Con el olor a carne quemada todavía presente, Uriel y Pasanius abandonaron la depresión de la roca, dejando que los restos ardieran lentamente bajo el viento abrasivo. Revitalizados y dotados de una nueva determinación a causa de las muertes de las cosas mutantes, sus pasos eran rápidos y llenos de energía, pero para cuando quisieron pasar a través de la estrecha franja de la cara de la roca y comenzar a subir los gastados escalones esculpidos en la roca, el gran peso del mundo demoníaco cayó encima de ellos una vez más.

Uriel echó un vistazo atrás, hacia las pieles en llamas, sintiendo cómo ardía con la misma fuerza su odio hacia lo que se le había hecho a esas personas. Sabía que la imagen de los rasgos del hombre despellejado lo perseguiría siempre, y le recordaba el horror de la escultura de carne creada por el abominable cirujano alienígena bajo la mansión de Kasimir de Vahos, en Pavonis.

Sólo por estar allí se sentía contaminado, como si su propia alma se estuviera endureciendo o se le estuviera escurriendo del cuerpo para alimentar la roca muerta que tenía bajo los pies, e iba dejando de ser él mismo. El vacío de Medrengard lo estaba dejando hueco, una cáscara de su previo yo.

—¿Qué quedará —susurró— cuando este mundo me quite lo que queda de mí?

Vio que Pasanius se sentía igual. Tenía las mejillas hundidas y los ojos vidriosos mientras subía con pesadez la serpenteante escalera. En ese mismo momento, mientras lo estaba observando, Pasanius tropezó y alargó el brazo plateado para detener la caída, aunque en el último segundo lo apartó y cayó sobre las rodillas.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Uriel.

—Sí —asintió Pasanius—. Es sólo que es difícil mantenerse atento sin un enemigo con quien luchar.

—No temas, amigo mío —dijo Uriel—. Cuando lleguemos a esa fortaleza, estoy seguro de que tendremos enemigos de sobra. Si es verdad lo que nos ha contado el Daemonium Omphalos, nos vamos a hartar de ellos.

—¿Crees que un demonio del Señor de los Cráneos es capaz de decir la verdad?

—No lo sé con certeza —contestó Uriel con total sinceridad—, pero creo que los demonios sólo encubren con mentiras lo que creen necesario, envolviendo los ápices de verdad con velos de engaños. Parte de lo que nos ha dicho es verdad, estoy seguro, pero ¿qué parte?… bueno, ¿quién sabe?

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Pasanius, caminado pesadamente tras Uriel.

—Lo que podamos, amigo mío —dijo este—. Actuaremos con coraje y honor y esperemos que eso sea suficiente.

—Tendrá que serlo —dijo Pasanius—. Es todo lo que nos queda.

La caminata a través de las montañas no parecía acabarse nunca y, el recorrido a través de la oscura desolación rocosa estaba minando sus espíritus a cada paso que daban. Vieron más conductos de ventilación cerrados por parrillas y el hedor ácido de las grandes chimeneas era su constante compañero mientras se acercaban a la cima de un nuevo peñasco rocoso.

Cuanto más avanzaban, más signos de muerte encontraban. Los huesos blanqueados estaban desperdigados por todas partes, pero Uriel no podía imaginarse cómo habían llegado a ese sitio. No quedaba ni una hebra de carne en los huesos, pero era imposible afirmar si habían sido limpiados por las alimañas o si los habían hervido para quitarles la carne. Las nubes tóxicas de humo y niebla mezcladas con cenizas abrazaban el suelo; venenosas y contaminadas, acechaban en las grietas de las rocas como depredadores soltando hilillos retorcidos de niebla meciéndose en el aire como algas en el mar.

Uriel se quitó un momento el casco para toser y expulsar una bocanada de flemas ligeramente saladas, de consistencia densa y fibrosa. Su metabolismo mejorado le permitía sobrevivir a esas sustancia contaminantes en el aire, pero no conseguía hacerlas menos desagradables.

Se habían visto obligados a atravesar varias veces los ríos sibilantes de metal fundido que fluían a lo largo de grandes canales basálticos que conducían a las fundiciones y forjas situadas en las llanuras que había más abajo. El calor de las montañas iba en aumento y los conductos de ventilación y las grietas de la roca escupían grandes géiseres de vapor abrasador y cenizas ardientes. Si no fuera por su bendita servoarmadura y por su fisiología modificada por ingeniería biológica, ni Uriel ni Pasanius podrían haber sobrevivido al viaje.

