La sangre manó con lentitud del muñón desgarrado en que había quedado convertido el cuello del cenobita. Uriel apartó con asco el cadáver. Dio un paso atrás y se limpió los restos del pegajoso fluido que le había salpicado la cara. El cuerpo se quedó en pie, temblando con violencia como si estuviera sufriendo alguna clase de ataque convulsivo. Los brazos se movían con violencia, por lo que la sangre de las muñecas abiertas saltó por el aire y salpicó la estatua y el altar.
Mientras Uriel contemplaba horrorizado el baile del cadáver del demente, sintió en el estómago primario la sensación familiar de vuelco cuando la nave pasó a las traicioneras corrientes del espacio disforme. Se agarró a uno de los reclinatorios de la capilla en el momento en que notó una leve y repentina sensación de mareo, que desapareció unos segundos más tarde cuando el órgano llamado oído de Lyman se ajustó a la súbita diferencia espacial entre las dos dimensiones.
El repugnante cadáver continuó agitándose y estremeciéndose, negándose a caer a pesar de la carencia de cabeza. Uriel notó en el aire la inconfundible sensación de brujería originaria de la disformidad. Los sacerdotes acompañantes del cenobita se pusieron a aullar de terror. Luego cayeron de rodillas y empezaron a gimotear plegarias de protección con las bocas abiertas por el horror. Algunos, más valientes, sacaron unas pistolas de debajo de Las túnicas y apuntaron al cadáver, que seguía agitándose.
—¡No! —gritó Uriel.
Desenvainó la espada y se abalanzó contra aquella grotesca parodia de vida. El cuerpo cargó a su vez contra él con los brazos abiertos de par en par, pero un tajo vertical de la espada lo partió de la garganta a la pelvis. Las dos mitades del individuo cayeron al suelo de mármol, donde se quedó retemblando, pero libre ya de la monstruosa vitalidad que lo animaba.
—¡Por la sangre de Guilliman! —exclamó Pasanius alejándose del cenobita muerto y haciendo el signo del aquila sobre el pecho—. ¿Qué le ha pasado?
—No tengo ni idea —contestó Uriel mientras se arrodillaba al lado del cadáver para limpiar la hoja de la espada en la casulla.
En ese momento, las luces empezaron a parpadear con rapidez y se oyeron las sirenas de alarma y las campanas de aviso al otro lado de la capilla.
—Pero me parece que nos vamos a enterar muy pronto —continuó Uriel mientras se ponía en pie con rapidez.
Dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta de la capilla. Recogió el bólter, que estaba en el armero situado al lado de la entrada a la sacristía, mientras Pasanius empuñaba su lanzallamas y lo seguía por el pasillo. Ambos soltaron una exclamación de asombro cuando vieron lo que había al otro lado de la puerta de la capilla.
Los dos se quedaron inmovilizados por el asombro al ver que el pasillo que se abría ante ellos se hinchaba y ondulaba como si estuviera envuelto en un calor infernal. Las dimensiones se distorsionaban más allá de las tres habituales para la humanidad.
—¡Imperator! —murmuró Pasanius aterrorizado—. El campo Geller debe estar fallando. ¡La disformidad está entrando en la nave!
—Y el Emperador sabe qué más cosas —añadió Uriel.
El temor a los desconocidos horrores de la disformidad hizo que un estremecimiento de terror le recorriera la espalda. Sin el campo Geller, que protegía a la nave de las criaturas depredadoras astrales y de los demonios que flotaban en las profundidades del immaterium, cualquier clase de criatura podría entrar sin dificultad en la nave. Aquellos horrores etéreos y los fantasmas sombríos eran capaces de despedazar a una persona antes de desvanecerse de nuevo en la disformidad.
—¡Vamos! —gritó Uriel—. Al gimnasio. Tenemos que reunir al mayor número posible de soldados antes de que sea demasiado tarde.
