Uriel observó las siluetas en la claridad mientras descendían de las altas laderas de las crestas. Bajaban con rapidez, moviéndose entre las rocas irregulares a gran velocidad a pesar de sus extremidades terriblemente malformadas. Los amplios pechos respiraban dando grandes bocanadas mientras olfateaban su presa, y abrían las babeantes mandíbulas para revelar unos grandes colmillos amarillentos. Unas garras ennegrecidas sobresalían de los dedos carnosos.
Tan terriblemente deformados como las bestias que habían visto atacando el campamento de carne, aquellos monstruos eran un horror similar de anatomías perturbadas. Extremidades colocadas al revés, órganos palpitantes mutados envueltos por esqueletos, cabezas y pechos fusionados con excreencias de huesos y tendones, gemelos siameses envueltos por cintas carnosas y algunos con vientres grotescamente hinchados que recordaban las madres demoníacas que les habían dado vida.
—De una sentencia de muerte a otra —observó Ardaric Vaanes agria mente, desenvainando sus cuchillas relámpago.
—¡Cállate, Vaanes! —lo cortó Uriel mientras sacaba la espada y activaba la hoja.
Los miembros del grupo de guerreros que habían conservado sus armas las empuñaron y se prepararon para la batalla. Iba a ser una lucha desigual, pero era una batalla que tenían que afrontar. Leonid dejó al herido Ellard y agarró una piedra de aristas irregulares.
Los sinpiel estrecharon el cerco sobre ellos. Sus extremidades grotescamente musculosas e hinchadas los propulsaban rápidamente por el suelo rocoso de la depresión, ávidos por saborear la carne cálida y sangrienta. La bestia más cercana chapoteó en el agua fétida del estanque sin que el ruido que producía el desagüe pudiera enmascarar sus bestiales gruñidos de monstruoso apetito. Sus musculosos miembros delanteros adoptaron la forma de poderosos puños cuando se preparó para atacar. Mientras las criaturas avanzaban a grandes zancadas, Uriel y los demás formaron un círculo, dispuestos a morir luchando y afrontando su muerte como guerreros.
—Sois carne… —dijo entre dientes el sinpiel mientras vadeaba el estanque hacia ellos.
Uriel se sobresaltó, sorprendido y asombrado de que la criatura pudiera hablar. Vaanes le había dicho que aquellas bestias eran los fallos de producción de los guerreros de hierro, y hasta ese momento había pensado que no eran otra cosa que experimentos fallidos llevados a cabo por los mortuarios bestiales, similares a Sabatier.
Sin embargo, viéndolos tan cerca y dado que él mismo había alimentado las matrices de las daemonculati, ya lo entendía todo mejor. Recordó cómo suturaban a los niños a las matrices demoníacas y comprendió que un método tan imperfecto de creación como aquél acarrearía más fracasos que éxitos…
—Por la sangre del Emperador —susurró Uriel cuando cayó en la cuenta de la relación que compartía con los sinpiel. Alzó la vista hacia la tubería de desagüe que se elevaba sobre ellos en la cara de la roca, comprendiendo por qué habitaban en las montañas esas bestias.
Devolvió toda su atención a los sinpiel cuando la bestia se alzó sobre las dos piernas y les lanzó un aullido de desafío. Uriel sintió una descarga de adrenalina en su sistema sanguíneo ante la altura de la cosa. Su pecho como un tonel estaba entrecruzado por pliegues de piel injertados de forma imperfecta, sujetos a su estructura muscular por fragmentos de hueso. La cabeza era una vasta pesadilla hidrocefálica con múltiples ojos amarillentos y una mandíbula distendida que dejaba ver unos colmillos romos, perfectos para triturar los huesos hasta convertirlos en una pasta digerible.
—Sangre —dijo el monstruo, asintiendo con su elefantina cabeza y lamiéndose los labios.
El resto de las criaturas se quedaron atrás mientras la bestia que iba en cabeza se acercaba. Uriel sintió que era testigo de una mentalidad tribal, de manada.
Uriel dio un paso hacia la bestia y aguantó en alto su espada, a dos manos, ante él.
—¿Qué haces? —dijo Pasanius.
—Creo que éste es el macho dominante del grupo —dijo Uriel—. Tal vez si lo mato, los demás no atacarán.
—O nos harán trizas más rápidamente —dijo Leonid.
—Cierto —admitió Uriel—, pero no creo que tengamos elección.
—Hazlo lo mejor que puedas —dijo Vaanes, envainando sus cuchillas.
