La banda de guerreros reunió las armas y el equipo, imbuidos de una nueva motivación mientras se preparaban para dejar el santuario. Uriel limpió la armadura lo mejor que pudo y se arrodilló para dar gracias a su equipo de combate, colocando el arma y la espada ante él y pidiéndoles que lo ayudaran a cumplir las órdenes del Emperador.

Pasanius rellenó su lanzallamas con el último promethium que quedaba, y aunque le doliera, sabía que iba a tener que abandonarlo pronto. Una arma sin munición no era una arma.

Por fin estuvieron preparados y Uriel abrió el camino con gesto de orgullo al variopinto grupo de marines espaciales dejando atrás los ruinosos búnkers y en dirección a la entrada del sombrío valle. Ardaric Vaanes marchaba a su lado.

—¿Te das cuenta de que probablemente nos vas a matar a todos y cada uno de nosotros?

—Esa es otra posibilidad —admitió Uriel.

—Bien, sólo quería asegurarme de que lo sabías.

El cielo se oscurecía cuando llegaron al final del valle, una oscuridad nada natural de bajas y amenazadoras nubes de humo. Por un instante, Uriel se preguntó si habría una cosa a la que se pudiera llamar clima en Medrengard, pero en seguida desechó la idea. ¿Qué necesidad tenían los guerreros de hierro del clima? En este sitio nada crecía o necesitaba nutrientes del cielo.

Delante de ellos tenían su destino final, y ahora que Uriel lo veía con claridad, comprendió la afirmación de Vaanes de que intentar introducirse en las defensas de una plaza fuerte como ésta era una misión suicida.

La fortaleza de Honsou era un colmillo negro de pesadilla que se elevaba hacia el cielo, torres de ébano de piedra manchada de sangre que atravesaban las nubes de ceniza y donde chisporroteaban oscuros relámpagos. Las torres y las salas abovedadas de la fortaleza estaban rodeadas de bastiones plagados de cicatrices que tenían muros de cientos de metros de altura. Los niveles superiores resistían inmaculados al asedio del ejército que tenían a sus pies, pero los confines inferiores eran un infierno de llamas y guerra repleto de cráteres. Una neblina de poderosas energías rodeaba la fortaleza como si ésta no fuera totalmente real. Uriel tenía que parpadear para mitigar el escozor de la humedad que se le formaba en los ojos si se quedaba mirando demasiado tiempo su demencial arquitectura.

El rugido de las poderosas máquinas resonaba en la misma tierra, y el rítmico tamborileo de los martillos sonaba como el latido de un monstruoso corazón mecánico. Los ejércitos de los atacantes de Honsou estaban desplegados alrededor de la fortaleza como una infestación de hongos malignos que se extendía en líneas irregulares de circunvalación y en zapas de aproximación que serpenteaban entre las estribaciones de la fortaleza y que finalizaban en paralelas fuertemente fortificadas y salpicadas de enormes búnkers y reductos. Los estallidos de las explosiones envolvían la fortaleza, y la llanura situada ante ella brillaba de forma intermitente con los constantes fogonazos de los monstruosos cañones y obuses.

A kilómetros de distancia se estaba construyendo una enorme rampa que permitiría el acceso de los tanques pesados y titanes a los niveles superiores de la fortaleza. Uriel vio que la llanura hervía con millones de guerreros. Se habían construido extensos campamentos y ciudades enteras para dar cabida a los soldados, pero no conseguía comprender cómo iban a conseguir pasar a través de tantos enemigos para alcanzar la fortaleza.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Vaanes.

—No —dijo Uriel.

—¿Seguro?

—Estoy seguro, Vaanes. Podemos hacerlo. No será fácil, pero podemos hacerlo.

Vaanes no parecía convencido, pero señaló el punto donde se estrechaba la meseta para convertirse en un corte casi vertical en la roca que tallaba un camino por el flanco de la montaña.

—Ese es el camino que conduce a la llanura que tenemos ahí abajo. Es empinado, muy empinado, y si caes, estás muerto.

—¿Cómo demonios se supone que vamos a bajar por ahí? —dijo en voz baja Leonid.

