Impulsado por la urgencia del tono del renegado, Uriel lo siguió rápidamente a través del campamento mientras detonaba la primera de las cargas con una explosión hueca. Llovieron sobre ellos cascotes y restos humanos cuando explotó uno de los edificios de engorde intensivo de humanos, liberando así a los prisioneros de su agonía en un llameante baño de libertad.
Fueron estallando las otras cargas arrasando el resto de los edificios infernales. Uriel rezaba para que las almas de los que estaban dentro les perdonaran y para que encontraran su camino hasta los brazos del Emperador. Las llamas y el humo ascendían de los restos carbonizados del campamento a medida que iban destruyéndolo, y los marines espaciales corrieron en busca de la seguridad de las montañas.
Uriel y Pasanius siguieron a Ardaric Vaanes y a sus renegados en dirección sur, ascendiendo desde el campamento al mismo tiempo que Uriel oía un coro enloquecido de aullidos procedente de las montañas que tenían a ambos lados.
Se quedó sin aliento y aflojó el paso cuando vio a los sinpiel, que caminaban arrastrando los pies desde las montañas hacia el campamento en llamas con un paso desgarbado y contrahecho. De tamaño monstruosamente grande, eran un descontrol de anatomía, un carnaval de lo grotesco donde no había dos iguales en tamaño o forma. De complexión enorme e inmensamente altos, estaban terriblemente hinchados y su piel brillaba con tonos rojizos y húmedos. Las formas tensas de su musculatura no guardaban ninguna proporción con los cuerpos. Uriel observó que, además de su enorme tamaño y de su falta de piel, todos ellos tenían otras deformaciones de pesadilla que recordaban los desechos de la mesa de un loco cirujano-escultor.
Uno de ellos era una criatura de dos cabezas unidas por la mandíbula y con cuatro ojos con cataratas que se habían juntado en una órbita deforme; otro llevaba un monstruoso gemelo fetal atrofiado en el estómago, cuyos brazos deformes se agarraban firmemente a su progenitor.
Otro de ellos caminaba arrastrando los pies ladera abajo con brazos como pistones, las piernas estaban atrofiadas hasta parecer poco más que unas garras prensiles. Un trío de bestias, tal vez relacionadas de alguna forma, compartían cierta similitud en sus deformidades y portaban unas láminas ondeantes de piel curtida. Tenían los cráneos hinchados y provistos de grandes colmillos, y les crecían unas crestas óseas por todo el cuerpo.
Pero entre la marea de horrores rugientes que avanzaban a la carga hacia el campamento destacaba la bestia gigantesca que iba al frente. Más alto y ancho que todos los demás, su físico era más grande que el mayor de sus monstruosos seguidores, y llevaba la cabeza amorfa metida entre los hombros. Aunque estaba a cierta distancia de Uriel, sus rasgos despellejados mostraban el brillo inconfundible de la inteligencia salvaje, y la posibilidad de que una criatura así poseyera incluso el más mínimo atisbo de conciencia le producía una repulsión que sobrepasaba lo razonable.
—Vamos, ultramarine —gritó Vaanes—. ¡No hay tiempo para mirar embobados a los monstruos!
Uriel no le hizo caso a Vaanes y se quedó mirando a las criaturas mientras éstas echaban abajo la valla de alambre de espino, haciendo caso omiso de las púas que rasgaban sus cuerpos húmedos y rojizos. Uriel se preguntó si serían inmunes al dolor.
—¿Qué son? —quiso saber.
—Ya te lo he dicho —le contestó gritando Vaanes—. ¡Vamos! Hay suficiente carne ahí abajo para mantenerlos ocupados durante un rato, pero cuando se hayan saciado, intentarán cazarnos. Si no venís ahora, os dejaremos a su merced.
Uriel continuó contemplando con morbosa fascinación el espeluznante espectáculo que estaba teniendo lugar allí abajo, observando cómo se abrían camino los sinpiel entre las ruinas de los almacenes. Apartaban las inmensas vigas como si fueran cerillas y se atiborraban en la carne carbonizada que encontraban bajo ellas. Desde su posición podían oír los terribles sonidos que producían los sinpiel al caer sobre los prisioneros que se habían quedado fuera del campamento tras el ataque de los renegados y romper sus huesos y rasgar su carne.
