Uriel se echó a un lado y le dio un codazo en la garganta al guerrero de hierro que se había quedado con su espada de energía y la atrapó al vuelo cuando el traidor se agarró con las dos manos la tráquea partida. La hoja siseó con ferocidad al salir.

—¡Soy un guerrero del Emperador de la Humanidad y un marine espacial! —gritó—. ¡Jamás me uniré a alguien como tú!

Honsou ni siquiera se movió mientras la espada de Uriel iba directa a su garganta. De repente aparecieron las garras de bronce de Onyx y se interpusieron deteniendo el golpe. El otro puño de Onyx golpeó a Uriel en mitad del pecho y lo lanzó de espaldas al suelo de hueso molido, dejándolo sin respiración. Soltó la espada y jadeó intentando conseguir oxígeno a través de la tráquea cortada antes de que las funciones autónomas empezasen a utilizar el tercer pulmón.

Alargó la mano para empuñar de nuevo la espada, pero una pesada bota la pisó.

—¿Es que crees que soy estúpido, Ventris? —le espetó Honsou con un gruñido—. ¿Crees que me convertí en el señor de esta fortaleza por pura suerte? ¡No, me la gané siendo más listo que cualquiera de los que intentaron arrebatármela!

Honsou le propino una patada en la cara y sonó el chasquido de un hueso al romperse. Uriel rodó sobre sí mismo para alejarse de los pies de Honsou. Los demás guerreros de hierro amenazaron con los bólters a los miembros de su grupo cuando mostraron la intención de acudir en ayuda de Uriel.

Este se esforzó por levantarse, pero Honsou no le dio ninguna oportunidad para ello: le colocó una rodilla en la espalda y empezó a darle fuertes puñetazos en las costillas. Luego lo agarró por la parte de atrás de la cabeza y le estrelló la cara contra el suelo. Uriel notó que se partían la nariz y un pómulo e intentó girar la cabeza para evitar más daños en el mismo sitio, pero Honsou era un luchador sucio y le agarró la cabeza con el brazo y empezó a machacarle la cara con el otro puño.

—¡Ya verás! ¡Desearás haber aceptado la oferta! —le gritó Honsou furibundo mientras se limpiaba la sangre de Uriel de la cara—. Te entregaré a los mortuarios bestiales y ellos se encargarán de torturarte la carne y de hacerte conocer una agonía como jamás habías experimentado. Tu cuerpo será su obra de arte y, cuando hayan acabado, tu carne servirá para reponer sus maltrechos organismos.

Uriel rodó de nuevo y se quedó tumbado de espaldas. Tenía la boca llena de sangre y le sobrevino un ataque de tos que le dejó la armadura manchada de rojo. Se incorporó sobre un codo para hablar.

—Soy Uriel Ventris de los Ultramarines, leal servidor del benefactor Emperador de la Humanidad y enemigo de todos los traicioneros seguidores de los Poderes Siniestros. Nada que hagas podrá cambiar es eso.

Honsou lanzó un gruñido, se puso en cuclillas sobre la placa pectoral de Uriel y lo golpeó de nuevo en la cara. La sangre salpicó el suelo mientras le gritaba.

—¡Maldito seas! ¿Cómo te atreves a enfrentarte a mí? ¡No eres nada! ¡Nadie! ¡Tu propio capítulo te ha rechazado! No eres nada para ellos. ¿Qué vas a ganar honrándolos?

Uriel alargó con rapidez una mano y atrapó el puño de Honsou.

—¡Conservar mi honor y mi fe! —le replicó un momento antes de golpearlo con el otro puño y derribarlo.

Uriel se puso en pie con dificultad y avanzó trastabillando para reunirse con lo que quedaba de su grupo de guerreros. Los marines espaciales y los dos guardias imperiales formaron un círculo desafiante encarado hacia los guerreros de hierro. Uriel soltó un salivazo cargado de sangre y de algunos dientes antes de apoyarse en Pasanius para sostenerse.

—Por un momento me tuviste preocupado —le dijo Pasanius.

Lo dijo con voz tranquila, pero incluso en su lamentable estado Uriel se dio cuenta de la inquietud su amigo.

—Soy un guerrero del Emperador —dijo entre jadeos—. Jamás seguiré a los Poderes Siniestros. Deberías saberlo.