—Con mucho cuidado —dijo Vaanes—. Así que no te caigas.

—Eso para ti está muy bien —dijo Ellard, colocándose el rifle en bandolera y dirigiéndose al camino—. ¡Si caes, tienes un retrorreactor!

—¿Qué? ¿Quieres que anuncie a todos nuestra presencia? —replicó Vaanes.

Uriel siguió al renegado y lo invadió una mareante sensación de vértigo cuando vio la ruta que iban a emprender.

La llanura estaba a miles de metros por debajo de su posición, y las cascadas humeantes de metal fundido salpicaban su recorrido por los canales de basalto hacia unos brillantes lagos de color naranja situados abajo.

—Tienes que bajar de cara a la roca —explicó Vaanes—. Avanzando poco a poco por el camino, apenas medio metro, y metiendo los dedos en las grietas de la roca para agarrarte.

Con mucho cuidado fue progresando poco a poco por el camino, inclinándose sobre la roca y deslizándose lateralmente hacia abajo.

Uriel fue el siguiente, agarrándose a la roca y moviéndose con sumo cuidado por el estrecho camino. Mantenía su peso hacia adelante, sabedor de que cualquier descompensación del equilibrio lo haría caer en picado miles de metros hasta la muerte. El viento frío le azotaba y podía sentir los latidos del corazón como martillazos en el pecho.

Continuó su lento avance, siguiendo el ejemplo de Vaanes y procurando utilizar los mismos sitios para agarrarse siempre que podía. Tras unas pocas horas, los músculos le dolían y los dedos le quemaban a causa de la fatiga, y apenas estaban a mitad de camino. Le faltaba el aire, jadeaba con intensidad y era todo lo que podía hacer para no mirar hacia abajo.

Avanzaban y arrastraban los pies palmo a palmo lateralmente hasta que llegaron a un punto donde la pendiente se hacía menor y era posible descender directamente en vertical una corta distancia.

Cuando Uriel llegó a una estrecha cornisa, flexionó los dedos y vio que las almohadillas con relieve de sus guanteletes estaban rajadas e inservibles.

Los brazos le pesaban como el plomo y esperaba tener fuerzas para llegar al fondo. Con un poco más de espacio para maniobrar sobre la cornisa, se dio la vuelta con cuidado y contempló las terroríficas dimensiones del asedio que estaba teniendo lugar allí abajo.

¿Qué habría provocado el sitio? ¿Sería algún conflicto mortífero para ambos o la carnicería que estaba teniendo lugar allí abajo tendría algún otro propósito? ¿Tendrían los atacantes conocimiento del Corazón de Sangre o de las daemonculati?

Suponía que no importaba la razón de la guerra entre los seguidores de los Poderes Oscuros; cuanto más se mataran entre ellos, menos quedarían para atacar los dominios del Emperador.

Un grito de sorpresa lo sacó bruscamente de sus pensamientos y echó un vistazo hacia arriba justo a tiempo para ver cómo caía una lluvia de piedras dando rápidos botes por la ladera, seguida muy de cerca por el coronel Leonid, que gritaba aterrorizado mientras bajaba dando volteretas.

Uriel se apretó todo lo que pudo contra la cara de la roca y se inclinó peligrosamente hacia un lado cuando Leonid pasó cayendo en picado por su lado.

Cerró los dedos sobre la chaqueta del uniforme de Leonid y apretó los dientes agarrándose fuertemente a las rocas, ya que el peso del coronel amenazaba con tirar a ambos de la cornisa. Bajo circunstancias normales, Uriel no habría tenido ningún problema en atrapar así a Leonid, pero en equilibrio sobre el borde de un saliente de roca que se deshacía podía sentir cómo era arrastrado hacia el desfiladero cuando sus dedos desesperados resbalaban de la efímera presa que habían hecho.

—¡No puedo aguantar! —gritó. El borde de la cornisa se deshacía, y tierra y pequeñas piedras caían formando espirales hasta la llanura que estaba tan lejos bajo sus pies.

—¡No me sueltes! —gritó Leonid—. ¡Por favor!