Uriel y Pasanius avanzaron trastabillando por el pasillo y dando tumbos como un par de borrachos mientras intentaban mantener el equilibrio en aquella locura dimensional. Oyeron gritos y rugidos por delante de ellos, pero Uriel no fue capaz de localizar su origen con exactitud, ya que los sonidos reverberaban y se deformaban a su alrededor. Los suelos y los techos de los pasillos de piedra parecían fluir en todas direcciones, como si la materia prima que los constituía se estuviese deshaciendo ante sus propios ojos.
Oyeron el sonido de una campana repicando con fuerza y de forma dolorosa durante un segundo y de un modo tintineante al siguiente. Los dos marines espaciales utilizaron la pared como guía, aunque no fuera de fiar, y siguieron avanzando. Con cada paso que daban, una nueva locura aparecía en el entorno que los rodeaba.
A Uriel le pareció ver cómo una inmensa montaña envuelta en humo surgía del suelo para luego desaparecer sustituida por un mar de bocas chasqueantes, pero incluso eso se desvaneció como un sueño febril en cuanto intentó mirarlo con atención. Vio que Pasanius tenía dificultades similares, ya que no paraba de parpadear y de flotarse los ojos con gesto de incredulidad.
De pronto, lo único que Uriel vio fue la imagen estática, gris y punteada, propia de una placa de visión estropeada, y un zumbido insistente, parecido al sonido de un enjambre de insectos, le inundó el cráneo. Sacudió la cabeza en un intento por aclarar la distorsión, incapaz de comprender lo que veía.
—¿Cuánto falta? —preguntó Pasanius a gritos.
Uriel se apoyó en una compuerta, sintiéndose agradecido de su transitoria solidez, y negó con la cabeza, aunque el movimiento hizo que le dieran ganas de vomitar.
—No podemos saberlo. Todo cambia en el momento en que lo miramos.
—Creo que ya casi hemos llegado —dijo Pasanius señalando al lugar donde el pasillo se ensanchaba para convertirse en un atrio de suelo de mármol, aunque en aquel momento parecía que a la estancia le habían dado la vuelta, ya que la cúpula del techo se encontraba a sus pies, con las dimensiones trastocadas por completo.
Uriel asintió y se obligó a sí mismo a seguir caminando. Una tremenda sensación de vértigo y de náusea se apoderó de él cuando entró en el atrio invertido. Los ojos de Uriel le decían que estaba cruzando el suelo, pero sabía que cada paso que daba estaba caminando sobre la concavidad de la cúpula invertida. Las botas pisaron una y otra vez la superficie de cristal blindado del techo del atrio, que era lo único que los separaba del espacio disforme.
Uriel miró hacia abajo a través de la cúpula y la sensación de náusea que tenía en el estómago le subió de inmediato. Se dejó caer de rodillas y vomitó con fuerza sobre el cristal. Una masa repugnante de colores apagados burbujeaba y giraba al otro lado del cristal: era la sustancia que formaba el propio espacio disforme, algo venenoso y malsano para el ojo. Su malignidad iba más allá de su simple aspecto repugnante, era algo que violaba una parte de la mente humana que no se atrevía a comprender su potencial de pesadilla.
Uriel se dio cuenta de que una mancha asquerosa en la disformidad le atraía la mirada. Era una excrecencia inmunda de color amarillo ceniza. No consiguió apartar los ojos de ella. Mientras lo miraba, el espacio disforme cobró vida debido a la atención que le estaba prestando Uriel y a los simples pensamientos del marine espacial. Unos seres viles y repugnantes empezaron a tomar forma a partir de la atroz materia de esa creación sin orden alguno. Uriel supo con toda certeza que si acababa viendo la horrorosa criatura nacida de sus pensamientos más horribles, enloquecería por completo.
Unas manos lo agarraron por los hombros y lo pusieron en pie. Sintió la feroz rabia impotente de la disformidad al negársele el sabroso bocado que era su cordura.