La mayoría murieron en los primeros momentos del ataque, descuartizados por el frenesí de los sinpiel. Otros fueron devorados vivos y sus extremidades y trozos de carne volaban mientras los monstruos peleaban por cada bocado y sus terribles rugidos de repugnante apetito resonaban con el eco de las montañas.
Pasanius lo agarró del brazo.
—¡Tenemos que irnos, Uriel!
—Los hemos dejado morir —dijo Uriel de forma sombría—. Los hemos abandonado. Nos habría dado lo mismo haberlos matado nosotros mismos.
—No podíamos salvarlos, pero podemos vengarlos.
—¿Cómo? —dijo Uriel.
—Siguiendo vivos —contestó Pasanius.
Uriel asintió y se alejó del espantoso espectáculo, intentando no pensar en los sonidos del festín y en los orgiásticos aullidos de placer y sintiendo que una parte de su corazón se enfriaba y endurecía mientras abandonaba a su suerte a esas personas.
Khalan-Ghol estaba en llamas. Sus pináculos eran ruinas y los bastiones habían sido reducidos a cenizas por lo continuos bombardeos. Los incendios provocados por los proyectiles de Berossus habían quemado varios kilómetros cuadrados, que no eran más que una mera fracción del tamaño de la fortaleza. Unas negras nubes de humo cruzadas por relámpagos flotaban a baja altura y bloqueaban la blancura apagada del cielo, provocando una oscuridad artificial que envolvía la fortaleza. El oscuro cerro estaba rodeado por kilómetros de trincheras serpenteantes rematadas con alambre de espino, reductos que acababan de ser construidos, búnkers, fortines y torres cuyas poderosas armas bombardeaban con ruido ensordecedor el refugio de Honsou, iluminando el paisaje con el resplandor del fuego.
En la llanura se habían erigido unas humeantes fábricas y flotaba en el aire el sonido del repetitivo martilleo de la industria. Las brillantes forjas de luz anaranjada no dejaban de producir proyectiles, armas y material de guerra, y Honsou sabía que su ritmo de producción avergonzaría al mejor de los mundos forja del Imperio. Veía las inmensas siluetas de los titanes en el horizonte, cuyas formas diabólicas empequeñecían todo lo que tenían a su alrededor. No podían hacer mucho más que servir de plataformas de tiro, ya que los gigantes no podían escalar las laderas de Khalan-Ghol hasta que se terminara la inmensa rampa que estaba construyendo Berossus.
Descendió junto a un pequeño grupo de sus mejores guerreros con grandes dificultades la irregular ladera en busca de las fuerzas desplegadas por debajo de ellos. Honsou se deslizó debajo de un montón de rocas y brazos esqueléticos y corrompidos que sobresalían de las grietas, pero si pertenecían a uno de sus guerreros o a uno de sus enemigos era algo que no sabía ni le importaba.
Berossus había sido extremadamente cuidadoso en sus quehaceres: los bastiones inferiores habían desaparecido, bombardeados hasta dejarlos como si nunca hubiesen existido, y el anillo exterior de fuertes había caído antes de su ataque.
Decenas de miles habían muerto ya en la batalla, pero Berossus no había sido tan estúpido como para desperdiciar a sus mejores guerreros en la batalla hasta ese momento. Los esclavos y la chusma al servicio del Caos se habían lanzado contra las murallas sólo para ser rechazados por el fuego y el acero.
Conjuntamente con la tropa de la gran compañía de Toramino, los dos herreros forjadores tenían suficiente potencial humano como para derribar las murallas de Khalan-Ghol; era sencillamente una cuestión de tiempo.
Tiempo que Honsou no tenía intención de darles.
—Berossus es un idiota —había dicho cuando abordaban el plan que ahora lo llevaba a acercarse con toda cautela a las líneas de centinelas de las trincheras más avanzadas del enemigo—. Llevaremos la lucha hasta él.
