Ardaric Vaanes forcejeó con el mortuario bestial durante todo el camino, aunque no le sirvió de nada. Lo tenía bien inmovilizado con las garras de bronce. Sólo podía mover la cabeza. El monstruoso cirujano caminaba por la cámara llena de gritos dando largos trancos sobre unas piernas parecidas a zancos a pesar de lo desigual del suelo. Se alzaba por encima de las abominables creaciones híbridas que se afanaban sobre las mesas de experimentación llenas de sangre y se dirigía hacia algún otro destino igual de odioso.
—¡Pasanius! —gritó—. ¿Puedes oírme?
El sargento de los Ultramarines asintió con gesto aturdido. La cabeza le colgaba floja sobre los dormidos músculos del cuello, así que, Vaanes supo que no tendría ayuda por ese lado hasta que se pasaran los efectos deja droga. Vio que, a excepción de Ventris, los monstruos de túnicas negras los llevaban a todos al mismo lugar. Era una procesión de criaturas grotescas que los llevaban a su condenación. Pasanius estaba casi, inconsciente; a su espalda, seguido muy de cerca por Seraphys, el cuervo sangriento, y los dos guardias imperiales. Los otros nueve supervivientes del grupo de guerreros también estaban allí.
Vaanes maldijo a Ventris, y no por primera vez desde que habían emprendido el viaje hasta Khalan-Ghol, por embaucarlos y hacerles creer que podían llevar a cabo aquella misión suicida. Sobre todo se maldecía a sí mismo por dejarse convencer por su palabrería sobre él coraje. Vaanes no se hacía ilusiones sobre su falta de honor, y no debería haber caído en las mismas y viejas mentiras.
Honsou tenía razón cuando les dijo hasta dónde llevaba el honor. Vaanes había dejado de tener fe en algo semejante hacía mucho tiempo ya, y lo único que había conseguido era décadas de vagar por las estrellas como un mercenario sin hogar hasta que había acabado en aquel planeta infernal.
Se había atrevido a creer que Ventris representaba su última oportunidad de redención, que al aprovecharla quedaría redimido ante los ojos del Emperador. Ahora sabía que no sería así, que aquella promesa se había convertido en humo.
Hizo caso omiso de los gritos y los gemidos de los pobres desgraciados que sufrían bajo el ansia de conocimiento de los mortuarios bestiales. Sus lastimeros sollozos no lograron penetrar en su corazón de piedra. Eran débiles por permitirse sentir. Por sentir dolor, por sentir remordimientos, o angustia y pena. Hacía tiempo que Vaanes se había librado de esas emociones, y sabía que eso lo hacía ser más fuerte.
—Los fuertes, solos lo son más —murmuró para sí al recordar aquellas palabras que oyó de labios de uno de sus primeros contratantes.
El viaje infernal acabó por fin y entraron en una zona circular con una decena de mesas mortuarias de acero colocadas en circunferencia. Todas ellas disponían de un canalón de desagüe en uno de los lados. Una serie de postes de hierro, con una disposición parecida a la de una gran pérgola, rodeaba la zona de trabajo de los cirujanos y soportaba el peso de un aparejo de poleas rematadas con ganchos para colgar carne que había sobre cada mesa. Había varios toneles y bidones colocados en intervalos adecuados para recoger la sangre y los restos desechados, además de un largo conducto lleno de agua negra. En el centro del círculo había una sólida mesa de trabajo, donde se encontraban toda clase de cuchillos largos y cortos, sierras para metales, hachuelas y demás herramientas de corte.
Los mortuarios bestiales colocaron con rapidez a los guerreros del grupo en las mesas y les inmovilizaron los miembros con unas gruesas anillas de hierro con sus correspondientes pernos. Vaanes le soltó una patada a la bestia que lo llevaba cuando le arrancó el retrorreactor de un solo golpe y lo tiró encima de la mesa. El mortuario lo golpeó con una garra de bronce y Vaanes parpadeó para quitarse de los ojos la sangre que salió de la herida hasta el hueso que le había abierto en la cara.