La bestia observó cómo se acercaba Uriel, flexionando los grandes músculos de la mitad superior del cuerpo. Uriel intentaba leer su expresión, pero los amorfos rasgos no brindaban ninguna pista sobre sus pensamientos.
—¡Vamos! ¡Ven y atrápame si quieres comerme! —gritó.
El monstruo dio un salto hacia adelante y Uriel apenas pudo evitar un golpe que le habría arrancado la cabeza si hubiera logrado conectar. Se agachó cuando vio venir el golpe y se fue hacia un lado del sinpiel, desde donde lanzó la espada contra la espalda del monstruo. La hoja apenas se hincó un centímetro en la carne y Uriel sintió la vibración del golpe en los brazos, quedándose espantado al ver que la energía letal de su arma no había logrado cortar en dos al monstruo. Antes de poder recuperarse de la sorpresa, la bestia se echó encima de él y lo golpeó con los puños carnosos. Uriel cayó al agua y se alejó rodando de una atronadora pisada que provocó un géiser de líquido pútrido.
—¡Uriel! —gritó Pasanius, adelantándose para ir en su ayuda.
—¡No! —gritó Uriel, alejándose del monstruo a rastras sobre la espalda y metiéndose bajo la cortina de agua que caía de las cámaras de los mortuarios bestiales—. ¡Si me ayudas, atacarán!
Uriel salió del torrente espumoso y se lanzó hacia adelante, clavándole la espada al monstruo en la ingle. La punta de la espada apenas penetró en la superficie carnosa del sinpiel antes de resbalar sobre ella sin causar gran daño. La bestia lanzó un rugido y lo agarró con el puño, cerrando bruscamente las mandíbulas en uno de los costados de Uriel. Este chilló de dolor y se revolvió, salvándose de ser destripado, y clavó su espada en la cabeza del monstruo.
La hoja le rozó los globos oculares y el monstruo lanzó un aullido de dolor. Sus garras sufrieron un espasmo y soltó a Uriel, que cayó al suelo ante el sinpiel, y con un rugido de rabia, lanzó un ataque en línea recta con la espada poniendo toda su fuerza en el golpe.
Dio un grito de triunfo cuando la punta de la hoja penetró en una parte más blanda de la carne del monstruo y pudo hundirle toda la espada en el cuerpo. Un pesado puño le impactó en el hombro y lo hizo caer de rodillas en el agua. Sintió cómo le crujía la clavícula y abrió el puño que sostenía la espada. Miró a los ojos inyectados en sangre del sinpiel y comprendió que no podía derrotarlo. A pesar de que una espada chisporroteante le estaba atravesando el vientre, el monstruo no daba señal alguna de notar la herida.
Uriel había hecho frente a la fuerza de un dios estelar, había destruido el corazón de una nave colmena de los tiránidos, se había enfrentado al poder inimaginable de un psíquico incontrolado y ahora estaba a punto de morir a manos de un monstruo que estaba muy cerca de él a nivel genético. Las garras del monstruo volaron hacia él, pero antes de que pudieran atrapar su cabeza y romperle el cráneo en pedazos, un atronador rugido resonó en los laterales de la depresión y, todos a una, los sinpiel que lo rodeaban se retiraron con un temeroso respeto.
De repente se hizo el silencio, una paz súbita, y Uriel vio cómo descendía lentamente a la depresión colmada de agua una bestia terrible, más grande que las demás. El sinpiel con el que acababa de luchar Uriel era una monstruosidad gigantesca e hinchada, pero aquella bestia pertenecía a una magnitud mayor. Su físico era colosal y estaba cubierto de crecimientos antinaturales de poderosos músculos. Una fuente de energía primaria y destructiva. Rojo y en carne viva, su cuerpo era una masa brillante de músculos húmedos al descubierto, donde podían verse los tendones hinchándose y contrayéndose cuando se movía. Si había un macho dominante entre los sinpiel, entonces con toda seguridad debía ser ese. Uriel reconoció a la cosa como la criatura que había liderado el ataque contra los esclavos amontonados en el campamento de carne.
Tenía la cabeza incrustada entre los hombros y mostraba una cara esquelética, con unos ardientes ojos amarillentos que destacaban en un fondo de rasgos cubiertos de sangre. Sin la cobertura de la piel, sus rasgos eran inertes y sin expresión, su boca no tenía labios y la nariz no era más que un profundo corte torcido en el centro de la cara. A diferencia de muchos de sus hermanos, conservaba un grado de humanidad en sus formas, aunque su inmenso corpachón estaba incluso más allá de lo que contaban las antiguas leyendas sobre los primarcas.
