Uriel sabía que aquel recorrido por la arcada a oscuras sería algo que jamás olvidaría. La sensación de ser espiado por cada centímetro cuadrado del muro era insoportable. Estaba seguro de oír el susurro de unas voces que murmuraban justo en el umbral de su capacidad auditiva. Aquellas palabras, si es que lo eran, eran ininteligibles, pero Uriel sabía en su fuero interno que susurraban cosas viles y terribles.

… deshonor; infamia y fracaso…

Pensó que al menos eso lo podía soportar, ya que había sido testigo de los acontecimientos más horribles imaginables cuando se encontraba ante la presencia del Portador de la Noche. Aun así…

La penumbra parecía no acabarse nunca, y Uriel no tardó en perder la noción del tiempo que llevaban caminando en aquel túnel maldito.

… no se acaba nunca, sigue y sigue…

—¡Imperator! ¿Es que no se acaba nunca? —gruñó Vaanes mientras se adentraban más y más en la interminable oscuridad.

—Te entiendo —le contestó Uriel—. Me parece que no transitamos por mi camino normal. No podemos fiarnos de nada, ni siquiera de nuestros propios sentidos.

—Entonces, ¿cómo encontraremos lo que estamos buscando?

… no lo haréis…

—Tenemos que confiar en que el Emperador nos mostrará el modo —respondió Uriel, irritado por las constantes preguntas de Vaanes.

Este negó con la cabeza en un gesto de exasperación.

—Sabía que no debía venir a esta misión. Estaba condenada a fracasar desde el principio.

… sí, condenada, sólo os espera la muerte…

—¿Para qué viniste entonces? —le espetó Uriel perdiendo la paciencia y volviéndose hacia el antiguo miembro de la Guardia del Cuervo.

… te odia y te traicionará…

—Ni me acuerdo —gruñó Vaanes acercando la cara a escasos centímetros de la de Uriel—. ¡Quizá porque pensaba que tenías algo más que una simple idea sobre el modo de entrar aquí y encontrar lo que hemos venido a buscar!

… no la tiene, hará que te maten…

—¡Maldita sea, Vaanes! ¿Por qué tienes que procurar siempre socavar mi autoridad? —le soltó Uriel al mismo tiempo que oía unas risas suaves y malignas. El susurro procedente de las paredes le resonó con más fuerza en los oídos—. A cada paso que hemos dado no has hecho más que insistir que ésta es una misión inútil. Puede que así sea, pero somos marines espaciales atrapados en un mundo demoníaco, y nuestra misión sagrada es luchar contra los enemigos de la humanidad allá donde los encontremos.

… ya no. Rendíos, sois despreciables, sin importancia alguna…

—¿Es que no te enteras? ¡Ya no somos marines espaciales! —le gritó Vaanes. La luz azul del túnel se reflejó en sus ojos enfurecidos—. Ya no. Somos exiliados, deshonrados y expulsados por nuestros capítulos. No les debemos nada ni a ellos ni al Emperador, y por lo que a mí se refiere, ya estoy harto de oír tu cháchara santurrona diciéndome lo que deberíamos hacer.

… sí, mátalo, ¿qué te importa él en realidad…?

Uriel dio un respingo cuando Vaanes le dio una palmada en una de las hombreras.

—¿Dónde está el emblema de tu capítulo, Ventris? No lo veo. ¿Alguien lo ve?

—¿Qué te pasó, Vaanes? —le preguntó Uriel apartándole el brazo de un manotazo iracundo y empuñando la espada con la otra mano—. ¿Cómo es posible que hayas perdido tanto?

… porque ha perdido el honor. ¡Se merece morir…!

—Porque dejé demasiado a menudo que me metieran en situaciones como ésta —contestó Vaanes con un siseo—. Juré que no seguiría a ciegas a nadie más para que me llevara a la muerte, pero, maldita sea mi suerte, he vuelto a hacerlo.

Uriel desenvainó la espada. Se enfureció todavía más cuando oyó de nuevo los suaves murmullos de las paredes susurrantes. Las palabras y los sentimientos que había detrás se abrieron paso hasta el interior del cerebro.

