Los ojos muertos de un cráneo reventado lo miraban fijamente sin verlo con una expresión de continua sorpresa. No importaba hacia dónde se volviera Uriel en el interior del contenedor lleno de sangre. No lograba escapar de la mirada del muerto. Lo habían recogido del suelo con el resto de los cuerpos con las excavadoras demoníacas y lo habían arrojado sin más ceremonia en el contenedor.
Los cuerpos se apilaban sobre cuerpos y las entrañas y la sangre se derramaban sobre el suelo chapoteante. Uriel forcejeó para abrirse paso hasta la superficie para no ahogarse en la sangre estancada de los muertos. Tosió una bocanada de líquido rojo y mantuvo la cabeza por debajo del borde del contenedor por temor a ser descubierto.
El hedor caliente de la sangre le azotaba el olfato. Los cuerpos resbaladizos se deslizaron por su lado por el traqueteo del contenedor sobre una superficie desigual. Se puso de espaldas y volvió la cabeza a derecha e izquierda intentando ver todo lo posible sin tener que alzarla. Vio los destrozados restos de un paso por la alta muralla con la superficie acribillada de impactos como si hubiera sufrido un bombardeo orbital. De unas piras subían gruesas columnas de humo negro y Uriel oyó los cánticos de unas voces lejanas.
Ya habían pasado las murallas de Khalan-Ghol y sólo tenían que seguir escondidos hasta que las excavadoras llegaran a las tenebrosas cámaras de los mortuarios bestiales y de las daemonculati.
Un cuerpo subió flotando entre la sangre y Uriel se disponía a empujarlo cuando el cadáver le guiñó un ojo.
—¡Imperator! ¡Creí que eras un cadáver! —exclamó Uriel cuando se dio cuenta de que se trataba de Pasanius.
—Todavía no —le contestó el sargento con una sonrisa antes de lanzar un escupitajo sanguinolento.
—¿Dónde está Leonid?
—Aquí —dijo una voz desde el otro lado del contenedor—. ¡Por las pelotas de uno de los altos señores! Esto es casi peor que salir evacuado por las cámaras inferiores.
Uriel alzó una ceja y Leonid se encogió de hombros.
—Bueno, a lo mejor no.
—Si no me equivoco, nos llevan directamente a donde queremos ir —les dijo Uriel—. Sólo tenemos que soportarlo un poco más.
—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar? —le preguntó Leonid con una voz temerosa de la respuesta.
Uriel negó con la cabeza.
—No estoy seguro, pero no creo que estas máquinas se confundan con toda la energía psíquica que hay por aquí. Supongo que no mucho.
Leonid asintió con gesto resignado y cerró los ojos intentando hacer caso omiso del repugnante olor de los cadáveres.
Al final, el trayecto de las excavadoras por el interior de Khalan-Ghol llevó más o menos otra hora. Cruzó los inmundos pasillos que llevaban a los altares de sacrificio, serpenteó entre los búnkers de blindaje oscuro y por el laberinto de factorías en el que con anterioridad se había perdido el grupo de guerreros.
La enorme sombra de la puerta de la torre de hierro situada en el centro de la fortaleza pasó por encima de ellos y una vez más se adentraron en el corazón de la guarida de Honsou. El lejano retumbar de los martillos y el traqueteo chirriante de las máquinas más cercanas llenaron la penumbra. Uriel oyó los pasos chasqueante de criaturas que no podía ver a medida que pasaban al lado de las rugientes excavadoras. Una luz amarillenta y enfermiza parpadeó de forma intermitente cuando pasaron por unos amplios pasillos de rococemento iluminados por unas titilantes bandas luminosas.
Uriel oyó por fin el resonante palpitar de un corazón monstruoso que sonaba más y más fuerte a cada momento. Intercambió una mirada de preocupación con sus compañeros. Aquel retumbar sólo podía pertenecer a una criatura.
—El Corazón de Sangre —dijo Pasanius.