La criatura acercó el rostro muerto al de Vaanes y le siseó algo en su lenguaje chasqueante e ininteligible. Vaanes le escupió un chorro de sangre al ojo. El monstruo alzó la garra para golpearlo de nuevo, pero otro de los mortuarios bestiales le lanzó un siseo enfurecido que lo detuvo. En vez de eso lo inmovilizó sobre la mesa y se aseguró de que las manos estuvieran atadas de forma que no pudiera sacar las garras relámpago.
Vaanes contempló cómo el monstruo que se movía sobre orugas llevaba las armas del grupo a una mesa de investigación y los mortuarios empezaban a catalogarlas con interés científico. Tironeó de las ataduras en un esfuerzo por liberarse y poder matar a sus enemigos.
No esperaba escapar con vida, pero confiaba en matar a unos cuantos de aquellos malnacidos antes de que acabaran con él. Pasanius estaba inmovilizado sobre otra mesa. La parte metálica del brazo le colgaba sobre el borde, y el resto permanecía atado a la superficie lisa por encima de la unión entre la carne y el metal. Los mortuarios bestiales se marcharon en cuanto los dejaron encadenados, ansiosos por continuar con sus propios experimentos macabros.
Sólo se quedaron dos. Vaanes supo que tenía que aprovechar aquella oportunidad para escapar. La criatura mutante que su captor demoníaco había llamado Sabatier entró cojeando en el lugar. Hizo un gesto de satisfacción con la cabeza deformada, que tenía doblada sobre el hombro, al ver a todos los marines espaciales inmovilizados por completo.
—No tan desafiante ahora —le dijo a Vaanes.
—¡En cuanto me suelte, te voy a arrancar la cabeza de cuajo y ya veremos si eres capaz de ponértela de nuevo, monstruo repugnante! —le gritó el marine espacial.
Sabatier se rio con un sonido gorgoteante.
—No. Yo te veré colgado de los ganchos y descuartizado. A ti y a tus amigos.
—¡Te mataré! —aulló Vaanes forcejeando inútilmente contra los cierres metálicos que lo tenían prisionero.
Sabatier se inclinó para acercarse a él, lo que provocó que la cabeza se le bamboleara.
—Disfrutaré con tu muerte. Veré cómo lloras y te cagas encima cuando te destripen y las entrañas se desparramen delante de ti.
Vaanes oyó la tos familiar de Leonid. Volvió la cabeza y desahogó la rabia que sentía con una exclamación de rabia.
—¿Te vas a callar de una vez? —le gritó—. ¡Cállate o muérete ya de una vez, pero deja de hacer ruidos tan patéticos!
Sin embargo, la tos de Leonid quedó apagada por el sonido de una cuchilla giratoria al ponerse en marcha. Vaanes volvió de nuevo la cabeza y vio a los mortuarios bestiales inclinarse sobre Pasanius. Uno de ellos le colocó unas abrazaderas metálicas en el brazo para inmovilizárselo del todo mientras que otro bajó la sierra chirriante hacia la carne, dos dedos por encima del codo del sargento.
Vaanes, horrorizado pero a la vez fascinado de un modo morboso, contempló cómo la sierra mordía la carne del brazo de Pasanius y provocaba una lluvia de sangre por todo el lugar. Pasanius aulló mientras el mortuario bestial profundizaba con la herramienta en el brazo, que no dejaba de agitarse, ya que el dolor venció al sedante que le habían dado. El chirrido de la sierra cambió de tono y Vaanes sintió el hedor del hueso quemado a medida que la cuchilla cortaba el húmero.
La sangre salió a chorros de la herida y se derramó por el suelo, donde se deslizó hasta un agujero medio tapado por coágulos por donde se coló con un gorgoteo repugnante. Vaanes oyó a los dos guardias imperiales llorar de terror ante lo que estaba ocurriendo, pero se los sacó de la cabeza para seguir contemplando la tremenda amputación.
