Leonid y el sargento Ellard, el compañero del coronel de suave voz, emplearon la siguiente hora y media contando a Uriel y a Pasanius cómo habían acabado como esclavos en el desolado mundo demoníaco de Medrengard, comenzando con el asalto devastador de los Guerreros de Hierro al mundo de Hydra Cordatus, justo antes de la invasión del Saqueador a través de la Puerta de Cadia.
Habló de semanas de bombardeo constante, de tanques y de titanes y de los cánceres letales con los que la traición rastrera había infectado a los hombres y mujeres de su regimiento. Pero además habló de un noble coraje. Habló de un guerrero llamado Eshara, un marine espacial del capítulo de los Puños Imperiales, y del sacrificio que él y sus hombres habían hecho ante la Puerta Valedictoria. Uriel sintió un fiero orgullo en lo más profundo de su interior al pensar en un noble guerrero luchando contra fuerzas superiores y deseó haber conocido a un héroe tan valiente.
Sin embargo, la historia no tenía un final feliz. Al final, los Guerreros de Hierro tomaron la ciudadela antes de que pudieran llegar los refuerzos imperiales, y Leonid lloró mientras explicaba la brutal carnicería que tuvo lugar tras la caída final.
—Fue una pesadilla —dijo Leonid—. No tuvieron ninguna piedad.
—Los Guerreros de Hierro sirven a los Poderes Siniestros —dijo Uriel—. No conocen el significado de esa palabra.
—El capitán Eshara nos consiguió algo de tiempo, pero no fue suficiente.
La caverna situada debajo era demasiado grande y había demasiada simiente genética para destruir. Nosotros…
—Espera —lo interrumpió Uriel—. ¿Simiente genética? ¿Había simiente genética de los marines espaciales debajo de tu ciudadela?
—Sí —asintió Leonid—. Un magos Adeptus Mechánicus me dijo que era uno de los pocos sitios en la galaxia donde se podía almacenar. El herrero forjador Honsou la robó y la trajo a este mundo junto con los esclavos que tomó para las forjas al final de la batalla.
—¿Quién es Honsou? —preguntó Pasanius.
—Es el señor de la guerra que habita en la fortaleza que visteis cuando entrasteis en el valle —dijo Ardaric Vaanes.
—¿Es la fortaleza de Honsou la que está sitiada? —dijo Uriel, incapaz de disimular su interés.
—Sí —confirmó Vaanes, acercándose para unirse a la conversación y poniéndose en cuclillas—. ¿Por qué estáis tan interesados en Honsou?
—Tenemos que entrar en esa fortaleza.
Vaanes se echó a reír.
—Entonces sí que estáis aquí en un juramento de muerte. ¿Por qué necesitáis entrar en la fortaleza de Honsou?
Uriel hizo una pausa, no muy seguro de cuánto podía confiar en Vaanes, pero se dio cuenta de que no tenía elección.
—A nuestro bibliotecario jefe le fue concedida una visión por el Emperador, una visión de Medrengard y de unas criaturas matriz demoníacas e hinchadas llamadas daemonculati dando a luz a marines espaciales degradados y corruptos. Estamos aquí para destruirlas, y creo que lo que nos ha traído a este lugar ha sido algo más que una mera casualidad.
—¿Por qué? —preguntó Vaanes.
—¿Puede ser una coincidencia que este Honsou haya vuelto aquí con una cantidad de simiente genética para esas daemonculati y que lo averigüemos por boca de un hombre que estuvo allí para ver cómo se la llevaba?
Vaanes miró a Ellard y Leonid de arriba abajo.
—Me preguntaba por qué no os dejé para que murierais con los demás esclavos en el Daemonium Omphalos. Tal vez fuera otra cosa distinta a la curiosidad lo que detuviera mi mano.
Uriel se sobresaltó.
—¿Conoces el Daemonium Omphalos?
—Por supuesto —dijo Vaanes—. Hay pocos en Medrengard que no lo conozcan. ¿Cómo es que lo conocéis vosotros?
—Nos ha traído aquí —dijo Pasanius—. Apareció en nuestra nave cuando hicimos la transición al immaterium. Mató a todo el mundo y luego nos trajo aquí.
—¿Viajasteis voluntariamente en el Daemonium Omphalos? —dijo Vaanes, horrorizado.
—Por supuesto que no —replicó Uriel—. Sus criaturas demoníacas nos dominaron.