Uriel asintió y los músculos se le tensaron cuando oyó unos sibilantes pasos mecánicos que se acercaban. La excavadora se detuvo con un fuerte bamboleo. Una silueta de elevada estatura apareció por encima del borde del contenedor y Uriel cerró los ojos con fuerza al reconocer los rasgos cadavéricos de uno de los mortuarios bestiales.
Se quedó completamente inmóvil cuando notó que metía unas pinzas metálicas en el contenedor. Las garras hicieron girar unos cuantos cuerpos en el interior de la pegajosa sangre acumulada. Los cuerpos fueron de aquí para allá dentro del contenedor mientras el mortuario bestial inspeccionaba los cadáveres por algún motivo desconocido.
Contuvo una arcada de asco cuando sintió las pinzas cerrarse alrededor de una de sus piernas y darle la vuelta. Se esforzó por quedarse quieto cuando lo pincharon en la carne.
El mortuario bestial dijo algo incomprensible en su idioma chasqueante y sibilante, probablemente a uno de sus siniestros colegas cirujanos, antes de soltarle la pierna y marcharse a cumplir alguna otra tarea. Uriel mantuvo los ojos cerrados y la respiración muy leve hasta que la excavadora se puso en marcha de nuevo y se alejaron de aquellos infernales cirujanos.
—Por el Trono —murmuró asqueado por el contacto con el mortuario bestial.
El viaje de pesadilla continuó en aquel lugar lleno de gritos y con el trasfondo continuo del terrible palpitar del demoníaco Corazón de Sangre, que volvió a adormecerle los sentidos una vez más. Uriel distinguió el chirrido de la maquinaria pesada por encima incluso del estentóreo retumbar del Corazón de Sangre, además del chasquido de los huesos al partirse y el húmedo chapoteo de la carne triturada.
—¡Preparaos! —susurró—. ¡Creo que hemos llegado!
Tanto Pasanius como Leonid asintieron mientras Uriel se deslizaba sobre la capa de muertos para alzar la cabeza con lentitud por encima del borde del contenedor.
Así era. Estaban cerca de la gran máquina trituradora que machacaba los cuerpos de los marines espaciales del Caos muertos y los transformaba en materia genética para que se alimentaran las daemonculati.
Sin embargo, al igual que la vez anterior, su mirada se vio atraída de forma irresistible hacia el centro de la estancia, hacia la enorme forma del Corazón de Sangre, la criatura demoníaca que colgaba suspendida del techo por tres gruesas cadenas sobre un lago de sangre.
Apartó los ojos del demonio prisionero y vio que formaban parte de una gran procesión de excavadoras rojas que estaban paradas al lado de la rampa de hierro que conducía hasta las hileras de grandes matrices demoníacas. El infernal convoy avanzaba acelerando y frenando hacia la cinta transportadora ensangrentada que llevaba hasta los rodillos trituradores. Un bosque de tuberías bombeaba una materia rosada y granulosa desde la máquina hacia las jaulas que contenían a las daemonculati. Uriel sintió que la bilis le subía a la garganta ante semejante blasfemia contra lo que antaño había sido la sagrada carne del Emperador.
Los servidores mutantes equipados con trajes de vacío arrojaban garfios enganchados a cadenas sobre los contenedores para clavarlos en la carne muerta y luego tiraban de ellos con unos pesados mecanismos de poleas. Trabajaban con rapidez y eficacia, y echaban los cuerpos a la cinta transportadora de un modo que indicaba muchos años de experiencia.
Uriel vio al lado de la cinta una estructura cruciforme de la que colgaba lo que parecía un trozo de carne. Estaba lo bastante cerca de los rodillos de aplastamiento como para que la sangre que salía despedida lo salpicara. No le prestó más atención y siguió buscando a los monstruos de túnicas oscuras que eran los macabros señores del lugar.
Al no ver a ninguno pasó el cuerpo por encima del borde del contenedor y cayó con agilidad al suelo húmedo y removido. Dio un par de golpecitos en el contenedor.
—Vamos.