Pero lo peor de todo era que Uriel podía ver un brillo de inteligencia escondido en el interior de su calculadora mirada. Aunque parecía que a los demás de su clase se les había ahorrado el pleno conocimiento de su destino y el horror de su existencia, Uriel sabía que esa terrible criatura sabía perfectamente la condena que suponía su sino.
Descendió al valle con una serie de gruñidos y rugidos guturales, y los sinpiel que los rodeaban dejaron paso a quien seguramente era su señor…, el jefe de los sinpiel. Uriel sintió un temblor al pronunciar la frase, no pudiendo evitar una mueca ante lo apropiada que era.
Entró en el estanque chapoteando y salpicando con los pies. Se dirigió hacia él y empujó a la criatura que tenía todavía la espada de Uriel en el vientre. Se agachó hacia el agua, pero su cabeza seguía metros por encima de la de Uriel, y tiró de él hasta colocarlo a sus pies, cerca de sus horribles rasgos.
Uriel forcejeó con la bestia, pero su fuerza era superior a la de un dreadnought y lo inmovilizó con firmeza. Lo levantó del agua y lo sostuvo cerca de su cara. Los pliegues irregulares de piel que tenía alrededor de la cavidad nasal aletearon cuando lo olfateó.
Una gruesa lengua le sobresalió de la boca y Uriel sintió náuseas ante el olor a cadáver del aliento del monstruo cuando el correoso apéndice le lamió la piel de la cara. Antes de que le sobreviniera una arcada, el jefe de los sinpiel lo dejó caer al agua, y Uriel soltó un gruñido de dolor cuando chocaron los extremos astillados de la clavícula.
La gran criatura se volvió a los sinpiel que estaban alrededor del estanque.
—¡No carne todavía! Tal vez despreciados como nosotros. Olor y sabor a madre de carne en él —dijo. Las palabras sonaban distorsionadas y guturales.
Los sinpiel echaron la cabeza hacia atrás y lanzaron un aullido lastimero que resonó en los altos picos de las montañas, y Uriel no pudo decidir si el grito era un gesto de bienvenida o un desesperado aullido de pena.
El sonido palpitante del Corazón de Sangre todavía resonaba en las cámaras de los mortuarios bestiales, el aire seguía llevando el hedor de la desesperación y el embotamiento psíquico seguía cubriendo el alma. Pero aunque todo siguiera igual, había un ligero cambio en la dinámica de la cámara Honsou no lo había notado al principio pero, mientras acompañaba al mortuario bestial de piernas de bronce por las sendas de los moribundos, lo advirtió en las abatidas caras esqueléticas de los monstruos vestidos de negro…
—¿Se ha dado cuenta…? —susurró Obax Zakayo, leyendo los pensamientos de su señor.
—Sí —replicó Honsou—. Tienen miedo, y eso no ocurre muy a menudo.
Honsou pensó que tenían buenas razones para sentir miedo. De los prisioneros que les había confiado el señor de Khalan-Ghol para que los destruyeran, habían matado a dos y el resto habían escapado. Como era obvio, los siniestros recuerdos del último señor de la fortaleza todavía ardían en las mentes de los mortuarios bestiales, y Honsou se encontró con que estaba disfrutando con su aprensión cuando llegó al círculo mortuario donde se había atado con grilletes a los marines espaciales que seguían a Ventris.
En el centro del círculo estaban los restos mutilados y desmembrados de los dos mortuarios, sus cuerpos convertidos en trozos de carne grisácea. Honsou se arrodilló junto al más cercano y tiró del brazo muerto que llevaba un peligroso taladro clavado a su vez en la cabeza destrozada.
—Me temo que es posible que haya subestimado a ese Ventris y su grupo —dijo.
—¿Piensa que sea algo más que uno de los mercenarios de Toramino?
Honsou asintió con la cabeza.
—Estoy empezando a pensar que puede que no tenga nada que ver con Toramino, que puede que esté aquí por sus propias razones.
—¿Qué razones?
Honsou no contestó al principio, pero luego chasqueó los dedos y ordenó que se acercara uno de los susurrantes y siniestros cirujanos. Una bestia alta de piernas de gruesas cuchillas y garras hidráulicas chasqueantes en lugar de brazos se encorvó para ponerse frente a él. Sus mandíbulas brillaban a pocos centímetros de la cara de Honsou.
—¿Tú pusiste a Ventris en la daemonculati? —preguntó.