—Los sarcomatas… —asintió Vaanes.
—Sí, entonces el gigante de hierro que está dentro de la máquina demoníaca nos trajo aquí.
—¿El gigante de hierro? —preguntó Leonid—. ¿El Carnicero?
—¿El Carnicero? No, dijo que sólo lucía la carne del Carnicero, que era la voluntad del Daemonium Omphalos la que mandaba.
—¡Entonces el demonio está libre! —dijo en voz baja Vaanes.
—Pero ¿qué es? —preguntó Uriel.
—Nadie lo sabe con seguridad —comenzó a decir un marine espacial de piel cetrina de cierta edad que vestía una armadura de color rojo oscuro y hueso, con una cabeza de cuervo sobre la hombrera—. Pero hay muchos relatos, ya lo creo, relatos de sobra.
—¿Y te importaría compartir alguno de ellos? —preguntó Vaanes, impaciente.
—Estaba a punto —gruñó el marine espacial—, si me dejas hablar.
El marine espacial se volvió hacia Uriel.
—Soy Seraphys, de los Cuervos de Sangre y serví en el Librarium de mi capítulo durante unos años antes de mi desgracia. Una de las grandes motivaciones de mi capítulo es la búsqueda del conocimiento siniestro y del saber prohibido, y durante milenios de nuestra existencia hemos descubierto mucho, y todo ello fue reunido en la fortaleza de nuestro capítulo.
—¿Tu capítulo conocía el Daemonium Omphalos?
—Ya lo creo. De hecho, ha sido una fuente de especial interés para muchos de nuestros maestros del secreto. Durante siglos he leído mucho sobre esa entidad demoníaca, y aunque buena parte de lo que se ha dicho creo que es falso, hay algunas cosas que intuyo que pueden ser verdad. Se ha dicho que fue un antiguo y poderoso príncipe demoníaco, un sirviente del Dios de la Sangre que sólo vivía para la matanza. Los cráneos que apiló ante su maestro de la oscuridad fueron legión, pero una criatura siempre lo superó, uno de los avatares favoritos del Dios de la Sangre, un demonio conocido como el Corazón de Sangre. Es tan terrible que se dice que tiene el poder de convocar tormentas de sangre y extraer el fluido vital de sus víctimas sin siquiera tocarles la carne con la espada.
Tanto Uriel y Pasanius se sobresaltaron mientras Seraphys continuaba.
—Este avatar era un demonio de habilidad letal que se forjó una armadura en la que vertió toda su malicia, todo su odio y todo su ingenio, y que hacía que los golpes de sus enemigos se volvieran contra ellos.
—¿Qué ocurrió con esos demonios? —dijo Uriel.
Seraphys se inclinó sobre ellos, entusiasmándose con el relato.
—Algunos cuentan que libraron una gran batalla que rompió en pedazos la misma estructura del universo, lanzando los restos por todo el firmamento y así es como nacieron las galaxias y los planetas. Otros dicen que el avatar del Dios de la Sangre fue más listo que el Daemonium Omphalos y lo atrapó dentro del salvaje corazón de una poderosa máquina demoníaca vinculada al servicio de los Guerreros de Hierro, convirtiéndose en el temible carro del Carnicero, para sufrir siempre por su deseo de venganza.
—Entonces, ¿cómo es que está libre?
—Ah, bueno, eso no lo cuentan las antiguas leyendas —dijo Seraphys con expresión triste.
—Creo que lo sé —dijo Leonid.
—¿Tú? —dijo Seraphys—. ¿Cómo puede saber de esas cosas un humilde guardia?
Leonid hizo caso omiso del tono condescendiente del Cuervo de Sangre.
—Tal vez porque cuando Ardaric Vaanes y sus guerreros nos liberaron de nuestro cautiverio fuimos capaces de derrotar al Carnicero y de meterlo en la caldera de la máquina demoníaca. Pensamos que lo habíamos destruido.
—Pero todo lo que hizo fue liberar al demonio en el interior de la caldera para tomar la carne del Carnicero por sí mismo —dijo Vaanes.
—¿Alguien sabe qué pasó con el rival del Daemonium Omphalos, el avatar? —preguntó el sargento Ellard dubitativamente.
—No hay nada en los relatos que he leído sobre su último destino —dijo Seraphys—. ¿Por qué?
—Porque creo que lo he visto.
—¿Qué? ¿Cuándo? —preguntó Leonid.