Pasanius bajó y se reunió con él. Limpió la sangre que había en la recámara del arma y se la colocó entre las piernas para poder amartillarla. Leonid lo siguió. Primero se limpió la sangre que le cubría los ojos y después despejó la recámara de ventilación del rifle láser.
Los tres guerreros se quedaron agazapados a la sombra del contenedor mientras recuperaban el aliento y se limpiaban el cuerpo de toda la sangre coagulada que podían.
—Bueno, ya estamos dentro —dijo Leonid—. ¿Y ahora qué?
Uriel miró a su alrededor desde la esquina del vehículo.
—Lo primero que tenemos que hacer es destruir esa máquina. Si los guerreros de hierro no pueden alimentar a las daemonculati con material genético…
—¡Honsou no podrá crear más guerreros de hierro! —terminó Leonid.
—Y no habrá más sinpiel —añadió Pasanius.
Uriel asintió.
—Después de eso debemos subir por la rampa y acabar con todas las daemonculati que podamos antes de que los mortuarios bestiales nos maten.
Sus dos compañeros se quedaron callados.
—Buen plan —dijo Leonid al cabo de unos momentos.
Uriel le sonrió.
—Me alegro de que te guste.
Pasanius dejó el bólter en el suelo y le tendió la mano izquierda.
—No importa lo que pase, capitán. No me arrepiento de nada de lo que nos ha traído hasta aquí.
Uriel estrechó la mano de su amigo, conmovido por aquel sencillo gesto de afecto.
—Yo tampoco, amigo mío. No importa lo que pase. Habremos traído un poco del bien a este lugar.
—Por si importa para algo —comentó Leonid—, ojalá ni siquiera hubiera oído hablar de este puñetero lugar, así que mucho menos que me trajeran aquí a la fuerza. Pero bueno, estoy aquí y eso es lo que hay, así que, ¿a qué estamos esperando? Hagámoslo de una vez.
Uriel amartilló su bólter y asintió.
Sin embargo, antes de que pudieran hacer nada, oyeron un tremendo aullido bestial al que le respondió un coro de rugidos y bramidos que resonó contra el techo de la cámara.
Uriel se apresuró a asomarse por el borde del contenedor. Lo hizo a tiempo de ver al jefe de los sinpiel salir de su escondite rodeado por un surtidor de sangre y de extremidades y partir en dos con las manos desnudas a uno de los carniceros mutantes.
Los sinpiel salieron de los contenedores llenos de sangre como una masa de extremidades deformes que se abalanzaron contra los mutantes que se encargaban de la máquina de triturar. Lo hicieron con todo el frenesí de unos depredadores que habían reprimido la rabia y el hambre durante demasiado tiempo.
Uriel contempló cómo las enormes fauces del jefe de los sinpiel se cerraban sobre un mutante que chillaba. Lo partió en dos por la cintura y acalló sus gritos para siempre. La bestia contra la que Uriel se había enfrentado al final del desagüe le arrancó los brazos a otro antes de lanzar a su oponente a la máquina trituradora. Los sinpiel mataron a una decena de los sirvientes de los mortuarios bestiales en apenas unos instantes. Uriel se sintió a la vez horrorizado y agradecido por su salvajismo.
—Maldita sea —exclamó Uriel—. Se acabó el factor sorpresa.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Pasanius.
—Sólo es cuestión de tiempo antes de que los mortuarios bestiales vengan a investigar, así que vamos. No tenemos mucho de ese tiempo.
Los tres compañeros salieron a la carrera de su cobertura y se dirigieron hacia la rugiente máquina, que tenía a su alrededor una poderosa aura de maldad y ansia. Su siniestro propósito la había imbuido de una malignidad extrema. Uriel sabía a medida que se acercaba que cuanto antes la destruyeran mejor.
Leonid trastabilló cuando se acercó y soltó un tremendo chorro de vómito. La vil presencia de la máquina demoníaca era demasiado fuerte como para que su cuerpo carcomido por el cáncer lo pudiera soportar.
—¡Uriel! —gritó, y sostuvo en alto la bandolera llena de granadas que había recuperado entre los restos del ejército de Berossus en la ladera de la montaña.