—¡No lo mires! ¡Mantén los ojos cerrados! —le gritó Pasanius mientras lo arrastraba por la superficie de la cúpula.
Uriel sintió la insistente llamada de la disformidad, la seducción de su fecundidad y las promesas de poder que le hacía si se entregaba a aquello. Los ojos le dolían por el deseo de ver la impresionante magnificencia de la disformidad, pero Uriel los mantuvo cerrados con fuerza para evitar que su alma se perdiera en el immaterium.
Jadeantes y asqueados, Uriel y Pasanius salieron del atrio y se alejaron de las falsas promesas de la disformidad. La sensación de náusea disminuyó a medida que avanzaban.
Uriel levantó la vista y escupió largos salivazos cargados de manchas de vómito.
—Gracias, amigo.
Pasanius asintió.
—Mira, la entrada al gimnasio debe de estar al otro lado de este claustro.
—Sí, debería estar —confirmó Uriel mientras se ponía en pie con ademán de debilidad—. Esperemos que siga ahí.
Uriel avanzó tambaleándose por el claustro y giró hacia la entrada al gimnasio.
—Oh, no… —murmuró cuando vio lo que tenía ante él.
En lugar de la arcada de mármol que daba al gimnasio, lo que había era un portal gigantesco de metal pulido, una entrada de bronce cubierta de alambre de espino que daba a una pista de arena rectangular de más de un kilómetro de ancho y el doble de larga. Lo más increíble era que aquello no tenía techo, tan sólo un cielo de color carmesí salpicado de nubes que parecían melanomas cancerígenos. ¿Qué nueva locura era aquella?
Unos gritos enloquecidos y dementes, como los aullidos lanzados por los condenados bajo tormento, surgían del interior y le provocaban a Uriel fogonazos de dolor en el interior del cráneo.
El estómago le dio un vuelco por la náusea que sintió al percibir el tremendo olor a sangre fresca.
Los soldados del 808 regimiento de Macragge que habían ido a buscar todavía seguían allí, pero lo que unos minutos antes era una orgullosa unidad dispuesta a luchar por la gloria del Emperador se había convertido en los despojos ensangrentados de los que todavía no habían muerto.
Cientos de soldados se retorcían en el suelo manoteando y lanzando grandes salpicaduras de sangre como si estuvieran luchando contra un enemigo subterráneo. Unas manos descarnadas y huesudas atravesaban la tierra oscura para agarrar y arrastrar a los cuerpos bajo la superficie. Uriel cruzó a la carrera la entrada y desenvainó la espada. Sintió que las botas se le hundían en el suelo blando y rezumante, de donde surgió un líquido rojo brillante.
Vio que de la tierra sobresalían huesos y cráneos blancos, y se dio cuenta de que el suelo no estaba encharcado de agua, sino inundado con la sangre recién derramada.
La mente le dio vueltas ante aquello. ¿Cuántos seres humanos habría hecho falta desangrar para inundar una zona tan amplia? ¿Cuántas arterias habrían acabado vacías para saciar la sed de aquella tierra oscura y siniestra?
Uriel salió de su estado de asco al percibir los gritos de un individuo que estaba cerca, que tenía el cuerpo hundido hasta la cintura en la tierra y la cara cubierta de lágrimas de agonía.
—¡Ayúdeme! ¡Por el amor del Emperador, ayúdeme! —aulló.
Uriel envainó la espada y corrió en ayuda del soldado. Este alzó los brazos en gesto implorante. Al marine espacial se le escurrieron las manos por la sangre que las cubría, así que lo agarró de la camisa. Tiró de él y dio un paso atrás al descubrir horrorizado que el hombre se había quedado sin carne de cintura para abajo. Toda la parte inferior del cuerpo tenía arrancada la piel y los músculos. La tierra hambrienta devoró lo que quedaba del moribundo mientras él miraba, ansiosa por evitar que le arrebataran aquel festín.
