un simple paso hacia el amenazante monstruo, una figura ensangrentada y hedionda saltó sobre una mesa quirúrgica vacía y se abalanzó sobre la terrible forma del mutante.
La figura sostenía una gran alabarda sobre la cabeza con una hoja perversamente Curvada que dirigió hacia el torso del mortuario bestial. Aterrizó sobre la espalda de la criatura y hundió la alabarda en la columna vertebral del monstruo. La hoja del arma salió por el pecho en medio de un tórrente de apestosos gases y fluidos amarillentos procedentes del interior de la bestia.
A pesar de lo terrible que era la herida, la criatura no emitió ningún sonido, sino que se retorció sobre alguna clase de eje interno para librarse de su atacante manchado de sangre, aunque dejando la alabarda incrustada en su cuerpo.
—¡Uriel! —gritó Pasanius, lanzándole la espada de empuñadura de oro, y Vaanes se quedó estupefacto cuando se dio cuenta que la salvaje figura animal no era otro que el antiguo capitán de Ultramarines.
Ventris atrapó la espada según caía y la hoja se reactivó con un destello cuando apretó la runa de encendido. Sin pronunciar palabra alguna, Uriel y Vaanes se movieron a izquierda y derecha y el mortuario bestial se arrancó la alabarda del cuerpo y la tiró a un lado. Un fuerte chillido de aviso estalló en las unidades de comunicación de su garganta.
—¡Tenemos que terminar con esta cosa! —gritó Vaanes. Ventris no contestó y se lanzó hacia adelante para cortarle las piernas al mortuario. La criatura se echó hacia atrás para esquivarlo y luego lo atacó con la rugiente hoja de sierra más larga que jamás hubiera visto. Ventris rodó bajo el chirriante ataque y lanzó la espada hacia arriba contra el brazo, cercenándolo en una lluvia de chispas azules.
Vaanes también saltó para atacar; y se subió a la espalda arqueada de la criatura cuando ésta retrocedió ante el golpe de Uriel. Le clavó la garra en el cuello mientras el monstruo manoteaba intentando quitárselo de la espalda. Chocó contra los ganchos que colgaban de la estructura que rodeaba la sala, pero se sujetó con todas sus fuerzas y clavó las garras en el cuerpo del mortuario bestial una y otra vez.
La criatura aulló de dolor, y Vaanes saltó de la espalda de la bestia cuando Ventris le propinó un tajo en las piernas, que se agitaban violentamente Vaanes se alejó rodando del monstruoso cuerpo, que se sacudía con fuerza y golpeaba el suelo agonizando mientras Ventris acuchillaba una y mil veces el repugnante cadáver.
—¡Ventris! —dijo—. Está muerto. ¡Vamos, larguémonos de aquí de una vez!
El ultramarine acuchilló una vez más el pecho de la criatura, respirando de forma profunda y bronca. Se parecía a uno de los seguidores del Dios de la Sangre mientras se deleitaba en la carnicería que acababa de perpetrar.
—¡Uriel, vamos! —lo apremió Pasanius—. Tenemos que irnos ahora mismo. Nos vamos a encontrar con más de estas cosas.
Ventris asintió con la cabeza, uniéndose a Vaanes y a Pasanius y recogiendo sus armas del lugar donde las habían tirado los mortuarios bestiales. El ensangrentado marine espacial estaba envainando la espada y levantando el bólter cuando oyó el grito de Leonid.
—¡Esperad! ¡No os vayáis, no nos dejéis!
—¿Porqué? —le preguntó Vaanes.
—¿Qué? —replicó Ellard, asombrado de que se le hubiera hecho una pregunta semejante—. ¡Porque moriremos si os vais!
—¿De qué os servirá que os liberemos? Vais a morir de todas formas —dijo Vaanes, dándose la vuelta y recogiendo sus armas.
—¡Uriel! —gritó Leonid—. No puedes decir en serio lo de dejarnos aquí. ¡Por favor!