—¿Al otro lado de las murallas? —preguntó Obax Zakayo.
—Sí —replicó Honsou—. Hasta el mismo corazón de su ejército.
—Una locura —dijo Zakayo.
—Exactamente —contestó Honsou con una sonrisa—. Por eso Berossus nunca se esperaría algo así. Ya conoces a Berossus. Para él, los sitios son sencillamente una cuestión de logística. Como antiguo vasallo de Forrix, pensaba que entenderías su valor, Zakayo.
—Lo hago, pero dejar la protección de nuestras murallas…
—Berossus es un esclavo de la mecánica de un asedio. «Este» modo de actuar conduce a «ese» resultado; así es como él piensa. Está demasiado aferrado a la gran tradición de la batalla desde los antiguos tiempos como para pensar en algo más allá que en la pureza de un asalto, como para esperar lo inesperado.
—No le ha fallado nunca —señaló Obax Zakayo.
—Nunca ha luchado contra mí —dijo Honsou.
Las trincheras que tenían delante estaban iluminadas por el fuego de los bidones, y el sonido de las palas cavando y el ruido de las máquinas que movían la tierra quedaba completamente ahogado por el estruendo de las armas.
—Onyx —susurró Honsou al mismo tiempo que empuñaba su hacha de hoja negra—. Ahora.
Onyx, una sombra resbaladiza y completamente invisible en la oscuridad, asintió con la cabeza y se deslizó sobre su vientre hacia la línea de trincheras. Su perfil fue difuminándose y fundiéndose con la noche.
—Si es descubierto, moriremos todos aquí —comentó Obax Zakayo.
—Entonces, moriremos —le replicó Honsou con brusquedad—. Ahora permanece en silencio o yo mismo te mataré.
Suficientemente escarmentado, Obax Zakayo no dijo nada más cuando llegó a sus oídos el sonido de gritos ahogados y cuchilladas. Honsou vio cómo salía la sangre a chorros por encima de la línea de trincheras y supo que ya sería seguro acercarse.
Se aproximó arrastrándose al lugar donde Onyx se había abierto camino a través del alambre de espino y se deslizó hasta la trinchera. Esta y el refugio subterráneo adyacente estaban llenos de cadáveres y la sangre, brillante y grasienta a la luz del fuego, recubría las paredes y se colaba entre los tablones del suelo. Los cuerpos yacían desparramados en ángulos imposibles, como si les hubieran roto todos los huesos. Todos tenían un largo y profundo corte en el centro de la espalda por donde les habían arrancado la columna vertebral. El propio Onyx permanecía inmóvil en el centro de la trinchera, retrayendo lentamente sus garras de bronce en la carne gris de las manos mientras el fuego plateado de sus venas ardía incluso de forma más brillante de lo normal. El demonio que estaba en su interior se estaba deleitando con la carnicería y ya permitía que su parte humana volviera a la superficie una vez más.
—Buen trabajo —dijo Honsou mientras sus guerreros de hierro se dejaban caer en la trinchera, desplegándose y protegiendo su punto de entrada. Corrió hasta la trinchera de comunicaciones situada en la parte trasera de la zona donde se encontraba y agachó la cabeza en la esquina. Justo como esperaba, sólo podía ver parte de la trinchera, ya que tenía un diseño estándar en zigzag. Más adelante había soldados con uniformes de color rojo y esclavos.
—¿No tienes imaginación, Berossus? —rio entre dientes—. Haces que esto sea demasiado fácil. —Se dio la vuelta y reunió a sus guerreros en torno a él—. Ha llegado el momento. Vamos, y recordad que somos leales guerreros de hierro de Berossus. No dejéis que nadie os lo discuta.
Sus guerreros asintieron y, con Honsou a la cabeza, se dirigieron hacia la trinchera de comunicaciones. Iban andando con el aire arrogante y seguro de sí mismos de los guerreros que saben que no tienen igual, y todos los trabajadores mutantes y humanos de Berossus se inclinaban ante ellos a su paso.