… más, di algo más, expresa todas tus dudas internas, todos tus miedos y frustraciones…

Las voces se le insinuaron dentro de la cabeza y se le aposentaron en la lengua, deseando que pronunciara aquellas palabras perversas por pura furia y maldad. Uriel se tapó los oídos cuando algo de entendimiento logró cruzar el velo de amargura que le llenaba la mente.

Las voces le oprimían el cerebro con más fuerza, ya que su subterfugio había quedado al descubierto. Uriel se tambaleó y alargó un brazo para mantenerse en pie. La mano rozó la pared y descubrió que tenía una superficie húmeda y fluida.

—¡Salid de mi cabeza! —gritó al mismo tiempo que caía de rodillas.

… no, ser despreciable, ser sin sentido, ser insignificante, ser olvidado…

—¿Uriel? ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —le preguntó Pasanius a gritos mientras corría hacia donde estaba arrodillado.

Vaanes se apartó de Uriel sacudiendo la cabeza y agarrándosela por las sienes como si le doliera.

—¿Qué demonios está pasando? —gritó con todas sus fuerzas un momento antes de que el rugido de voces, de miles de voces, aumentara de volumen y llenara el lugar.

… mátalo, sería un favor… es el único modo…

—¡No las escuchéis! —les advirtió Uriel—. ¡No dejéis que entren!

Los demás marines espaciales sintieron en ese momento todo el poder de las voces enloquecidas. Soltaron las armas a medida que la necesidad de apuntarlas contra ellos mismos se hizo insoportable. Sonó un disparo, y uno de los miembros del grupo, un Águila de Muerte, se desplomó con el cráneo convertido en poco más que un cuenco chamuscado lleno de sangre. El lugar donde cayó quedó salpicado de trozos de hueso y de materia cerebral licuada.

Uriel lanzó a un lado la pistola para luchar contra el mismo impulso cuando empezó a sentir que los músculos del brazo respondían a las voces.

… es inútil, no tiene sentido luchar, nada puede resistirse a la majestad del Caos…

Cerró con fuerza los ojos y no dejó de repetir las Letanías del Odio que le había enseñado el capellán Clausel desde el púlpito. Los catecismos de aborrecimiento y los ritos de aversión los había aprendido mientras estaba al servicio del Ordo Xenos.

… no sirve de nada resistirse a lo inevitable. ¡Uníos a nosotros! Entregaos y mataos…

Uriel luchó contra el impulso de encogerse sobre sí mismo y rendirse. Recordó las glorias pasadas donde la victoria sí había tenido importancia, donde mediante la derrota de enemigos terribles se había conseguido algo de verdad. Rememoró la victoria en Tarsis Ultra, la derrota de Kasimir de Valtos y la captura del psíquico de nivel alfa en Epsilon Regalis. El poder de las voces disminuía con cada victoria que recordaba. La desesperación que provocaban era rechazada por la fuerza de su sentido del deber y de su propia valía.

Se puso en pie trastabillando y vio que Pasanius había desconectado la unidad de promethium del lanzallamas y que estaba sacando una granada de fragmentación.

—¡No! —gritó Uriel arrancándole la granada de la mano de una patada.

Pasanius se puso en pie con toda su tremenda estatura y el rostro contraído por una mueca de rabia. Tenía la cara cubierta de lágrimas.

—¿Por qué? —le gritó—. ¿Por qué no me dejas morir? ¡Merezco morir!

… ¡así es! ¡Déjalo morir! ¡De todas maneras lo odias…!

—¡No! —jadeó Uriel enfrentándose al mortífero poder de las voces—. ¡Tienes que luchar!

—¡No puedo! —gimió Pasanius poniéndose el brazo plateado delante de la cara—. ¿Es que no lo ves? Tengo que morir.

Uriel agarró por los hombros a su amigo. En el túnel resonó otro disparo: otro guerrero había sucumbido a la tentación suicida de las voces.

—¿Recuerdas cómo conseguiste ese brazo? —le gritó Uriel—. Ayudas te a salvar el planeta Pavonis. Te plantaste delante de un dios estelar y lo desafiaste. ¡Pasanius, eres un héroe! ¡Todos vosotros sois héroes! ¡Sois los mejores guerreros que haya visto jamás la galaxia! ¡Tenéis más fuerza, más valor y más habilidad que cualquier persona normal!