Uriel se esforzaba por aguantar, pero sabía que no podría. ¿Debía soltarlo? Seguramente la presencia o la ausencia de Leonid no afectarían a su misión. Era un hombre normal entre marines espaciales, no había mucho que pudiera aportar.

Sin embargo, antes de que pudiera soltarlo, sintió que una mano lo agarraba por la hombrera y tiraba de él. Por encima de ellos, el sargento Ellard lo había agarrado por la armadura y se esforzaba por tirar de él. Uriel era demasiado pesado para él, pero la fuerza de Ellard era prodigiosa y sostuvo a Uriel el tiempo suficiente para que éste pudiera agarrar mejor a Leonid y recuperar el equilibrio. Centímetro a centímetro, Uriel se fue colocando en la parte más firme de la cornisa y logró depositar a Leonid en la ladera.

El coronel estaba hiperventilando, con la cara pálida por el terror.

—Ahora estás seguro, Mikhail —dijo Uriel, utilizando de forma deliberada el nombre de pila del coronel.

Leonid tomó unas grandes bocanadas de aire, apartando la vista del corte que tenía a su espalda. El cuerpo le temblaba, pero logró contestarle.

—Gracias.

Uriel no le respondió, pero alzó la vista para ver al sargento Ellard sin aliento y agarrado a la cara de la roca con lo que parecían las uñas. Uriel le hizo un gesto con la cabeza con todo respeto, y aquél le devolvió el gesto.

—Señor, ¿puede continuar? —preguntó Ellard.

—Sí… —dijo Leonid respirando con dificultad—. Estoy bien, sólo dame un par de minutos.

Los tres esperaron el tiempo suficiente para reunir el coraje necesario para continuar el descenso, Uriel por delante y Ellard cerrando la marcha. Los pasos del coronel eran dubitativos e inseguros al principio, pero la confianza fue volviendo a él y no tuvo más sobresaltos.

El descenso por las montañas se difuminó en una dolorosa serie de estampas: recorridos por puntales de roca terroríficamente estrechos y caídas estremecedoras sobre cornisas fragmentadas. Uriel continuó bajando por la ladera de la montaña, apretándose contra la roca hasta que sintió cómo alguien le tocaba el hombro y miró alrededor para encontrarse con que había alcanzado la base del corte de la roca, que estaba en una ancha pendiente de cenizas y trozos de hierro. Una masa revuelta de tierra desmenuzada descendía suavemente a la oscura llanura que se extendía por debajo de ellos.

El grupo de guerreros se había desperdigado, exhaustos tras el descenso. Uriel alzó la vista para ver cómo Leonid y Ellard completaban la bajada. Su admiración por su resistencia y coraje se disparó, al igual que su vergüenza cuando recordó que había pensado en dejar caer a Leonid.

Ardaric Vaanes se acercó a él.

—Lo conseguiste.

—Tenías razón —dijo Uriel—. No ha sido fácil.

—No, pero aquí estamos todos. ¿Ahora qué?

Esa era una buena pregunta. Todavía quedaban muchos kilómetros hasta la fortaleza y Uriel no podía ni aventurar el número de soldados enemigos que se encontraban entre ellos y los niveles inferiores de la misma. Reconoció el terreno que tenía debajo de él, identificando un montón de cuadrillas de trabajo y máquinas para mover el terreno que transportaban centenares de toneladas de tierra para construir la rampa que conduciría a la fortaleza. Un lago sibilante de metal fundido se concentraba en la base de la ladera, bañándolo todo con un infernal brillo anaranjado, y flotaba en el aire el rumor de las máquinas y voces soltando maldiciones procedentes de las obras.

—Sabes de sobra que avanzar entre tantos soldados es completamente imposible. Aunque la mayoría sean tan sólo humanos.

—Lo sé —replicó Uriel echando un vistazo a los enormes volquetes de transporte de tierra—. Pero quizá no necesitemos hacerlo.