Pasaron por refugios subterráneos llenos de criaturas mutantes contrahechas reunidas en grupos que estaban cantando alrededor de los santuarios dedicados a los Dioses Oscuros, supervisados por hechiceros vestidos con ropas doradas. Nadie los importunó, aunque tampoco es que tuvieran razones para ello, ya que se sentían muy honrados de tener entre ellos a unos antiguos guerreros del Caos. Honsou vio unas brillantes luces de arco suspendidas de unas torres barrocas de hierro que se alzaban en la noche y de las que colgaban todo tipo de trofeos sangrientos. Unas figuras con túnicas que cantaban en grupo rodeaban las torres.
Honsou se detuvo para hacer una pregunta.
—Zakayo, ¿qué son esas torres? Esto no se parece nada a lo que haría Berossus.
—No estoy seguro —contestó Obax Zakayo—. Nunca había visto nada así.
—Pretenden echar abajo las murallas de Khalan-Ghol con la brujería —dijo Onyx—. Las torres están saturadas de energía mística. Puedo sentirlo, y el demonio que hay en mi interior se baña en ella.
—¿Qué? —barbotó Honsou, desconfiando de repente—. ¿Su magia es lo bastante fuerte para vencer a la cábala y al Corazón de Sangre?
—No —dijo Onyx—. Ni mucho menos. Hay una gran energía aquí, pero el Corazón de Sangre ha durado una eternidad y ningún poder ejercido por un mortal puede derrotarlo.
Honsou asintió, sintiéndose más tranquilo al oír que resistirían las defensas místicas de su fortaleza. Echó un vistazo a las torres.
—Esto huele a Toramino —dijo—. Berossus no habría pensado en ello.
—Sí —aceptó Obax Zakayo—. Lord Toramino tiene una gran astucia.
—Sí, es verdad, pero veré a ese arrogante bastardo muerto antes de que tome Khalan-Ghol, con brujería o sin ella.
Honsou y sus guerreros dejaron atrás las torres y emergieron de las líneas de trincheras sin incidentes, donde contemplaron cómo intentaba el esforzado y sudoroso ejército de Berossus convertir en una ruina la fortaleza. Los transportes de oruga cargados de proyectiles marchaban con gran estruendo por detrás de los altos terraplenes, y Honsou no tuvo más remedio que admirar la concienzuda perfección de los trabajos de asedio. El propio Forrix habría estado orgulloso.
Una refinería de hierro lanzaba al aire grandes llamaradas. El fragor de las plantas de procesamiento fabricando explosivos y el martilleo de las forjas resonaba en toda la llanura; millones de personas trabajando para derrotarlo. Las reservas de munición y proyectiles con carcasa de cobre estaban almacenadas en polvorines blindados, y según iban pasando al lado de cada uno, Obax Zakayo entraba y colocaba una carga explosiva del dispensador que llevaba en la espalda. Honsou sabía que Obax Zakayo era, con toda probabilidad, una carga, demasiado atrincherado en las antiguas formas de su anterior señor para ser parte del cuadro de mando de Honsou, pero no había nadie que supiera de explosivos y demoliciones como él.
Y además, había una crueldad en él por la que el sentido del Caos de Honsou se sentía atraído.
Cuanto más se adentraban y se alejaban de las trincheras de primera línea, mayor era el riesgo de que se viesen descubiertos. Vio búnkers-barracones construidos con toda solidez y grandes fosos de artillería que obviamente habían sido cavados por los guerreros de hierro. También oyó unos rugientes bramidos que sólo podían significar que los fosos de jaulas de los dreadnoughts estaban cerca.
—Es una locura continuar, mi señor, debemos retirarnos ya —dijo Obax Zakayo—. Ya hemos colocado suficientes explosivos para crear problemas durante meses a Berossus.