Ventris no pronunció palabra durante unos largos segundos. Su pecho todavía jadeaba con la emoción y la adrenalina del combate. Vaanes pasó a su lado, pero Ventris le agarró el brazo y se lo quedó mirando fijamente, negando con un gesto lento de la cabeza.
—No dejaremos a nadie aquí —dijo con voz firme.
—No tenemos tiempo para esto —replicó Vaanes—. ¡Ellos no lo van a conseguir, pero puede que nosotros sí!
—Creó que me equivoqué contigo, Vaanes —le dijo Uriel con tristeza—. Creía que conservabas el coraje y el honor, pero tu corazón está muerto por dentro. Este sitio te ha destrozado el alma.
—Si no nos vamos ahora, moriremos todos, Ventris, reducidos a guiñapos repletos de sangre por otras de esas cosas.
—Todo el que sirve al Emperador muere rodeado de sangre, Vaanes —dijo Uriel—. Lo único que podemos escoger es cómo y dónde. Todo guerrero se merece eso, y yo no me marcho sin ellos.
Ventris se dio la vuelta y volvió corriendo a la sala y, con la ayuda de Pasanius, comenzó a liberar a los lastimosos restos de su una vez orgulloso grupo de guerreros.
—¡Si no te matan antes, sigue mis pasos! —gritó Vaanes—. Sabatier dijo algo sobre cómo lanzaban a las montañas la basura de Khalan-Ghol, así que tiene que haber un camino de salida.
Ventris asintió, demasiado ocupado para contestar, mientras se aproximaban los aullidos de los enemigos.
Maldiciendo la locura del ultramarine, Vaanes se puso en camino hacia las profundidades de la caverna.
Uriel liberó a los guardas imperiales Leonid y Ellard, quienes daban las gracias por gestos y entre toses mientras recuperaban la libertad y reunían sus armas. En poco tiempo habían liberado a los miembros supervivientes del grupo de guerreros y se habían encaminado a la macabra caverna, mientras resonaban de forma nada natural en las paredes rocosas de la caverna el gran latido y los gritos de los perseguidores y de las víctimas.
El rastro de Vaanes no era difícil de seguir: los cuerpos seccionados de mutantes y mesas quirúrgicas tiradas por los suelos marcaban de forma clara su camino por la caverna. Los sonidos de la persecución se fueron haciendo más cercanos, y su variopinto grupo estaba exhausto y a punto de desfallecer merced a una combinación de puro agotamiento físico y terror.
El sonido de fluidos en movimiento venía desde delante de ellos, y Uriel se quedó pasmado ante una inmensa cámara inundada que estaba cubierta por una multitud de conductos mugrientos y acueductos que atravesaban las paredes de la caverna, se elevaban desde el suelo o bajaban de los niveles superiores de las daemonculati. El rumor de toneladas de excrementos, materiales de deshecho y carne muerta rivalizaba con el ruido sordo del Corazón de Sangre. Todo ello era conducido a un estanque de residuos hediondos que a su vez discurrían luego por una colosal tubería sujeta a la pared de la caverna.
Una cascada de suciedad, órganos corporales, cadáveres y sustancias letales descompuestas fluía de la caverna y salía de la fortaleza. Una vía de salida…
Los cadáveres de mutantes llenaban la cámara, eliminados por la carrera desenfrenada de Vaanes hacia la libertad. Uriel comprendió que sólo había una manera de salir de aquel lugar maldito.
—¡No podemos hacerles frente aquí! ¡Al túnel! —gritó y se metió en el estanque que le llegaba hasta la cadera, vadeando los oscilantes detritos de materiales de desecho quirúrgicos. No tenía ni idea de a dónde conducía el amplio túnel ni tampoco de si su situación mejoraría metiéndose en él, pero con seguridad sería mejor que lo que tenía en ese momento.
Avanzó con lentitud, pero cuando volvió la vista por encima del hombro y vio aparecer en la cámara inundada a una docena o más de los mortuarios bestiales, aceleró la marcha a través del repulsivo fango con un renovado vigor, desenvainando la espada mientras lo vadeaba.