El proceso terminó pocos momentos después, y el mortuario bestial que tenía agarrado el brazo metálico lo separó de su anterior dueño. El dolor le había despejado la mente a Pasanius, así que volvió la cabeza para ver la tremenda carnicería que le habían hecho, y aunque la luz de aquel ominoso lugar era muy escasa, a Vaanes le pareció que en el rostro del sargento aparecía una leve sonrisa.
Acercaron un reluciente cofre criogénico, del que salieron volutas de aire helado cuando lo abrieron para colocar con gran cuidado el miembro amputado en su interior.
Los mortuarios bestiales se apartaron de la mesa y se acercaron hasta el siguiente cuerpo: Seraphys.
—Verás morir a tus hombres uno por uno —le dijo Sabatier con voz ras posa—; Luego te reunirás con ellos.
No sentía dolor, y eso era bueno.
El aire era agradable y la condensación caía como una suave llovizna tibia desde el techo de la caverna. Uriel sabía que debería estar trabajando en la cosecha del campo repleto de largos tallos ondulantes, pero sentía que por las venas de las extremidades le corría almíbar tibio en vez de sangre, por lo que no pudo reunir las fuerzas suficientes para hacerlo.
Le invadió una sensación de tranquilidad reconfortante. Abrió los ojos y vio los tallos que se mecían por encima de su cabeza. Sabía que su padre lo castigaría si no llenaba las suficientes cestas, pero, curiosamente, eso no le importaba. El olor dulce de la condensación de la savia de la cosecha llenaba el aire y tomó una gran bocanada del familiar aroma.
Se incorporó al cabo de un momento y se masajeó la nuca, que se le había quedado algo rígida después de la siesta. Luego movió la cabeza de un lado a otro y de arriba abajo. Le dolían los músculos por el ejercicio que había hecho, y sabía que tendría que estirarlos a conciencia si quería evitar unas dolorosas agujetas más tarde. De todas maneras, los ejercicios calisténicos del clérigo Cantilus por la tarde deberían ser más que suficientes para evitar esos calambres.
Se sentía a gusto con la suave lluvia tibia que le caía sobre la piel sudorosa, y le dio las gracias al Emperador por haberle concedido una vida tan pacífica. Era posible que Calth no fuese el planeta más emocionante donde criarse, pero las pruebas de admisión para el campamento Agiselus serían dentro de poco tiempo, y sabía que allí tendría la oportunidad de demostrar que estaba preparado para hacer grandes cosas.
Quizá si lo hacía lo bastante bien incluso podría…
Pruebas…
¿Qué?
Bajó la vista a las extremidades y vio los poderosos brazos musculados de un marine espacial, no los flacos brazos del chaval de seis años que soñaba con ingresar en la misma academia militar donde Roboute Guilliman en persona se había entrenado. Se puso en pie y descubrió que la cabeza y los hombros sobresalían por encima de los tallos que antes le habían parecido tan altos.
La gente de la granja colectiva donde había crecido estaba dispersa por los campos. Iban vestidos con las sencillas túnicas de color azul claro y trabajaban con denuedo, pero con satisfacción, para recoger la cosecha. El campo llenaba la caverna y se extendía alejándose en una suave curva siguiendo la línea de las paredes rocosas del refugio subterráneo. Una máquina plateada de, irrigación zumbaba y expelía ráfagas periódicas de una fina rociada de líquido sobre la cosecha. Uriel sonrió al recordar los muchos días felices que había pasado trabajando en aquella caverna cuando era un niño.
Pero eso había sido antes…
Antes de que hubiera viajado a Macragge y hubiera comenzado su periplo hacia su transformación en un guerrero del Adeptus Astartes. Aquello había sucedido muchos años atrás, y se quedó sorprendido de la nitidez con la que lo recordaba, algo que pensaba que se había desvanecido de su memoria y que al parecer tenía grabado en la mente.
¿Cómo era posible que estuviera allí con el recuerdo de algo acaecido tanto tiempo atrás?
Uriel cruzó el campo hacia una serie de edificios blancos de aspecto sencillo dispuestos en un trazado simétrico y elegante. Su hogar estaba en aquella granja colectiva, y la idea de estar allí de nuevo le hacía sentir unas emociones que creía desaparecidas hacía tiempo ya.