—No, no, todavía no —replicó Honsou, impulsado en su camino por una temeraria sensación de desenfreno cuando vio un estandarte que le era familiar ondeando al viento sobre un pabellón acorazado. Se agachó bajo la sombra de uno de los colosales titanes, más allá de un bosque de alambre de espino y una serie escalonada de búnkers—. No cuando tenemos una oportunidad para hacer llegar algo un poco más personal al propio lord Berossus.
Obax Zakayo vio el estandarte.
—¡Por los grandes dioses del Caos, no puede hablar en serio!
—Sabes que lo hago, Zakayo —dijo Honsou—. Nunca bromeo cuando hablo de matar.
Excavado siete metros en la roca, los lados del foso de artillería estaban reforzados por un muro de rococemento mezclado con acero de al menos dos metros de grosor. Unos parapetos en ángulo, diseñados para desviar los proyectiles de la artillería enemiga, volaban por encima de la tronera por la que disparaba la gran arma de asedio. Honsou sabía que ninguna de sus piezas de artillería podía llegar tan lejos, y que una obra de ingeniería como ésta era un esfuerzo inútil, pero era típico de Berossus haberlos construido de todas formas.
La silueta del cañón de bronce de la poderosa arma se dibujaba contra las nubes en movimiento, grabado con grandes hechizos de destrucción y con gruesas y húmedas cadenas de hierro profanado. Estaba dispuesto en la base de una ladera provista de raíles, de forma que tras cada disparo rodaba a su posición inicial de disparo.
Tal vez un centenar de soldados humanos rodeaban el gran cañón, guardias para proteger la poderosa arma de asedio. Honsou y sus guerreros marchaban con la mayor naturalidad hacia el foso de artillería, retando a los soldados para que los detuvieran. Aunque sus guerreros y él lucían los distintivos de los Guerreros de Hierro, los soldados no tardarían mucho en darse cuenta de que no tenían que estar allí y darían la alarma.
Honsou se dio cuenta de que estaban atrayendo miradas, pero aun así siguieron adelante, dispuesto a continuar con el engaño hasta que los descubrieran, hasta que un guerrero de hierro con una cabeza y brazos de un tamaño muy superior al normal ascendió del foso de artillería. Unas luces rojas parpadeaban en su casco, dotado de telémetros, calculador de trayectoria y cogitadores, y Honsou comprendió que estaba delante de uno de los quirumeks de Berossus. Más máquina que hombre, el profesional de las artes negras de la tecnología lo miró de arriba abajo antes de que una gran arma sujeta a su espalda diera un giro sobre un armazón sibilante y les apuntara.
Onyx no le dio oportunidad para que disparara el arma y saltó hacia delante con la velocidad de ataque de una serpiente. Sus contornos se difuminaron, volviéndose aceitosos y borrosos mientras se movía. Un destello de garras de bronce y un desgarro de la carne y el quirumek se desplomó, con su columna vertebral sostenida en alto por el simbionte demoníaco.
—¡Rápido! —gritó Honsou, corriendo hacia el foso de artillería ahora que todas las esperanzas de seguir con el engaño se habían desvanecido. Descendió al foso, abriendo fuego con su bólter contra el resto de los ocupantes. Los esclavos cargadores murieron en la refriega, volados en pedazos por los proyectiles explosivos, y los quirumeks se tiraron al suelo para protegerse ante la entrada en tropel de los guerreros de hierro.
Los soldados humanos lanzaron gritos y alaridos de aviso, pero como continuaba el rugido de las armas, la mayoría fueron silenciados en seguida. Honsou sabía que no tenían mucho tiempo.
—¡Zakayo, baja aquí!
El pesado gigante descendió al foso mientras Honsou y sus guerreros hacían una carnicería entre el resto de la dotación del arma. El gran cañón silbó y retumbó, disfrutando del baño de sangre que estaba teniendo lugar alrededor de él, y podía sentir el ansia demoníaca por matar que reinaba en su interior. Obax Zakayo se subió al puesto del artillero y comenzó a tirar de las palancas de bronce.
Riéndose por la ironía de la situación, Honsou también subió por la escalera hasta la posición del artillero mientras la torreta comenzaba a girar de la dirección de Khalan-Ghol hacia el pabellón de Berossus.