—En Hydra Cordatus —explicó Ellard—. Señor, ¿recuerda las historias que circularon cuando cayó el bastión Mori?
—Sí —asintió Leonid—. Locuras, desvarios sobre un guerrero gigante que mataba a todos en el bastión sólo con la voz y un remolino que… se alimentaba con sangre.
Para entonces se había reunido un grupo de tamaño considerable para escuchar aquellos relatos, y a nadie se le escapó la sincronía de esas revelaciones.
Ellard asintió con la cabeza.
—Yo también lo vi, pero… no dije nada. Pensé que seguro que me sancionarían si decía lo que había visto.
—No nos tengas en suspense, sargento, ¿qué le ocurrió? —le preguntó Vaanes.
—No lo sé seguro —dijo Ellard—, pero cuando mató al bibliotecario Corwin abrió algún tipo de… puerta… creo. No estoy muy seguro. Fue una especie de cosa negra que pasó y desapareció. Esa fue la última vez que lo vi.
Vaanes se incorporó de su postura en cuclillas.
—Creo que traes problemas, Uriel Ventris de los Ultramarines. Este es un mundo letal, pero podemos sobrevivir aquí. Robamos lo que nos hace falta a los guerreros de hierro y ellos, a cambio, nos intentan cazar. Es un buen juego, pero creo que vuestra llegada a Medrengard ha desequilibrado ese juego.
—Entonces tal vez sea una buena cosa —apuntó Uriel.
—Yo no apostaría nada por ello —lo avisó Vaanes.
Pasanius se sentó solo en las rocas fuera del blocao, más cansado de lo que nunca recordaba haber estado. Llevaba despierto… ¿días?, ¿semanas? No podría decirlo, pero sabía que era mucho tiempo. El cielo que tenían encima seguía siendo de ese maldito color blanco. ¿Cómo podía nadie vivir en un mundo como ese, donde no había cambio alguno para marcar el paso del tiempo? Era algo que no entendía. La aplastante monotonía de un panorama tan desolador le producía ganas de llorar.
Extendió los brazos ante el pecho, girando ambas manos delante de la cara. El guantelete izquierdo estaba rajado y lleno de marcas, destrozado por el ascenso continuo sobre las rocas cortantes como cuchillas, pero el derecho estaba tan inmaculado como el día que le fue injertado en la carne y hueso del codo. Hasta ese momento había sido capaz de ocultar a sus hermanos de batalla su habilidad única para repararse solo, pero sabía que era solamente una cuestión de tiempo que se conocieran sus poderes milagrosos. Pasanius golpeó el suelo con el puño, pulverizando un cráter de la roca y destrozándose los dedos, pero lo siguiente que vio con gran disgusto fue cómo se recomponían ellos solos una vez más.
La vergüenza que sentía por tener que esconder tal maldad a sus hermanos era algo casi imposible de soportar, y la mera idea de defraudar a Uriel lo aterrorizaba. Sin embargo, admitir dicha debilidad era una deshonra similar, y el sentimiento de culpa que le causaba este secreto le había abierto un agujero en el corazón que no podía olvidar.
No le quedaba duda alguna de que había sido bajo la superficie de Pavonis, enfrentándose al antiguo dios estelar conocido como el Portador de la Noche, donde había sido maldecido. Recordaba el doloroso frío del golpe de su guadaña que le había amputado el brazo, la sensación hormigueante de carne muerta donde antes había tejido vivo. ¿Sería posible que el arma del Portador de la Noche le hubiera transmitido algún tipo de corrupción y que su cuerpo se hubiera infectado con esa horrible enfermedad?
Los adeptos de Pavonis le habían proporcionado rápidamente un nuevo brazo, el mejor que su mundo podía facilitar, para que se lo recolocaran el tecnomarine Harkus y el apotecario Selenus. Nunca se había sentido cómodo con la idea de un brazo implantado, pero no había sido hasta las batallas a bordo del Muerte de la Virtud cuando comenzó a sospechar que su nueva extremidad escondía algo más de lo que aparentaba a simple vista.
¿Qué crimen había cometido para ser castigado de esta manera? ¿Por qué le había tocado a él una desgracia como esa? No sabía la razón, pero mientras se quitaba el peto de la armadura y sacaba el cuchillo, deseaba pagar por ello con sangre.