Uriel notó que lo inundaba una sensación de inutilidad mientras veía a los soldados devorados por el suelo ensangrentado. El monstruoso sonido de la médula de los huesos al ser sacada por succión resonaba en las paredes pétreas del lugar.
—¡Emperador bendito! ¡No! —gimió Pasanius mientras se esforzaba por salvar a una mujer aullante de un destino igual.
Varias sombras envueltas en risas corrían por las paredes del lugar como mercurio negro bailando una danza vertiginosa de almas que relucían en el cielo de color rojo sangre mientras la matanza de miles de personas continuaba.
Un repentino silencio se apoderó de la zona cuando la última de las indefensas víctimas fue arrastrada bajo las profundidades de la sedienta arena ensangrentada. En cuanto el último cuerpo desapareció, un sonido gorgoteante resonó en el centro de la pista de arena y Uriel vio cómo una larga tira de rococemento se alzaba con lentitud del suelo empapado. Encima de la misma había unas vías ensangrentadas de color apagado que cruzaban la parte central de la pista y unían las dos paredes opuestas.
El odioso silencio quedó roto por un gemido sibilante, como si un millar de voces estuvieran atrapadas en una pesadilla de la que sabían que jamás despertarían.
—Bendito Emperador, protégenos del mal, concédenos la fortaleza de espíritu y de cuerpo para enfrentarnos a tus enemigos y destruirlos con tu bendición —rezó Pasanius.
—Es demasiado tarde —murmuró Uriel al mismo tiempo que desenvainaba la espada y se preparaba para luchar contra cualquier nueva monstruosidad que surgiera de la disformidad—. Hemos fracasado.
«No… Ni siquiera habéis empezado…».
Tanto Uriel como Pasanius se giraron en busca del origen de la voz.
—¿Lo has oído? —preguntó Uriel.
—Sí —asintió Pasanius—. Me parece que sí. Pero parecía… parecía que lo oía dentro de la cabeza. Uriel, algo terrible se aproxima.
—Lo sé, pero sea lo que sea, nos enfrentaremos a ello con coraje y honor.
—Coraje y honor —repitió Pasanius, y activó los incineradores de la bocacha del lanzallamas.
—Vamos allá —dijo Uriel con voz lúgubre señalando el andén goteante que estaba en el centro de la pista—. ¡Aparezca lo que aparezca, iremos nosotros a por ello!
Pasanius siguió a su antiguo capitán y ambos cruzaron chapoteando el repugnante suelo en dirección al andén.
Cuando subieron los peldaños, descubrieron el origen del gemido sibilante.
Cada una de las traviesas sobre las que se asentaban los rieles era un conjunto de cuerpos y miembros que se retorcían con movimientos agónicos y unidos por alguna clase de brujería maligna. Gritaban en un delirio enloquecido con unas voces estremecedoras y suplicantes. Aunque no reconoció ninguno de los rostros, los rasgos le indicaban que se trataba de gente de Ultramar, y que las almas de los que habían sido devorados por aquel lugar abominable todavía estaban sufriendo.
Los ojos y las bocas que aparecían en la materia fluida que formaba cada traviesa transmitían con tremenda angustia sus sufrimientos antes de verse obligados a desaparecer para que otra alma se desahogara en ese purgatorio interminable.
Uriel sintió crecer una oleada de odio ante tal horror. Tuvo que cerrar los ojos…
Los cristales fragmentados de existencias alternativas chocan y resuenan de un modo discordante. Se separan luego de la pared de un plano de existencia y cambian de posición para resonar en una frecuencia diferente. Los ecos del tiempo permiten a los planos moverse y cambiar. Alteran los ángulos de la realidad para que las dimensiones se abran y dancen en un baile de posibilidades.
… y luego los abrió cuando sintió una vibración repulsiva en los huesos y una tremenda agitación del aire. Los fragmentos de hueso que sobresalían de la superficie del suelo se hundieron en las sanguinolentas profundidades y las traviesas gimieron con fuerzas renovadas.