El ruidoso cañón descendió hasta que estuvo prácticamente horizontal, al mismo tiempo que el fuego de los bólters tableteaba desde los laterales del foso de artillería y los guerreros de hierro de la gran compañía de Berossus salían en tropel de sus barracones, junto con sus ayudantes humanos, para lanzar un contraataque.
—¿No puedes darte más prisa? —lo urgió Honsou.
—¡No, la verdad es que no! —gritó Obax Zakayo, tirando de las gruesas palancas y de las pesadas cadenas que estaban sujetas a la recámara del arma del demonio.
Honsou se inclinó por encima de las barandillas de la plataforma del artillero y gritó a sus guerreros:
—¡Preparaos para recargar el cañón cuando disparemos! ¡Quiero al menos un par de disparos antes de que tengamos que escapar!
Cuatro guerreros dejaron la cobertura del foso del cañón y empezaron a tirar de las cadenas de las poleas que atravesaban una gran puerta de hierro situada en el suelo del foso de artillería para llegar al polvorín blindado que se encontraba debajo. Pocos segundos después, la puerta de hierro se abrió rechinando y emergió un enorme proyectil. Resoplando por el esfuerzo, los guerreros de hierro movieron a pulso el proyectil en la plataforma con ruedas que lo introduciría en el cañón. Era extremadamente peligroso tener el polvorín abierto cuando se disparaba, pero Honsou pensó que como no era su arma, pues tampoco importaba mucho si explotaba o no.
—¡Listos para abrir fuego! —gritó Obax Zakayo.
Honsou ajustó la mira reticulada de disparo, por la que pudo ver el techo del pabellón de Berossus y los colores oro y negro de su estandarte.
—¡Fuego! —gritó, y Obax Zakayo tiró de la cadena de disparo.
Honsou trastabilló por efecto del tremendo retroceso del arma, que casi lo lanzó fuera de la plataforma del artillero, aparte de que el estruendo del disparo casi lo dejó sordo. La boca arrojó un humo espeso y acre cuando el gran cañón aulló de placer. La recámara demoníaca se abrió sola con un sonido metálico y sus guerreros de hierro colocaron el siguiente proyectil en los raíles y en el interior del cañón.
Mientras sacaban otro proyectil del polvorín, Honsou vio que el primer disparo había sido asombrosamente preciso. El estandarte de Berossus ya no estaba en su lugar, completamente destruido por la explosión. La parte superior del pabellón había desaparecido, y no quedaba más que una ruina en forma de dientes de sierra. Mientras observaba la lluvia de cascotes se dio cuenta de que los restos en llamas estaban provocando explosiones secundarias. El cañón volvió a disparar.
Esta vez estaba preparado, pero incluso así, el retroceso casi lo volvió a derribar. Una vez más el pabellón desapareció en una lengua de fuego cuando el segundo proyectil lo impactó. Metieron otro proyectil, pero cuando la recámara se cerró con un sonido metálico, Honsou sintió un gran temblor que recorría la tierra, seguido rápidamente por otro.
Alzó la vista entre las tinieblas para ver una inmensa sombra moviéndose en la oscuridad, y contempló con un estremecimiento de miedo cómo se acercaba a ellos uno de los titanes. El terreno temblaba con cada uno de sus pesados pasos, los pasos de un iracundo dios de la guerra que venía a destruirlos.
—¡Vamos! —le gritó a Obax Zakayo—. ¡Un disparo más y habrá llegado el momento de irse!
Obax Zakayo asintió, lanzando miradas temerosas por encima de la cobertura de protección con cada uno de los atronadores pasos del titán a medida que se acercaba. La poderosa arma demoníaca volvió a disparar, alcanzando esta vez el barracón que se encontraba junto al pabellón y reduciéndolo a cascotes en llamas.
—¡Todos fuera! —gritó Honsou saltando del cañón y echando a correr hacia las escaleras que conducían fuera del foso de artillería.