—Y lo sé —le confirmó Pasanius.

—Bueno, la verdad es que engañaste a ese cabrón —le comentó Vaanes mientras se colocaba a su lado y desenvainaba las cuchillas relámpago—. Y a mí también. Ventris, no pienso morir así.

—Yo tampoco si puedo evitarlo —le contestó Uriel.

Los guerreros de hierro los rodearon apuntándoles al pecho con los bólters mientras Honsou se ponía en pie limpiándose la sangre de la cara.

—Me aseguraré de que te destrocen, Ventris —le prometió—. Dejaré que te entreguen a las daémonculati y que luego te echen a los sinpiel. Veamos cómo logras detenerlos con esos maravillosos ideales tuyos.

—Nada que me hagas podrá hacerme renegar de mi fe.

—¿Fe? —contestó Honsou en tono burlón—. Tu fe no es más que una ignorancia cargada de esperanza. Los Guerreros de Hierro también tuvieron fe antaño, pero ¿qué consiguieron con ella? Que el Emperador los traicionara y los exiliara al Ojo del Terror. ¡Si eso es lo que se consigue teniendo fe en el Emperador, pues al infierno con ella, lo mismo que tú!

Pasanius lanzó un rugido de rabia y se abalanzó contra él, pero Onyx intervino de nuevo para proteger a su señor y detuvo con las garras de bronce el golpe dirigido contra la garganta de Honsou. Pasanius se movió con una rapidez sorprendente para ser un individuo tan grande y desvió el ataque de Onyx para a continuación propinar al demonio simbionte un tremendo puñetazo en la cara.

Onyx rugió y cayó de espaldas al mismo tiempo que un chorro de fuego plateado salía a borbotones de la carne rasgada. Pasanius agarró a Honsou de la armadura y echó atrás el brazo plateado para asestarle un golpe mortífero.

Sin embargo, antes de que pudiera golpearlo, una garra se cerró sobre el brazo y Obax Zakayo lo apartó de un tirón. La garra hidráulica apretó con fuerza el antebrazo de Pasanius y casi cortó por completo el brazo, Zakayo blandió el puño martillo y el golpe hizo salir despedido por los aires al sargento. Se acercó para rematar al marine espacial con el hacha que empuñaba normalmente. Alzó el arma por encima de la cabeza, pero no llegó a dar el golpe. El guerrero de hierro se quedó paralizado e incrédulo al ver lo que estaba ocurriendo delante de él.

Uriel contempló horrorizado y estupefacto cómo el metal aplastado y casi seccionado del brazo de Pasanius fluía como el mercurio. Los daños que había provocado el ataque de Obax Zakayo desaparecieron por completo, con cada arañazo, melladura e imperfección reparados hasta que quedó pulido como el mismo día que se lo colocaron en el muñón del codo.

—Pasanius… —murmuró Uriel—. ¿Qué…? ¿Cómo…?

Su amigo rodó hacia un lado para ocultar de la vista de Uriel el recién reparado brazo plateado.

—Lo siento mucho… —gimió—. Debería haber…

Honsou se inclinó sobre Pasanius y le separó el brazo del pecho, donde lo tenía pegado Pasanius. Pasó sus dedos artificiales por la perfección plateada del brazo mecánico del sargento y miró su propio brazo artificial, negro y brillante, con un gesto de expectación.

—Lleváoslos a las Cámaras de los Mortuarios Bestiales, pero decidles que deben mantener con vida a éste… Quiero su brazo.

Honsou se puso en pie y se acercó a Uriel con el rostro contraído por la rabia.

—Que entreguen a Ventris a las daemonculati. No sirve para nada más. Que utilicen y abusen de su cuerpo para tomar lo que deseen y que luego arrojen lo que quede.

El trayecto hasta las estancias de los mortuarios bestiales estaba repleto de tantas visiones enloquecedoras y apariciones delirantes como el que les había llevado hasta el sanctasanctórum. El interior de la torre desafiaba las leyes de la naturaleza y de la física con perspectivas enfermizas y ángulos imposibles que luchaban contra los sentidos de Uriel.