El aire se oscureció mientras caminaba, y Uriel se estremeció cuando sintió un escalofrío sobrenatural a lo largo de la espalda.
—Yo no iría allí —dijo una voz detrás de él—. Aceptarás que esto es real si lo haces, y es posible que jamás regreses.
Uriel se volvió y vio que se trataba de un camarada, un marine espacial, que iba vestido con la misma túnica azul que los campesinos que trabajaban en la cosecha. Sonrió al reconocerlo.
—¡Capitán Idaeus! —exclamó con alegría—. ¡Está vivo!
Idaeus negó con la cabeza, llena de cicatrices y sin cabello alguno.
—No, no lo estoy. Morí en Tracia, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo —dijo Uriel asintiendo con gesto triste—. Destruyó el puente que había sobre el desfiladero.
—Así es. Morí cumpliendo nuestra misión —le contestó Idaeus de forma intencionada.
—¿Por qué está aquí entonces? Aunque la verdad es que ni siquiera sé dónde está este lugar.
—Claro que lo sabes. Es Calth, la semana antes de que dieras los primeros pasos en el camino que al final te ha traído de vuelta aquí —le contestó Idaeus mientras paseaba con tranquilidad por el sendero que se alejaba de la granja y llevaba hasta uno de los aparatos de irrigación plateados.
Uriel se apresuró a seguir a su antiguo capitán.
—Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué está usted aquí? ¿Y por qué no debería ir a la granja?
Idaeus se encogió de hombros.
—Tan lleno de preguntas como siempre —dijo con una sonrisa—. No puedo decir con seguridad por qué estamos aquí. Después de todo, es tu mente. Tú recuperaste este recuerdo y me trajiste a mí aquí.
—Pero ¿por qué aquí?
—Quizá porque era un lugar seguro al que retirarse —le sugirió Idaeus antes de sacar un pequeño odre de vino que llevaba al cinto para beber un largo trago. Le pasó el odre a Uriel, quien también bebió y disfrutó de un sorbo de auténtico vino de Calth.
—¿Retirarse? —preguntó devolviéndole el odre—. ¿Retirarse ante que?
—Ante el dolor.
—¿Qué dolor? No siento ninguna clase de dolor.
—¿No? —le espetó Idaeus—. ¿No sientes el dolor? ¿El dolor del fracaso?
—No —contestó Uriel alzando la mirada cuando unas densas nubes negras empezaron a arremolinarse en lo más alto de la cueva y unos pensamientos malignos empezaron a interferir aquella escena bucólica.
Cielos muertos, el regusto del hierro. Horrores sin nombre y abominaciones demasiado horribles de contemplar…
El distante retumbar de un trueno hizo retemblar las nubes y Uriel levantó la vista confundido. Aquello no formaba parte de su recuerdo. En las cavernas subterráneas de Calth no se producían tormentas semejantes. Sobre su cabeza empezaron a formarse más nubes, y sintió que lo invadía un temor repentino cuando se acumularon a mayor velocidad todavía.
Idaeus se acercó a Uriel.
—Te estás muriendo. Te están arrebatando todo lo que te convierte en lo que tú eres… ¿No lo sientes?
—No siento nada.
—¡Inténtalo! —lo apremió Idaeus—. Tienes que regresar al dolor.
—¡No! —gritó Uriel cuando comenzó a caer una lluvia oscura y densa. Las gruesas gotas levantaban grandes surtidores de barro.
Asfixiante, coagulante, unas manos que rebuscan dentro de su cuerpo, una horrible sensación de violación…
—¡No quiero volver! —gritó Uriel.
—Tienes que hacerlo. Es el único modo de salvarte a ti mismo.
—¡No lo entiendo!
—¡Piensa! ¿Es que no aprendiste nada de lo que te enseñé? —le preguntó Idaeus mientras la lluvia caía con más fuerza arrancándole la carne de los huesos—. Un marine espacial jamás admite la derrota, jamás deja de luchar y jamás le da la espalda a sus hermanos de batalla.