Una vez más Uriel creyó haber visto las cosas rojizas que Pasanius pensaba que los estaban siguiendo, pero siempre desaparecían entre las rocas y permanecían invisibles. Varias bandadas de espectros del delirio daban vueltas muy por encima de ellos, y Uriel sospechaba que el calor de los ríos de metal ardiente como lava y las columnas de agua hirviendo que salían a borbotones los mantenían lejos de ellos.

De repente, un chorro de agua hirviendo salió de una grieta del terreno cuando pasaba a su lado. El vapor se arremolinó a su alrededor, cegándolo, y dio unos pasos vacilantes mientras repiqueteaba en torno suyo una lluvia de objetos que caían desde algún sitio por encima de él. Comenzó a toser y a resoplar, sintiendo que el calor le abrasaba el esófago. Se limpió la humedad del visor y observó cómo caía una lluvia de huesos sobre la montaña, expulsados por los géiseres desde algún lugar en las profundidades de la tierra.

—Bueno, al menos ya sabemos de dónde proceden los huesos —dijo Pasanius.

Los extraños objetos que había visto Pasanius en el cielo antes de que descubrieran la plataforma donde curtían las pieles volvieron a aparecer cuando se acercaban a la cima, unos hinchados objetos similares a globos, de textura similar al cuero y de los que colgaban unos cables que oscilaban en el aire sobre algo que estaba más allá de la cresta de roca negra. Ahora que estaban más cerca, Uriel vio que su suposición inicial de que eran algún tipo de globos de barrera parecía ser correcta. Docenas de ellos flotaban en el aire. Su superficie era un tapiz de retales diferentes y, después de lo que habían visto hasta entonces en Medrengard, Uriel no quería pensar demasiado sobre la procedencia de esos retales.

El ruido del asedio ya no era tan distante, y el estruendo de la artillería se iba acercando a cada paso que daban.

—Quienquiera que esté intentando tomar esa fortaleza parece decidido a ello para mantener un gasto tan increíble de artillería —dijo Uriel mientras se subía a otro bloque de roca cortado a pico. Las rocas de Medrengard, cortantes como cuchillas, les rasgaban los guanteletes, maltrechos y llenos de marcas, cada vez que se agarraban a ellas.

Pasanius asintió con la cabeza, respirando con dificultad mientras ascendía para unirse a Uriel. El enorme sargento se quitó el casco y se sacó de la boca el sabor de aquel mundo de un escupitajo.

—Sí, no creo que seamos los únicos interesados en ese Corazón de Sangre.

—¿Crees que es eso lo que busca el que los está sitiando?

—No lo sé, pero eso desde luego lo explicaría. Como tú mismo has dicho, quien quiera que sea parece decidido a hacerlo.

—Las fuerzas de los Poderes Siniestros se enfrentan en combate unas contra otras por pura diversión. No significa nada necesariamente.

—Cierto, pero todo lo que he aprendido sobre los Guerreros de Hierro del bibliotecario Tigurius me lleva a pensar que los consume la amargura y la maldad, no que se entreguen a caprichosos antojos. Quienquiera que esté atacando esa fortaleza lo está haciendo por algo más que por pura diversión.

—Tal vez tengas razón —asintió Uriel—. Vamos. Sólo hay una manera de averiguarlo. La cima está cerca.

Volvieron a ponerse en marcha y coronaron la cima después de no más de una hora de escalada a través de nubes de vapor maloliente mecidas por el viento e incluso de más pilas de huesos. Uriel esperaba que el terreno tuviese una fuerte pendiente al otro lado, descendiendo hasta la llanura que había más abajo, pero en vez de ello el terreno se extendía plano formando una meseta cubierta por escombros, rocas irregulares y puntiagudas y serpenteantes grietas que despedían una niebla amarillenta. Uno de los globos hinchados estaba prácticamente encima de ellos y Uriel podía ver ahora que los cables que colgaban de él estaban llenos de púas y que tenían el grosor del muslo de un hombre. Sus movimientos oscilantes dibujaban grandes surcos en el polvo gris del suelo.

—Escucha —dijo Uriel, agachándose para apoyarse en una rodilla.

Pasanius se quedó en silencio e inclinó la cabeza escuchando lo que Uriel había oído.

Entre el estruendo grave del fuego de artillería y el martilleo de las distantes forjas se distinguía un sonido mecánico e intermitente, como el que pudiera emitir un grupo de generadores. Aunque era difícil localizar su procedencia entre el omnipresente ruido de fondo de Medrengard, Uriel estaba seguro de que procedía de algún sitio cercano ante ellos.

—¿Qué crees que es? —preguntó.

—¿Serán motores? —sugirió Pasanius.

—Puede —asintió Uriel.

—Tal vez algo que podamos robar.