… no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no…

Uriel soltó a Pasanius y fue de guerrero en guerrero gritándoles cada vez más fuerte a medida que se enardecía.

—¡No olvidéis quiénes sois! —gritó por encima de los furibundos susurros—. Sois marines espaciales. Sois guerreros del Emperador de la Humanidad y combatís contra los Poderes Siniestros allá donde los encontráis. Sois fuertes, sois orgullosos y sois guerreros. ¡Habéis combatido durante siglos y vuestro honor es vuestra vida, así que no permitáis que nadie os lo arrebate!

Desenvainó la espada y la activó, lo que provocó que la hoja desprendiera el destello típico de energía antes de alzarla por encima de la cabeza.

—¡Cada enemigo que matamos es importante! —gritó Uriel dando tajos a la pared del túnel con cada palabra—. Cada batalla que ganamos es importante. ¡Nosotros somos importantes! Recordad cada combate que habéis ganado, cada enemigo al que habéis vencido, cada condecoración que os han concedido. Representan todo por lo que hemos sido creados para servir y obedecer. ¡Recordadlo todo y las voces no tendrán poder sobre vosotros!

Las inscripciones serpenteantes de las paredes chillaron de frustración y se hundieron en las profundidades de la roca ante la brillante hoja del arma de Uriel cuando sus palabras conjuraron el engaño. Se oyó un nuevo sonido que apagó del todo los odiosos murmullos: un coro de voces que proclamaban las grandes victorias del Imperio.

El Asalto a Corinto, la Jaula de Hierro, la Isla del Fénix, la Liberación de Vogen, Armageddon, la Caída de Sharendus, el Saliente Eleggan, la Batalla de Macragge y un centenar de victorias más resonaron en desafío a las viles tentaciones de los susurros. Las paredes se hicieron más sólidas a medida que el volumen del cántico crecía.

Uriel casi lloró por la sensación de triunfo cuando la oscuridad de las paredes desapareció y la naturaleza ilusoria del túnel quedó al descubierto, lo que dejó a la vista la salida, que relucía con un suave brillo, y que se encontraba delante de ellos. La luz impía de Medrengard llenó el túnel, y aunque no prometía nada más que muerte y desolación, Uriel se alegró de verla.

—¡Por aquí! —gritó. Recogió el bolter del suelo antes de dirigirse tambaleante y agotado hacia la salida.

El grupo de guerreros también recuperó sus armas antes de seguirlo por la boca de aquel lugar infernal y enloquecido.

Uriel vio en cuanto salieron de los túneles de la desesperación que apenas se habían alejado de las murallas de la fortaleza. El guerrero de hierro armado con el reluciente látigo de energía había llamado a aquel lugar Khalan-Ghol.

Uriel miró con cautela hacia las hambrientas fauces del túnel que acababan de dejar atrás y se preguntó si era el nombre que le habían dado a la fortaleza o se lo habría puesto ella misma. El aire estaba saturado de una maldad poderosa, de una sensación de conciencia antigua que acechaba en las propias rocas y mortero que la constituían.

Los marines espaciales, el coronel Leonid y el sargento Ellard se desplomaron, agotados, después de huir un rato por la oscura ladera de la montaña. Sacudieron la cabeza para librarse de los últimos restos de la maldad del túnel. Se habían detenido en un saliente elevado que daba a unas largas escaleras serpenteantes de roca negra y que permitía ver la locura del interior de la fortaleza de Honsou.

Las enormes torres, factorías y claustros siniestros se disputaban el espacio con gigantescas estatuas y reductos rodeados de estacas. Los techos de tejas oscuras y las enloquecidas estructuras ajenas a la geometría normal que dañaban la vista y violaban los sentidos estaban apiñados dentro de la arquitectura irregular y hostil de la fortaleza. Las avenidas con horcas alineadas a los lados discurrían entre todo aquello de un modo imposible. Una débil luz esmeralda lo cubría todo, sólo atravesada por el resplandor de color naranja enfermizo procedente de las forjas y de los templos. Chorros de metal líquido corrían por canales de basalto a través de la fortaleza. El calor resultante lo bañaba todo con gotas de reluciente condensación metálica.