El calor que irradiaba el lago de metal fundido era sofocante y llenaba el aire de humos fétidos que hacían difícil y doloroso respirar. Uriel se movió con cautela alrededor de un montón de láminas de acero apiladas y esperó a que pasara arrastrándose la última cuadrilla de trabajadores, encadenados unos a otros por el cuello y vestidos con asquerosos harapos. Los sirvientes de los guerreros de hierro, vestidos con trajes de vacío estancos, lanzaban gorgoteantes gritos a los esclavos, golpeándolos y azotándolos a placer.

El rugido de los pesados volquetes de transporte y las explosiones de las armas de fuego cubrían la aproximación de los marines espaciales desde la parte baja de las laderas de la montaña, y la oscuridad que producían las nubes de humo los ayudaba en su labor de llegar al lugar de las obras sin ser observados. Las enormes máquinas eran más grandes que el mayor tanque superpesado que Uriel hubiera visto en su vida, y estaban controladas por una cabina montada a gran altura sobre una inmensa unidad motriz provista de orugas que tiraba de un enorme contenedor sobre ruedas que tenían el diámetro de tres hombres de estatura elevada.

Cargados con toneladas de tierra y rocas, ascendían la majestuosa rampa antes de depositar su carga sobre el terraplén frontal y luego daban la vuelta para deshacer su camino y volver a cargar. Aunque ya se habían utilizado millones de toneladas de tierra, la rampa apenas llegaba a mitad de camino de los niveles superiores de la fortaleza. Uriel contemplaba cómo se aproximaba un trío de volquetes de transporte al pie de la rampa, y se volvió a Pasanius.

—Ya se acercan —susurró por medio de la unidad de comunicaciones de su armadura.

—Ya los veo —confirmó Vaanes.

Uriel vio a Vaanes al otro lado de las obras escalando el lateral de la rampa, ganando altura desde la que pudiera utilizar su retrorreactor para obtener un mayor efecto. Otros marines espaciales estaban preparados esperando la orden de ataque.

El primero de los volquetes de transporte completó su amplio giro y llegó al suelo para penetrar en el humo en busca de más tierra. Uriel se mordía el labio en su nerviosa espera.

—El segundo ya casi ha dado la vuelta —dijo Pasanius. Uriel podía sentir la tensión de la espera en la voz del sargento.

—Sí —asintió—. ¿Listo?

—Como nunca.

—En momentos como este, desearía que Idaeus estuviera todavía aquí —dijo Uriel.

Pasanius sonrió.

—Este ataque sería justo lo que le gustaba.

—¿Qué? ¿Sin ninguna probabilidad y sin poder acudir al Codex Astartes?

—Exacto —dijo Pasanius, señalando con la cabeza en la dirección de la rampa—. El último ya ha llegado abajo.

Uriel volvió a mirar al volquete de transporte mientras describía un amplio arco a los pies de la rampa y giraba hacia la fortaleza. Cuando la cabina salió de la curva y se enderezó pero el gran remolque todavía seguía en plena curva, se puso en pie.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó por la línea de comunicación y echó a correr al espacio abierto.

Varios grupos separados de esclavos alzaron la vista para mirarlos mientras corrían hacia la formidable máquina, aunque no les prestaron más atención. De cerca, los volquetes de transporte eran incluso más grandes de lo que parecían a primera vista, unos nueve metros de altura y construidos a base de láminas abolladas de grueso hierro y vigas de bronce. Las ruedas eran sólidas y trazaban surcos profundos en el terreno. Afortunadamente, seguía moviéndose con la suficiente lentitud como para atraparlo, y Uriel se subió de un salto a la escalera de hierro que llevaba hasta la cabina.

Los marines espaciales fueron corriendo junto al volquete de transporte, se encaramaron a los estribos y luego comenzaron a escalar los escarpados laterales del remolque. Uriel ascendió rápidamente por la escalera hasta la plataforma que estaba sujeta al lateral de la cabina del conductor, donde oyó un fuerte golpe de algo aterrizando sobre el techo de la cabina. El metal se rasgó y oyó gritos.

Continuó su escalada y vio cómo se abría de golpe la puerta por encima de él y emergía una criatura vestida con un traje de vacío y arnés de cuero del interior de la cabina. Su placa facial emitió unos chirridos de miedo ásperos y estáticos cuando vio a Uriel, pero éste no le dio tiempo a reaccionar: alargó la mano y lo agarró por el arnés.