—Eso estaba pensando —sonrió Uriel, poniéndose en pie y moviéndose cautelosamente entre las ondulantes nubes de niebla maloliente al tiempo que abrazaba los altos pilares de roca. El ruido se iba haciendo más intenso a medida que se acercaban, y cuando las masas de niebla se fueron aclarando, Uriel vio la fuente.

Un extenso complejo de edificios de metal corrugado ocupaba la meseta, rodeado por una alta valla de alambre de espino rematado por bosques de púas de hierro. Varios cuerpos colgaban de unas gruesas maderas a lo largo de la valla. Tenían la carne reseca y las extremidades retorcidas formando ángulos nada naturales alrededor de los soportes. De un edificio de ladrillo negro cercano al centro del campamento ascendían columnas de humo ceniciento, y un quedo gemido impregnaba el aire. Un sedimento grasiento recubría las rocas, y Uriel notó un horrible hedor a carne podrida.

—Este lugar apesta a muerte —susurró.

En el centro del campamento se elevaba al cielo una alta torre blindada, de la que sobresalían unas gruesas vigas de hierro y unos fuertes cables que soportaban una monstruosa construcción que recordaba la cabeza de una especie de gigantesca criatura demoníaca. De los ojos y narices brotaba fuego y la boca abierta estaba erizada de largos cañones. Dos búnkers de tejados inclinados y circundados por hierros aguzados guardaban la entrada al campamento. Uriel distinguió el brillo de armas pesadas a través de las troneras, y sabía que tendrían que atravesar los campos de fuego entrecruzado de ambos búnkers para aproximarse a ese campamento de exterminio.

Uriel vio guerreros vestidos con una armadura grisácea patrullando el interior del campamento más allá de la barrera de alambre de espino y sintió cómo afloraba a la superficie su odio instintivo.

—¡Guerreros de Hierro! —dijo en voz baja Pasanius.

—Guerreros de Hierro —repitió Uriel, agarrando con mano firme la empuñadura de su espada.

Traidores. Abominaciones. Marines espaciales del caos… ¿Habría un enemigo tan vil como ese?

Aquellos guerreros buscaban la destrucción de todo aquello en lo que creía Uriel y el fin del dominio del Emperador. Toda su alma clamaba venganza.

—¿Qué será este sitio? —preguntó Pasanius justo cuando rechinaron hasta abrirse las puertas correderas de uno de los almacenes y emergió un grupo de las desgarbadas cosas mutantes que habían matado anteriormente. Detrás de ellas venía un lastimoso grupo de hombres que caminaban arrastrando los pies, con las cabezas gachas y que iban envueltos en ropas anchas del color de la carne.

—¿Será una especie de prisión? —aventuró Uriel, mientras los mutantes conducían a los prisioneros como si fueran ganado hacia las puertas del campamento. ¿Estarían todos los edificios llenos de prisioneros? La gran cabeza demoníaca de la torre giró sobre sus chirriantes engranajes para quedar frente a la columna de cientos de personas al mismo tiempo que sus ojos escupían grandes llamaradas. El rugido de una voz retumbó en su boca, hablando un idioma que Uriel no comprendió, pero que hizo que un espasmo le recorriera los músculos y las articulaciones, como si el sonido resonara en el interior de los recovecos más oscuros de su cerebro.

Los prisioneros marchaban a través del campamento recibiendo las descargas de las cortas picas eléctricas y los golpes de las porras con puntas de hierro. Los guerreros de hierro iban delante de la columna, con sus terriblemente modificados bólters cruzados sobre los petos de las armaduras. Cuando ya estaban cerca, la puerta chirrió al abrirse y los cadáveres que colgaban de ella oscilaron en una grotesca imitación de la vida.

—¿Adonde los llevan? —se preguntó Uriel.

—Oh, Emperador, no —susurró Pasanius—. Los llevan…

—A despellejarlos vivos —terminó la frase Uriel cuando vio que los prisioneros no estaban vestidos ni mucho menos con ropas anchas, sino que estaban completamente desnudos. La carne les colgaba en grandes faldones, distendidos más allá de unas proporciones normales por medios desconocidos. Unos enormes pliegues les colgaban de los demacrados brazos, pechos, piernas y glúteos. Los hombres y mujeres sujetaban con fuerza contra sus cuerpos aquellos pliegues y pliegues de piel estirada por miedo a tropezar con ellos. Los vientres fláccidos y los pechos escurridos colgaban como sacos vacíos de cuero seco de sus consumidos armazones.

—Los llevan a la plataforma de despellejamiento. No, no… —dijo Uriel—. Pero ¿por qué?

—¿Importa eso? —lo interrumpió Pasanius, agarrando con fuerza el lanzallamas y acariciando el botón de encendido con su dedo plateado—. ¡No podemos dejar sin castigo este horror!

