La armadura del Emperador estaba sucia, cubierta por el residuo producido por milenios de actividad industrial. El águila de la placa pectoral la formaban una serie de tiras de bronce enmohecido. De los anchos hombros colgaban unas protecciones de metal batido y por la espalda asomaban un par de alas de metal manchado. Medía más de veinte metros de alto y estaba colgada de unas gruesas cadenas de hierro en el interior del gran pozo de la factoría. Era una creación producto de la devoción más profunda.
Uriel se sintió como un niño ante su tamaño. Recordó la primera vez que había visto una estatua del Emperador en la basílica Konor de Calth. Aunque aquella estatua la habían tallado con una maestría suprema a partir de un bellísimo mármol veteado sacado de las profundidades de Calth, la que tenía delante, a pesar de toda su improvisación, no era menos impresionante.
El Emperador de los sinpiel colgaba sobre la negrura del pozo, con la armadura y las extremidades creadas a partir de los restos y las mecánicas que habían quedado en la factoría cuando fue abandonada.
Aunque algunos de los predicadores más fanáticos del Ministorum pensarían que era algo blasfemo que semejantes criaturas hubiesen creado una imagen tan primitiva del Emperador, a Uriel le pareció conmovedor que lo hubieran hecho.
—¡Que el Emperador nos proteja! —murmuró Pasanius cuando vio la estatua colgada de las cadenas.
—Ahora veremos si lo hace —contestó Uriel cuando se dio cuenta de que la primera impresión había sido la correcta al sentirse como un niño ante aquel ídolo.
¿Quién sabía cuánto tiempo llevarían los sinpiel viviendo bajo la superficie de Medrengard o qué recuerdos tenían de sus vidas antes de que los hicieran prisioneros y los implantaran en el horror de las daemonculati?
Una cosa era evidente: en todos los niños inocentes que se habían transformado en los sinpiel había sobrevivido un recuerdo, una idea constante y duradera: el inmortal y benéfico Emperador de la Humanidad.
A pesar de todas las vilezas que habían sufrido, los sinpiel todavía recordaban el amor del Emperador. Uriel sintió una enorme tristeza por el destino que habían sufrido. No importaba que los hubieran alterado hasta transformarlos en monstruos. Todavía recordaban al Emperador y habían creado una imagen de él para que los protegiera.
Empujaron con cierta rudeza a Uriel y a los demás hacia el borde del gran pozo mientras los sinpiel se acercaban. Se dio cuenta de que eran cientos. Muchos de ellos no podían caminar sobre unas piernas atrofiadas, o moverse a causa de unos huesos retorcidos, o eran incapaces de valerse por sí mismos porque sus extremidades eran masas bulbosas de carne, pero sus hermanos los ayudaban.
—¡Dios Emperador! ¡Míralos! —exclamó Vaanes—. ¿Cómo se puede permitir que criaturas semejantes sigan viviendo?
—Cállate, Vaanes —lo cortó Uriel con voz triste—. Son parientes nuestros, no lo olvides. La carne del Emperador está en ellos.
—No puedes hablar en serio. Míralos bien. Son malvados.
—¿Lo son? Yo no estoy tan seguro.
Una oleada de hambre y de autoaborrecimiento recorrió el pozo cuando el jefe de los sinpiel se volvió y se irguió por completo. Alargó una mano y se llevó a Uriel hacia adelante levantándolo con facilidad del suelo. Uriel, incapaz de resistirse, se quedó colgando sobre el pozo sin fondo.
—Olí en ti la carne de madre —rugió el jefe de los sinpiel—. Saliste de la montaña de los hombres de hierro, caíste desde la muralla, pero no te pareces a nosotros. ¿Por qué tienes piel?
Uriel pensó a toda prisa en una respuesta que no provocara que lo arrojaran al pozo. Los ojos amarillos del monstruo lo miraron con intensidad y Uriel vio un ansia desesperada en ellos, una necesidad infantil de… ¿De qué?
—¡Sí! —gritó—. Venimos de la montaña de los Guerreros de Hierro, pero somos sus enemigos.
—¿También sois desechados? ¿No sois amigos de los hombres de hierro?
—¡No! —siguió gritando Uriel para que todos los sinpiel lo oyeran—. ¡Odiamos a los hombres de hierro! ¡Hemos venido a destruirlos!
—Os he visto antes —gruñó el jefe de los sinpiel—. Os vi matar a los hombres de hierro en las montañas. Conseguimos mucha carne ese día.