—Sí. Lo cosí dentro. En la matriz, como los demás. No debería estar vivo.
—No —asintió Honsou—. Está claro que no debería estarlo. Enséñamelo.
—¿Enseñar qué al señor de Khalan-Ghol? —dijo entre dientes el mortuario bestial.
—Enséñame dónde lo implantaste —le ordenó Honsou—. Rápido.
La criatura asintió y se irguió, comenzando a andar con paso majestuoso entre los barriles de visceras y sangre en dirección hacia la rampa más cercana que conducía a las pasarelas de las daemonculati. Honsou y Obax Zakayo lo siguieron, observando con interés algunos de los más crueles e inusuales experimentos dolorosos que se estaban llevando a cabo en búsqueda del conocimiento letal.
—Con el debido respeto, mi señor —comenzó a decir Obax Zakayo—. ¿Es sensato preocuparse por la suerte de unos pocos renegados? Los ejércitos de lord Berossus están a las puertas de Khalan-Ghol.
—¿Y?
—Y les quedan algunos días como mucho para derribar las murallas…
—Berossus no entrará. Tengo planes para él.
—¿Alguno que quiera compartir?
—No, contigo no —le espetó Honsou mientras llegaban a la parte superior de la rampa—. A ver si lo entiendes, Obax Zakayo: eres mi sirviente, un mero funcionario y nada más. Tú serviste con un señor que había olvidado por qué participamos en la Guerra Eterna, un señor que había permitido que se consumieran los amargos fuegos de la traición del Falso Emperador en lugar de brillar intensamente en su pecho. ¿Has olvidado cómo fue casi destruida guerrero por guerrero nuestra legión debido a sus traiciones irreflexivas y despreocupadas? ¿Has olvidado cómo permitió que nos estancáramos y nos convirtiéramos en poco más que carceleros? El Falso Emperador nos condujo a este destino, condenándonos a sufrir una eternidad de tormentos en el Ojo, y mientras que Forrix olvidó todo eso, yo no.
—Yo sólo quería decir… —comenzó a decir Obax Zakayo.
—Ya sé lo que querías decir —replicó Honsou, avanzando por la pasarela y dejando atrás las masas jadeantes de carne que se debatían agónicamente con la nueva vida—. ¿Crees que no sé nada de tus tratos con Toramino y con Berossus? Me has traicionado, Obax Zakayo. Lo sé todo.
Obax Zakayo abrió la boca para protestar, pero Honsou se dio la vuelta y negó con la cabeza.
—No digas nada. No te culpo. Viste una oportunidad y la aprovechaste. Pero pensar que alguien como tú pudiera ser más listo que yo… ¡Por favor!
Las servogarras encorvadas de los hombros de Obax Zakayo se enderezaron, abriéndose y cerrándose como las mandíbulas de una malévola serpiente mecánica, y el gigantesco guerrero de hierro agarró con fuerza su hacha sierra.
Honsou sonrió y volvió a negar con la cabeza al tiempo que dos mortuarios bestiales asomaron detrás de Obax Zakayo. Le arrebataron el hacha de las manos y la partieron como si de una pequeña rama se tratara mientras unas garras de bronce le atenazaban las extremidades y unas pinzas chasqueantes movidas por pistones le cortaban los brazos mecanizados de la espalda.
—¡No! —gritó Obax Zakayo mientras lo levantaban en el aire—. ¡Sé cosas que te interesan!
—No lo creo —dijo Honsou—. Toramino no es tan estúpido como para confiarte nada de importancia.
Honsou asintió con la cabeza al mortuario bestial.
—Haced con él lo que os plazca —le dijo.
Se dio la vuelta mientras Obax Zakayo lanzaba maldiciones contra él y era llevado por los mortuarios bestiales a su, con toda seguridad, destino sangriento. Honsou no estaba sorprendido por la traición de Obax Zakayo; y, desde luego, su traición le había resultado extremadamente útil. Pronto Berossus y Toramino aprenderían el coste de depositar la confianza en un pobre traidor como ese.
Se quitó a Obax Zakayo de la mente y comenzó a andar a lo largo de la rejilla de la pasarela hasta donde la criatura que lo había conducido allí estaba pinchando y cortando a una masa sibilante de carne desgarrada e hinchada. Los rasgos deformados por el dolor de la daemonculati lo miraban fijamente con una expresión silenciosa de horror; sus ojos vidriosos giraban enloquecidos en medio de un dolor indescriptible. Honsou hizo caso omiso de aquel sufrimiento y se inclinó para examinar el vientre rasgado, donde recientemente le habían abierto de forma bastante tosca la carne suturada.