La lluvia machacó los campos y los braceros corrieron amedrentados hacia la granja. Uriel sintió un deseo casi incontrolable de unirse a ellos, pero Idaeus le puso una mano en el pecho y se esforzó por hablar antes de disolverse por completo.
—No. El guerrero al que le entregué mi espada no se retiraría. Se daría la vuelta y se enfrentaría al dolor.
Uriel bajó la mirada y notó el peso de una espada equilibrada a la perfección en la mano. La hoja relucía con un brillo plateado y la empuñadura dorada destellaba como el sol. Sentía que el peso era algo bueno, algo natural. Cerró los ojos al recordar que había forjado aquella espada en el agradable calor de la noche de Macragge.
—¿Qué me espera si regreso?
—Sufrimiento y muerte —admitió Idaeus—. Dolor y angustia.
Uriel asintió.
—No puedo abandonar a mis amigos…
—Ese es mi Uriel… —dijo Idaeus con una sonrisa. Su voz se desvanecía y su cuerpo ya estaba diluido casi por completo por la fuerte lluvia—. Pero antes de que te vayas… tengo un último regalo para ti.
—¿Qué?
Uriel sintió que la fantasía se esfumaba y que disminuía su capacidad de percepción. Cuando la imagen del capitán desapareció, a Uriel le pareció que decía una última frase, una advertencia susurrada que se desvaneció como la niebla de la mañana…: «Cuidado con tu negro… ¿sol?». Pero las palabras desaparecieron antes de captar por completo el sentido.
Uriel abrió los ojos y sintió el picor del fluido amniótico en la piel. Oyó por encimá de la cabeza el palpitar del corazón de la daemonculati cuando la realidad se hizo presente de nuevo. Rugió de rabia al sentir varios tentáculos umbilicales invadirle el cuerpo. Entraban por los huecos de conexión que tenía abiertos en el cuerpo y a través de los cuales los sistemas de control de la armadura se comunicaban de forma directa con sus órganos internos.
Unos parásitos chupadores se retorcían dentro de su cuerpo, alimentandose y tomando muestras de su carne.
Varias cadenas tintinearon cuando un par de ganchos colgantes unidos por una barra de hierro horizontal bajaron del andamiaje que abarcaba toda la zona de trabajo de los cirujanos. Los pesados ganchos, conectados al resistente sistema de poleas, descendieron sobre la camilla metálica donde se encontraba inmovilizado Seraphys, Un mortuario bestial se dedicó a cortarle la armadura con una facilidad fruto de la práctica mientras el otro preparaba los ganchos. Lo último que le quitó al marine espacial fue el casco. Después, en una de sus extremidades mecánicas apareció un pesado mazo de hierro.
Antes de que a Seraphys le diera tiempo a hacer otra cosa que gritar, la criatura lo golpeó en la cabeza repetidas veces con el mazo.
Seraphys gruñó de dolor, pero los ojos se le pusieron vidriosos después del sexto golpe y la cabeza quedó lacia. El mortuario hizo un gesto afirmativo con la cabeza a su compañero, quien levantó las piernas del marine espacial inconsciente y le atravesó la carne por detrás de los tendones de Aquiles para luego dejar clavados allí unos ganchos. Las piernas de Seraphys estaban separadas de modo que los pies sobresalían de los hombros. Una vez comprobó que el cuerpo estaba asegurado, el mortuario bestial tiró de las cadenas de las poleas y alzó el cuerpo en el aire.
—¿Qué estáis haciendo? —les gritó Vaanes—. ¡Por el amor del Emperador, matadlo ya y acabad de una vez!
—No —siseó Sabatier—. No lo mataremos, No cuando tiene tanta carne suculenta. ¿Ves que le mantienen los brazos paralelos a las piernas? Eso permite un fácil acceso a la pelvis y mantiene los brazos en una posición que permite apartarlos con facilidad.
Sabatier lanzó unas cuantas risitas gorgoteantes antes de seguir con aquella explicación repugnante.