Uriel asintió, sintiendo que su odio por los Guerreros de Hierro adquiría nuevas cotas, pero se obligó a recuperar la calma. Atacar esa columna sería un suicidio, ya que estaban justo enfrente de los búnkers y la torre armada, sin mencionar los tres guerreros de hierro.

¿Dejarían pasar una afrenta contra la humanidad como aquella? ¿Permitirían que esos traidores masacraran a aquella gente como si fueran animales?

Pasanius estaba en lo cierto, no se podía permitir.

Podía ver una justificada ira en los ojos de Pasanius, pero también algo más, algo más oscuro. Uriel vio la luz de un fanático en los ojos de su hermano de batalla, la luz de alguien que entra en batalla con un ansia de muerte, donde la supervivencia es algo irrelevante.

¿Había algo más en el deseo de lucha de Pasanius que las razones humanitarias más obvias?

A Uriel le parecía que sí, pero era una pregunta que debería plantearse cuando hubieran pasado, si sobrevivían, los próximos minutos.

Desenvainó la espada y acarició con el pulgar la runa de activación.

Agarró a Pasanius por la hombrera para hablarle con franqueza.

—Si no sobrevivimos, ha sido un honor tenerte como amigo.

Pasanius asintió sin contestar. Su mirada permanecía fija en la columna de esclavos, mutantes y guerreros de hierro que se estaba acercando a ellos.

De repente, entrecerró los ojos y señaló con la cabeza por encima del hombro de Uriel.

—Pero ¡en nombre del Emperador…!

Uriel se volvió y vio varias figuras moviéndose sigilosamente entre los altos peñascos que rodeaban el campamento.

—¿Son ésas las cosas que nos han estado siguiendo a través de las montañas?

—No —dijo Pasanius—. Creo que no. Parecen…

—¡Marines espaciales! —dijo en voz baja Uriel cuando vio a dos figuras vestidas con servoarmadura verde aparecer tras un grupo de grandes piedras y apuntar con sus lanzacohetes al campamento. Los guerreros de hierro que tenían debajo no habían advertido a las figuras que se movían sobre ellos, y Uriel se dio cuenta con gran entusiasmo de que con toda seguridad iban a ser testigos de una emboscada.

Las armas de los marines espaciales dispararon un par de cohetes que alcanzaron el bunker situado más a la izquierda, estrellándose contra el rococemento y oscureciéndolo en una brillante explosión de fuego y humo. Otras dos estelas relampagueantes golpearon el otro bunker desde algún lugar por encima de Uriel y Pasanius y el segundo búnker se esfumó en mitad de una terrible explosión.

Los prisioneros chillaban y los guerreros de hierro gritaban órdenes a los guardianes mutantes. Más guerreros vestidos con servoarmadura salieron de su escondite ahora que la trampa había causado su efecto sorpresa. Los proyectiles bólter trazaban un sendero explosivo entre los prisioneros, cuyos gritos y sangre llenaban la noche cuando morían. Varios cohetes más salieron disparados y explotaron contra los búnkers. Uriel oyó el ruido de los muros de piedra viniéndose abajo por efecto del ataque.

—¡Vamos! —gritó Uriel, activando la espada y saliendo de su posición lucia la aterrorizada columna de prisioneros. Pasanius estuvo presto para seguirlo, acompañado de su arma en cuyo extremo prendió una llama azul.

Uriel vio a un guerrero de hierro golpeando a un prisionero con la culata del arma y dirigió su carga hacia él. El guerrero era bastante más alto que Uriel y su armadura estaba claveteada y pintarrajeada con símbolos impíos.

Un par de cuernos retorcidos sobresalían de su casco, y blandía una brutal espada de impresionantes dientes de sierra. Se dio la vuelta cuando oyó la carga salvaje de Uriel y alzó el arma, pero era demasiado tarde. Uriel atravesó el peto de la armadura del guerrero de hierro con su espada provocando la aparición de un chorro de sangre negra y un grito de dolor de su enemigo.

Pasanius roció con una lámina de fuego a un segundo guerrero de hierro, uno que tenía unas chasqueantes garras mecánicas en lugar de manos, provocando una explosión que diezmó el grupo de prisioneros cuando detonó el tanque lleno de combustible que llevaba a la espalda el marine del Caos.

Uriel oyó el rugido del fuego de bólters desde lo alto y distinguió a muchos guerreros vestidos con servoarmaduras de diferentes colores abriendo fuego desde sus escondites. Se inclinó hacia un lado para evitar el tosco arco descrito por la espada del guerrero de hierro que pretendía descabezarle y lanzó una estocada contra el flanco del enemigo, abriéndole una brecha de la anchura de una mano en la armadura. Más cohetes atravesaron el aire desde las alturas y estallaron contra la imponente cabeza de demonio inclinándola hacia atrás. Los gruesos cables se partieron y restallaron alrededor mientras la torre demoníaca rugía.