Intentó sacar una pistola, pero Uriel tiró con fuerza y lo hizo salir volando y dando vueltas desde la cabina del conductor al suelo. Kyama Shae, el marine espacial del capítulo de los Puños Carmesíes que iba sobre el estribo, disparó al mutante en la cabeza, y los grupos de esclavos apiñados alrededor de esa parte de la rampa aclamaron su muerte.

Uriel subió la escalera y se metió en la cabina del conductor dispuesto a luchar, pero vio que no habría ninguna necesidad. Otras dos criaturas, vestidas con los mismos trajes de vacío negros, como la que Uriel había lanzado al suelo, yacían muertas en sus asientos envolventes, abiertas desde el cuello a la ingle por las cuchillas relámpago de Ardaric Vaanes.

El renegado se sentó dificultosamente ante un panel de control ya que su retrorreactor casi ocupaba toda la cabina. Forcejeó con unas cuantas palancas y un volante gigante situado bajo un gran desgarrón que había en el techo de acero.

—¿Sabes cómo conducir esta cosa?

—No —dijo Uriel—. Pero tampoco puede ser tan difícil.

—Bueno, estamos a punto de descubrirlo —dijo Vaanes.

Uriel limpió con la mano el parabrisas manchado de sangre y miró detenidamente los extremos traseros de los dos volquetes de transporte que tenía enfrente.

—Sólo mantenlo recto e intenta seguir con los dos que tenemos delante todo lo que puedas.

Vaanes asintió, demasiado concentrado en intentar descifrar los mandos del volquete de transporte como para contestar. Uriel lo dejó con ello y saltó a la plataforma que estaba a un lado de la cabina.

Los marines espaciales estaban acercándose por los estribos a las escaleras situadas en los laterales y en la parte trasera del volquete de transporte, intentando llegar arriba para ocultarse en el interior del remolque vacío.

Satisfecho de que pudieran acercarse sin un riego significativo de que los descubrieran, Uriel volvió a trepar hasta la cabina del conductor y arrastró fuera los cuerpos muertos de los conductores mutantes. Los lanzó desde la cabina y los esclavos encadenados en la proximidad del sitio donde cayeron los cuerpos los destrozaron con un desenfreno de satisfacción.

—En realidad no es tan difícil —dijo Vaanes cuando Uriel cerró la puerta al entrar.

—¿No?

—No, un Rhino es más difícil de controlar que esto. Tan sólo es un poco más grande.

—Sólo un poco —bromeó Uriel.

Dejó que Vaanes se pelease con los mandos y se quedó mirando a través del parabrisas las obras que tenían delante, quedándose sin habla ante las dimensiones de la batalla.

Pasaron junto a grandes fosos de artillería; armas enormes, muchas veces más grandes que las piezas de artillería más pesadas de la Guardia Imperial, que lanzaban proyectiles del tamaño de tanques hacia la fortaleza. Distribuidos por todo el campamento había altas torres de las que colgaban cuerpos y búnkers rodeados de pinchos. Habían construido una extensa infraestructura para apoyar el inmenso esfuerzo que suponía la toma de la fortaleza de Honsou. Portentos siniestros y visiones monstruosas los recibían en cada recodo, un sinfín de horrores de un mundo demoníaco en guerra.

Los volquetes de transporte marchaban por carreteras jalonadas por cuerpos colgados, plazas pavimentadas con cráneos donde los dementes desnudos daban brincos alrededor de altos ídolos de los que colgaban entrañas y pilares de hierro que crepitaban con poderosas energías. Vieron a mutantes lanzando esclavos lisiados a estanques burbujeantes de metal fundido, riéndose mientras lo hacían, y Uriel se dio la vuelta. No podía salvarlos a todos, así que no salvaría a ninguno. Le destrozaba el alma permitir que atrocidades como aquéllas quedaran sin castigo, pero estaba empezando a pensar que Vaanes estaba en lo cierto: mejor dejarlos morir que morir intentando salvarlos y fracasar.