Uriel tomó las granadas y corrió hacia la máquina. Pasó al lado de la estructura cruciforme de la que colgaba el trozo de carne goteante y lo observó durante un momento antes de seguir corriendo.
Se detuvo en seco y se volvió para mirarlo con detenimiento. Se dio cuenta de que no era un simple trozo de carne.
Era Obax Zakayo.
Uriel no sintió más que repugnancia ante la visión del cuerpo mutilado y destrozado de Obax Zakayo, pero una parte de él se preguntó por la crueldad de unos seres que eran capaces de hacerle algo semejante a otro ser vivo. El guerrero de hierro, o lo que quedaba de él, estaba enganchado a la estructura y se le escapaban gruesos hilos de saliva por las comisuras de una boca retorcida. Varios tubos transparentes le proporcionaban fluidos vitales para que la agonía se prolongara.
—Por Guilliman —murmuró Uriel cuando el guerrero de hierro alzó un rostro apaleado y amoratado.
—Ventris… —balbuceó. De repente, la mirada de aquellos ojos acuosos se llenó de esperanza—. Mátame, te lo suplico.
Uriel no hizo caso a Obax Zakayo mientras Pasanius se esforzaba por formar una especie de perímetro defensivo con los sinpiel. Se acercó a la máquina y fue sacando granada tras granada de la bandolera. La máquina rugió cuando notó que se acercaba y lanzó una humareda de color azul por las rejillas de ventilación ya corroídas. Un poderoso bramido de ira comenzó a formarse en sus profundidades.
La sensación de malestar en el estómago se incrementó, pero Uriel la contuvo y comenzó a colocar las granadas en la máquina, en los acoplamientos de energía, en las juntas de los ejes, e incluso se subió encima para poner una en la base del racimo de los gorgoteantes tubos de alimentación. Trabajó con rapidez, pero de un modo metódico, para asegurarse de que la máquina quedaría destruida por completo cuando las granadas explotasen.
Uriel se bajó de la máquina a tiempo de ver a Leonid de pie delante de Obax Zakayo. Tenía el rifle láser echado al hombro y lo apuntaba directamente al entrecejo del guerrero de hierro.
—¡Hazlo! —lloró el despedazado Obax Zakayo—. ¡Hazlo! ¡Por favor! Me cortan pedazo a pedazo para echarlos a la máquina y me obligan a verlo…
Leonid tensó el dedo en el gatillo, pero soltó un largo suspiro y bajó el arma.
—No —dijo—. ¿Por qué debería permitir que te libraras con tanta facilidad después de todos los soldados que has torturado hasta morir? Me parece que me gusta la idea de verte sufrir así.
—Por favor —le imploró Obax Zakayo—. Puedo… Puedo ayudaros a derrotar al mestizo.
—¿Al mestizo? —le preguntó Uriel.
—A Honsou, me refiero a Honsou —gimió el guerrero de hierro—. Puedo decirte el mejor modo de matarlo.
—¿Cómo? —le exigió saber Leonid acercándose y propinándole un culatazo en la barbilla—. ¡Dínoslo!
—Sólo si me prometéis que me mataréis —respondió Obax Zakayo después de escupir unos cuantos dientes.
—¡Uriel! —gritó Pasanius desde las barricadas de los contenedores—. ¡Creo que ya vienen!
—Júralo, ultramarine. Dame tu palabra.
—Muy bien —le concedió Uriel—. Te prometo que te veré muerto. ¡Y ahora habla!
—El Corazón de Sangre… es un demonio del Señor de los Cráneos. El anterior señor del mestizo lo aprisionó bajo Khalan-Ghol y aumentó su esencia con la sangre de los hechiceros.
—¿Qué tiene que ver eso con Honsou? —le exigió saber Uriel.