Su boca escupió una lluvia de proyectiles de gran calibre que abrieron grandes boquetes en la tierra, alcanzando a amigos y enemigos por igual. Los mutantes vestidos con los trajes monopieza vulcanizados hicieron volver a empujones y golpes a los prisioneros al campamento, provocando lastimeros gritos y abriendo heridas en los cuerpos de los desdichados.

El guerrero de hierro rugió loco de ira, dando un paso hacia adelante para estrellar su puño contra el pecho de Uriel. Su fuerza era extraordinaria, incluso para alguien modificado genéticamente para aumentar su fortaleza. Uriel fue arrojado hacia atrás, resbalando entre las cenizas mientras su atacante levantaba la espada con las dos manos para asestar el golpe final. Sacó la pistola e hizo dos disparos que rebotaron en la armadura del guerrero de hierro.

—¡Ahora muere, renegado! —aulló el traidor.

Uriel echó a rodar hacia un lado al tiempo que la espada silbaba hasta clavarse en el suelo y le dio una patada al guerrero de hierro en la rótula. Lanzó un grito al golpear, poniendo toda su fuerza en el golpe, y sintió cómo se astillaba la armadura del enemigo y cómo se hacía trizas en mil fragmentos su rodilla. El guerrero de hierro aulló de dolor y cayó al suelo. Uriel no le dio la oportunidad de recuperarse y se echó encima de él, clavando limpiamente la espada en el pecho del guerrero de hierro.

El guerrero lo agarró por el cuello y lanzó una ahogada risa, una risa áspera y gutural de muerte. Uriel sintió la inmensa fuerza de sus manos. Giró la hoja y se salpicó las manos con la sangre que salía de la herida al aumentarle el tamaño. El guerrero de hierro lo agarró con más fuerza del cuello y Uriel oyó como saltaba y se partía una juntura de la gorguera cuando su enemigo moribundo intentó ahogarlo. Uriel lanzó el puño contra un lado del casco del guerrero una y otra vez, golpeando su cráneo con saña hasta que finalmente le soltó el cuello.

Uriel se incorporó tambaleándose del cadáver del marine del Caos y con templó la entrada de los marines espaciales a través de la vía abierta en la valla de alambre de espino. Los búnkers eran ruinas humeantes y su interior parecía el de un matadero. Las armas de la torre demoníaca abrieron fuego, alcanzando de lleno a las filas de marines espaciales. Algunos cayeron, pero la mayoría se levantaron para agacharse y esconderse en el mejor sitio que pudieron encontrar. Los mutantes huían ante la ira de los atacantes, pero fueron abatidos sin piedad, acuchillados hasta morir con las espadas o golpeados hasta morir también con los guanteletes de las armaduras.

El fuego procedente de la torre estaba castigando a los atacantes, y cuando con su feroz mirada recorrió la meseta, Uriel tuvo la enfermiza sensación de que lo había visto, lo había visto y lo había reconocido…

Mientras contemplaba la escena, vio a un guerrero vestido con una servoarmadura negra como la noche saltar desde un saliente de roca hasta un lateral del campamento. Un fuego abrasador se encendió en su espalda y Uriel vio que el guerrero llevaba un retrorreactor. El fuego y las llamas que aparecieron en las aberturas de ventilación lo impulsaron en el aire para aterrizar sobre la cabeza de la torre demoníaca. Sus ojos estallaron en llamas y la torre se estremeció violentamente, pero era imposible saber si eso era en respuesta al aterrizaje del marine espacial sobre él o si era la propia furia del demonio.

El guerrero golpeó la cabeza demoníaca con las cuchillas relámpago que había desenfundado, produciendo arcos de energía azul. Luego se balanceó sobre una mano y sujetó algo al lateral de la cabeza. La torre se estremeció violentamente, como si estuviera intentando desalojar al atacante, pero el guerrero de armadura oscura clavó sus cuchillas relámpago en la cabeza del demonio y se mantuvo firme. Dio un giro alrededor de la torre cortando los gruesos cables que la mantenían en su sitio antes de empujarse con los pies y salir disparado. Sus retrorreactores se encendieron justo cuando detonó la carga de fusión que había colocado sobre la cabeza del demonio, y salió despedido por la onda expansiva de una explosión que hizo desaparecer la parte superior de la torre en una nube de energía incandescente.