—Si observas la anatomía y el esqueleto, verás que los humanos no estáis preparados para ser trinchados. La gran pelvis central y los anchos omóplatos interfieren demasiado a la hora de hacer cortes perfectos. Además, sois demasiado magros, nada de grasa. Un poco de grasa, aunque no demasiada, le da mayor sabor y jugosidad a la carne.
—¡Maldito seas! —le gritó Vaanes mientras veía al mortuario bestial inclinarse sobre el inconsciente marine espacial. Teñía la cara cubierta de cositas de sangre seca procedentes de las brechas que le había abierto el mazo. Luego, con un largo cuchillo le cortaron de oreja a oreja el cuello, atravesándole la laringe y seccionando las arterías carótidas externas e internas.
La sangre salió a chorro por la tremenda herida antes de que el metabolismo modificado de Seraphys empezase a coagular el flujo, pero Sabatier se acercó cojeando e impidió que la herida se cerrara por completo metiendo las manos en el corte y permitiendo así que la brillante sangre arterial siguiera derramándose sobre un barreño de hierro manchado.
Vaanes fue incapaz de seguir viendo cómo sus captores disfrutaban matando a su camarada como si fuese un simple animal y apartó la mirada de la repugnante operación mientras el mortuario se preparaba para separar la cabeza de su víctima.
Vaanes oyó el repugnante sonido de los músculos al ser cortados y de los tendones y la piel al ser arrancados cuando el mortuario bestial se dedicó a tirar de la cabeza a un lado y a otro en el punto donde la médula ósea se unía al cráneo.
Cerró con fuerza los ojos y tiró con firmeza de los grilletes que lo mantenían inmovilizado sobre la mesa. La cara se le puso púrpura y las venas se le saltaron por el tremendo esfuerzo.
—No sirve luchar, así que no lo hagas —le dijo Sabatier al ver sus forcejeos—. La carne se vuelve más dura. Daña la piel también, pero a nadie le importa eso. Tenemos bastante de los campamentos de carne de las montañas, a pesar de todo lo que destruisteis y quemasteis.
Vaanes sintió un repentino interés a pesar del horror del momento.
—¿Y para qué necesitáis las pieles?
—¡Para vestir a los recién nacidos! —contestó Sabatier con orgullo—. La progenie de las daemonculati sale de sus matrices como criaturas gimientes y sin piel. A los que sobreviven les ponemos piel nueva para unirla a su carne y dejarlos completos, ¡preparados para convertirse en uno de los señores de hierro!
Vaanes sintió que su propia piel se erizaba ante aquella vileza. Que los campamentos de las montañas se utilizaran para producir en masa piel para los guerreros recién nacidos de los Guerreros de Hierro era una abominación demasiado horrible. Abrió los ojos a tiempo de ver a Pasanius mirándolo y haciendo desesperadamente gestos con sus ojos para que Vaanes siguiera hablando. Por un segundo se preguntó para qué, pero luego vio que al tener el brazo cortado, Pasanius casi había logrado sacar el muñón cauterizado del grillete de hierro que mantenía la extremidad sobre la mesa. Se obligó a mismo a volver a mirar el despiece de su camarada.
—Dijiste que a los que sobreviven se les cose la piel a la carne. ¿Qué les pasa a los que no sobreviven?
Sabatier se rio y centró su atención en Vaanes.
—Los recién nacidos que son demasiado deformes o que están demasiado mutados son arrojados a las montañas con los demás desperdicios de Khalan-Ghol. Tus huesos y tu piel desgarrada se reunirán con ellos dentro de poco.
—Los sinpiel… —murmuró Vaanes al reconocer en la breve descripción de Sabatier a los terribles monstruos rojos que vagabundeaban por las montañas—. Son nacimientos fallidos…
—Sí —siseó Sabatier—. La mayoría mueren a los pocos minutos, pero algunos logran sobrevivir.
—Pagarás por esto —le prometió Vaanes al ver que Pasanius había conseguido por fin sacar el brazo del grillete mientras los mortuarios bestiales seguían con su ruidosa tarea en el cadáver colgante.