—Lo sé. Lo vi.
—¿Matáis a hombres de hierro?
—¡Sí!
—¿La carne de madre está en ti?
Uriel asintió y la criatura habló de nuevo.
—Las madres de carne de los hombres de hierro nos hicieron así de horribles, pero el Emperador no nos odia como lo hacen los hombres de hierro. Él todavía nos ama. Los hombres de hierro quieren matarnos, pero nosotros somos fuertes y no morimos, aunque eso sería bueno para nosotros. Ya no habría dolor. El Emperador haría desaparecer el dolor y nos haría nuevos otra vez.
—No —contestó Uriel al entender por fin que aquella criatura, a pesar de su tremenda fuerza y enorme tamaño, no era más que un niño dentro de un cráneo monstruosamente sobredimensionado. Hablaba del amor del Emperador con la sencillez y la claridad de un niño. Cuando Uriel miró con más atención sus ojos, vio un ansia irreprimible de compensar su aspecto odioso—. El Emperador os ama. Él ama a todos sus hijos.
—¿El Emperador te habla? —le preguntó el jefe de los sinpiel.
—Sí —le confirmó Uriel. Aunque se odió por el engaño, comprendía que se trataba de una necesidad—. El Emperador nos ha enviado para destruir a los hombres de hierro y a las daemon… a las madres de carne que os hicieron así. Nos envió hasta vosotros para que nos ayudaseis.
La criatura se le acercó y Uriel sintió que su suspicacia y su hambre luchaban contra el profundo deseo de vengarse de sus creadores, aquellos que lo habían convertido en ese cuerpo deforme.
Lo olisqueó una vez más y Uriel deseó que su cuerpo todavía conservase el hedor de la daemonculati.
Pero el jefe de los sinpiel rugió de angustia, echó el brazo atrás y Uriel gritó cuando lo lanzó al otro lado del pozo.
Uriel cruzó el aire dando vueltas y vio un caleidoscopio de imágenes: bestias deformes que habían sido niños antaño, una cadena de hierro oxidado, unos paneles plateados de metal batido y la oscuridad negra y sin fondo del pozo. Se estampó contra la efigie colgante del Emperador y se quedó sin respiración por la fuerza del tremendo impacto.
Se agarró a la superficie metálica intentando encontrar un asidero. Sintió que las uñas se le partían al chocar contra los remaches mientras se deslizaba hacia abajo. El vacío del pozo se abrió bajo él como una promesa de muerte segura, pero sus dedos tropezaron con un panel de hierro que sobresalía respecto al resto de la figura de la gigantesca estatua. Parte del borde estaba afilado y Uriel notó que el metal le seccionaba por completo la yema del dedo índice. El panel se dobló y chirrió al desgajarse un poco de la estructura de la estatua, pero al menos frenó lo bastante su descenso y le permitió agarrarse con firmeza al águila de bronce de la placa pectoral del Emperador.
Uriel se quedó colgando sobre el vacío del pozo, agarrado con una mano y balanceándose por encima de la oscuridad mientras los sinpiel que podían hacerlo rugían y pataleaban.
—¡Tribu! ¡Tribu! ¡Tribu! —gritaban sin cesar.
Uriel se agarró mejor y empezó a subir por las tiras de metal que formaban el águila para llegar hasta una de las hombreras del Emperador.
Se quedó allí jadeando en busca de aire mientras el jefe de los sinpiel se mantenía inmóvil en el borde del pozo. Uriel no sabía qué hacer. Vio como los sinpiel obligaban a los demás miembros del grupo de guerreros, Pasanius, Vaanes, Leonid y los demás marines espaciales, a avanzar hacia el borde del pozo.
—¡No! —gritó. Se arriesgó a ponerse en pie y se apoyó en el casco de la gigantesca estatua—. ¡No!
Entonces ocurrió el milagro.
Uriel jamás sabría con certeza si se trataba de algún mecanismo que había permanecido inactivo durante mucho tiempo en el interior de la maquinaria que formaba la cabeza del Emperador y al que habían puesto en marcha los movimientos de Uriel o del poder del propio Emperador, pero lo cierto fue que en ese momento del visor salió un chorro de luz brillante.
Del interior surgió un zumbido grave parecido al de un generador al ponerse en marcha. Todos los sinpiel retrocedieron atemorizados cuando el resplandor aumentó de intensidad. Uriel notó al tacto que el metal del casco se estaba calentando, y aunque no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía dejar pasar aquella oportunidad.