Uriel se acostó e intentó dormir. Sentía los párpados pesados y caídos. Al menos en el blocao había zonas que quedaban fuera de la luz perpetua del cielo muerto donde se podían encontrar el sueño y la oscuridad. Sin embargo, el sueño le estaba resultando difícil de alcanzar, ya que los pensamientos le daban vueltas en profundo desorden dentro de la cabeza.
Uriel estaba seguro ahora de que había algo más en aquella empresa de lo que había pensado inicialmente. Sabía que no debería haberse sorprendido tanto cuando supo que el Corazón de Sangre era algo más que un mero artefacto, ya que los planes de los demonios no eran nunca simples. ¿Serían él y Pasanius parte de alguna elaborada venganza que había planeado el Daemonium Omphalos contra su antiguo rival? Podría ser, pero Uriel juró que no permitiría que lo utilizaran de esa forma. Había en marcha unos planes siniestros y se había producido una confluencia de acontecimientos que los había llevado a ese punto. A pesar de los cambios de su entorno, sentía a algún nivel intelectual que la voluntad del Emperador se estaba cumpliendo a través de su persona.
Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío, tan hueco?
Uriel había leído acerca de muchos santos del Imperio y había oído bastantes sermones dados con una oratoria apasionada desde algún púlpito sobre la naturaleza del poder del Emperador, que era como un fuego interior que ardía más intensamente que la estrella más brillante. Sin embargo, Uriel no sentía ese fuego, ninguna luz ardía en el interior de su pecho y nunca se había sentido tan solo.
Los sermones siempre hablaban de los héroes como resplandecientes ejemplos de virtud: puros de corazón, no corrompidos por la duda y limpios de todo engrandecimiento propio.
Teniendo en cuenta esas cualidades, él sabía que no era ningún héroe; era un marginado, alguien a quien le era negado incluso el nombre de su capítulo y que había sido arrojado al interior del Ojo del Terror con renegados y traidores. ¿Dónde estaba la brillante luz del Emperador que debía arder en su interior?
Cambió de posición para intentar ponerse más cómodo sobre el duro suelo de rococemento, de forma que pudiera descansar lo suficiente para continuar hasta la fortaleza. Sabía que las probabilidades de sobrevivir al viaje a la fortaleza de Honsou eran mínimas, pero tal vez hubiera alguna forma de persuadir a aquellos renegados para que se unieran a ellos. Con toda probabilidad morirían todos, pero quién iba a echar de menos a unos seres tan insignificantes como estos.
Cuando se dio la vuelta captó la silueta de un marine espacial en la puerta y cambió su postura para sentarse. Ardaric Vaanes entró y se sentó apoyando la espalda contra la pared situada enfrente de Uriel.
Una fina luz penetraba a través de la puerta y de la leve neblina de polvo que flotaba en el aire donde los pasos de Vaanes la habían levantado. Los dos marines espaciales estuvieron sentados en silencio durante unos largos minutos.
—¿Por qué estáis aquí, Ventris? —dijo al fin Vaanes.
—Ya te lo dije. Estamos aquí para destruir a las daemonculati.
Vaanes asintió con la cabeza.
—Sí, dijisteis eso, pero hay algo más, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Vi la forma en que os mirasteis tú y tu sargento cuando Seraphys mencionó el Corazón de Sangre. Ese nombre tiene algún significado para vosotros, ¿verdad?
—Tal vez lo tenga. ¿Qué hay de malo?
—Como ya dije, creo que oléis a problemas, pero soy incapaz de decidir si es un problema del que quiera formar parte.
—¿Debo fiarme de ti, Vaanes?
—Probablemente no —admitió éste con una sonrisa—. Y otra cosa. He notado que habéis rehuido muy deliberadamente explicar por qué el Daemonium Omphalos hizo lo imposible para traeros aquí.
—Es una criatura demoníaca, ¿quién puede saber cuáles son sus motivos? —dijo Uriel, poco dispuesto a revelar el pacto, aunque fuera un pacto falso, que había hecho con el Daemonium Omphalos.
—Muy oportuno —dijo Vaanes de forma seca—. Pero sigo esperando una respuesta.
—No tengo ninguna que darte.
—Muy bien, guarda tus secretos, Ventris, pero os quiero fuera de aquí cuando hayáis descansado.
Uriel se puso en pie y atravesó la habitación para arrodillarse junto a Vaanes.