Las gárgolas de cobre manchado de verde despedían vaharadas de vapor. Unas altas torres torcidas de ladrillo negro vomitaban nubes de contaminación a la atmósfera, nubes producidas por grandes plantas de energía movidas por pistones. Figuras grises cruzaban la ciudad, y unas criaturas oscuras y reptantes se deslizaban como sombras por las calles de pesadilla del recinto amurallado en dirección al centro de la montaña, donde se alzaba una solitaria torre de hierro de unas dimensiones inmensas e imposibles.

Atravesaba la capa de nubes que cubría el lugar, una masa giratoria de energías vaporosas de extraños colores que rodeaban las montañas más alta. Miles de troneras agujereaban la torre. La base quedaba fuera de la vista detrás de las humeantes forjas que se agolpaban a sus pies. Uriel sabía que el señor de la horrible fortaleza debía encontrarse en el interior de aquella maligna torre, por lo que supo con certeza absoluta que allí era donde debían dirigirse.

Varias bandadas de espectros del delirio revoloteaban en la cúspide de la torre. Sus gritos roncos resonaban de una forma extraña en los demás chapiteles e innumerables prominencias. Las elevadas cimas de las montañas negras se alzaban muy por encima de ellos, y aunque les pareció que habían caminado durante muchos kilómetros por el interior rocoso de la montaña, el fragor de la batalla sonaba cercano, como si sólo hubieran viajado una corta distancia.

—¿Cómo es posible? —se preguntó Vaanes en voz alta, como si hubiera adivinado el pensamiento a Uriel.

—No lo sé —contestó este—. No podemos confiar en los sentidos. Es posible que nos engañen a cada paso que damos en un lugar semejante.

—Uriel… Oye, respecto a lo que pasó en el túnel y a lo que dije…

—No importa. Eran las voces. Se nos metieron en la cabeza y nos obligaron a decir todo eso.

Vaanes meneó la cabeza.

—¿Qué eran? ¿Demonios? ¿Espíritus?

—No lo sé, pero los derrotamos.

—Tú los derrotaste. Te diste cuenta de lo que estaban intentando hacer. Yo casi me rindo… Quería hacerlo.

—Pero tenías la fuerza necesaria para derrotarlos —le insistió Uriel—. Esa fuerza vino de tu interior. Yo sólo te recordé que la tenías.

—Es posible, pero soy débil, Ventris —contestó Vaanes en un rapto de sinceridad—. No he sido un marine espacial del Emperador desde hace décadas, y no creo que tenga la fuerza necesaria para serlo de nuevo.

—Creo que te equivocas. —Uriel le puso una mano sobre la placa pectoral de la armadura—. Tienes valor, y veo en tu interior coraje y honor, Vaanes. Lo que ocurre es que te has olvidado de quién eres en realidad.

Vaanes asintió con un gesto seco y se alejó sin contestarle. Uriel deseó haber sido capaz de haber convencido al antiguo miembro de la Guardia del Cuervo de su valía. Aquel lugar infernal los pondría a prueba hasta los límites del valor de cada uno, y buscaría cualquier fisura en esa armadura para destruirlos si podía.

Vio que Pasanius lo miraba, pero su amigo apartó la vista con rapidez y le dio la espalda.

—Pasanius, ¿estás listo para seguir avanzando? —le preguntó.

El sargento asintió.

—Sí. No sabemos lo que puede llegar a salir de esos túneles, así que, cuanto antes nos marchemos, mejor.

Uriel se acercó a Pasanius antes de que se pusiera en marcha.

—¿Estás bien?

—Por supuesto —le contestó con sequedad Pasanius antes de apartarlo al pasar en dirección a las escaleras.

Los peldaños eran de roca negra y pulida, con aspecto vitreo. Tendrían que ir con mucho cuidado para evitar resbalar y partirse el cuello.

Pasanius encabezó la marcha. Los demás marines espaciales y los dos guardias imperiales lo siguieron con cuidado. La maquinaria retumbante de la fortaleza escupía llamas y humo. El estampido de los martillos hidráulicos del tamaño de tanques de batalla resonaba en las paredes ennegrecidas de los edificios sin ventanas. Pero sobre todo aquello se cernía el terrible peso del espíritu de la torre de hierro. El conocimiento de su existencia era un peso que aplastaba el alma.