—¡Mira! —le gritó al jefe de los sinpiel—. ¡El Emperador quiere que nos ayudéis! ¡Juntos podemos destruir a las madres de carne y a los hombres de hierro!
La gran bestia se puso de rodillas con las amplias fauces abiertas de par en par al mismo tiempo que un terrible gemido surgía creciente de los demás sinpiel reunidos alrededor del pozo.
Del metal del casco empezaron a saltar chispas. Uriel se dio cuenta de que tendría que bajarse de la estatua a toda prisa o se arriesgaba a morir electrocutado por el artefacto que estaba provocando aquello. Caminó por la hombrera del Emperador mientras le pedía perdón al Señor de la Humanidad por aquel trato tan poco respetuoso de una imagen suya y se acercó hasta la cadena de soporte más cercana.
Apenas se había agarrado a los gruesos eslabones de la cadena y empezado a subir para alejarse del casco, que ya relucía con un tremendo brillo cegador, cuando estalló con un retumbar ensordecedor convertido en una relampagueante lluvia de chispas azules.
Los sinpiel gimieron de miedo cuando la estatua del Emperador se desplomó hacia la oscuridad del pozo. Las cadenas que lo sostenían se soltaron con un latigazo que resonó contra las paredes. Uriel se quedó colgando de la cadena y preparó las piernas para amortiguar el golpe contra la pared del pozo.
El impacto lo hizo girar con violencia sobre el abismo sin fondo. Los nudillos se le pusieron blancos de la fuerza que tuvo que emplear para agarrarse a los oxidados eslabones de la cadena. Se quedó allí hasta que recuperó el aliento y luego empezó a trepar con cuidado el largo trecho hasta el borde del pozo.
De repente, mientras subía, notó que alguien tiraba de la cadena desde arriba. Uriel sabía que no podía hacer nada, así que se resignó a que pasara lo que el destino le tenía reservado. Miró hacia arriba y vio la enorme mano despellejada del jefe de los sinpiel que lo alzaba con cadena y todo.
Lo depositó en el suelo al lado de Pasanius y de Vaanes. Ambos lo miraron con expresión de asombro. Uriel se encogió de hombros, demasiado cansado para responder con palabras. El jefe de los sinpiel se arrodilló a su lado.
—El Emperador te ama —le dijo a Uriel.
—Creo que sí… —contestó jadeante.
El jefe de los sinpiel asintió antes de señalar al pozo.
—Sí. Todavía vives.
—Sí. Tienes razón. El Emperador me ama, lo mismo que a ti.
La criatura asintió con lentitud.
—Ayudaremos a matar a los hombres de hierro. A las madres de carne también. No debe haber más como nosotros.
—Gracias —murmuró Uriel.
—El Emperador nos ama, pero nosotros nos odiamos —le dijo el jefe de los sinpiel con voz doliente—. No hemos hecho nada para merecerlo. Queremos matar a los hombres de hierro, pero no sabemos entrar en la montaña. ¡No podemos luchar contra las murallas!
Uriel se puso en pie sin aliento y, a pesar de haber visto la muerte de cerca, sonrió al jefe de los sinpiel cuando recordó una parte del viaje hacia Khalan-Ghol con una claridad que sin duda era algo más que un simple retazo de memoria.
—Eso no importa —le dijo Uriel—. Conozco otro modo de entrar.
Khalan-Ghol se estremecía con la furia del bombardeo. Los proyectiles estallaban como feroces tempestades contra las antiguas murallas. Enormes legiones de tanques pesados y ejércitos enteros de soldados se arremolinaban en la base de la gigantesca rampa que llevaba hasta la altiplanicie montañosa, que era todo lo que quedaba de las defensas exteriores de la fortaleza y de la atalaya del torreón interior.
Unos reductos y terraplenes provisionales pero increíblemente robustos protegían a los trabajadores y la maquinaria que habían levantado la rampa, y Berossus comenzó el ataque final.