Unos chorros de materia multicolor comenzaron a rezumar de las piedras donde los rieles penetraban en las paredes.
Diversas espirales de luz cegadora surgieron del cemento que unía las piedras y mostraron una imagen retorcida detrás, como si se viera a través de una lente deformada. Las paredes parecieron extenderse, como si las absorbiera un vórtice invisible, hasta que no quedó nada más que un velo ondulante de oscuridad impenetrable, un túnel hacia la locura rodeado de calaveras aullantes enviadas a la muerte.
Espacios deformados, a un universo y a una vida de distancia, fluyen juntos y se unen a todos los puntos del tiempo sobre las vías de bronce ensangrentado. En un viaje que lleva a todos los lados y que no comienza en ninguno, el Daemonium Omphalos surge de la nada para formarse. Surge de una matriz demoníaca y no deja atrás nada más que destrucción y muerte a su paso.
Y llegó el Daemonium Omphalos.
Aunque el cenobita había proclamado el poder de la maldad del Daemonium Omphalos, no había sido más que un simple indicio de la majestad diabólica de aquel ser. Surgió del túnel recién formado como un monstruo destructivo broncíneo propio del final de los tiempos. El Daemonium Omphalos avanzó aullante sobre los rieles ensangrentados hacia los horrorizados marines espaciales.
Unos enormes pistones de hueso lo propulsaban, con los costados de hierro y acero cargados de energías sobrenaturales. De cada remache rematado por un rostro esquelético surgía un chorro de vapor sanguinolento mientras las ruedas de almas torturadas aplastaban los rieles para darse un festín con la sangre rezumante del suelo empapado.
En el interior de aquella estructura enloquecida se encontraba lo que parecía ser una locomotora de vapor de diseño antiguo, pero unas fuerzas desconocidas y las energías de la disformidad la habían transformado en algo completamente distinto. El retumbar de su llegada se podía percibir con otros sentidos aparte de los escasos cinco que conocía la humanidad, ya que resonaba por todos los planos que existían y se entrecruzaban más allá del velo de la realidad.
Detrás lo seguía un ténder de hierro oscuro y una procesión retemblante de vagones con la madera manchada por eones de sangre y desechos humanos. Uriel sabía sin que se lo dijeran que a bordo de aquellos habitáculos infernales habían viajado millones de seres hacia la muerte, transportados a donde quisiera llevarlos aquella monstruosa máquina antes de ser exterminados. La enorme máquina demoníaca se detuvo poco a poco, y las traviesas chillaron más allá de la capacidad de audición cuando el gigantesco artefacto se detuvo al extremo del andén.
A Uriel le pareció oír una risa estruendosa y el chirrido de las deformadas puertas de madera al abrirse deslizándose sobre unas guías oxidadas por la sangre.
Varios chorros de vapor sanguinolento salieron siseando del costado blindado del Daemonium Omphalos y una risa maligna los sacudió mientras serpenteaban atendiendo a sus propios asuntos perversos. Los zarcillos de vapor se engrosaron y se hicieron más sólidos a medida que avanzaban hacia los marines espaciales.
—Prepárate —dijo Uriel.
Los tentáculos de humo se desvanecieron de repente y en su lugar aparecieron ocho figuras, todas equipadas con un traje gris de faena para maquinistas, sin marca alguna, y con unas botas de caucho que llegaban hasta las rodillas, abrochadas mediante unas hebillas a lo largo de la pierna. Cada uno de aquellos seres iba armado con una serie de impresionantes cuchillos, ganchos y sierras que llevaban en los cinturones de cuero.
Las caras eran humanas sólo en proporción, desprovistas de piel y relucientes por la musculatura dejada al descubierto. Tenían el cráneo cruzado por unas toscas suturas, y cuando volvieron la cabeza a un lado y otro, como si se guiaran mediante el olfato, Uriel vio que no tenían ningún rasgo físico salvo una boca enorme y llena de colmillos. No tenían ojos, ni nariz ni orejas, sólo unos abultamientos que sobresalían del cráneo.