Mientras descendían hacia la fortaleza Uriel vio unas extrañas criaturas de luz que se movían entre las enormes estructuras. Eran unos seres de estatura elevada y aspecto elegante que caminaban sobre unos zancos dorados que dejaban atrás en el aire un rastro de fuego ámbar. Entre ellos había suspendidos unos curiosos carruajes, repletos de unas ondulaciones de luz y de engranajes y pistones. Toda una procesión de aquellas criaturas pasó por delante de la fortaleza, pero pronto se la perdió de vista en aquel intrincado e ilógico laberinto de calles.

Unas excavadoras gigantescas, parecidas al vehículo del que se habían apoderado, pasaron rugiendo por las avenidas más anchas. Eran de color rojo y tenían un aspecto repulsivo. Llevaban unos largos estandartes con la estrella de ocho puntas y arrastraban vagonetas de hierro que derramaban grandes chorros de sangre, por lo que dejaban un rastro repugnante a su paso a medida que se alejaban de los combates en las murallas camino de la torre situada en el centro de la fortaleza. En la superficie del líquido sanguinolento aparecían de vez en cuando miembros retorcidos. Los cadáveres chocaban entre sí al compás del bamboleo de las excavadoras. Estaba claro por el tamaño y por la masa muscular que se trataba de los cuerpos de los guerreros de hierro.

—¿Adonde los llevan? —preguntó Leonid.

—Quizá los van a enterrar —sugirió Uriel.

—No sabía que a los Guerreros de Hierro les preocupara tanto la idea de honrar a sus muertos.

—Yo tampoco, pero si no, ¿para qué meter los cadáveres en la ciudadela?

—Quién sabe, pero tengo el presentimiento de que pronto nos enteraremos —comentó Vaanes con voz lúgubre.

—Si está relacionado con nuestra misión, entonces seguro que aciertas —le dijo Uriel sin dejar de bajar por las escaleras que llevaban al interior de la fortaleza.

Los peldaños de piedra reflejaban la luz de las nubes de color púrpura que flotaban sobre la torre de hierro. Uriel se preguntó qué planes y actos malignos se habrían llevado a cabo en sus oscuras profundidades. Las escaleras descendían por la ladera de la montaña y se ensanchaban hasta formar una amplia avenida que dada a una explanada pavimentada con huesos donde se alineaban postes de ejecución de hierro a intervalos regulares.

De tres de los postes colgaban unos cadáveres resecos. La piel estaba curtida y manchada. Uriel no les prestó atención y se quedó mirando la oscura masa de edificios martilleantes y el laberinto de calles serpenteantes y siniestras que llevaban hasta la torre.

El brillo de color esmeralda que se extendía por el interior de la montaña relucía con más fuerza en la parte inferior de las escaleras, aunque el origen de aquel fulgor enfermizo seguía siendo invisible. Las factorías se alzaban por encima de ellos. El ruido de los pistones al girar, de las válvulas al sisear y de los martillos al golpear resonaba por doquier. Uriel notó un sabor a ceniza y a metal caliente en el aire.

—Vamos —dijo tanto para obligarse a ponerse en marcha como por dar una orden.

Siguió caminando con el bolter preparado para disparar y con el grupo de guerreros a la espalda. Todos habían adoptado una formación defensiva de modo instintivo, con Leonid y Ellard en el centro y todas las armas apuntando hacia fuera.

Sintieron un estremecimiento frío en el alma cuando entraron bajo la siniestra sombra de Khalan-Ghol. Era una sensación parecida a meterse en el agua negra de un lago subterráneo que jamás hubiese disfrutado de un cálido rayo de sol. Uriel tembló al notar un millar de ojos fijos en él, pero no vio nada ni nadie a su alrededor.

—¿Dónde está la gente que vimos desde arriba? —preguntó Vaanes.

—Yo me estaba preguntando lo mismo —comentó Pasanius—. Este lugar parecía estar bastante repleto.

—Quizá se esconden a nuestro paso —sugirió Ellard.

—O quizá sólo parecía repleto —contestó Uriel sin dejar de mirar alrededor y captando breves indicios de movimientos entre las sombras—. Este sitio nos confunde los sentidos e intenta engañarnos con ilusiones y falsedades. Recordad lo que ocurrió en el túnel.