La rampa era una maravilla de la ingeniería. Ascendía miles y miles de metros por la ladera de la montaña después de empezar a muchos kilómetros atrás, en las altas tierras rocosas de su base, y estaba pavimentada con grandes hojas segmentadas de hierro. Los tanques avanzaban detrás de dos titanes monstruosos que tenían el blindaje manchado de rojo por la sangre de miles de sacrificios humanos. Las gruesas placas todavía estaban húmedas y goteantes. Iban equipados con enormes martillos de asedio, con perforadoras neumáticas de pistones y con un enorme cañón, pero aquellos gigantescos acorazados de tierra también transportaban a las mejores tropas de la gran compañía de Berossus. Aquellos guerreros encabezarían el asalto a través de las murallas de la fortaleza y la echarían abajo piedra a piedra.
Un túnel de boca inmensa llevaba hasta los cimientos rocosos de la rampa, y unos grandes raíles desaparecían en su interior para dirigirse hasta la base de la propia montaña. Las grandes máquinas perforadoras habían cruzado ya el túnel y se disponían a abrir una brecha en la vulnerable panza de la fortaleza y excavar hasta el mismo corazón del recinto de Honsou. Decenas de miles de soldados esperaban en la sofocante oscuridad del túnel para invadir la fortaleza desde abajo. El traidor, Obax Zakayo, les había proporcionado la información exacta sobre el mejor punto por donde penetrar en Khalan-Ghol. Aquello, unido al ataque frontal, hacía que a Honsou le quedaran horas de vida.
Berossus confiaba en que aquél sería el último ataque, y él lo dirigía al mando de casi un centenar de dreadnoughts enloquecidos.
La batalla final por Khalan-Ghol estaba a punto de empezar.
—No podremos detener este ataque —dijo Onyx mientras contemplaba el avance inexorable de los titanes de Berossus por la rampa. Aunque todavía estaban a varios kilómetros de la cima, el tamaño de su majestuosidad demoníaca era magnífico—. Berossus acabará con nosotros en una tormenta de hierro y sangre.
Honsou no le contestó, pero sonrió levemente con una de las comisuras de los labios. También él estaba contemplando el avance de la enorme fuerza preparada para destruirlos. Cientos de aullantes guerreros demoníacos volaban y viraban en el cielo por encima de las falanges de monstruos capaces de metamorfosearse y cuya carne siseaba y burbujeaba por los circuitos mecaorgánicos. Decenas de chillonas máquinas demoníacas de patas arácnidas caminaban por la rampa mientras expelían humos venenosos, y las entidades demoníacas que albergaban en sus cuerpos de hierro estaban ansiosas por comenzar la matanza una vez habían quedado liberadas de sus jaulas.
Honsou seguía utilizando su mellada y baqueteada servoarmadura. No parecía impresionado por el destino que le esperaba. En su rostro se veía el gesto impaciente de quien desea combatir, y había sustituido el implante que le había regalado su antiguo señor por un reluciente brazo biónico de color plateado.
Onyx estaba sorprendido por todo aquello, pero ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que el comportamiento del nuevo señor de Khalan-Ghol era un misterio para él. El mestizo parecía pensar o actuar de un modo completamente distinto a los herreros forjadores a los que había servido a lo largo de los milenios pasados al servicio de los señores de aquella fortaleza.
—No parece muy preocupado —comentó Onyx.
—No lo estoy —le contestó Honsou alejándose de las almenas agrietadas del bastión más elevado de la torre. Soplaba un viento caliente que les llevaba el sabor a ceniza y a metal. Honsou inspiró profundamente y por fin se volvió hacia Onyx.
—Berossus no me ha decepcionado hasta ahora —le dijo Honsou mientras miraba el gran túnel que llevaba hasta la rampa y, sin duda, hasta los cimientos de su fortaleza—. Espero que no lo haga ahora; no al final.
—No lo entiendo.
—No te preocupes, Onyx. Sé que estás inquieto por tu propia supervivencia, no por mi vida, pero no necesitas comprender nada. Lo único que debes hacer es obedecerme.
—Estoy a vuestras órdenes.
—Pues confía en mí —le contestó Honsou con una sonrisa. Miró hacia abajo, donde el humo y el relampagueo continuado casi le impedían ver sus propios titanes y todo lo que le tenía preparado a Berossus. Alzó la vista hacia el cielo blanco y el sol negro que ardía como un agujero oscuro por encima de él—. He combatido en la Guerra Eterna casi tanto tiempo como Berossus y Toramino, y tengo estratagemas propias.
—Espero por nuestro bien que sea así —comentó Onyx—. Incluso si logramos detener este ataque, todavía tendremos que enfrentarnos a lord Toramino. Su ejército está intacto.