Descendieron por una serpenteante escalera en espiral que giraba alrededor de otras en una vertiginosa hélice doble. Vieron por encima de ellos esclavos que arrastraban los pies, acólitos de túnicas doradas y guerreros de hierro que subían o bajaban (Uriel no estaba seguro de cuáles subían y cuáles bajaban), y todo ello desafiando las leyes de la gravedad.

Obax Zakayo, Onyx y los cuarenta guerreros habían obligado a Uriel y a los suyos a salir de la estancia para luego recorrer la misma cámara sobre el abismo y cruzarse con los titanes antes de dirigirse hacia los siniestros claustros de la torre. Uriel no fue capaz de fijarse en la ruta por la que les habían conducido sus captores. La caótica arquitectura de la torre hizo fracasar todo los intentos que hizo por recordar el camino que habían seguido.

Magullados, desarmados y con las cabezas inclinadas por la derrota, los marines espaciales y los guardias imperiales fueron conducidos por pasillos polvorientos y oscuros. Pasanius se mantenía alejado de Uriel y le apartaba la mirada. Aquella pasividad contradecía el sentido del honor de Uriel, pero sabía que los matarían a todos si atacaban a sus captores en aquel momento, y aunque también sabía que tenía un juramento de muerte por cumplir mientras viviera, estaba seguro de que ya llegaría el momento de luchar.

Siguieron caminando hacia el lugar que Honsou había llamado las Cámaras de los Mortuarios Bestiales. Uriel había percibido bastante miedo ante la mención de aquellos individuos y no le apetecía en absoluto descubrir el motivo de ese miedo. ¿Sería la criatura que había intentado apoderarse de ellos cuando habían entrado en la torre de uno de ellos? Uriel tenía la terrible sospecha de que lo averiguarían muy pronto.

Se pararon de repente y Obax Zakayo se aproximó dubitativo a una arcada baja e iluminada. Los bordes tenían alineados ganchos, largas agujas y varios garfios de los que colgaban jirones de piel humana con las ropas todavía puestas. Del interior surgían gritos aterradores y el siseo de la carne al quemarse, acompañados del olor a sangre y a desesperación. Algo se movió al pasar por delante de la arcada desde el otro lado: una silueta contrahecha que cojeaba.

Obax Zakayo volvió a dudar un momento antes de pasar bajo la reluciente arcada. El sonido chasqueante de unas garras metálicas sobre la piedra y el eco de un enorme corazón palpitante resonaban más allá de la arcada. La aprensión de los guerreros de hierro era muy evidente. Onyx no mostró temor alguno y pasó a los dominios de los mortuarios bestiales sin rastro de preocupación.

Uriel sintió una calidez fétida en cuanto lo cruzaron y miró alrededor para descubrir qué era lo que inquietaba tanto a los guerreros de hierro. El fuego plateado de los ojos y de las venas de Onyx lanzaba un tenue brillo por la estancia, aunque Uriel se sintió agradecido de repente por la oscuridad del lugar, ya que lo que se veía eran indicios macabros de toda clase de experimentos grotescos que colgaban de las paredes o estaban metidos dentro de jarras llenas de un fluido lechoso. El ocupante del lugar se dirigió cojeando hacia Obax Zakayo. Era evidente que cada paso que daba le provocaba dolor.

Uriel se dio cuenta de que aquel cuerpo desnudo era una extraña combinación de extremidades y de apéndices del Emperador sabía cuantos cuerpos. Tenía la cabeza cosida hacia atrás, con los ojos y los oídos sustituidos por implantes de cobre corroídos. Se alzaba sobre dos piernas que obviamente habían pertenecido a dos personas de estatura muy distinta y tenía el torso cubierto de cicatrices quirúrgicas mal curadas. Quizá había tenido sexo antaño, pero no quedaba nada en la entrepierna que indicara cuál. Los brazos de la criatura le colgaban del pecho formando un lazo asimétrico, ya que las manos estaban unidas en una masa fundida de carne y hueso.

—¿Qué querer? —farfulló con una boca llena de saliva goteante—. No sois venidos bien.

—Sabatier —dijo Onyx—. Traemos ofrendas para vuestros señores. Carne nueva.

La criatura llamada Sabatier miró a los guerreros del grupo de Uriel y se dirigió con gesto de dolor hacia Ardaric Vaanes. Alargó los brazos para tocarle la cara con las manos fundidas en una, pero Vaanes se apartó de aquella masa de carne antes de que pudiera hacerlo.