—Ya sé que no tienes razón alguna para hacerlo, pero confía en mí. Sé que estamos todos aquí en nombre del Emperador, están pasando demasiadas cosas para que sea todo un accidente. Venid con nosotros, nos podéis servir de ayuda. Tus hombres luchan bien y juntos podremos recuperar nuestro honor.
—¿Recuperar nuestro honor? —dijo Vaanes—. No tengo ningún honor que recuperar, ¿por qué crees que estoy aquí y no con los hermanos de batalla de mi capítulo?
—No lo sé —replicó Uriel—. ¿Por qué? Cuéntamelo.
Vaanes sacudió la cabeza.
—No. Tú y yo no somos lo bastante amigos para compartir esas vergüenzas. Ya es suficiente. No iremos con vosotros. Es una misión suicida.
—¿Hablas por todos? —preguntó secamente Uriel.
—Más o menos.
—¿Y daríais la espalda a un hermano marine espacial que necesita vuestras fuerzas?
—Sí —dijo Vaanes—. Lo haríamos.
Sintiendo una súbita indignación, Uriel se puso en pie y replicó agriamente.
—No debería haber esperado otra cosa de un maldito renegado.
—No te olvides —Vaanes se echó a reír, poniéndose también en pie y dándose la vuelta para irse— de que tú también eres un renegado. Ya no eres un guerrero del Emperador y va siendo hora de que lo aceptes.
Uriel abrió la boca para replicar, pero no dijo nada ya que le vino a la cabeza la última línea del sermón que le había oído dar al capellán Clausel fuera del Templo de la Corrección.
Susurró en voz baja la línea mientras Vaanes dejaba la habitación.
«Debe ponerse un manto blanco sobre el alma para poder rebajarse a luchar entre la inmundicia y a pesar de ello morir como un santo».
Uriel despertó sobresaltado, asustado y desorientado. No era consciente de haberse dormido y le sobrevino una extraña sensación de desubicación cuando se dio cuenta de lo que le rodeaba mientras parpadeaba para desperezarse. Se impulsó para ponerse en pie, repitiendo una oración de agradecimiento por un nuevo día y sintiendo cómo su mente se enfocaba cuando el nodo catalepsiano de su cerebro volvió a despertar todas sus funciones cognitivas.
El nodo catalepsiano «desenchufaba» zonas del cerebro de forma secuencial, permitiendo que un marine espacial se quedara dormido y permaneciera despierto al mismo tiempo gracias a la influencia que ejercía sobre los ritmos circadianos del sueño y la respuesta de su cuerpo a la privación del sueño. Dicho proceso no reemplazaba por completo al sueño normal, pero permitía que el marine espacial continuara percibiendo su entorno mientras descansaba.
Se pasó una mano por el cabello y salió de la habitación en sombras cuando olió el suculento aroma de comida caliente. Entró en la cámara principal del blocao, donde reinaba la misma luz apagada que penetraba por las troneras y estaban reunidos varios grupos de marines espaciales alrededor de un fuego en el que burbujeaba una olla con una espesa papilla que recordaba las gachas de avena. En el mejor de los casos era una comida pobre, pero en aquel momento era tan apetecible como el bocado más tierno de jabalí asado.
Varias figuras estaban tumbadas por toda la cámara. Los marines espaciales descansaban. Leonid y Ellard estaban durmiendo debajo de las troneras y utilizando sus rifles como almohadas.
—Diría «buenos días», pero ésas no son palabras que se puedan usar en este mundo —dijo Ardaric Vaanes, sirviendo una cucharada de gachas en un tosco cuenco de metal gastado por el uso y dándoselo a Uriel—. No es gran cosa, sólo unos paquetes de racionamiento robados y estirados para que duren.
—Está bien. Gracias —dijo Uriel, aceptando el cuenco y sentándose junto a Pasanius, que lo saludó con un movimiento de cabeza mientras se llevaba una cucharada de la papilla grisácea a la boca—. ¿No te preocupa que alguien vea el humo del fuego?
—¿En Medrengard? No, las columnas de humo no son nada inusual en este planeta.
—No, supongo que no —dijo Uriel con la boca llena.
Las gachas eran poco espesas y podía notar los nutrientes aguados, una papilla que apenas engañaría al hambre y que difícilmente serviría de alimento. Aun así, tenía más sabor que la pasta reciclada que le proporcionaba la armadura.
—¿Has pensado algo más acerca de lo que te pedí? —dijo Uriel, acabando el cuenco de gachas y colocándolo a su lado.