El grupo de guerreros alcanzó la atronadora cascada del túnel y uno por uno saltaron a la maloliente oscuridad. Uriel oyó el chapoteo de gruesos miembros mecánicos que caían al agua a su espalda y, sin echar un vistazo hacia atrás, saltó tras sus guerreros.
La basura lo envolvió, sus repugnantes componentes lo abofetearon mientras descendía con paso tambaleante. La oscuridad y la media luz pugnaban por abrirse camino y, mientras resbalaba bajo la capa de suciedad que formaba la superficie del fluido, agradecía que las sombras escondieran los letales horrores que desaguaban las cámaras de los mortuarios bestiales.
El estruendo del túnel era ensordecedor, la pendiente era demasiado pronunciada y las aguas demasiado profundas para poder agarrarse a algún sitio. Luchó por ganar la superficie, respirando con dificultad y tragando parte de la fétida sustancia espumosa. El sonido atronador de las grandes bombas y el zumbido de los enormes filtros resonaban en las paredes mugrientas. Uriel sentía cómo le ardía la piel al contacto con los vertidos tóxicos y contaminantes.
Se golpeó contra la pared del túnel cuando este torció hacia un lado, lo que hizo que soltara sin querer el bólter y que cayera al agua dando vueltas. Sus dedos forcejearon para agarrarse bien, pero la corriente lo estaba arrastrando demasiado de prisa para lograrlo. Unas grandes cuchillas revolvían el agua, lanzando al aire órganos seccionados y cuerpos destripados. Uriel movió los pies de forma desesperada para escapar de ellas. Una gruesa barra de afilado metal cortaba el agua cerca de él, y el líquido apestoso lo cegaba mientras lo arrastraba dando vueltas debajo de la corriente.
Cuando sacó la cabeza a la superficie, Uriel vio una gran masa espumosa en el agua delante de él y oyó el sonido atronador de agua cayendo cientos de metros. Unos archipiélagos irregulares de carne podrida e islas fecales se habían acumulado formando masas descompuestas al borde de una catarata. Uriel intentó luchar contra la tremenda corriente del río de residuos para dirigir su frenético curso hacia una de aquellas islas.
El rugido de la catarata y el hedor de los residuos orgánicos y carne podrida le sobrecargaban los sentidos amenazando con doblegarlo. Mientras la corriente tiraba de él hacia adelante, lanzó un último intento desesperado para impulsarse y estiró las manos para agarrarse a la masa de órganos que tenía ante él. Las manos se le cerraron sobre la carne viscosa y grasienta rompieron la superficie y esparcieron una masa de entrañas podridas por el agua. Ojos muertos y rasgos vidriosos lo contemplaban desde los montículos inertes mientras la carne saturada de agua se desintegraba al contacto con sus dedos. Se alejó de allí dando vueltas sobre sí mismo y lanzó un grito al sentir cómo era arrastrado hacia el borde de la catarata.
De repente, Uriel estaba en caída libre, precipitándose en el aire y dando volteretas hacia las profundidades desconocidas. Mientras caía sacudió las extremidades de manera infructuosa y lanzó un rugido desafiante a la oscuridad que lo esperaba abajo. ¿Era así como iba a terminar todo? ¿Muriendo hecho pedazos entre la basura de los guerreros de hierro?
Captó un rayo de luz sobre la superficie del agua que había debajo y se preparó para reducir el inminente impacto. Su cuerpo se colocó como un cuchillo para entrar en el agua y las asquerosas tinieblas lo rodearon cuando entró en sus negras profundidades. Unos cadáveres flotaban en la fría oscuridad a su alrededor, sus brazos podridos lo envolvían y los cráneos sin ojos se burlaban de él con sus miradas ciegas.
Uriel se impulsó para alcanzar la superficie, el aire le quemaba en su pulmón adicional, luchando con los cadáveres dé los mortuarios bestiales que tiraban de él para que yaciera para siempre con ellos.