Honsou miró hacia el brillo de las hogueras y las forjas que se extendían más allá del campamento de Berossus, donde Toramino esperaba, oculto y desconocido. Onyx captó por fin un gesto de inquietud.
—Está esperando a que Berossus nos machaque a nosotros y a sus guerreros antes de venir para tomar Khalan-Ghol y convertirse en el señor de sus ruinas.
—Y ¿cómo lo detendremos?
Honsou se echó a reír.
—Los problemas uno por uno, Onyx, uno por uno.
El tremendo tronar del bombardeo de artillería sonaba apagado y lejano, aunque Uriel sabía que debía de estar produciéndose peligrosamente cerca para poder oírlo a aquella profundidad. El polvo caía del techo del túnel en suaves descargas. Los guijarros saltaban y bailaban en el suelo. La oscuridad era tan cerrada que incluso con su visión mejorada le costaba trabajo distinguir los alrededores.
El calor en el túnel era asfixiante y lo acompañaba el hedor fétido de los animales, aunque no eran animales, ya que eran, o al menos habían sido, seres humanos.
Cientos de sinpiel marchaban en fila por los temidos pasadizos bajo las montañas. Aquella ruta zigzagueante los llevó a través de cuevas de cristal resonantes, factorías abandonadas y túneles con escaleras vertiginosas talladas en la misma roca. Sus enormes cuerpos llenaban los pasadizos mientras acompañaban a Uriel y a Pasanius de regreso a Khalan-Ghol.
Avanzaron en la oscuridad y por caminos secretos bajo las montañas, olvidados por todo el mundo menos por ellos. Las alcantarillas ocultas y pasadizos secretos que los llevaban hasta su destino.
Pasanius, que iba detrás de Uriel, gruñía por el esfuerzo, ya que le costaba más avanzar debido a la amputación de su extremidad, pero cuando tenía dificultades, aparecía el jefe de los sinpiel y lo ayudaba a seguir.
La gigantesca criatura encabezaba la marcha en la oscuridad. Su enorme silueta llenaba el ancho del túnel, y si no hubiese sido por su figura jorobada y la cabeza inclinada se hubiera machacado el cráneo contra las estalactitas.
El jefe de los sinpiel caminaba con un nuevo propósito en la vida. Sus largas zancadas obligaban a llevar un paso terrible por los senderos secretos de la montaña. A Uriel le dolía cada paso que daba. Le costaba respirar al disponer tan sólo de un pulmón, y a eso se le añadía el sufrimiento por la clavícula y las costillas rotas, que se le clavaban en la carne. Para colmo, no disponía de los dispensadores de analgésicos de la armadura para mitigar el dolor.
Un poco más atrás, una criatura deformada con un mellizo enflaquecido fusionado a la espalda se encargaba de transportar a Leonid. El hermano pequeño lo llevaba con fuerza en los brazos. En la retaguardia marchaban Ardaric Vaanes y los marines espaciales renegados supervivientes.
En cuanto la emoción provocada por la repentina animación de la estatua del Emperador ante los sinpiel se calmó, las criaturas habían aceptado la misión de Uriel con toda la fe y el celo de una cruzada. Reunieron a todos los que podían cazar y luchar para que marcharan con ellos. A Uriel casi le dieron ganas de llorar al ver la sagrada alegría que mostraban todos y cada uno de ellos. Aquello hizo que le resultara más difícil soportar el engaño al que los estaba sometiendo.
El jefe de los sinpiel había llamado a uno de los suyos cuando Uriel se puso en pie. Una de las bestias de la tribu se acercó el marine espacial, y éste vio que se trataba de la criatura contra la que había luchado y que todavía tenía clavada su arma.
—Toma espada —le dijo el jefe de los sinpiel.
Uriel asintió y empuñó con cuidado el pomo del arma. Tiró de la espada y tuvo que flexionar todos los músculos para vencer la succión de la carne, llegando incluso a apoyar con firmeza los dos pies en el suelo para tener un mejor asidero. La espada estaba bien clavada en el cuerpo de la bestia, por lo que se vio obligado a retorcer la hoja para poder sacarla. Por fin salió con dificultad de la vaina de carne. El monstruo se había mantenido en silencio y tranquilo en todo momento. En el momento en que sacó la espada, la criatura se volvió y se reunió con el resto de sus asombrados hermanos.
—Gracias —dijo Uriel.
Los sinpiel asintieron con respeto, y él sintió que una débil esperanza regresaba a su corazón.