La torre se balanceó con un gran estruendo, y los cables que quedaban vibraron intensamente al ponerse tensos antes de romperse con el estallido de un disparo. La torre se vino abajo majestuosamente, estrellándose contra el tejado de metal corrugado del almacén que estaba más próximo y enviando al aire columnas de polvo y humo.

Se oyeron disparos de forma esporádica procedentes del campamento mientras los últimos trabajadores mutantes eran acorralados y abatidos. Uriel respiró profundamente cuando vio que la batalla había acabado.

Sacó la espada del pecho del cuerpo que tenía ante él. Mirando alrededor, vio a un guerrero de hierro arrodillado. La sangre le brotaba del peto de la armadura mientras Pasanius lo acuchillaba con su propio cuchillo de sierra. Ambos brazos le habían sido amputados y le habían sacado las tripas, que yacían sobre la tierra oscura.

La lucha había acabado para el guerrero de hierro, pero Pasanius seguía vengándose en él. Un grupo de marines espaciales habían rodeado al último guerrero de hierro y le disparaban hasta matarlo sin piedad alguna. Los proyectiles de bólter penetraban en la armadura desgarrada y explotaban en el interior de su cuerpo.

Sólo entonces, con la batalla acabada, Uriel prestó atención a la armadura de los marines espaciales con quienes acababa de luchar. No más de dos o tres tenían colores o diseños semejantes, y todas mostraban el testimonio de muchas duras peleas, con antiguas cicatrices de batalla reparadas de forma precipitada e imperfecta con burdos injertos y rellenos. Casi todos lucían un símbolo diferente de capítulo en las hombreras y muchos llevaban pintada una irregular cruz roja.

Los esclavos estaban acuclillados sobre sus pliegues de carne o se sostenían unos a otros compartiendo su mísera suerte. Uriel fue corriendo hasta Pasanius, ya que éste continuaba descuartizando al guerrero de hierro caído.

—¡Pasanius! —gritó Uriel.

Agarró el brazo de Pasanius, que se preparaba para asestar otro golpe.

—¡Pasanius, está muerto!

Este volvió la cabeza con brusquedad. Los ojos le ardían de furia. Durante un breve momento Uriel temió que algo horrible hubiera poseído a su amigo, pero entonces la luz asesina desapareció. Dejó caer el arma del guerrero de hierro y soltó una profunda y estremecida exhalación. El sargento cayó de rodillas, con la cara pálida ante la furia que había desatado.

—La ira de tu camarada le da más mérito —dijo una voz detrás de Uriel.

El ultramarine se dio la vuelta para ver al guerrero de negro que había destruido la torre. Su armadura no tenía el brillo reluciente que era usual entre las servoarmaduras de los marines espaciales, ya que estaba marcada con melladuras, cicatrices y remiendos. De los hombros le salían vapores a alta temperatura procedentes de las toberas del retrorreactor, y le habían pintado una cruz roja irregular encima de un símbolo blanco, un pájaro de presa de algún tipo. El casco lucía un símbolo similar en el visor.

—Parecéis expertos matando guerreros de hierro —dijo.

Uriel estudió con precaución al marine espacial antes de contestar, y observó cierta jactancia, lindando con la arrogancia, en sus gestos.

—Soy Uriel Ventris de los Ultramarines, y éste es Pasanius Lysane. ¿Tú quién eres?

El guerrero envainó las cuchillas relámpago en los guanteletes y alzó la mano para soltar los sellos de vacío de la gorguera. Se quitó el casco y respiró con fuerza el aire rancio de Medrengard antes de contestar.

—Mi nombre es Ardaric Vaanes y estuve en el capítulo de la Guardia del Cuervo —dijo, pasándose la mano por el cabello.

El pelo de Vaanes era largo y oscuro, recogido en una prieta cola de caballo, y sus rasgos eran angulosos y pálidos, con unos profundos ojos de color violeta de párpados caídos. Tenía las mejillas surcadas por cicatrices y lucía un trío de marcas redondas en la frente encima del ojo izquierdo, donde parecía que le habían quitado unas tachuelas que había llevado durante mucho tiempo.

—¿Estuviste? —preguntó Uriel cautelosamente.

—Sí, estuve —respondió Vaanes, dando un paso adelante y ofreciéndole la mano a Uriel.

El ultramarine miró la mano que le ofrecía.

—Eres un renegado.

Vaanes mantuvo la mano durante un instante antes de aceptar que Uriel no iba a darle la suya y dejarla caer a un lado. Asintió con la cabeza.

—Algunos nos llaman eso, sí.

Los tres marines espaciales se quedaron mirándose unos a otros en silencio durante unos largos segundos antes de que Vaanes se encogiera de hombros y se marchara en dirección al campamento destruido.