Sacó la cabeza a la superficie e inhaló una gran bocanada de aire. Le dio la bienvenida al rancio hedor del túnel. Unas manchas de basura espumosa Se arremolinaban alrededor y, tras sacudir la cabeza, vio frente a él unas cuchillas gigantes que giraban rápidamente, empujando el agua y los restos hacia adelante, a una ciénaga de carne humana.
Uriel luchó contra la fuerte corriente y escupió el líquido con residuos que le entraba en la boca. Las grandes palas del ventilador giraban demasiado de prisa para esquivarlas, pero cuando estuvo más cerca vio que la parte superior de las palas no llegaban al techo de la caverna…
¿Sería posible que no llegaran tampoco al fondo de túnel?
Sabiendo que sólo tenía una oportunidad para sobrevivir, Uriel inspiro profundamente y se zambulló en el agua llena de cadáveres. Sintió cómo lo abofeteaban de un lado a otro las olas provocadas por el empuje de las grandes palas, que formaban espuma con el agua teñida de rojo. La arrolladora presión de las palas del ventilador era una fuerza salvaje que tiraba de él hacia adelante, pero Uriel consiguió nadar hacia el fondo del túnel gracias a sus poderosas brazadas y patadas.
El pulmón le ardía como el fuego y la visión se le estaba oscureciendo, pero entre las tinieblas que reinaban en el agua consiguió ver la base de rococemento manchada del túnel. Delante de él, una masa de burbujas oscurecía los bordes letales de las palas del ventilador, y no conseguía ver si había sitio suficiente para pasar por debajo. Como se había quedado sin opciones, se sumergió aún más y nadó hacia adelante, dejando que el poco aire que le quedaba en el pulmón tirara de él hacia la superficie cuando hubo rebasado las palas. Los esfuerzos y patadas de Uriel fueron disminuyendo progresivamente y sus extremidades se volvieron de plomo cuando la falta de oxígeno se cobró su precio en su ya debilitado físico.
Y en ese momento salió a la superficie una vez más y vomitó todas las sustancias contaminantes que había tragado, sintiendo náuseas al inspirar una bocanada de aire maloliente. La corriente al otro lado de las palas del ventilador seguía siendo fuerte, pero sintió que podía mantener la cabeza por encima del agua con muy poco esfuerzo.
Asombrado por seguir vivo, describió un círculo en el agua en busca de otros miembros del grupo de guerreros.
—¡Pasanius! —gritó—. ¡Vaanes!
Su voz rebotaba en las paredes empapadas del túnel, pero no encontró respuesta a su llamada y perdió la esperanza de encontrar algún otro superviviente. ¿Habrían sido cortados en trocitos irreconocibles de carne por las cuchillas de filtraje del túnel?
Ya que había dejado atrás el peligro más inmediato, Uriel se preguntó a dónde conduciría aquel túnel. No tenía forma de saberlo con absoluta seguridad, pero sabía que había recorrido muchos kilómetros a través de los infernales pasillos. Entonces, ¿dónde desaguaría?
En el mismo momento que pensaba en ello, sintió que aumentaba la velocidad del agua y vio un brillante punto de luz blanca muy por delante de él. Una vez más, oyó el sonido atronador de una catarata, pero esta vez no había ningún archipiélago que pudiera salvarle la vida al que agarrarse, y Uriel fue arrastrado por la corriente hacia la boca del túnel a una velocidad cada vez mayor.
El cielo blanco que podía verse a través de la abertura aumentó rápidamente de tamaño, hasta que fue arrastrado hacia el aire libre.
Las montañas se elevaban por encima de él y el cielo muerto extendía su blancura odiosa sobre las rocas negras de Medrengard cuando Uriel salió despedido de Khalan-Ghol a cientos de metros sobre el suelo.
Cayó en picado por el aire en dirección a un repulsivo estanque de espuma sucia, en el que vio fugazmente mientras caía a varios guerreros con armadura saliendo a gatas del agua. Se quedó sin respiración a causa del impacto contra la superficie del estanque, y tragó grandes cantidades de agua fétida.