—Desde el interior… —comentó Honsou—. Salió él solo.
El mortuario bestial negó con la cabeza, aunque Honsou podía ver claramente su confusión por semejante hecho.
—¿Cómo pudo Ventris hacer algo así? —preguntó Honsou.
—No lo sé. La daemonculati lo asimiló y le administró somníferos. No debería haber ocurrido —dijo con voz áspera el mortuario.
—Y sin embargo ocurrió —musitó Honsou, tirando de los grasientos pliegues de carne del vientre rasgado de la daemonculati.
Las resbaladizas entrañas de la gran bestia jadearon y se estremecieron cuando la tocaron, y Honsou se apartó al ver que la criatura estaba comenzando a sufrir un violento ataque y que todo el enorme cuerpo se estremecía. Aunque no poseía algo que pudiera llamarse voz, su destrozada garganta emitió un gemido agudo y penetrante y un chorro de sangre brotó de la herida abierta.
—¿Qué le está ocurriendo? —exigió saber Honsou.
—La matriz está lista para expulsar su producto —explicó el cirujano.
El vientre de la daemonculati evacuó más sangre y fluidos amnióticos y el mortuario bestial se estiró para dar un corte a su estructura interna con las extremidades largas como espadas. Unos tubos sibilantes y gorgoteantes llevaban fuera los fluidos de desecho, y Honsou pudo oír un crujido de huesos y el sonido seco de los tendones al partirse en el interior del cuerpo de la daemonculati.
El mortuario hizo un corte para ampliar la herida y la criatura de la daemonculati cayó finalmente al suelo acompañada de un chapoteo de sangre y visceras azules y moradas.
Aterrizó con un golpe húmedo y carnoso. Poseía una poderosa musculatura y su proceso de creación había ido mucho más allá de la inexperta juventud que lo caracterizaba cuando fue implantado. Honsou se arrodilló ante el tembloroso recién nacido. El cuerpo sin piel temblaba debido a la violencia del parto. Incluso envuelto en el brillante y abultado cordón umbilical, Honsou podía ver que aquel nacimiento era perfecto, que no habría necesidad de echarlo por las tuberías con el resto de los desechos.
Una película residual recubría sus músculos, y en seguida comenzó a llorar de dolor cuando el mortuario bestial lo alzó del suelo.
—Espera —dijo Honsou, que avanzó hacia él y se puso a quitarle al recién nacido una gran cantidad de baba ensangrentada y salpicada de materia del brillante cráneo rojo y a limpiar los fluidos del parto de las facciones sin piel.
El recién nacido levantó la cabeza cuando lo tocó Honsou, mirándolo a la cara con una temible gravedad. Honsou dejó al marine espacial del Caos a su siniestro partero provisto de garras.
—Límpialo y vístelo con una piel nueva —ordenó—. Dale la armadura de Obax Zakayo y tráemelo cuando esté listo.
El mortuario bestial asintió con la cabeza y se llevó a rastras al recién nacido que no cesaba de llorar.
Y el señor de Khalan-Ghol se echó a reír cuando cayó en la cuenta de que los dioses del Caos podían tener a veces cierto sentido del humor.
Si la factoría había caído en desuso y luego había sido colonizada por los sinpiel o si éstos la habían tomado por la fuerza era algo imposible de saber, pero a juzgar por su mal estado y los restos desparramados por todas partes, cualquiera de las dos explicaciones podía ser posible. Uriel se había quedado horrorizado por la fealdad de los sinpiel que había visto en la superficie de Medrengard, pero eso no era nada comparado con los horrores de aquellos que habían permanecido en la oscuridad allí abajo. Cómo podían vivir criaturas como ésas era algo que dejaba perplejo a Uriel, pero aunque sentía una gran repugnancia por sus horribles formas, también sentía una gran pena por ellos, ya que también eran víctimas de la maldad de los Guerreros de Hierro.
Uriel no tenía forma de medirlo, pero creía que habrían pasado unas diez o doce horas desde que habían escapado de las mazmorras de Khalan-Ghol. Conducidos por el jefe de los sinpiel en una agotadora marcha por los picos altos de las montañas, se dirigían a un destino desconocido, aunque les era imposible saber si los habían tomado como prisioneros o como compañeros de armas. Uriel y Pasanius habían vendado la herida de Ellard y lo llevaban con ellos, a pesar de las protestas de Vaanes diciendo que el hombre estaba medio muerto y que deberían dejarlo.