—No me toques, monstruo —le gruñó.

Sabatier se echó a reír, o más bien gargajeó, no había forma de saberlo con seguridad, y volvió a mirar a Onyx.

—Desafiante —dijo un momento antes de que Vaanes se lanzara contra él y lo agarrara del cuello. Luego lo giró con fuerza y se oyó un tremendo chasquido de huesos rotos. La Criatura soltó un suspiro y sé desplomó en el suelo. Obax Zakayo se acercó al marine espacial y lo levantó por el aire con las garras mecánicas incrustadas en la armadura mientras gritaba de furia.

—Y fuerte… —dijo Sabatier desde el suelo antes de empezar a levantarse. La cabeza le bailaba sobre los hombros y un trozo afilado de hueso roto sobresalía cortando la piel remendada. Le hizo un gesto a Obax Zakayo con la circunferencia formada por los brazos fundidos—. Suelta. Amos prefieren carne fuerte, no criaturas débiles y hambrientas como traéis siempre. Quizá tenga suerte y los amos lo conviertan como yo. Muerto, pero no frío en el suelo.

—Sería una suerte —comentó Obax Zakayo soltando a Vaanes en el suelo.

—No, no sería —contestó Sabatier antes de alzar la cabeza y recitar una letanía gutural.

La pared más alejada de la arcada brilló un momento antes de desaparecer al oír la voz cargada de flema del monstruo. El sonido dé los gritos y del corazón palpitante llenó la atestada cámara. Al otro lado se veía una gran jaula con rejilla metálica, hacia la que los guerreros de hierro los empujaron Con golpes brutales de los bólters.

En cuanto los prisioneros y los captores entraron en la jaula, Sabatier pasó el lazo formado por sus brazos por encima de una palanca de franjas negras y amarillas y tiró de ella con cierta dificultad hasta cerrar la puerta. La jaula se estremeció en cuanto se cerró y un chirriante crujido resonó por encima de sus cabezas cuando unos viejos mecanismos se pusieron en marcha y el artefacto comenzó a descender hacia las profundidades de la torre.

Uriel miró hacia abajo a través del suelo de rejilla y sólo logró ver un pozo ligeramente reluciente construido con hojas de hierro batido de un brillo aceitoso. El fondo se perdía en la lejanía, y Uriel se dio cuenta de que era físicamente imposible que aquel pozo estuviera dentro de la torre. Aquel hecho, la imposibilidad espacial de la existencia del pozo, ya ni siquiera le extrañó.

Vaanes se movió hasta colocarse al lado de Uriel mientras el ascensor continuaba el descenso y ganaba velocidad hasta que las paredes de metal pasaron siseantes a toda velocidad.

—Tenemos que salir de aquí cuanto antes. No me gusta nada lo de esos mortuarios bestiales.

—A mí tampoco —contestó Uriel—. Nada que atemorice a los Guerreros de Hierro puede ser bueno.

—Quizá tu sargento pueda abrirse paso gracias a ese brazo autorreparador. ¿Dónde demonios ha conseguido algo así?

—Ojalá lo supiera… —respondió Uriel un momento antes de que la jaula empezara a frenar antes de detenerse con otro estremecimiento.

Sabatier abrió las puertas situadas al otro lado de la jaula y los guerreros de hierro los hicieron salir a golpes a un pasillo que se ensanchaba de forma gradual hasta formar un túnel cortado en la roca. Al final del mismo se veía un palpitante brillo rojo y se oía un coro de gritos acompañados de siseos, estampidos metálicos y el martilleo de maquinaria. Sin embargo, todo aquello quedaba ahogado bajo el golpeteo continuo de un palpitar ensordecedor.

El brillo rojo y la cacofonía infernal siguieron aumentando hasta que entraron en la gigantesca caverna que se abría al final del túnel.

—Oh, no… —murmuró Uriel cuando vio por fin las Cámaras de los Mortuarios Bestiales.

—Pero ¿qué…? —dijo Vaanes con el rostro iluminado por el demoníaco brillo enrojecido de la caverna.