Honsou abrió de un tirón la puerta de hierro del polvorín cuando pasó a su lado y lanzó un manojo de granadas dentro. Se subió a la escalera de un salto al tiempo que una sombra enorme envolvía el foso de artillería, y miró hacia arriba a tiempo para ver el inmenso pie con garras del titán descendiendo sobre él.
Trepó por la escalera y se echó a rodar hacia un lado mientras la atronadora pisada golpeaba el suelo, arrasando el arma demoníaca en un santiamén y fallando por menos de un metro. Rodó hacia el otro lado y se puso en pie, todavía mareado por el violento impacto del pie del titán, cuando detonaron las granadas que había lanzado al polvorín.
El terreno sufrió una convulsión cuando grandes géiseres de llamas y humo rasgaron el suelo al explotar cientos de toneladas de armamento en una terrible y poderosa detonación. Honsou salió despedido por el aire a más de cien metros por el estallido, cayendo sobre una rampa de tierra y rodando hasta una pila de tierra excavada.
Se puso en pie, tosiendo y tambaleándose por el impacto, para evaluar lo que le rodeaba. Se giró cuando oyó un crujido y vio tambalearse como un borracho al titán que había destruido el foso del cañón. Tenía la pierna destruida desde la rodilla para abajo por la explosión del polvorín. Sus conductos y cables seccionados echaban chispas y fuego de plasma. La gran máquina demoníaca comenzó a perder el equilibrio mientras la miraba, aunque los brazos movidos por pistones se movían en el aire para intentar recuperar el equilibrio según se caía.
Se dio la vuelta, riéndose ante los consternados soldados y horrorizados guerreros de hierro que contemplaban cómo era destruida una de sus más poderosas máquinas ante sus propios ojos. El terreno tembló cuando el titán se estrelló contra el suelo y se partió en pedazos, pero Honsou ya estaba en camino de vuelta a Khalan-Ghol. No tenía forma de saber qué había pasado con el resto de sus guerreros, pero confiaba en que tuvieran la suficiente experiencia y recursos como para volver por su cuenta a Khalan-Ghol en medio de toda la confusión.
Una forma oscura emergió entre el humo a su lado y reconoció la sinuosa forma de Onyx. Las garras del simbionte demoníaco estaban a la vista, llenas de sangre, y el fuego brillante de sus ojos resplandecía con un fulgor letal. Había tenido una buena caza.
—Una provechosa incursión —dijo Onyx con uno de sus acostumbrados eufemismos.
—Sí —asintió Honsou—. No ha estado nada mal.
El santuario del que les había hablado Ardaric Vaanes resultó estar escondido en un valle sombrío que dominaba la llanura situada ante la poderosa fortaleza envuelta en nubes oscuras y explosiones. Hasta ellos seguía llegando desde abajo el estruendo de los sonidos de la batalla, y Uriel vio un tremendo incendio en el campamento del ejército sitiador. Su huida de los sinpiel había sido un viaje caótico repleto de pistas falsas y recorridos en círculo para impedir que las bestias les siguieran los pasos.
Uriel no podía quitarse de encima el sonido de los sinpiel dándose el banquete con los prisioneros, pero se sorprendió de lo poco que le molestaba ya. Tal vez Vaanes estaba en lo cierto y no había nada que hubieran podido hacer por aquellos pobres desdichados, siendo la muerte lo mejor que podía pasarles.
Los renegados se habían separado una vez que abandonaron el campamento de exterminio y ahora volvían a su base en grupos de uno o dos, descendiendo las laderas del valle o marchando desde abajo.
—Nuestro santuario —dijo Vaanes, señalando hacia una serie de búnkers desmoronados y blocaos que se habían deteriorado y que estaba claro que habían conocido días mejores.
Delante de las ruinosas construcciones había unas trincheras parcialmente rellenadas y unas bobinas oxidadas de alambre de espino colocadas en ángulo, pero el ojo entrenado de Uriel podía ver que no era un lugar sin defensas. Unos nidos de armas dominaban las vías de llegada y dudaba de que alguien se pudiera acercar sin que recibiera algún tipo de aviso.