—¿Es que no conoces a tus enemigos? —se burló Obax Zakayo—. El Señor de los Cráneos es la maldición de los psíquicos. El Corazón de Sangre enloqueció por completo debido a toda esa sangre contaminada. Los hechiceros del herrero forjador canalizaron su magia anuladora más potente a través de la criatura aprisionada y utilizaron su energía inmaterial para crear una enorme barrera psíquica alrededor de la fortaleza, ¡una barrera que ningún psíquico ha sido capaz de atravesar en casi diez mil años! —Obax Zakayo tosió antes de seguir hablando—. ¿Tengo tu palabra de que acabarás con mi sufrimiento?
—Sí —le repitió Uriel—. Sigue hablando.
El guerrero de hierro asintió antes de continuar.
—Lord Toramino tiene a su disposición algunos de los psíquicos más poderosos de todo el Ojo del Terror, pero aunque disponen de ese terrible poder, no han sido capaces de penetrar en la antigua barrera del Corazón de Sangre. ¡Destrúyelo y arrasarán este lugar hasta los cimientos!
Uriel se quedó mirando fijamente a los ojos de Obax Zakayo en busca de alguna señal de que estaba mintiendo, pero el guerrero de hierro estaba más allá de engaños semejantes, ya que se encontraba demasiado hundido en su propio sufrimiento y en la necesidad que sentía por morir. Sintió la mano guiadora de la providencia, ya que tenía la oportunidad de cumplir su juramento de muerte y arrebatarle al Daemonium Omphalos lo que ambicionaba.
—Muy bien —insistió Uriel—. ¿Cómo lo destruimos?
—Las argollas… Las argollas plateadas que atraviesan la carne del demonio y lo mantienen colgado sobre el lago de sangre…
—¿Qué pasa con ellas?
—Son artefactos de odio, robados de los reclusiams más sagrados o arrebatados a aquellos cuyas investigaciones los hicieron profundizar demasiado en los misterios del Caos. Son algo más que simples anclas físicas: lo atan a este lugar. Retíralas o destrúyelas y su disolución será completa.
Uriel dio un paso atrás para alejarse de Obax Zakayo y miró hacia la oscuridad de la cámara sobre el lago de sangre siseante, donde el demonio colgaba en mitad de su locura perpetua. Vio los tres resplandores plateados que le atravesaban la carne cubierta de escamas. Cada uno de ellos estaba unido a una cadena que a su vez estaba anclada en la roca de las paredes de la cámara.
Siguió con los ojos la línea de las cadenas y los entrecerró como si buscara cuál era la que se encontraba anclada más cerca de él. Se volvió hacia Obax Zakayo y lo apuntó con el bólter.
—Ya puedo matarte.
—¡No! —lo interrumpió Leonid con voz tajante—. Déjame hacerlo a mí. Le debo a este cabrón una muerte.
Uriel vio el ansia de venganza en los ojos de Leonid y asintió.
—Que así sea. En cuanto esté muerto, encárgate de ajustar los temporizadores de las granadas y sal de aquí. Los mortuarios bestiales ya vienen, así que mantente pegado a los sinpiel. Se esforzarán por protegerte si estás cerca de ellos, pero tenéis que contener al enemigo tanto tiempo como os sea posible.
—Entiendo. Márchate tranquilo.
Uriel asintió y echó a correr hacia Pasanius.
Leonid se quedó mirando a Uriel mientras le describía a Pasanius con rapidez el plan que tenía en mente y como los dos marines espaciales empezaban a subir la rampa que llevaba hacia las daemonculati.
—Hazlo ya, esclavo —dijo Obax Zakayo con voz sibilante—. Ventris te dijo que me mataras.
Leonid alzó el rifle láser y le disparó en el vientre. Olió el hedor a carne quemada y asintió satisfecho al ver que el guerrero de hierro sufría pero seguía con vida.
Obax Zakayo alzó la cabeza.
—¡Dispárame otra vez, todavía no he muerto! —rugió.
Leonid se le acercó y le escupió en plena cara.
—No —le contestó con voz tranquila.
—¡Me habéis dado vuestra palabra! —gritó el guerrero de hierro—. ¡Ventris juró que me mataríais!
—Ventris te dio su palabra, pero yo no lo he hecho —se mofó Leonid—. ¡Quiero que sufras una agonía antes de morir de dolor cuando este lugar se venga abajo!