—Sí —asintió Vaanes.
—¿Y?
—Me intrigas, Ventris. Hay algo en ti que no es lo que parece, pero que me aspen si sé qué. Dices que estás aquí para cumplir un juramento de muerte, y te creo. Pero hay algo más que no me estás contando y me temo que será la muerte de todos nosotros.
—Tienes razón —dijo Uriel, viendo que no tenía otra elección que contra estos renegados la verdad—. Hay algo más y te lo voy a contar todo. Reúne a tus guerreros fuera y os lo explicaré con detalle.
Vaanes entrecerró los ojos, temiendo dejar a Uriel hablar directamente con sus hombres, pero se dio cuenta de que no podía negarse.
—Muy bien. Oigamos lo que tienes que decir.
Uriel asintió y siguió a Vaanes y a sus hombres en el aire en calma bajo la intensa luz del sol negro. Los marines espaciales salieron en fila del blocao y descendieron de sus puestos en los picos que rodeaban las instalaciones del bunker a medida que los llamaban. Bostezando y parpadeando, Leonid y Ellard salieron a la claridad del valle con los rifles láser apoyados sobre los hombros.
Vaanes habló cuando se juntó toda la banda de guerreros renegados, unos treinta marines espaciales de diversos capítulos.
—Es tu turno, Ventris.
Uriel respiró profundamente al tiempo que Pasanius le hablaba en susurros.
—¿Estás seguro de que esto es sensato?
—No tenemos elección, amigo mío —le contestó Uriel—. Tiene que ser de esta manera.
Pasanius se encogió de hombros mientras Uriel se acercaba al centro del círculo que formaban los marines espaciales y empezaba a hablar con voz alta y clara.
—Me llamo Uriel Ventris y hasta hace muy poco fui capitán de los Ultramarines. Mandaba la cuarta compañía y Pasanius era mi sargento. Fuimos expulsados de nuestro capítulo por no respetar el Codex Astartes, y para nuestros hermanos ya no somos ultramarines.
Uriel recorrió con la vista el círculo de guerreros y elevó la voz.
—Ya no somos ultramarines, pero seguimos siendo marines espaciales, guerreros del Emperador, y seguiremos siéndolo hasta el día de nuestra muerte. ¡Como tú, y tú, y tú!
Uriel señaló con el puño a los marines espaciales que estaban alrededor del círculo mientras hablaba.
—No sé por qué estáis aquí todos vosotros, qué circunstancias os alejaron de vuestro capítulo y os trajeron a este lugar, y tampoco necesito saberlo. Pero os ofrezco una oportunidad para recuperar vuestro honor, para demostrar que sois verdaderos guerreros.
—¿Qué es lo que nos estás pidiendo? —dijo un inmenso marine espacial con los distintivos de los Puños Carmesíes y poseedor de un cráneo marcado y afeitado.
—¿Cómo te llamas, hermano?
—Kyama Shae —dijo el puño carmesí.
—Te estoy pidiendo que te unas a nuestra empresa, hermano Shae —dijo Uriel—. Infiltrarnos en la fortaleza de Honsou y destruir a las daemonculati. Algunos de vosotros ya lo sabéis, pero hay algo más. El Daemonium Omphalos, el demonio que nos trajo aquí, lo hizo por una razón. Nos habló del Corazón de Sangre y nos dijo que reside en el interior de las cámaras secretas de la fortaleza de Honsou.
Una oleada de murmullos de horrorizada sorpresa recorrió el círculo mientras Uriel continuaba hablando.
—Nos encargó que consiguiéramos el Corazón de Sangre para él y aceptamos.
—¡Traidores! —exclamó un cónsul blanco—. ¡Os habéis asociado con los demonios!
Pasanius se puso en pie súbitamente.
—¡Jamás! ¡Vuelve a decir algo así y te mataré!
Uriel se interpuso entre los dos marines espaciales.
—Aceptamos porque nuestros mundos natales estaban amenazados con la destrucción, hermano, pero no temas, no tenemos ninguna intención de cumplir ese acuerdo. Cuando encuentre ese Corazón de Sangre en la fortaleza, lo destruiré. Tienes mi palabra de que lo haré.
—¿Por qué debemos fiarnos de vosotros? —preguntó Vaanes.