—¿Para qué se utilizaba este sitio? —preguntó Pasanius.
Vaanes se encogió de hombros.
—¿Un viejo depósito de municiones, un cuartel, un ejercicio práctico de construcción? ¿Quién sabe? Todo lo que sé es que cuando encontramos este sitio, estaba abandonado y nadie se acercaba hasta aquí. Con eso me vale.
Uriel asintió con la cabeza mientras cruzaban una trinchera por encima de una serie de planchas de hierro y Vaanes se puso delante de ellos en dirección al blocao situado más allá de los búnkers.
Pasanius se acercó a Uriel.
—¿Qué estamos haciendo? ¡Estos marines espaciales son unos renegados! ¿Vamos a condenarnos más aún a los ojos del Emperador? —le susurró.
—Ya lo sé —dijo Uriel con amargura—, pero ¿qué otra elección tenemos?
—Podemos emprender el camino por nuestra cuenta.
—Sí, y puede que lo hagamos, pero ellos llevan aquí más tiempo que nosotros y es posible que podamos aprender algo de su mundo y de sus peligros.
Pasanius no parecía muy convencido, pero no dijo nada más. Entretanto, habían llegado a las puertas blindadas del blocao. Cualquiera que fuese el mecanismo que solía abrirlas y cerrarlas era obvio que ya no funcionaba, y Vaanes tiró con todas sus fuerzas para abrirlas antes de desaparecer en el interior e indicarles que lo siguieran.
Uriel se agachó para entrar en el blocao, cuyo interior estaba sorprendentemente bien iluminado por numerosos agujeros en el techo. Unos pozos de luz blanca mortecina se combinaban en el suelo de rococemento y se reflejaban en las desconchadas paredes de plastek.
—Comprendo que esto pueda ser un poco más lujoso que a lo que estáis acostumbrados como ultramarines, pero es lo más cercano a un hogar que tenemos —dijo con una sonrisa Vaanes mientras entraba por delante de ellos en la cámara principal del blocao.
La luz entraba a raudales por las troneras y Uriel vio que en la cámara había los mismos marines espaciales que habían atacado anteriormente el campamento. La mayoría estaban enfrascados en la limpieza de las armas o en la reparación de la armadura, y Uriel se quedó impresionado por el número de símbolos diferentes de capítulos que tenía a la vista.
Los Grifos Aullantes, los Cónsules Blancos, los Hermanos de la Manada, los Puños Carmesíes y muchos más que no lograba reconocer.
Pero lo más sorprendente de todo eran las dos figuras agachadas en una esquina de la cámara principal y que estaban limpiando unos rifles láser. Vestidos con el traje de faena maltrecho y la chaqueta de uniforme rota de la Guardia Imperial, alzaron la vista cuando entraron Uriel y Pasanius. Ambos hombres estaban tan sucios y desaliñados que era imposible saber a qué regimiento habían pertenecido, pero ambos tenían una expresión de orgulloso y cansado coraje.
—¡Dos nuevos guerreros para nuestra banda! —gritó Vaanes, antes de apoyarse en una pared y quitarse el casco.
Uriel se abstuvo de comentar esa afirmación mientras el más delgado de los dos guardias se ponía en pie y avanzaba cojeando hacia Uriel. Su piel tenía una apariencia pálida y cansada, llena de manchas y malsana, y los ojos estaban inyectados de sangre.
El hombre extendió una mano temblorosa.
—Teniente coronel Mikhail Leonid, del 383 de Dragones Jouranos.
—Uriel Ventris, y éste es Pasanius Lysane.
—¿Qué clase de marines espaciales sois? —preguntó Leonid ahogando la tos—. No veo ningún distintivo.
—Somos ultramarines —contestó Uriel—. Nos han enviado desde nuestro capítulo para cumplir un juramento de muerte.
Leonid se encogió de hombros.
—Una razón mejor que la mayoría para estar aquí.
—Tal vez —asintió Uriel—. ¿Y qué hace aquí un coronel de la Guardia Imperial?
—Eso —dijo Leonid— es una historia muy larga…