Después de dejar el estanque en la base de acantilado a donde los había llevado su frenética lucha desde las profundidades de Khalan-Ghol y a través de sus alcantarillas, Uriel había observado que estaban a muchos kilómetros de la fortaleza. Después de recorrer muchos más, el grupo de guerreros había llegado a una gran grieta de la ladera de la montaña de donde salían unas ominosas nubes de vapor y se acumulaban montones de despojos y huesos.
Descendiendo en la siniestra oscuridad de la falda de la montaña, el pasaje de roca acababa por abrirse a una amplia cámara donde tal vez un terremoto había abierto en dos una factoría subterránea. Unas combadas columnas de hierro sostenían el techo abovedado que se apoyaba sobre unas inmensas vigas fijadas con remaches. Unos rayos de luz tenebrosa penetraban cual lanzas a través de unas torres de ventilación hechas añicos que perforaban el techo e iluminaban un espacio donde todo resonaba. Unos ondulantes puentes de cuerda anudada conectaban los bosques de columnas y un gran foso que se había excavado en el centro del suelo de la factoría, donde algo que no podían ver brillaba y se retorcía en la tenue luz.
Pilas de oxidada maquinaria hecha añicos descansaban en charcos de humedad, y grupos de los sinpiel, cientos de ellos, se concentraban a su alrededor, con los rojos cuerpos húmedos y brillantes. Aquellos sinpiel eran los verdaderos monstruos, tan transformados y deformes que eran incapaces de cazar o, en algunos casos, ni siquiera podían moverse. Montones de carne modificada, innumerables extremidades retorcidas y simbiontes deformes de carne fundida que hablaban atropelladamente y aullaban a causa de constantes dolores.
—Son tantos… —dijo Uriel.
No pudo continuar con su comentario ya que fueron conducidos a las profundidades de la factoría y el jefe de los sinpiel les indicó que tenían que sentarse al abrigo de una prensa que tenía unos martillos pilones del tamaño de un tanque de batalla.
—Vosotros, no moveros.
—Espera —dijo Uriel—. ¿Qué quieres de nosotros?
—Tribu necesita hablar. Decidir si vosotros despreciados como nosotros o sólo carne. Probablemente os mataremos a todos —admitió el jefe de los sinpiel—. Buena carne en vuestros huesos y piel nueva para vestir.
—¿Matarnos? —replicó Vaanes—. Si al final vais a matarnos, ¿para qué narices os habéis molestado en traernos aquí, maldito adefesio?
—Débiles de tribu necesitan carne —dijo con voz áspera el monstruo, mirando a Ellard con poco disimulado apetito. El sargento los había sorprendido a todos sobreviviendo al viaje, aunque Uriel sabía que seguramente no duraría mucho más. La sangre estaba empapando el vendaje que habían improvisado con la chaqueta andrajosa de su uniforme y tenía la cara muy pálida—. No pueden cazar, así que traemos carne.
—Tenías que preguntar —gruñó Pasanius.
Vaanes se encogió de hombros y se dejó caer al suelo, dando la espalda a los ultramarines.
El jefe de los sinpiel se había ido para unirse a su tribu dejándolos en compañía de una docena de monstruos gigantescos, todos ellos más grandes que un dreadnought y equipados con un temible conjunto de colmillos y largas y húmedas garras.
Desde entonces llevaban esperando horas en una penumbra maloliente mientras sus captores —o hermanos— discutían si matarlos o no. La criatura con la que había luchado Uriel en el estanque del desagüe era uno de los guardias, aunque aparentemente seguía sin molestarle mucho el arma que tenía alojada en su vientre.
—Maldita sea, ojalá supiera qué están haciendo —dijo Uriel, dando la espalda a las criaturas que los rodeaban.
—¿Ah, sí? —dijo Pasanius—. Yo no estoy tan seguro.
—No podemos seguir aquí. Tenemos que volver a la fortaleza.
—¿Volver a la fortaleza? —se echó a reír Ardaric Vaanes—. ¿Lo dices en serio?
—Totalmente en serio —asintió Uriel—. Tenemos que cumplir un juramento de muerte, destruir a las daemonculati o morir en el intento.
—Entonces vais a morir —aseguró Vaanes.
—Entonces moriremos —dijo Uriel—. ¿Has oído algo de todo lo que te he dicho, Vaanes?
—No te atrevas a sermonearme sobre el honor y el deber, Ventris —lo avisó Vaanes—. Ya he visto suficiente de lo que tu honor tiene que ofrecer. La mayor parte de los nuestros ha muerto, y ¿para qué?