A medida que el volquete de transporte devoraba la distancia entre los alrededores del campamento y las líneas de asedio, pasaron por encima de unos grandes puentes de hierro que cruzaban profundas trincheras, a través de kilómetros de alambre de espino y alrededor de profundos pozos que contenían monstruos mecánicos que no dejaban de dar gritos. Unas sombras de grandes extremidades provistas con garras oscilaban a la luz del fuego, y Uriel sintió un estremecimiento de horror del solo pensamiento de posar la vista en unas máquinas demoníacas como estas.

El calor en la cabina era opresivo, pero no se atrevía a abrir la puerta por miedo a que lo descubrieran. Hasta ese momento habían sido capaces de continuar detrás de los otros volquetes de transporte, pero tan pronto como el que iba al frente se desviara de la fortaleza, sólo sería una cuestión de tiempo antes de que descubrieran el ardid.

Los volquetes de transporte continuaron su avance por el campamento de los guerreros de hierro, atravesando grandes poblados de chabolas repletos de soldados vestidos de rojo y fuegos en bidones encendidos. Los soldados cantaban en alabanza a sus señores y disparaban al aire mientras bailaban alrededor de las llamas.

—Estos son los soldados de lord Berossus —dijo Vaanes, señalando un estandarte negro y oro que ondeaba en el límite del campamento.

—¿Y quién es ese? ¿Un rival de Honsou?

—Eso parece. Es el líder de una gran compañía de guerreros de hierro, un vasallo de lord Toramino, uno de los más poderosos señores de la guerra.

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Uriel.

—Alguna vez hemos hecho prisioneros —contestó Vaanes—. Y no nos importa interrogarlos. Si Berossus está aquí, entonces también está Toramino. Cualquiera que sea la razón para organizar un asedio a la fortaleza de Honsou, debe ser verdaderamente poderosa.

—Tal vez sepan lo que Honsou trajo de Hydra Cordatus y quieran su parte del botín de la victoria.

—¿La semilla genética? Sí, puede que sea eso.

—No podemos dejar que ocurra.

Vaanes se echó a reír.

—No somos más que treinta guerreros y quieres que los derrotemos.

—¿Por qué no? —dijo Uriel—. Somos marines espaciales del Emperador. No hay nada que no podamos hacer.

—No sé por qué, ya que probablemente vas a hacer que me maten, pero me caes bien, Uriel Ventris. Tienes un absurdo sentido de intentar lo imposible que me agrada.

Uriel volvió la vista a las obras del asedio, agradecido por el halago, cuando el volquete que iba primero llegó a un ancho cruce de caminos y comenzó a describir un amplio giro hacia un inmenso montón de tierra.

—Maldita sea, están girando —dijo Vaanes cuando vio también lo que hacía el volquete.

—Estamos demasiado lejos para llegar a pie —dijo Uriel—. Tenemos por delante regimientos enteros.

—¿En qué piensas?

—¡Acelera! —dijo Uriel—. Sigue directo a la fortaleza y mataremos a todo aquel que se interponga en nuestro camino. Los atropellaremos o les dispararemos, sólo acércanos todo lo que puedas a esa fortaleza.

—¡Lo intentaré! —gritó Vaanes, poniendo la marcha más rápida del volquete de transporte y pisando a tope el acelerador—. No tardaremos en encontrar problemas, así que prepárate para cubrirme.

Uriel asintió con la cabeza y abandonó la cabina del conductor. Llamó a los demás marines espaciales del grupo y los puso al corriente de la situación. Las confirmaciones parpadearon en su visor y Uriel preparó la espada y el bólter mientras el volquete de transporte rugía hacia el cruce. La ruta principal que utilizaban los volquetes de transporte era claramente visible, con su curva a la izquierda, pero en lugar de ralentizar la marcha para hacer el giro, su transporte aumentó la velocidad y siguió de frente, dando saltos bruscos sobre una superficie que no estaba diseñada para un vehículo tan pesado como aquel.

Se alzaron aullidos y gritos de alarma a su paso cuando comenzaron a aplastar tiendas, depósitos y barracas prefabricadas. Los soldados de rojo, esclavos y mutantes se dispersaban ante ellos. Aquellos que no eran lo suficientemente rápidos para escapar de su avance desenfrenado morían aplastados.