Sin embargo, la alegría que sentía por aquel cambio inesperado de situación desapareció cuando se reunió con sus camaradas y Ardaric Vaanes le habló.
—Te matarán en cuanto descubran que les has mentido —le dijo el renegado mientras los sinpiel se preparaban para la guerra empuñando unas mazas de hierro improvisadas. Sin embargo, la mayoría de ellos no necesitaban armas, ya que sus horribles mutaciones los equipaban para matar sin necesidad de más artilugios.
—¿Eso he hecho? —le contestó Uriel con cautela—. Hago el trabajo del Emperador, y lo mismo hacen ellos.
—¿Los sinpiel? —le preguntó Vaanes pasmado—. ¿Crees que el Emperador trabajaría con semejantes bestias? Míralos con atención. Son monstruos. ¿Cómo puedes pensar que unas criaturas así pueden ser capaces de actuar como instrumentos de Su voluntad? ¡Son malvados!
—Llevan la carne del Emperador en su interior —le espetó Uriel—. La sangre de héroes antiguos les corre por las venas, y no les fallaré.
—No creas que me puedes engañar, Ventris —se burló Vaanes—. Tú no eres ningún mensajero del Emperador, y veo en tu mirada que tú tampoco te lo crees.
—Ya no importa lo que yo crea o no. ¿Tú en qué crees?
—Creo que tenía razón respecto a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Que desde que te vi supe que traerías problemas —le contestó Vaanes encogiéndose de hombros—. De todas maneras, ya no importa. En cuanto lleguemos a la superficie, ellos y yo nos marcharemos y os dejaremos con esa banda de monstruos.
—¿De verdad vais a dejarnos? ¿Después de todo por lo que hemos pasado, de toda la sangre derramada, del dolor y de la muerte? ¿De verdad vas a poder hacerlo?
—Puedo y lo haré —gruñó Vaanes—. ¿Quién me culparía por hacerlo? Mira a tu alrededor. Mira a esos monstruos. Todos van a morir dentro de poco, y su sangre te manchará las manos. Piensa en ello. Vas a asaltar una fortaleza ya asediada con una tribu de mutantes caníbales, un coronel de la Guardia Imperial moribundo y un sargento manco. Soy un guerrero, Ventris, así de fácil y de claro, y ya no me queda más que mi propia supervivencia. Regresar a Khalan-Ghol es una locura, y atacar esa fortaleza no es mi idea de ser valiente, sino más bien de suicidio. —Vaanes agarró a Uriel por el hombro—. No tienes por qué morir aquí. ¿Por qué Pasanius y tú no os unís a nosotros? Eres muy hábil en combate y me vendría muy bien un guerrero como tú.
Uriel se quitó la mano del hombro con un gesto brusco.
—Eres un guerrero excelente, Ardaric Vaanes, pero me equivoqué al pensar que podrías recuperar tu honor. Tienes coraje, pero me alegro de no volver a combatir a tu lado.
En los ojos del renegado apareció una mirada de odio y la expresión del rostro se le endureció como una roca. Vaanes no dijo ni una sola palabra más y se marchó.
Uriel apartó al renegado de la mente cuando vio un retazo de luz brillante un poco más adelante. También se dio cuenta de que el fragor de la batalla aumentaba de volumen. Trepó con renovado vigor detrás del jefe de los sinpiel y salió parpadeando a la brillante luz de Medrengard.
El ruido de los combates que se estaban librando alrededor de la fortaleza de Honsou era ensordecedor. Uriel vio que los caminos secretos de los sinpiel los habían llevado hasta la altiplanicie rocosa situada a los mismos pies de Khalan-Ghol. La llanura situada delante de la fortaleza se encontraba varios cientos de metros por debajo de ellos.
Las almenas de la fortaleza estaban envueltas en las llamas del combate y Uriel se dio cuenta de que iban a tener que subir hasta el mismo corazón del rugiente torbellino de fuego que rugía por encima de ellos.
A muchos kilómetros de distancia, el eco del martilleo de los picos y las palas resonaba en el sofocante espacio de la excavación bajo la rampa. La galería era amplia, de unos novecientos metros de anchura y con una leve subida. Un guerrero con una armadura de hierro manchada observaba con atención a los cientos de esclavos y capataces que arrastraban grandes vagonetas cargadas de explosivos y combustible que luego eran colocadas a lo largo de la galería.