El otro extremo del lugar se perdía más allá de la vista. Las paredes de hierro remachado se alzaban a una altura impresionante, donde máquinas palpitantes y turbinas poderosas bramaban. Unos gruesos cables y tubos cruzaban las paredes y el techo curvado, desde donde caía una fina lluvia de fluidos corporales que empapaba el hediondo suelo rocoso. Varias hileras de jaulas oscuras, similares a las que Uriel había visto en el campamento de carne de la montaña se alineaban en las paredes interiores de la caverna. Por debajo de cada una corría un canalón, mientras que de unas grandes vejigas suspendidas del techo salían varias tuberías.

Lo obligaron a adentrarse en la caverna y Uriel notó de repente que perdía agudeza en todos los sentidos, igual que si estuviera bajo los efectos de un poderoso bálsamo para el dolor. Todo pareció perder color, sabor y olor, como si le hubieran anulado todos los órganos sensoriales del cuerpo.

El suelo de la caverna era escabroso e irregular. Por toda la cámara había estructuras y horcas construidas unas sobre otras, con mesas mortuorias, algunas ocupadas y otras no, dispersas de un modo caprichoso. Varios monstruos de túnicas negras atravesaron el lugar atraídos por el ruido del ascensor al llegar y avanzaron sobre distintos tipos de locomoción. Unos caminaban sobre patas arácnidas, otros sobre unos largos zancos, y algunos incluso sobre unidades de orugas claveteadas. Los brazos que agitaban eran una mezcla ecléctica de cuchillas, garras, abrazaderas, sierras de hueso y chirriantes taladros craneales. No había dos iguales, pero todos mostraban las cicatrices de las tremendas operaciones quirúrgicas que habían llevado a cabo sobre ellos mismos. Sus cuerpos eran repugnantes y aterrorizadores.

Llevaban sobre la túnica una versión corrompida del símbolo del engranaje y del cráneo del Adeptus Mechánicus, aunque a Uriel le costó relacionar aquellas abominaciones con los sacerdotes del Dios Máquina. Tenían la piel muerta y barbotaban una serie de chasquidos ininteligibles que a Uriel le parecieron un galimatías.

Onyx cruzó la caverna seguido muy de cerca por Sabatier. Los mortuarios bestiales no tardaron en rodearlos y empezaron a toquetear a Onyx con los brazos y a clavarle agujas.

—Un regalo de parte de lord Honsou —dijo el simbionte demoníaco sin hacer caso del examen al que lo estaban sometiendo.

Aquellos cirujanos infames no encontraron nada de interés en su cuerpo demoníaco, así que lo dejaron atrás y se aproximaron al grupo de guerreros con un ansia esquelética y enfermiza en sus ojos sin alma. Uno de aquellos monstruos de pesadilla se volvió hacia Onyx y Uriel lo reconoció como el que habían visto al entrar en la torre. Abrió la boca y se oyó un mensaje siseante y chasqueante.

—Regalo aceptable —tradujo Sabatier—. Podéis marchar sin sufrir cirugía.

Onyx se limitó a asentir y Uriel se fijó en las siniestras maravillas que encerraba la caverna. Sin embargo, a pesar de las cercanas y terroríficas formas de los mortuarios bestiales, la mirada de Uriel se vio atraída de un modo irresistible hacia el centro de la cámara.

Lo que colgaba sobre un lago de sangre burbujeante suspendido de tres gruesas cadenas y agarrado por tres relucientes argollas plateadas que le atravesaban el torso era un hinchado demonio rojo, antiguo y repleto de energía restallante. Tenía la piel escamada, y del cráneo cornudo le colgaban unos gruesos mechones de cabello apelmazado y enmarañado que le cubrían la espalda. Las patas acabadas en pezuñas se agitaban en el aire cada vez que intentaba liberarse de sus ataduras sin lograrlo. Uriel se fijó en las grandes heridas que tenía en la espalda, de donde le habían arrancado un par de alas. La criatura hinchó el pecho de forma violenta al mismo tiempo que resonaba un retumbante eco por toda la caverna, por lo que Uriel dedujo que el origen de aquel sonido debía ser el demonio encadenado.

—Lo reconoceréis en cuanto lo veáis… —murmuró Pasanius.

—¿Qué?

—Eso es lo que nos dijo el Daemonium Omphalos.

—¿Sobre qué?