Las vías y los estrechos callejones de Khalan-Ghol giraban al azar. Zigzaguearon y se retorcieron hasta que Uriel ya no estuvo seguro de hacia donde se dirigían. Deseó tener su casco a mano, pero ni siquiera estaba seguro de que el auspex localizador de direcciones sirviera para algo allí. No veía la torre de hierro por lo estrecho de las calles, así que tuvo que confiar en que su instinto los estuviese llevando hacia allí.

Unas largas sombras bailaban sobre las paredes dando saltos a lo largo de los costados de los edificios de ladrillo negro, como si echaran una carrera por el interior de la fortaleza. La oscuridad se cernió alrededor de ellos, y Uriel se sintió absurdamente agradecido por los escasos retazos de cielo blanco que llegaban a verse. Sentía el poder del sol negro por encima de la cabeza, pero no lo miró por temor a la locura que prometía su interior tenebroso.

Procedente de las paredes y de las sombras les llegaba el sonido de unas risas agudas parecidas a las de los niños. Uriel vio que los demás miembros del grupo se mostraban muy inquietos por aquel sonido. Le recordó a los gritos de júbilo que lanzaban al morir los espectros del delirio, y se preguntó si habría criaturas semejantes acechando por los alrededores.

Tuvo la sensación de haber deambulado durante horas, perdidos y confundidos por las locuras de aquella ciudad demoníaca. Uriel no encontró ningún rasgo característico o destacable que le sirviera para saber a qué atenerse a la hora de elegir una dirección, ya que la torre de hierro seguía oculta por las forjas sin ventanas y las sombras impenetrables provocadas por el sol negro.

Al final decidió detenerse unos momentos. Se pasó una mano por el cuero cabelludo cubierto de sudor. El diseño de la fortaleza no seguía ninguna razón lógica, si es que alguna vez había existido un diseño. Seguir la misma calle dos veces no era garantía de que se llegara al mismo sitio, y regresar no implicaba volver al mismo punto de partida.

Unas leyes físicas imposibles los confundían a cada vuelta de esquina. Uriel no sabía cómo proceder. Se puso en cuclillas, colocó el bolter sobre los muslos y dejó descansar la cabeza contra los viejos ladrillos del edificio que tenía a la espalda.

Notó el martilleo de la maquinaria pesada a través de la pared del edificio. A pesar de haberse encontrado con edificios de todas formas y tamaños, ninguno tenía una ventana o una entrada, sólo chimeneas humeantes y salidas de ventilación.

—¿Y ahora qué? —preguntó Vaanes—. Estamos perdidos, ¿verdad?

Uriel se limitó a asentir, demasiado cansado y asqueado para contestar.

Vaanes se colgó el arma del hombro, como si no hubiera esperado otra respuesta. Miró a ambos extremos de la estrecha calle en la que se encontraban. La superficie del lugar era negra y tenía un aspecto aceitoso, iluminada sólo por la iridiscencia propia del promethium derramado.

—¿Me lo parece a mí o este sitio está cada vez más oscuro? —preguntó de repente.

—¿Cómo es posible que esté cada vez más oscuro, Vaanes? —le soltó Uriel—. Ese maldito sol negro jamás se pone, ni siquiera se mueve por el cielo, así que, por favor, ¡dime cómo es posible que esté cada vez más oscuro!

—No lo sé —le contestó Vaanes con un susurro—. Pero así es. ¡Míralo por ti mismo!

Uriel volvió la cabeza a un lado y a otro y vio que Vaanes estaba en lo cierto. Unas sombras fluidas y amenazantes estaban cubriendo las paredes, devorando la luz y oscureciendo la superficie de los edificios. Las sombras, de un negro absoluto, bajaron ondulando de las paredes y se extendieron como charcos de aceite por el suelo hasta llegar a ambos extremos de la calle empedrada para así rodearlos.

—¿Qué demonios está pasando? —murmuró sorprendido Uriel al ver que aquellas sombras imposibles y siniestras empezaban a solidificarse ante ellos formando horribles charcos de una fétida iridiscencia negra que surgieron de las paredes y de la calle y se dirigieron hacia ellos desde todas direcciones.