Obax Zakayo lloró y lo maldijo, pero Leonid no hizo caso de sus súplicas mientras quitaba la granada colocada en la máquina trituradora que estaba más cerca del guerrero de hierro para luego guardársela en el bolsillo del pecho de la chaqueta del uniforme.
—No queremos que mueras por culpa de un accidente, ¿verdad?
Después, sin decir ni una palabra más, Leonid se dio la vuelta y se alejó de él.
Uriel subió a la carrera la rampa y pasó al lado de los palpitantes cuerpos de las daemonculati deseando poder acabar con su sufrimiento. Sabía que tenía más probabilidades de acabar con su tormento si dejaba a los enemigos de Honsou que terminaran la tarea en su lugar. Pasanius y él recorrieron la circunferencia de la cámara para llegar hasta una de las cadenas con argolla que atravesaban el cuerpo del Corazón de Sangre y lo mantenían prisionero en Khalan-Ghol.
Si lograban arrancarle al terrible demonio aunque fuese una de las argollas, ya sería algo…
—Gran Emperador de la Humanidad, concédeme la fuerza de tu voluntad para hacer esto en tu nombre —rezó mientras corría y estudiaba con atención la cadena que llevaba hasta el cuerpo del demonio.
Vio que se encontraba más arriba del nivel repleto de matrices demoníacas en el que ahora estaban. Cuando llegaron al punto donde la pasarela discurría precisamente debajo de la cadena, oyeron la explosión de la máquina trituradora y el rugido bestial de los sinpiel, que resonó por toda la cámara. A aquel estruendo le siguió con rapidez el chasquido de los disparos láser y el chillido de los mortuarios bestiales.
—Tenemos que subir —dijo Pasanius.
Uriel asintió y se volvió para contemplar la batalla que se estaba desarrollando allí abajo. Vio cuerpos volando por los aires y potentes descargas de energía azul cuando los habitantes de aquel horrible lugar se enfrentaron a los sinpiel.
—Que el Emperador os proteja —susurró Uriel antes de agarrarse a las barras de hierro de una de las jaulas de daemonculati para empezar a subir. La gruesa cadena estaba a unos diez metros por encima de ellos. Incluso a la escasa luz del lugar vio que el extremo estaba clavado con firmeza en la pared con un gran enganche de rococemento.
—Necesitaré que me eches una mano —dijo Pasanius cuando Uriel llegó al techo de la jaula. Parecía muy avergonzado de tener que pedir ayuda.
Uriel se volvió hacia él y se sintió apesadumbrado por no haberse dado cuenta hasta ese momento de que a Pasanius le podía costar llegar hasta la cadena con un solo brazo. Alargó una mano y ayudó al sargento a subir para reunirse con él.
Unos cuantos puntales oxidados y los restos de un andamiaje abandonado mucho tiempo atrás perforaban la roca por debajo del enganche. Lo más probable era que los hubieran dejado allí quienes habían fijado allí la cadena.
Oyó un lastimero y débil grito de angustia debajo de los pies. Bajó la vista y miró a través de la malla metálica del techo el rostro lloroso de una daemonculati.
Uriel se arrodilló para acercarse todo lo que pudo a la atormentada criatura.
—Haré todo lo posible para que se acabe tu sufrimiento —le prometió.
Ella cerró los ojos y a Uriel le pareció captar un levísimo gesto de asentimiento casi imperceptible en aquella cabeza hinchada.
—No existe sufrimiento suficiente en toda la galaxia como para hacer pagar a los Guerreros de Hierro lo que han hecho aquí —dijo Pasanius con la voz entrecortada por la emoción.
—No —contestó Uriel—, no existe, pero los haremos sufrir de todas maneras.
—Sí.
Los dos empezaron a subir por las paredes rocosas de la cámara envuelta en sombras, acercándose al objetivo con cada impulso del cuerpo.