Uriel intentó gritar, pero el ácido fluido matricial le llenó la boca, y su cuerpo sufrió espasmos cuando su debilitado sistema respiratorio se esforzó por sacar tanto oxígeno como pudo del líquido que le llenaba el pulmón. Estaba flotando en la asquerosa gelatina amniótica de la matriz de la daemonculati. La piel le ardía a causa de los ácidos gástricos que se habían filtrado a causa de la virulencia de los sortilegios utilizados para deformar y mutar el cuerpo de la mujer.
Forcejeó contra las suturas que lo mantenían inmovilizado. Sintió que ganaba fuerza con cada una que arrancaba de la piel llena de ampollas. El afán por liberarse le ardía como un fuego en el pecho. Manoteó y luchó como una bestia feroz. Arrancó las últimas suturas y se quedó flotando y libre en la matriz.
Uriel desgarró con las manos y mordió los pliegues de carne. Notó en la boca el sabor de la sangre y de los tejidos grasientos mientras se abría camino hacia arriba. Cada inhalación era una puñalada de fuego en el pulmón. Empezó a ver puntitos y los latidos le sonaban en los oídos igual que cañonazos, un retumbar que tenía un eco extraño, como si estuviese oyendo algo más que su corazón en aquella celda de carne.
Se retorció y pateó, siempre empujándose hacia arriba y atravesando la carne con las manos.
De repente, la mano derecha salió a un lugar seco al atravesar la piel tensa del vientre de la daemonculati. Espoleado por la perspectiva de estar a punto de quedar libre, Uriel redobló sus esfuerzos y metió la otra mano en la fisura para ensancharla. La piel se rasgó a la altura de los puntos de sutura y los fluidos llenos de espumarajos del interior del vientre de la bestia se derramaron sobre el suelo de rejilla. Uriel sacó la cabeza de la daemonculati y vomitó el asqueroso fluido matricial para luego aspirar una gran bocanada de aire. Aunque el lugar apestaba a sangre y a putrefacción, le pareció el aire más puro de las montañas de Macragge comparado con el interior de la matriz.
Se retorció una y otra vez hasta que consiguió hacer pasar sus anchos hombros, y luego hizo palanca con todo el cuerpo para sacar el torso del interior de la daemonculati. Uriel cayó al suelo desde el vientre de la criatura envuelto en un apestoso baño de sangre, visceras y fluidos patriciales.
Se quedó allí tosiendo y jadeando en busca de aire mientras oía gritos de alarma a su alrededor. Levantó la cabeza y vio a un par de mutantes jorobados vestidos con monos de faena enterizos de goma negra que corrían hacia él. Iban armados con unas alabardas de gran longitud y hojas curvadas. La rabia se apoderó de Uriel cuando los vio.
Se puso en pie algo inseguro, Se abalanzaron contra él apuntando las armas contra su vientre. Uriel esquivó la primera alabarda y se apartó de la segunda, dirigida contra la ingle. Agarró el asta de la primera alabarda y le propinó un puñetazo al mutante en el visor que le aplastó el cráneo. Le dio la vuelta con rapidez al arma y bloqueó con facilidad un torpe ataque contra la cabeza para después atravesar por completo a su oponente a la altura del estómago. El mutante aulló de dolor y Uriel sacó la alabarda empujando con el pie el cuerpo convulso.
Se dejó caer de rodillas al lado de los dos cadáveres, llorando y aullando de rabia. Se encogió sobre sí mismo mientras la furia y el horror amenazaban con apoderarse de él. Escupió un salivazo de fluido gris y en ese momento oyó una voz que maldecía a gritos a alguien.
Uriel se obligó a sí mismo a contener las emociones que lo embargaban cuando reconoció la voz de Ardaric Vaanes. No captó las palabras exactas del renegado, pero percibió con claridad la amargura y la ira de la voz.
El corazón se le endureció poseído por una rabia vengativa y se puso en pie, todavía algo tambaleante, con la ayuda de la alabarda y se dirigió hacía el origen de los gritos.