—Espera —dijo Uriel, dándose la vuelta y siguiendo al renegado—. No lo entiendo. ¿Cómo es que estás aquí?

—Uriel Ventris, es una historia muy larga —contestó Vaanes, mientras atravesaban la puerta del campamento en llamas—. Pero tenemos que destruir este lugar y marcharnos cuanto antes. Los sinpiel están cerca y el olor a muerte los atraerá rápidamente.

—¿Y qué va a pasar con toda esta gente? —preguntó Pasanius, abarcando con el brazo a los prisioneros que estaban llorando fuera del campamento.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo vamos a sacarlos a todos de aquí?

—No lo vamos a hacer —le contestó Vaanes.

—¿No lo vais a hacer? —replicó bruscamente Uriel—. Entonces, ¿por qué habéis venido a rescatarlos?

—¿A rescatarlos? —se extrañó Vaanes, señalando a sus guerreros, que de forma metódica habían comenzado a recorrer los edificios y a colocar cargas explosivas—. No hemos venido a rescatarlos; hemos venido a destruir este campamento y eso es todo. Estas personas no significan nada para mí.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Míralos!

—Si tú quieres rescatarlos, entonces que tengas buena suerte, Uriel Ventris. La vas a necesitar.

—Maldita sea, Vaanes, ¿no tienes honor alguno?

—Ninguno del que pueda hablar —replicó Vaanes—. Míralas, esas valiosas personas que quieres salvar. No valen nada. La mayoría no sobreviven para llegar a la sima de despellejamiento, y los que lo consiguen no tardan mucho en desear no haberlo conseguido.

—Pero no puedes sencillamente abandonarlos —insistió Uriel.

—Puedo y lo voy a hacer.

—¿Qué es este campamento de todas formas? —preguntó Pasanius—. ¿Una prisión? ¿Un campamento de exterminio?

Vaanes negó con la cabeza.

—No, nada tan prosaico. Es mucho peor que eso.

—Entonces, ¿qué?

Vaanes agarró las manillas de las puertas correderas del almacén más cercano y las abrió de un tirón.

—¿Por qué no lo averiguáis vosotros?

Uriel cruzó una mirada recelosa con Pasanius mientras Vaanes les hacía un gesto para que entraran en el edificio. Un poderoso hedor de desperdicios humanos llegó a ellos desde el interior, mezclado con la fetidez de la carne descompuesta y la pestilencia de la desesperación. Unas luces parpadeante, chisporrotearon en el interior y un suave murmullo de sollozos les llegó flotando en el aire.

Uriel entró en el edificio de ladrillos y los ojos se le acostumbraron rápidamente a la penumbra del interior. El almacén resultó ser una fábrica mecanizada, con vigas de hierro que corrían a lo largo del edificio y de las que colgaban cadenas y grandes poleas sobre guías engrasadas. A la izquierda del edificio había alineadas unas jaulas de malla metálica sobre plataformas elevadas que contenían unos amasijos de carne pálida. Sobresalían de ellas unos tubos gorgoteantes que caían de unos repletos sacos de alimentación suspendidos en el techo.

Un regato que apestaba a heces humanas corría por debajo de las jaulas, obstruido y atestado de insectos que se alimentaban de detritus. Uriel se cubrió la boca y la nariz, ya que incluso su prodigioso metabolismo tenía dificultades para protegerlo del terrible hedor. Dio unos pasos y sus botas resonaron sobre la rejilla del suelo mientras se acercaba a la primera jaula.

Dentro había un hombre desnudo, aunque llamarle eso era seguramente llevar muy lejos el término. Sus formas eran inmensas, hinchadas y fofas y la piel tenía el color y textura de la bilis, con un horrible brillo húmedo. Unas pinzas oxidadas mantenían abiertas sus mandíbulas, y unos tubos acanalados vibraban con unos grotescos movimientos peristálticos mediante los cuales le estaban bombeando nutrientes y alimentos mezclados con hormonas del crecimiento, mientras que otro tubo transportaba sus deyecciones. Unas clavijas de colores atravesaban la carne de su caído pecho, sin duda para regularle artificialmente el corazón y para impedir el paro cardíaco que su gran peso debería haber provocado hacía mucho tiempo.

Sus extremidades eran gruesas, unos bultos pastosos de carne gris, mantenidas inmóviles por cables muy tensos. Los rasgos se le perdían en la fofa inmensidad del cráneo y sus ojos hablaban de una mente que se había refugiado mucho tiempo atrás en la locura. Uriel sintió una inmensa tristeza y horror por la terrible situación del hombre. ¿Qué tipo de monstruo podía hacerle esto a un ser humano?