—Sobre el Corazón de Sangre —le aclaró Pasanius—. Lo reconoceréis en cuanto lo veáis.

Uriel alzó la vista hacia el demonio y se dio cuenta de que Pasanius tenía razón. Aquello no podía ser otra cosa más que el Corazón de Sangre, la criatura demoníaca que, según les había contado Seraphys, había logrado engallar al Daemonium Omphalos y lo había condenado a una eternidad de tormentos en el interior de la caldera de una terrorífica máquina demoníaca.

Alrededor del lago de sangre se alineaban cientos de ataúdes de hierro negro colocados en vertical. Unos gorgoteantes tubos rojos les entraban por la parte superior. En el interior de cada uno se encontraba un hechicero de túnica dorada que no paraba de Canturrear. En aquellos cuerpos resecos había clavadas decenas de agujáis que les sacaban sangre que iba a parar directamente al lago de líquido Siseante que se encontraba bajo el demonio prisionero. Un tubo palpitante salía del lago y penetraba en el pecho del demonio, y por allí le introducían la sangre de los psíquicos en la carne inmaterial. La criatura se retorcía sobre el lago en una agonía constante. Una vaharada de aire psíquicamente muerto salía del cráneo de la entidad del espacio disforme y llenaba la parte superior de la cámara. El tormento que sufría el demonio con aquel cautiverio era más que evidente. Uriel se dio cuenta de que aquél era el motivo del aletargamiento de sus sentidos.

—Lord Honsou os pide que éste —dijo Onyx señalando a Uriel— acabe en las daemonculati, y que al que tiene el brazo plateado se lo quitéis y se lo llevéis al sanctasanctórum. ¿Es aceptable?

La criatura avanzó tambaleándose y alzó en el aire a Pasanius con una garra siseante que le salía del montaje de una pierna neumática. Dé la armazón de la muñeca surgió una cuchilla radial y con unos cuantos cortes brutales y eficaces serró las piezas de la armadura de Pasanius a la altura del brazo, lo que dejó a la vista los músculos y la unión entre Carne y metal.

—¡Suéltame, escoria del Gaos! —gritó Pasanius mientras le propinaba al mortuario bestial varias patadas en el reseco pechó.

La criatura lanzó un siseo, cómo si no estuviera acostumbrada a semejante resistencia. Por debajo de la cuchilla radial surgió una aguja gruesa que atravesó la placa pectoral de Pasanius. En pocos segundos, el forcejeo del sargento cesó y el monstruo entregó el cuerpo a uno de sus hermanos Cirujanos.

Uriel se lanzó en su persecución, pero tener los sentidos aletargados hizo que se moviera con más lentitud. Onyx lo detuvo poniéndole una garra de bronce en la garganta.

—No —se limitó a decirle—. Su destino será mucho mejor que el tuyo.

Uriel no le contestó y los mortuarios bestiales los rodearon y se los llevaron con las garras mecánicas.

—Te mataré —le prometió Uriel mientras lo alzaban en el aire—. Será mejor que me pegues un tiro ahora mismo, porque me encargaré de ti si no lo haces.

—Si los poderes decretan que ésa es mi suerte, que así sea, pero creo que te equivocas. Morirás aquí, Uriel Ventris —le contestó Onyx antes de volverse y regresar al túnel que llevaba hasta la jaula ascensor con un Obax Zakayo de aspecto satisfecho.

Uriel forcejeó en vano con las garras del mortuario bestial, pero la fuerza de su captor era enorme y no pudo moverse. El rostro muerto siseaba mientras examinaba su cuerpo con detenimiento. Unos relucientes brazos de bronce lo mantuvieron inmovilizado mientras las pinzas y las tenazas le atravesaban la carne.

De debajo de la capucha de la criatura surgieron unas varillas telescópicas que llevaban en el extremo una pieza bucal de rejilla que se encajó entre las mandíbulas del monstruo. De la pieza surgieron unos diminutos taladros que se clavaron en la mandíbula metálica del mortuario bestial provocando una lluvia de fragmentos plateados.

De la unidad de rejilla salió un siseo de estática y el mortuario bestial le habló.