El largo túnel estaba casi repleto y contenía suficientes explosivos como para hacer desaparecer la propia montaña, como muy bien sabía Corias Keagh, maestre de armamento de lord Berossus. Los túneles excavados hasta el interior de Khalan-Ghol serían su obra maestra. Había sido una tarea lenta y ardua. Le había costado la vida a miles de esclavos, pero había conseguido hacer llegar el entramado de túneles hasta el lugar preciso. Casi era una pena hacer estallar un ejemplo tan perfecto de un minado de asedio.
Treinta metros por encima de él, si sus cálculos eran correctos, y no tenía razón alguna para dudar de ellos, ya que Obax Zakayo había sido muy preciso en su traición, se encontraban las catacumbas de la fortaleza, donde se decía acechaban los fantasmas de los anteriores amos de Khalan-Ghol. Keagh sabía que toda aquella leyenda probablemente no sería más que una tontería, pero en el Ojo del Terror no convenía burlarse de tradiciones como ésa de un modo muy evidente.
Sin embargo, los rumores sobre esa leyenda se habían extendido entre los miles de soldados humanos que habían pasado los meses anteriores acuartelados en los túneles de guarnición que había construido en el interior de la gran rampa, y ya había oído murmuraciones pesimistas sobre el ataque. Había despellejado de forma ritual a esos individuos desmoralizantes, pero en la tropa ya había calado un estado de ánimo próximo al desaliento.
A pesar de ello, todos los soldados estaban armados y preparados para comenzar el asalto contra la brecha que iban a abrir en el vientre de Khalan-Ghol, y Keagh estaba impaciente por trabar combate con el enemigo.
La armadura zumbaba bajo aquel calor, ya que los sistemas internos se estaban esforzando al máximo por mantener una temperatura soportable en el interior de la misma.
La temperatura en los túneles era asfixiante, más de lo que Keagh había esperado a aquella profundidad, pero no prestó atención a aquel detalle, ya que estaba demasiado concentrado en el espectáculo de destrucción que estaba a punto de provocar.
Las almenas estaban envueltas en llamas, disparos y acero que atravesaba tanto a los hombres como a las piedras con aquellas tremendas andanadas de proyectiles de gran calibre. Los obuses móviles que avanzaban en mitad de la columna blindada que se acercaba al extremo superior de la rampa hacían caer una lluvia de granadas explosivas en el interior de la última línea de bastiones y saturaban el aire con fragmentos silbantes de metal al rojo vivo.
Los soldados morían a centenares destrozados por las devastadoras andanadas o incinerados por los proyectiles incendiarios disparados desde los bastiones superiores de los titanes que se acercaban.
Pero Berossus no iba a tomar Khalan-Ghol sin que le presentaran batalla, y los titanes de Honsou y las posiciones artilleras de las murallas disponían de matrices de puntería exactas, gracias a las cuales machacaron de una manera terrible la columna que se aproximaba. Los tanques estallaban al ser alcanzados por proyectiles perforantes disparados desde las posiciones superiores que atravesaban el débil blindaje de la parte de arriba de los vehículos. Aquellas bajas eran echadas a un lado con las palas excavadoras de un modo inexorable y caían por los lados de la rampa para estrellarse contra las rocas que había abajo. Sin embargo, no importaba cuántos vehículos destruyeran los artilleros de Honsou: la columna continuaba con su avance implacable.
Honsou se apoyó sobre una ménsula de roca agrietada y contempló al ejército que se acercaba con una mezcla de temor y de alegría exultante.
Berossus tenía superioridad en términos logísticos, y la estaba utilizando para estrangular tácticamente a los defensores de la fortaleza, o a los que quedaban con vida. Onyx tenía razón: no podrían derrotar a aquel ejército de un modo convencional.
Pero Honsou no planeaba combatir de un modo convencional.
—¡Vamos, maldita sea! —gritó en mitad del creciente fragor estruendoso y ensordecedor.
Se esforzó por atravesar con la vista la cortina de humo, pero no fue capaz de discernir nada entre aquellas nubes de niebla acre.
Onyx miró confuso a Honsou, pero no dijo nada mientras más proyectiles caían cerca de ellos. La metralla silbante rebotó en la muralla y Onyx saltó para ponerse delante de Honsou. Varios fragmentos de metal del tamaño de platos se le clavaron con fuerza en la carne demoníaca en vez de despedazar a su señor.