Los disparos rebotaban en los laterales del volquete de transporte, pero de forma esporádica y precipitada, por lo que Uriel sabía que no tenían que preocuparse por el fuego de unas armas tan pequeñas. Cuando se corriera la voz por delante de ellos sería cuando tendrían que preocuparse.

En efecto, vio a varios pelotones delante de ellos haciendo girar plataformas de armas pesadas que podrían reducir su vehículo a cenizas.

—¡Guerreros, fuego! —gritó por la línea de comunicaciones.

Los marines espaciales, que habían estado esperando la orden, emergieron de la protección que les ofrecían los laterales del remolque y abrieron fuego. Sus proyectiles bólter barrieron a los artilleros de las dotaciones de armas pesadas e hicieron trizas sus armas. El volquete de transporte penetró en las líneas de trincheras, cavando un tremendo surco a su paso mientras disminuía de velocidad sobre un terreno más blando.

Los soldados saltaron dentro de sus trincheras entre gritos, pero no servían de refugio alguno, ya que el descomunal peso del volquete las aplastó y enterró a un gran número de hombres bajo toneladas de tierra y cascotes. Uriel observaba sin compasión alguna, deleitándose en la destrucción que estaban causando. Disparó su arma contra los soldados, gritando palabras de ánimo a los otros marines espaciales de su grupo a medida que iban matando enemigos.

Alzó la vista a tiempo para ver un brillante destello de luz, y se agachó cuando una enorme explosión hizo temblar el terreno a su lado. El volquete de transporte dio un bandazo y por un momento Uriel estuvo convencido de que volcaría.

Pero el Emperador estaba con ellos y el volquete se estabilizó, golpeando el suelo con una fuerza estremecedora. Uriel se puso en pie y vio varias piezas de artillería apuntando hacia ellos con los cañones a baja altura. Otra explosión hizo impacto a su lado, lanzando una lluvia de escombros y tierra, además de humo, sobre el volquete. Los artilleros estaban buscando la distancia de tiro sin que les importara cuántos de sus hombres morían en la labor, y Uriel sabía que sólo les quedaban unos pocos segundos en el mejor de los casos hasta que una de las armas acertara y los volara en pedazos.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó—. ¡Ahora!

Tras dos disparos tan cerca, ninguno de los marines espaciales necesitaba que lo animasen. Treparon por los laterales del volquete de transporte y saltaron del vehículo. Uriel vio a Pasanius cayendo al suelo y echándose a rodar, y abrió de un tirón la cabina del conductor.

—¡Vaanes! ¡Venga, vámonos! —gritó por encima del estruendo del tiroteo y las explosiones.

—¡Vete! —gritó—. ¡Yo voy en seguida!

Uriel asintió y saltó de la plataforma situada fuera de la cabina. Chocó con fuerza contra el suelo y se echó a rodar, derribando a una docena de soldados tan pronto aterrizó. En un instante se puso en pie, golpeando con la espada y echando a correr hacia la montaña. Los disparos levantaron polvo a su alrededor y rebotaron contra su armadura mientras corría.

Vio a Ardaric Vaanes saltando de la cabina del conductor justo cuando el proyectil de una de las armas pesadas por fin alcanzó el volquete de transporte. La sección del motor desapareció en una lengua de fuego y los restos del vehículo siguieron su camino unos pocos segundos antes de chocar contra una valla de alambre de espino y explotar con la fuerza de un grupo de cargas de demolición. Rápidamente siguieron otras explosiones cuando se incendiaron los depósitos de combustible y los proyectiles de asedio tras el gran estallido. Uriel llegó a la conclusión de que Vaanes debía de haber utilizado esos últimos segundos para guiar el volquete hacia un valioso objetivo antes de escapar de la cabina.

La tierra temblaba mientras los proyectiles describían arcos en el cielo y lenguas ardientes de combustible salían disparadas en todas direcciones. Los soldados enemigos se agacharon y echaron a correr en busca de protección en medio del pandemónium de explosiones de proyectiles y columnas ardientes de abrasadoras llamas, pero Uriel y los marines espaciales no pararon de correr.