—Ningún guerrero muere jamás en vano si muere por honor al servicio del Emperador.
—Ahórrame tu sabiduría de pacotilla, Ventris —dijo Vaanes con desdén—. Ya he tenido suficiente de todo eso. Si sobrevivimos a esto, no me voy a acercar otra vez a esa fortaleza. Ya estoy harto de tus heroísmos y te voy a dejar a tu suerte.
—Estaba equivocado contigo, Vaanes —dijo Uriel—. Pensé que aún te quedaba honor, pero ya veo ahora que no es así.
Vaanes no le hizo caso y se quedó mirando hoscamente a las bestias deformes que lo estaban observando.
Uriel se volvió hacia Pasanius.
—Estamos solos, amigo mío.
—Eso parece —asintió Pasanius lentamente, y Uriel entendió que su amigo estaba esforzándose para hablar teniendo que cargar con el terrible peso de la culpa.
Un silencio incómodo se hizo entre ellos. Ninguno de los dos sabía la forma adecuada de romperlo o de cómo comenzar a decir lo que se necesitaba decir.
—¿Por qué no me lo dijiste? —dijo Uriel por fin.
—¿Cómo podía hacerlo? —dijo entre sollozos Pasanius—. Estaba deshonrado. ¡Marcado por el mal y corrupto!
—¿Cómo? ¿Cuándo? —preguntó Uriel.
—En Pavonis, creo —dijo Pasanius, las palabras, ya sin freno, salían a borbotones en un arrebato de confesión—. ¿Recuerdas que odiaba el brazo implantado desde el mismo momento en que los artesanos de la corporación Shonai me lo injertaron?
—Sí —asintió Uriel, recordando cómo se quejaba Pasanius de que el brazo nunca podría ser tan bueno como uno que se fortalezca con una vida de guerras.
—No sabía ni la mitad de lo que me iba a pasar —continuó Pasanius—. Con el tiempo me acostumbré a él, incluso comencé a apreciar la fortaleza del brazo, pero cuando me di cuenta por primera vez de que algo iba mal fue cuando luchamos contra los orcos en la Muerte de la Virtud.
Uriel recordaba bien la lucha desesperada para destruir la nave espacial infestada de orcos y tiránidos que se había deslizado en el sistema de Tarsis Ultra y que anunciaba la gran batalla contra una flota secundaria de naves biológicas procedentes de la flota enjambre Leviathan.
—¿Qué ocurrió?
—Estábamos luchando contra los orcos, justo antes de que mataras al jefe, ¿recuerdas? Uno de los pieles verdes se colocó a mi espalda y por poco me dejó sin cabeza con su sierra mecánica.
—Sí, paraste el golpe con el brazo.
—Sí, eso es, y tú viste el tamaño de aquella hoja. Debería haberme partido el brazo en dos, pero no lo hizo. No tenía ni siquiera un rasguño.
—Pero eso es imposible —dijo Uriel.
—Eso es lo que yo pensé, pero para cuando dejamos aquel sitio y volvimos al Thunderhawk, estaba como nuevo y no tenía ni un arañazo.
—Lo recuerdo… —susurró Uriel, viendo el brazo de Pasanius estirándose para tirar de él y salvarlo cuando las cargas de demolición habían comenzado a destruir la nave espacial—. Brillaba como la plata.
—Lo sé —asintió Pasanius—, pero no me di cuenta de que mi brazo debería haber estado pulverizado hasta que volvimos a bordo del Vae Victus. Pensé que tal vez me había imaginado que me habían golpeado tan duro, pero ahora ya sé que no.
—¿Cómo es posible? ¿Crees que los adeptos de Pavonis tenían acceso a alguna forma de tecnología alienígena?
—No —dijo Pasanius sacudiendo la cabeza—. Los demonios de piel plateada con los que luchamos en Pavonis, los sirvientes del Portador de la Noche, podían hacer lo mismo. No importaba con cuánta fuerza se les cortara, acuchillara o disparara; ellos volvían a ponerse en pie y sus cuerpos se recomponían delante de nosotros.
—Los necrontyr —escupió Uriel.
Pasanius asintió.
—Sí, necrontyr. Creo que parte del Portador de la Noche entró en mí cuando me cortó el brazo, algo corrupto que esperó y luego encontró su hogar en el metal de mi nuevo brazo.
—¿Por qué no dijiste nada? —dijo Uriel—. Era tu deber informar de una cosa así.