—¡Demonios! —gritó Uriel—. ¡Viles abominaciones! ¡Venid a morir por mi espada!
Uno de aquellos rostros demoníacos se volvió hacia él y un trozo de músculo de la garganta de la repugnante criatura palpitó en señal de horrible apetito. Ninguno de aquellos inmundos seres se movió. Se quedaron mirando a los dos marines espaciales mientras una gran nube de vapor surgía de uno de los costados de la enorme máquina demoníaca. Una gruesa puerta de hierro se abrió con un fuerte estampido metálico y chirrió para dejar paso a una figura gigantesca que bajó al andén.
El gigante les sacaba la cabeza y los hombros a los marines. Llevaba puesta una armadura mecánica de planchas de hierro con remaches y placas de goma fundida y vulcanizada que resonaba al moverse. Sobre la armadura oxidada tenía colocado un delantal chamuscado, y del casco cónico, que tenía el visor alzado, sobresalía un círculo de cuernos ennegrecidos a modo de corona. A pesar de la tosquedad de la fabricación y de la falta de mantenimiento, Uriel la reconoció: se trataba de una servoarmadura de una antigüedad increíble, como las que llevaban los guerreros de leyenda de hacía ya muchos miles de años. Un hedor a carne quemada lo rodeaba, junto a un aura de maldad depravada y rabia insaciable.
Una de las hombreras estaba cubierta de remaches con la cabeza en forma de estrellas de ocho puntas, y en la otra mostraba un símbolo de maldad también ancestral que ambos ultramarines recordaron con una furia justiciera inspirada por las Letanías del Odio que de forma diaria recitaba el capellán Clausel. Era un cráneo de hierro que antaño fue el símbolo heráldico de una legión que luchó por el Emperador, pero que se había convertido en la imagen del odio y de la amargura eterna. Era una insignia que pertenecía a uno de los enemigos más mortíferos del Imperio, unos guerreros de increíble maldad y brutalidad: los marines espaciales del Caos.
—Los Guerreros de Hierro… —susurró Uriel.
—Los Traidores de Istvaan —gruñó Pasanius.
La criatura iba armada con un largo machete curvo de empuñadura de hierro. La ancha hoja estaba oxidada y cubierta de manchas de color marrón rojizo. Un par de ardientes ojos amarillos como soles enfermos relucían bajo el casco. La figura dio un paso hacia ellos y los demonios despellejados se movieron para colocarse a su espalda.
—Los trozos de muertos alimentan un nuevo fuego, la sangre la sorben los sarcomatas sin rostro y la carne del hombre vendrá conmigo —dijo con una voz que resonó como metal oxidado en sus cráneos.
Empuñó con más fuerza el enorme machete con una mano quemada y ennegrecida y les hizo un gesto impaciente con la otra para que se dirigieran hacia la siseante máquina demoníaca.
—¡Vamos! —gritó el gigante—. Tengo una tarea para vosotros. ¡Obedecedme o el Carnicero os convertirá en carne muerta! ¡Soy el Daemonium Omphalos y es mi voluntad la que mueve este trozo de carne, y os convertirá en carne muerta! ¡Vamos he dicho!
Uriel se sintió asqueado por el simple hecho de estar cerca de aquella criatura del Caos. ¿De verdad creía que obedecerían a semejante maldad? Los demonios sin rostro, que Uriel supuso eran los sarcomatas de los que hablaba el Daemonium Omphalos, se desplegaron por el andén y sacaron unos largos cuchillos serrados de los cinturones.
—¡Coraje y honor! —gritó Uriel, y se lanzó a por el más cercano de los sarcomatas para atacarlo con la espada.