El sonido del combate continuaba mientras ascendían ayudados por los puntales de andamiaje clavados en las grietas de la roca y que sobresalían hasta llegar a la altura de la cadena, que tenía el mismo grosor que el antebrazo de Pasanius y se extendía hasta el centro de la cámara, hasta el Corazón de Sangre.
—¿Preparado? —preguntó Uriel.
—Preparado —asintió Pasanius antes de escupirse en la palma de la mano.
Los dos marines espaciales agarraron con firmeza la oxidada cadena y tiraron con todas sus fuerzas para arrancar la argolla del cuerpo del Corazón de Sangre.
Leonid disparó en modo automático el rifle láser contra los mutantes con trajes de vacío que estaban a cubierto detrás de una fila de barriles llenos de sangre. Los disparos abrieron una serie de agujeros en los barriles de los que salieron surtidores de color rojo. Sabía que no le había dado a ninguno de los mutantes, pero al menos los obligaba a mantenerse a cubierto. Había visto a la criatura mutante principal, Sabatier, con un ejército de esclavos armados de los mortuarios bestiales y deseaba con todas sus fuerzas poder meterle a aquel monstruo un disparo en la cabeza.
Se sentía bien por disparar de nuevo una arma en combate. El caos de la sangrienta batalla rugía y resonaba a su alrededor. Los sinpiel luchaban con una ferocidad animal contra sus creadores y esclavos para proporcionar más tiempo a los ultramarines en su tarea de hacer caer el Corazón de Sangre.
El jefe de los sinpiel aullaba mientras mataba a sus enemigos con aquellos poderosos puños con los que sólo hacía falta dar un golpe. Uno de los monstruos de túnica negra se alzó sobre unas patas neumáticas por detrás de él dispuesto a clavarle todas las cuchillas de las que disponía, pero otro de los sinpiel, un horror lleno de extremidades y fauces, cayó sobre él y le arrancó las piernas con unos cuantos tirones salvajes.
Leonid rodó y se puso a cubierto detrás de los humeantes restos de la máquina trituradora para recargar el arma. El mortuario bestial cayó al suelo y su asesino saltó a por otra víctima. La forma desmembrada de Obax Zakayo le gritó que lo matara.
Leonid no le hizo caso, demasiado concentrado en el combate que se estaba librando a su alrededor.
A pesar de la ferocidad de los sinpiel, los mortuarios bestiales habían sido practicantes de las artes de la muerte durante muchos milenios, y si había algo que conocían era la debilidad de la carne, aunque fuera una tan resistente como la de los sinpiel.
Unos afilados discos voladores les amputaron los gruesos miembros mientras pesados dardos cargados de venenos que tan sólo podían existir en el Ojo del Terror se les clavaban en las palpitantes venas para matarlos antes de que se dieran cuenta siquiera de que les habían dado.
Muchas criaturas murieron. Incluso el fuego incesante de los servidores de los mortuarios bestiales estaba empezando a cobrarse víctimas, ya que los sinpiel eran acribillados andanada tras andanada allá donde luchaban.
Leonid salió de su cobertura y vio a un mortuario bestial equipado con unas cuchillas de sierra gigantescas en vez de puños deslizarse por detrás del jefe de los sinpiel mientras éste se dedicaba a separar el torso de otro oponente de su unidad motora mecanizada. Leonid alzó el rifle y disparó una ráfaga de brillantes rayos láser.
Apuntó con precisión y la cabeza del mortuario bestial estalló en mil pedazos. El gran cuerpo tembloroso cayó al suelo detrás del jefe de los sinpiel. La enorme criatura lo oyó caer y se dio la vuelta. La confusión que mostró su rostro ante aquella muerte se trocó en alegría salvaje cuando se dio cuenta de quién le había salvado.
—¡Ahora tú tribu! —le rugió después de golpearse el pecho con los puños.
Leonid se puso a cubierto de nuevo y oyó el sonido de unas pisadas de botas a su espalda. Se volvió y alzó el rifle. Vio a media docena de guerreros mutantes esclavos armados con garrotes y garfios que se abalanzaban sobre él. Uno de ellos lo atacó con una maza con la punta forrada de hierro y Leonid se echó hacia atrás, pero fue demasiado lento y la punta del arma le dio en la sien.