—Sólo te puedo dar mi palabra, Vaanes, pero piénsalo. El señor de la guerra Honsou acaba de volver de una campaña y tiene un cargamento de simiente genética robada. ¿Para qué creéis que lo está utilizando? ¿Cómo pensáis que están produciendo las daemonculati esas abominaciones que acaban de nacer? Con una cantidad suficiente de semilla genética, Honsou puede crear cientos, tal vez incluso miles de nuevos guerreros para sus ejércitos. Pronto vendrán a destruiros. Lo sabéis. ¿Así que por qué no les atacamos ahora antes de que ellos sean capaces de hacerlo?
Uriel se dio cuenta de que los marines espaciales lo estaban escuchando con atención y continuó.
—Decís que la razón última de todo lo que hacéis es perjudicar a los guerreros de hierro. Bien, ¿qué les va a doler más que esto, que les destruyan a sus nuevos guerreros antes de que puedan luchar? Como poco, podemos causar tanto sufrimiento a los guerreros de hierro que tardarán mucho en olvidarnos. ¡Si tenemos que morir aquí, que sea al menos recuperando nuestro honor!
—¿Para qué diablos sirve el honor si estamos todos muertos? —preguntó Vaanes.
—Muerte y honor —dijo Uriel—. Si una cosa trae la otra, entonces es una buena muerte.
—Eso es fácil de decir, Ventris.
Uriel sacudió la cabeza.
—No, Vaanes, no lo es. ¿Crees que quiero morir? No quiero morir. Lo que quiero es vivir durante mucho tiempo y llevar la muerte a mis enemigos durante muchos años, pero si tengo que morir, no puedo pensar una forma mejor que luchando por una causa noble junto a mis hermanos marines espaciales.
—¿Noble? ¿A quién crees que le importa? —replicó bruscamente Vaanes—. Si morimos en esta misión suicida tuya, ¿qué importancia va a tener todo esto? ¿Quién va a saber algo de tu precioso honor?
—Yo —dijo Uriel con voz suave—. Y eso será suficiente.
Se hizo el silencio y Uriel sintió que los marines espaciales renegados se debatían entre mantener el statu quo de su existencia cotidiana y la oportunidad de la reivindicación de su honor. Sin embargo, no podía predecir de qué lado se inclinarían.
Justo cuando ya estaba empezando a creer que nadie haría frente al reto que les había ofrecido, el coronel Leonid y el sargento Ellard se pusieron en pie y cruzaron el círculo hacia él.
Leonid le saludó.
—Lucharemos a su lado, capitán Ventris. De todas maneras, nos estamos muriendo aquí, y si podemos matar unos cuantos guerreros de hierro antes de que eso ocurra, pues mucho mejor.
Uriel sonrió y aceptó la mano de Leonid.
—Eres un hombre valiente, coronel.
—Tal vez —dijo Leonid—. O un hombre que no tiene nada que perder.
—Os doy las gracias a ambos —agregó Uriel al tiempo que el hermano Seraphys se adelantaba también para unirse a ellos.
—Iré contigo, Uriel —dijo Seraphys—. Todo lo que aprenda sobre las maquinaciones de los Poderes Siniestros sólo puede jugar a nuestro favor.
Uriel se lo agradeció con un gesto de la cabeza cuando primero un marine espacial y luego otros se adelantaron para unirse a él. Se fueron incorporando de uno en uno o de dos en dos, hasta que el último de los marines espaciales renegados se pasó al lado de Uriel y Pasanius, salvo Ardaric Vaanes.
El antiguo marine espacial del capítulo de la Guardia del Cuervo se rio entre dientes.
—Eres bueno con las palabras, Ventris, te concedo eso.
—¡Únete a nosotros, Vaanes! —lo apremió Uriel—. Aprovecha esta oportunidad para recuperar tu honor. ¡Recuerda quién eres, para qué fuiste creado!
Vaanes se puso en pie y se acercó a Uriel.
—Eso lo sé muy bien, Ventris.
—¡Entonces únete a nosotros!
El renegado suspiró, lanzando una mirada alrededor de las ruinas del búnker que había llamado su hogar y a los marines espaciales que ahora estaban junto a Uriel.
—Muy bien, te ayudaré a entrar en la fortaleza, pero no voy a hacer que me maten para ayudarte a cumplir tu juramento de muerte. Siempre y cuando entiendas eso…
—Lo entiendo —le aseguró Uriel.
Vaanes sonrió de repente y negó con la cabeza.
—Maldita sea, sabía que traerías problemas…