El arma atravesó el estómago de la criatura, que se había transformado en una columna de humo rojo que soltaba carcajadas. La sacó sorprendido, y a continuación soltó un gruñido de dolor cuando el demonio se solidificó a su lado y lo hirió en la mejilla con el cuchillo. Otro se lanzó también al ataque y apuñaló a Uriel en el cuello. El marine logró esquivar el arma lo suficiente como para que no penetrara más allá de un centímetro, y respondió al nuevo ataque. Una vez más, el oponente se transformó en humo antes de que golpeara la espada, y Uriel perdió el equilibrio al mismo tiempo que la hoja de otro cuchillo le abría la carne de la mejilla hasta el hueso.
—¡Arde, escoria del Caos! —rugió Pasanius cuando le disparó un chorro de promethium ardiente al gigantesco guerrero de hierro.
Las llamas químicas empezaron a devorar con frenesí al enorme oponente, pero apenas habían comenzado cuando ya estaban apagándose.
Las retumbantes risotadas de la criatura resonaron por todo el lugar.
—¡He sido prisionero de las llamas durante eones y esta carne viva cree que puede quemarme!
Pasanius se echó el lanzallamas al hombro y se dispuso a empuñar la pistola, pero la criatura del Caos se acercó a él con una velocidad impropia de su enorme tamaño y agarró a Pasanius con una mano ennegrecida para alzarlo por el aire.
Uriel lanzó tajos a diestro y siniestro contra los sarcomatas que lo rodeaban, pero cada estocada y cada golpe que daba no atravesaban más que las columnas de humo que desaparecían para reaparecer en otro punto y atacarlo. La sangre coagulada comenzó a cubrirle la cara, y supo que no podría enfrentarse a sus enemigos durante mucho tiempo más.
Vio al gigante de armadura oxidada levantar en el aire a Pasanius y lanzarlo para que entrara volando por la puerta de hierro por la que había salido el Daemonium Omphalos. Uriel cargó contra la criatura del Caos. No podía combatir contra unos enemigos que desaparecían a voluntad, pero juró que mataría al traidor procedente del pasado. Blandió la espada contra el guerrero de hierro. La hoja estaba envuelta por una luz llameante capaz de atravesar la carne y el metal con la misma facilidad.
La espada impactó de lleno en el pecho del enemigo, pero la hoja simplemente rebotó con un chasquido metálico en las pesadas placas metálicas de la armadura. Uriel se quedó sorprendido, pero alzó el brazo para atacar de nuevo. Sin embargo, antes de que pudiera atacar, el guerrero de hierro le propinó un puñetazo en pleno rostro y lo lanzó volando por el andén.
Se esforzó por recuperarse del golpe, pero los sarcomatas lo rodearon y lo manosearon. Su tacto recordaba a la carne podrida, y los dedos se retorcían recordando el movimiento de gusanos o de larvas recién nacidas. Los rostros muertos estaban a escasos centímetros de él, y el aliento de las criaturas le recordaba al olor de un horno crematorio. Las criaturas le recorrieron todo el cuerpo con la cara, como si lo olisquearan mientras lo mantenían inmovilizado con una fuerza increíble.
—Los sarcomatas te muestra su aprobación, ultramarine… —le dijo el gigante riéndose mientras se acercaba hasta él—. Son la corrupción de los espíritus, a la que se le ha dado una forma y un propósito. Quizá noten una cierta relación contigo.
Uriel se limitó a esperar la muerte cuando uno de los sarcomatas le colocó la boca sobre la garganta, pero el Daemonium Omphalos tenía reservado otro destino para él, uno distinto al simple asesinato, por lo que rugió impaciente.
Los demonios despellejados sisearon en tono de sumisión y levantaron a Uriel para llevarlo hacia la puerta de hierro de la enorme máquina demoníaca.
Del interior salían vaharadas de aire muy caliente y hedor a carne quemada. Uriel supo que estaban condenados en el preciso instante que lo metían allí.