—Lo sé —dijo Pasanius con desánimo—. Pero estaba avergonzado. Ya me conoces, siempre he afrontado las cosas por mi cuenta. Siempre he sido así desde que era un niño en Calth.
—Lo sé, pero aun así deberías haber informado a Clausel. Tendré que informar de ello cuando volvamos a Macragge.
—Quieres decir si volvemos —le recordó Pasanius.
—No —dijo Uriel de forma enfática—. Cuando.
Uriel se volvió cuando oyó el sonido de pasos acercándose. El coronel Leonid, con la cara cansada y demacrada, se puso a su espalda.
—El sargento Ellard ha muerto.
Uriel miró hacia donde yacía el gran hombre y se puso al lado de Leonid colocándole la mano en el hombro.
—Lo siento, amigo mío. Era un hombre bueno y un buen soldado.
—No tendría que haber muerto así, solo en la oscuridad.
—No estaba solo —dijo Uriel—. Tú estuviste con él hasta el final.
—Pero no está bien haber sobrevivido a tanto para luego morir así —susurró Leonid.
—Un hombre raramente puede elegir cómo morir —dijo Uriel—. La marca de un guerrero es la forma como vive. No conocía bien a Ellard, pero creo que encontrará un lugar junto al Emperador.
—Eso espero —asintió Leonid—. Y, por cierto, estás equivocado.
—¿Sobre qué?
—Sobre eso de tener que volver solos a Khalan-Ghol. Yo iré con vosotros.
Uriel sintió cómo crecía su admiración por Leonid.
—Eres un hombre excepcional, coronel, y acepto tu ofrecimiento. Aunque debes saber que Vaanes está en lo cierto: esto será con toda probabilidad la muerte de todos nosotros.
Leonid se encogió de hombros.
—Ya no me importa. Estoy viviendo de prestado desde que se mandó el 383 regimiento a Hydra Cordatus, así que tengo pensado escupir a la muerte en un ojo antes de que se me lleve.
Sonaron unos lentos aplausos y Uriel montó en cólera cuando vio a Vaanes mirándolos desdeñosamente. El renegado marine del capítulo de los Cuervos sacudía la cabeza.
—Estáis todos locos —dijo—. Rezaré una oración por vosotros si no nos matan estos monstruos.
—¡Guarda silencio! —dijo entre dientes Uriel—. Nadie como tú va a rezar una oración por mí, Vaanes. Tú ya no eres un marine espacial, no eres ni siquiera un hombre. ¡Eres un cobarde y un traidor!
Vaanes se puso rápidamente en pie. La ira le brillaba en los ojos violeta mientras desenvainaba sus cuchillas relámpago del guantelete.
—¡Ya te he dicho que nadie me llama eso dos veces!
Antes de que corriera la sangre, una gran sombra cayó sobre ellos y la forma poderosa del jefe de los sinpiel les tapó la luz. Lo acompañaba una camarilla de criaturas terriblemente deformadas. Un monstruo jorobado que tenía la cabeza fundida con la columna vertebral se acercó cojeando al cadáver de Ellard.
Metió una larga garra en el vientre abierto del sargento y llevó el dedo ensangrentado a la ranura que tenía por boca.
—Carne muerta —dijo—. Todavía caliente.
El jefe de los sinpiel asintió con su gruesa cabeza.
—Llévatelo. Carne para tribu.
—¡No! —gritó Leonid, mientras el jorobado levantaba sin esfuerzo el cuerpo del sargento.
Pasanius alargó el brazo que le quedaba y agarró a Leonid, hablándole en voz baja.
—No, no lo hagas. Ese ya no es tu amigo, sólo es la carne que vestía. Él está con el Emperador y no hay nada que estos monstruos puedan hacerle ya. Sólo vas a conseguir que te maten sin necesidad.
—¡Pero van a comérselo!
—Ya lo sé —dijo Uriel, colocándose junto al hombre—. Pero tú te has comprometido con nuestro juramento de muerte, y si lo rompes, lo haces por todos nosotros.
—¿Qué? —farfulló Leonid.
—Sí —asintió Uriel—. Ahora los tres estamos obligados a esta búsqueda. Pasanius, tú y yo.
Leonid parecía dispuesto a discutirlo, pero Uriel en seguida vio que la lucha cesaba en su interior cuando se dio cuenta del pacto que había hecho con los ultramarines. El hombre asintió como atontado y sus problemas desaparecieron cuando el jefe de los sinpiel se colocó a su lado.
—Venid ahora —dijo el monstruo.
—¿Adonde? —dijo Uriel.
—Con el Emperador. Él decidirá si morís o no.