Por delante de ellos tenían la base de las montañas, donde los ingenieros de Berossus habían instalado sobre la roca unos vastos raíles para un funicular que ascendían hasta los picos más altos de las montañas. Un funicular gigante, bordeado por barandillas de hierro, escalaba los raíles transportando a cientos de soldados de los Guerreros de Hierro hacia la batalla que estaba teniendo lugar arriba.

Miles de soldados se concentraban en la base de la montaña, esperando a que llegara su turno para remontar la ladera y unirse al asalto. El ruido de las explosiones y los disparos no era nada nuevo para ellos, y no se habían percatado todavía de la carga de los marines espaciales a sus espaldas. Uriel vio a Pasanius y a Vaanes que iban en cabeza y los llamó por la línea de comunicación.

—¡La plataforma de la derecha! —gritó—. Está bajando un vagón vacío. ¡Tenemos que tomarlo!

—Ya lo veo —contestó Vaanes.

Los marines espaciales se abalanzaron como un tren de mercancías sobre los soldados reunidos, matando a muchos de ellos en los primeros instantes del ataque. Fueron abriéndose camino costara lo que costara, acuchillando, cortando y matando todo lo que encontraban en su camino en una orgía de sangre.

Completamente desprevenidos ante aquel ataque, los soldados se esforzaron por apartarse de su camino y Uriel pronto se encontró con una ruta despejada hasta la plataforma. Vaanes llegó allí antes que él y ya se había abierto un espacio ante el vagón de funicular que se estaba aproximando.

Uriel subió los peldaños de dos en dos, mirando por encima del hombro para comprobar que el resto de sus guerreros lo siguieran y manteniendo el cuerpo agachado para evitar lo peor del tiroteo dirigido hacia él. El vagón llegó a la plataforma con un fuerte sonido metálico y, apenas lo había hecho, los marines espaciales se arremolinaron a su alrededor.

El vagón estaba vacío excepto por un servidor de piel gris, fundido con el mecanismo de los mandos, cuya única función parecía ser manejar las palancas que lo hacían subir o bajar la montaña. Uriel y Pasanius, junto con Kyama Shae, se colocaron en el borde de la plataforma y abrieron fuego contra los soldados enemigos que se acercaban, quienes, después de la sorpresa, respondieron al ataque.

—¡Ventris! —gritó Vaanes—. ¡Vamos, el funicular se está marchando!

Uriel se colocó el bólter al hombro y dio una palmada en las hombreras a sus dos compañeros antes de echar a correr hacia el funicular. Los engranajes chirriantes y el motor jadeante lo separaron de la plataforma, pero le costaba moverse y Uriel trepó a bordo antes de que hubiera ascendido más de un metro. Se volvió para ayudar a Pasanius, agarrándolo por el brazo plateado y tirando de él. Observó con gran sorpresa que estaba completamente intacto, sin ni siquiera un rasguño. ¿Cómo podía ser, cuando sus propios guanteletes estaban completamente marcados y rajados hasta el punto de resultar ya casi inútiles?

Pasanius pasó a su lado para buscar una posición de disparo en la barandilla y Uriel se volvió para ayudar a Kyama Shae a subir a bordo del vagón, que ya iba cogiendo velocidad.

El fuego de armas de pequeño calibre rebotaba en los laterales del vagón y en las barandillas, pero pronto estuvieron fuera del alcance de los rifles de los soldados.

Uriel miró a Pasanius antes de desviar la mirada a la montaña que tenían encima. Unas negras nubes de humo coronaban las laderas más altas, donde los fogonazos y explosiones iluminaban la oscuridad de la batalla.

—Bueno, ya estamos aquí —dijo Vaanes casi sin aliento.

Uriel se volvió para observar el terreno, que iba disminuyendo rápidamente de tamaño a medida que ascendían a las nubes y los absorbía la oscuridad.

—Llegar hasta aquí ha sido la parte fácil —dijo Uriel—. Ahora tenemos que penetrar en la fortaleza.