Uriel comenzó a dar vueltas en el turbio líquido, pataleando, aunque no tuviera ni idea de en qué dirección estaba la superficie y en cuál el fondo. Sintió unas manos que lo agarraban, tiraban de él hacia arriba y lo sacaban del agua. Le dieron unas arcadas y vomitó una gran cantidad de agua espumosa y aceitosa. Rodó hacia un lado mientras unas manos le daban palmadas en la espalda.
Alzó la vista y se encontró con la cara mugrienta y marcada de Ardaric Vaanes, herido y apaleado.
—¿Así que lo conseguiste?
—Por los pelos —tosió Uriel, sintiéndose como si hubiera completado una docena de sesiones de entrenamiento con el capitán Agemman, líder de la compañía de veteranos de los Ultramarines. Se sentó, sintiendo cómo recuperaba parte de sus fuerzas con cada bocanada de aire rancio. Se tomó un respiro para inspeccionar los alrededores, y comprobó que el profundo estanque estaba en una depresión de una roca de paredes altas que se encontraba en la base de un pico de roca brillante y que su agua burbujeaba y se arremolinaba por efecto de las traicioneras corrientes. Un lado de la depresión contaba con una pared vertical de rococemento liso, una losa enhiesta de la que sobresalía el desagüe del que habían caído y que estaba situado cientos de metros por encima de donde ahora se encontraban.
Miró alrededor para ver quién más había sobrevivido al horror de Khalan-Ghol, sintiendo que lo invadía un odio frío cuando vio que la huida de las mazmorras de los Guerreros de Hierro les había costado caro. Ardan. Vaanes había sobrevivido, al igual que otros dos marines espaciales, uno del capítulo de los Hermanos de la Manada llamado Svoljard y otro de los Cónsules Blancos, cuyo nombre no conocía Uriel. Soltó un gran suspiro de alivio cuando vio a Pasanius sentado sobre las rocas mojadas que estaban al borde del estanque. Era tal su alegría que tardó un momento en darse cuenta de que el brazo de su sargento terminaba justo por encima del codo; que le habían quitado el antebrazo. Una masa endurecida de tejido cicatrizado lleno de nudos adornaba el muñón del brazo. Aunque la herida seguramente habría sido muy dolorosa, Pasanius no daba ninguna muestra de ello.
—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó.
—Esos monstruos me lo cortaron —dijo Pasanius—. Duele de narices.
Aunque no quería hacerlo, Uriel se echó a reír ante el comentario.
Leonid y Ellard estaban también entre los vivos, pero Uriel podía ver que el sargento Ellard estaba gravemente herido: una terrible cuchillada le atravesaba el vientre. Uriel no era apotecario, pero incluso él era capaz de darse cuenta de que la herida era letal.
—Eres un superviviente, coronel.
—Estaría muerto si no fuera por Pasanius —dijo Leonid, sosteniendo la cabeza de Ellard y contemplando la terrible herida de su amigo—. Pero no creo…
Uriel asintió con un gesto de comprensión.
—No…, pero estoy contento de que estés vivo —dijo Uriel.
Uriel apartó de su cabeza al sargento herido por un momento y se volvió a Ardaric Vaanes.
—¿Dónde estamos? ¿Conoces este sitio?
—Sí —dijo Vaanes—, y tenemos que irnos rápidamente de aquí.
—¿Por qué?
—Porque éste es el territorio de caza de los sinpiel —respondió Vaanes mirando a las crestas que rodeaban el estanque.
Uriel sintió un estremecimiento de miedo cuando recordó los deformes monstruos de piel roja que habían devorado a los desdichados habitantes del campamento de carne de los guerreros de hierro.
—Tienes razón —dijo, poniéndose en pie de forma inestable y agarrando la mugrienta empuñadura de oro de su espada—. Tenemos que irnos de aquí.
—Demasiado tarde —dijo Leonid, señalando hacia las crestas que bordeaban la circunferencia de la depresión—. Ya están aquí…
Uriel siguió el dedo de Leonid y se quedó sin respiración cuando vio las siluetas de tal vez un centenar de sinpiel que los estaban rodeando.