—Tú serás entregado a las daemonculati. Desperdicio de carne. Se podrían hacer muchos cortes en ti. Lo desconocido se haría conocido. Habrá otros.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —le preguntó Vaanes a gritos mientras forcejeaba en vano inmovilizado por un monstruo de gran estatura vestido con una túnica negra que caminaba sobre unas piernas mecánicas siseantes que tenían las articulaciones al revés, como las de un Sentinel.

—Somos los cirujanos del fallecimiento —le contestó el monstruo—. Monarcas del reino de los muertos. Os mostraremos el significado del dolor. Os cegaremos con metal ardiente y luego os abriremos con cuchillos. Haremos nuestra vuestra carne.

Los siniestros sacerdotes de la carne y la máquina se adentraron en las profundidades de la caverna llevándose consigo a los miembros del grupo de guerreros hacia las mesas de experimentación mientras discutían entre ellos sobre las operaciones quirúrgicas que iban a realizar en su chasqueante lenguaje mecánico.

El mortuario bestial que llevaba a Uriel se dirigió hacia otro lugar. Las múltiples zancadas de sus numerosas piernas le hicieron atravesar con rapidez el lugar. Uriel contempló espectáculos horribles mientras lo trasladaba por la infernal caverna: cuerpos despellejados, grupos de prisioneros cosidos entre sí, dementes aullantes con la cabeza llena de líquido hasta el punto que la presión hacía salir el fluido por los ojos a punto de saltar.

Vio hombres y mujeres a los que estaban haciendo girar sobre grandes hogueras. La piel quemada se desprendía y caía provocando siseos sobre la plancha de hierro que había debajo. Otros mutantes como Sabatier, deformados y vueltos a montar con total desprecio de las leyes de la anatomía, se ocupaban de los experimentos más corrientes y anotaban los gritos de las víctimas, registrando así todos y cada uno de los aspectos de su sufrimiento en largas hojas de pergamino.

Se vieron obligados a desviarse en numerosas ocasiones para esquivar a las repugnantes excavadoras rojas que habían visto desde lo alto de las escaleras que llevaban a la fortaleza. Todavía arrastraban detrás de ellas las vagonetas llenas de sangre hasta los bordes con los cadáveres de los guerreros de hierro en el interior. Se abrían paso por la cámara de experimentos llevando los cuerpos a un destino desconocido.

Uriel perdió de vista las excavadoras cuando el mortuario bestial subió por una larga rampa que llevaba hasta la primera fila de jaulas alineadas a lo largo del borde de la cámara. Unos cuantos conductos suspendidos de unos ganchos de hierro de aspecto letal seguían la curva de las paredes de la enorme cueva y soportaban tuberías gorgoteantes, cables eléctricos chasqueantes y un tubo transparente lleno de una sustancia viscosa y cartilaginosa. Cuando llegaron al extremo superior de la rampa, Uriel vio que, efectivamente, las jaulas estaban ocupadas por pobres víctimas que se parecían a los desgraciados que habían muerto en el campamento de carne de la montaña. Pero por horrible que hubiera sido aquello, lo que tenía ante los ojos lo superaba.

Las enormes criaturas hinchadas que había en las jaulas eran hembras, aunque los cuerpos estaban hinchados más allá de toda semejanza con una persona. Estaban encadenadas a las jaulas y gorgoteaban y babeaban en una locura y un tormento sin voz, ya que les habían cortado las cuerdas vocales mucho tiempo atrás. Las habían hecho engordar mediante métodos antinaturales, pero Uriel se percató de que su enorme tamaño no se debía tan sólo a las monstruosas dosis de hormonas de crecimiento o al uso de la hechicería.

Aquellas inmensas hembras estaban embarazadas.

Uriel se dio cuenta de que no eran embarazos normales. Los vientres hinchados se ondulaban debido a unas criaturas enormes y movedizas casi del tamaño de un marine espacial…

Uriel se dio cuenta con una mezcla de horror y asco que lo que estaba viendo eran las daemonculati, las viles y terribles matrices demoníacas de donde procedían los nuevos marines espaciales del Caos. Cada jaula contenía uno de aquellos monstruos embarazados y Uriel lloró por el trágico destino que habían sufrido.

Aquel era el objetivo de su juramento de muerte. Si las destruía, recuperaría su lugar en el capítulo. Forcejeó de nuevo y con más energía cuando el mortuario bestial empezó a cortar la armadura y a arrancársela del cuerpo con una eficiente y brutal combinación de cuchillas y cortadores de plasma.