—¡Onyx! —gritó Honsou poniendo en pie al simbionte demoníaco—. ¡Mira el ejército de Berossus y dime lo que ves!
Onyx se acercó trastabillando al borde del parapeto y cambió las funciones visuales hasta que fue capaz de captar con claridad todo lo que ocurría en el campo de batalla. Los chorros de fuego y las deflagraciones de los explosivos brillaban como galaxias lejanas, pero su mirada atravesó con facilidad la confusión del combate.
Los elementos de vanguardia del ejército de Berossus se habían abierto camino hasta llegar a la altiplanicie y estaban a menos de cien metros de la última muralla que se alzaba entre ellos y la victoria. Los dreadnoughts aullaban poseídos por la furia del combate y los titanes caminaban detrás de ellos como avatares de los dioses de las batallas, con las armas rugiendo oraciones a sus siniestros amos.
—¡Berossus ya está en la muralla! —gritó Onyx—. ¡Se nos echará encima dentro de pocos momentos!
—¡No! ¡La rampa! —le replicó Honsou—. ¿Qué pasa al final de la rampa?
—¡Veo tanques, cientos de tanques! —chilló el simbionte demoníaco, aunque apenas se le podía oír por encima de los estampidos del fuego de artillería—. Están agrupados al lado de la entrada a la excavación de la mina en la base de la rampa y esperan su turno para empezar a subir.
—¡Excelente! —exclamó Honsou entre risas—. ¡Oh, Berossus, eres todavía más idiota de lo que yo creía!
Satisfecho de que hubiera la cantidad precisa de explosivos colocados de manera que estallasen hacia arriba, hacia la fortaleza, Corias Keagh se retiró con rapidez a lo largo de la galería que se abría bajo Khalan-Ghol desenrollando al mismo tiempo un cable aislado desde la ensambladura que tenía montada a la espalda. Unos veloces servobrazos de pinza acoplados a la ensambladura impedían que el cable se enredara y se aseguraban de que se mantuviera recto y nivelado.
—Aquí está bien —dijo en voz alta aunque a nadie en particular cuando llegó al bunker blindado que había construido precisamente para esa ocasión.
Los brazos de pinza cortaron el cable y se lo pasaron por encima de la cabeza para entregarle el extremo de cobre que había quedado al descubierto. Desde su propia servoarmadura había calibrado unos detonadores sincronizados y conectó el extremo del cable a un enganche de energía situado en la placa pectoral. Una luz roja parpadeante del visor del casco cambió de color y brilló dorada al mismo tiempo que sentía una conmoción física cuando las cargas que había colocado quedaron armadas.
Abrió un canal de comunicación con su señor y comandante.
—Lord Berossus, las cargas situadas bajo la fortaleza están preparadas y dispuestas para estallar.
—Pues hazlas estallar ya —le contestó el familiar gruñido de su comandante—. Ya casi hemos llegado al extremo de la rampa.
Keagh se detuvo un instante para saborear el triunfo más brillante de su carrera y permitió que el silencio del túnel lo envolviera antes de enviar una descarga de energía por el cable.
La montaña se estremeció por la fuerza de la explosión en sus entrañas. Miles de toneladas de explosivos y combustible estallaron de forma simultánea en una deflagración que atomizó toda una capa rocosa de Medrengard. Honsou se tambaleó y cayó de rodillas cuando la onda expansiva sacudió la fortaleza. Torres altísimas que habían permanecido en pie a lo largo de milenios se derrumbaron destrozadas, y todos los combatientes fueron derribados.
Varios tanques, e incluso uno de los titanes de Berossus, cayeron de la rampa cuando las ondas de choque se extendieron hacia arriba desde las profundidades. Aparecieron grietas en la mampostería de las almenas y cientos de soldados murieron despeñados al derrumbarse la parte superior. La muralla principal se desplomó, rota como si fuera de papel, y se abrieron al menos una docena de brechas bajo la tremenda fuerza que retorcía el interior de la montaña.
Las réplicas del temblor continuaron retumbando y estremeciendo Khalan-Ghol hasta sus propios cimientos. Honsou oyó un profundo rugido, como si la propia fortaleza aullara de rabia por semejante violación.
Habían abierto brecha en su fortaleza, pero Honsou sólo sentía júbilo mientras los temblores que habían sacudido el lugar empezaban a desaparecer.
—¡Ya te tengo, Berossus! —gritó—. ¡Guerreros de Hierro, preparaos!