Delante de ellos avanzaban unas apestosas nubes de vapor salidas directamente del abismo, compuestas por gases tóxicos y contaminantes. Unas conglobaciones informes de burbujas protoplásmicas surgieron de las sustancias sin silueta precisa, y Uriel descubrió cuál era el origen de la pálida luz esmeralda que inundaba la ciudad cuando una miríada de ojos se formaron y desaparecieron en aquellas horrendas profundidades, iluminándolo todo con su propia luminiscencia.

—¿Qué son? —preguntó a gritos cuando la repulsiva masa reptante de criaturas, o criatura, avanzó rezumante.

—¿Qué importa? —le contestó también a gritos Vaanes—. ¡Matadlos!

Los bólters dispararon proyectiles explosivos contra la masa de podredumbre. Estallaron en el interior de aquella amalgama de cuerpos con la consistencia de la gelatina. De las heridas surgió un insoportable hedor a contaminantes químicos y biológicos.

Uriel aspiró una bocanada de aire y cayó inmediatamente de rodillas para vomitar de un modo copioso en el suelo. Ni siquiera las formidables mejoras biológicas de un marine espacial eran capaces de superar el repugnante y horrible hedor que habían provocado con los disparos.

Los demás marines también fueron cayendo de rodillas dando arcadas entre sacudidas ante la increíble inmundicia de las criaturas.

—¡Pasanius! —dijo Uriel entre jadeos—. ¡Utiliza el lanzallamas!

No estuvo seguro de si su hermano de batalla lo había oído hasta segundos después, cuando Pasanius cubrió a las bestias que avanzaban con las lenguas de fuego disparadas por la siseante arma. Las llamas envolvieron a las criaturas de una forma devoradora, ardiendo con una fuerza terrorífica, como si contuvieran todas las sustancias inflamables conocidas por la humanidad.

La masa burbujeante ardió con llamaradas blancas. Pasanius cambió de objetivo y apuntó contra las criaturas de sombra que se acercaban por detrás de ellos. Varios chorros de llamas después, los ensordecedores aullidos de las criaturas se hicieron más fuertes mientras ardían sin parar. Los ojos enloquecidos ardían y aparecían otros nuevos en la fluida carne de la bestia a medida que se quemaban los anteriores. De aquel incendio surgieron vaharadas de humo cegadoras, pero aunque parecía que las bestias estaban sufriendo terribles dolores, no se retiraron, y los mantuvieron atrapados en aquella callejuela estrecha.

El calor era intenso, pero los marines estaban protegidos por las servoarmaduras, por lo que eran inmunes a aquellas temperaturas letales. Entre todos resguardaron a los dos guardias imperiales lo mejor que pudieron ante el calor infernal, pero Uriel se dio cuenta de que tanto Leonid como Ellard estaban al borde del colapso. Las llamas hicieron desaparecer el hedor más fuerte y Uriel se apoyó en la pared para ponerse en pie.

—¿Por qué no se mueren de una vez? —se preguntó Vaanes furibundo.

Tenía el bolter preparado, y Uriel se percató de que estaba ansioso por disparar pero que mantenía el dedo apartado del gatillo, ya que había visto el poco efecto que había tenido la andanada inicial. Los marines espaciales se recuperaron y formaron un cordón defensivo entre las murallas de fuego que había en ambos extremos de la calle.

—¿Por qué no nos atacan? —preguntó Pasanius extrañado—. Hasta que empezaron a quemarse parecían dispuestas a acabar con nosotros.

—No estoy tan seguro —le contestó Uriel, que empezaba a albergar una sospecha inquietante—. Creo que es posible que no intentaran matarnos, que quizá intentaran otra cosa.

—¿Qué? —le preguntó Vaanes.

—Creo que quizá intentaban acorralarnos aquí —fue la respuesta de Uriel cuando vio que se acercaba un guerrero con servoarmadura negra brillante decorada con una reluciente tracería plateada que imitaba la forma de las venas. Aquel ser caminó entre las llamas cuando la materia rezumante se apartó para dejarle paso.

Unas garras de bronce surgieron de cada mano de piel gris. Los ojos le brillaban con una luz plateada inhumana.

—Os encontré —dijo el guerrero.