Aquello no tenía nada de quirúrgico o meticuloso. Gritó varias veces cuando lo cortó, lo quemó o le atravesó el cuerpo durante el proceso. Los trozos de la armadura repiquetearon al caer al suelo, y Uriel lloró por la violación que había sufrido el espíritu del artefacto. Lo primero que cayó fue la placa pectoral, cortada por la mitad. Luego le arrancó la gorguera y partió las hombreras antes de arrancarlas de cuajo.

—No luches —le advirtió el monstruo—. Vas a ser de las daemonculati.

—¡Quítame esas sucias manos de encima, sucio engendro demoníaco!

La irritada criatura lo golpeó con un puño en la cabeza. La sangre empezó a correrle por la frente mientras la vista se le llenaba de puntitos brillantes. La criatura lo llevó un poco más lejos a lo largo de la fila de jaulas. La sangre le cubrió los ojos cuando le dio la vuelta y lo dejó mirando boca abajo a través del suelo enrejado.

Debajo vio una gran máquina con una cinta transportadora manchada de sangre y cargada de cadáveres acribillados o de cuerpos a los que les faltaba algún miembro. Unos grandes rodillos apisonadores esperaban los cuerpos de los guerreros de hierro muertos, que en el interior de la máquina quedaban convertidos en una pasta espesa que los tubos palpitantes transportaban a las jaulas de las daemonculati.

Uriel adivinó que Honsou además de utilizar la semilla genética que había robado en Hydra Cordatus empleaba ese método para reaprovechar el material genético de los muertos. Aquella blasfemia contra un símbolo tan valioso y tan sagrado de los marines espaciales fue algo insoportable para él y juró que mataría a Honsou con sus propias manos.

Lo pusieron de nuevo boca arriba y vio a un grupo de mortuarios vestidos con túnicas negras que trabajaban alrededor de una daemonculati que sufría convulsiones. A aquellas pobres criaturas les cortaban el vientre en canal y luego mantenían abiertos con grapas los pliegues de carne rosada y grasienta mientras los mutantes deformes colocaban los cuerpos de niños aterrorizados en el interior de los úteros abiertos.

Allí, el material genético suministrado a las daemonculati pasaría a los niños implantados…

Los niños chillaban de terror, suplicando por sus vidas o que los dejaran volver con sus madres, pero los monstruos de túnica negra no les prestaban atención y continuaban con aquel macabro procedimiento.

Uriel se retorció para soltarse, esforzándose con desesperación cuando vio el vientre abierto de una daemonculati ante él.

—¡No! —rugió—. ¡No!

Otro mortuario bestial ayudó a su colega cirujano con el procedimiento de ovariotomía, y Uriel rugió de nuevo de rabia cuando notó que le clavaban una aguja a través del escudo óseo que protegía los órganos de la cavidad torácica.

Forcejeó cada vez con menos intensidad a medida que el poderoso somnífero le recorría las venas y vencía la tremenda resistencia de su metabolismo. Sintió que unas manos rugosas lo colocaban en el suave y blando interior de la matriz de una daemonculati. La tibieza lo envolvió mientras le suturaban los miembros al útero ensangrentado.

Sintió los órganos palpitantes a su alrededor y por encima de la cabeza el rápido tabaleo de un corazón que latía a demasiada velocidad.

—Ahora mueres —le dijo, el mortuario bestial—. Demasiado viejo para convertirte en guerrero de hierro. La semilla genética producirá tejidos nuevos que romperán tu carne. Tejidos mutantes y resultados desconocidos. Pronto estarás en trozos. En frascos.

—No… —balbuceó luchando débilmente contra la droga incapacitadora—. Te mataré…

Pero ya estaban colocando sobre su cuerpo tendido las bandas de carne esponjosa de la daemonculati y dejándolo atrapado en la oscuridad. El tejido blando y húmedo le cubrió la cara. Luchó por soltarse las manos, pero un cálido aturdimiento le inundó todo el cuerpo.

Lo último que Uriel oyó antes caer inconsciente fue el sonido del grueso y correoso pellejo de la matriz del demonio al ser cosido para cerrarse por encima de él.