Se dirigió a la siguiente jaula, donde encontró una imagen similar, sólo que esta vez era una mujer desnuda. Su cuerpo también estaba hinchado y resultaba espantoso. Su vientre estaba lleno de cicatrices y destrozado por lo que parecía una serie de múltiples e innecesarias cirugías. A diferencia del ocupante de la jaula anterior, sus ojos conservaban un vestigio de cordura y hablaban a Uriel de su tormento con toda elocuencia.

Se dio la vuelta, horrorizado por un espanto de tal calibre, y vio que había cientos de jaulas como ésas en el interior de aquel oscuro infierno. Sintiendo un rechazo indescriptible, y sin embargo, impulsado a continuar con su exploración, atravesó la cámara para ver lo que había al otro lado del edificio. Más jaulas ocupaban la parte derecha del edificio, pero éstas eran más estrechas y estaban ocupadas por individuos estirados que tenían la misma apariencia que los pobres desdichados que Uriel había visto en una ocasión en un mundo colmena que había sido aislado del mundo agrícola del que dependía para el suministro de alimentos. Hombres y mujeres famélicos estaban colgados de ganchos de hierro, conectados mediante cables a máquinas que los mantenían en un infernal limbo entre la vida y la muerte mientras que un sistema de bombas sibilantes y maquinaria de riego industrial extraían por la fuerza la grasa de sus cuerpos.

La piel les colgaba suelta y pendía en láminas purulentas de sus enflaquecidos cuerpos. Uriel ya sabía ahora el destino de los que estaban en las jaulas a su espalda. Se les engordaba de forma artificial para que la piel se estirara hasta alcanzar proporciones obscenas y luego se les despojaba de forma ultrarrápida de toda la masa corporal que podían perder para obtener grandes porciones de piel fresca.

Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien había organizado todo esto para cultivar unas cantidades tan grandes de piel humana? La respuesta era un misterio para Uriel y sentía una pena que lo consumía en su interior ante la dramática situación de estos prisioneros.

—¿Lo ves? —dijo Ardaric Vaanes colocándose detrás de él—. No hay nada que puedas hacer por ellos. Liberar a estas… cosas es inútil, sólo la muerte será una bendita liberación para ellos.

—Por el Emperador —susurró Uriel—. ¿Qué fin tiene esta crueldad?

Vaanes se encogió de hombros.

—No lo sé, ni tampoco me importa. Los guerreros de hierro han construido docenas de estos campamentos en las montañas durante los últimos meses. Parecen ser importantes para ellos, así que yo los destruyo. El «por qué» es irrelevante.

—¿Todos los edificios son como este? —preguntó Pasanius con la cara surcada por el dolor.

—Sí —confirmó Vaanes—. Ya hemos destruido dos campamentos y eran todos como este. Tenemos que destruirlo ya, porque si no lo hacemos, los sinpiel vendrán y tendrá lugar una carnicería y un festín tal que no podéis ni imaginároslos.

—No lo entiendo —dijo Uriel—. ¿Los sinpiel? ¿Qué son?

—Bestias procedentes de vuestras peores pesadillas —respondió Vaanes—. Son los fallos de producción de los guerreros de hierro, abortos que han logrado sobrevivir y que escaparon de los vivisectoria de los mortuarios bestiales para vagar por las montañas. Son muchos y nosotros somos muy pocos. Ahora vamos, ha llegado el momento de que nos marchemos.

Uriel asintió cansado, apenas escuchando a Vaanes, y siguió al renegado de vuelta a las ruinas del campamento. Aunque atontado, se dio cuenta del tamaño del campamento: dos docenas de edificios como éste lo llenaban, cada uno de ellos un oscuro infierno para aquellos a los que se criaba en su interior. Por mucho que odiara admitirlo, Vaanes estaba en lo cierto, cuanto antes se destruyeran las instalaciones y todo lo que contenían, mejor.

Un marine espacial con los colores grises de un capítulo que Uriel no pudo reconocer se acercó corriendo a Vaanes.

—Ya están aquí. ¡El hermano Svoljard acaba de captar su rastro!

—¿A qué distancia? —preguntó Vaanes sujetándose el casco y llamando al resto de los guerreros por medio de la línea de comunicaciones de su armadura.

—A poca, tal vez a trescientos o cuatrocientos metros —contestó el guerrero—. Vienen con el viento a su favor.

—Maldición. Están aprendiendo —dijo entre dientes Vaanes—. Todo el mundo fuera de aquí. Dirigios al sur, hacia las montañas, y que cada uno emprenda el camino de vuelta al santuario.

—¿De qué se trata? —preguntó Uriel.

—Los sinpiel —dijo Vaanes.