Dejó caer el rifle láser y se llevó las manos a la cabeza cuando el mundo empezó a darle vueltas y la vista se le llenó de puntitos luminosos. El suelo subió con rapidez y se estrelló contra el duro rococemento. Cerró los ojos y esperó a que le dieran el golpe de gracia.
La sombra de algo caliente y pesado pasó por encima de él y un chorro de sangre caliente lo salpicó.
Abrió los ojos y sacudió la cabeza, de lo cual se arrepintió inmediatamente, ya que sintió que el golpe que le habían propinado le reverberaba en el interior del cráneo. El jefe de los sinpiel se alzaba por encima de él. En el cuerpo de gruesos músculos tenía clavadas unas cuantas cuchillas largas y también mostraba numerosas quemaduras de disparos láser. La criatura se agachó para ayudarlo a ponerse en pie y Leonid vio a su alrededor los cadáveres de los que habían estado a punto de matarlo.
Parecía que alguien había provocado una explosión en la sala de un anatomista. Aquello no era más que una masa de extremidades arrancadas y cuerpos reventados.
—Gracias —logró decir por fin Leonid antes de limpiarse la sangre del lado de la cara y de recoger el rifle láser del suelo.
—Tú eres tribu —le contestó el jefe de los sinpiel, como si no hiciera falta ninguna otra explicación.
La criatura regresó al combate sin decir ni una sola palabra más. Decenas de sinpiel yacían muertos, pero los que quedaban seguían luchando con ferocidad y sin disminuir su salvajismo. Cada vez llegaban más y más enemigos a la cámara, y Leonid se dio cuenta de que no pasaría mucho tiempo antes de que él y los suyos fueran derrotados.
Alzó la mirada hacia las pasarelas donde debían encontrarse Uriel y Pasanius y rezó para que se dieran prisa.
Las venas de los brazos de Uriel sobresalían como cuerdas de acero mientras seguía tirando de la cadena. Ambos tenían los pies apoyados en un reborde elevado del sistema de andamiaje y tiraban con todas sus fuerzas.
A Uriel le resbalaron un poco los pies y abrió las piernas para conseguir más potencia de tiro. Le dolían el cuello y el pecho de forma terrible allá donde tenía los huesos rotos, pero se concentró por completo para no hacer caso del sufrimiento utilizando todas las técnicas que le habían enseñado en Agiselus y en el Templo de Hera.
—¡Vamos, vamos! —le gritó a la cadena mientras oía el fragor del feroz combate, a sabiendas de que los sinpiel estaban muriendo por él.
No podía fallarles, así que redobló sus esfuerzos.
Pasanius, con la frente cubierta de sudor, también tiraba de la cadena. El sargento era mucho más fuerte que Uriel, pero sólo podía tirar de la cadena con el único brazo que le quedaba.
Juntos pusieron todo el odio que sentían por los guerreros de hierro en un esfuerzo común.
Uriel rugió de dolor y frustración mientras seguía tirando.
De repente, sintió que la cadena cedía…
Los dos ultramarines lanzaron un grito de triunfo y tiraron con más fuerza todavía, sintiendo cómo se les partían algunos tendones de los brazos y de los hombros pero sin dejar de llevar sus cuerpos al límite.
Sin previo aviso, la argolla de la cadena cedió por completo y Uriel vio un chorro llameante de fuego blanco cuando la argolla se salió de la carne del demonio.
La criatura de escamas rojas cayó unos cuantos metros y en su cuerpo aparecieron dos destellos blancos en los puntos donde las otras dos argollas plateadas cedieron y se desgajaron de la carne ante el repentino peso muerto.
Cayó sobre el lago de sangre provocando un tremendo surtidor y enviando una enorme ola de fluido carmesí que se derramó por toda la cámara. El monstruo desapareció bajo la superficie del líquido y Uriel notó una sensación premonitoria de que iba a ocurrir algo inevitable.
—¡Lo conseguimos! —gritó Pasanius.
—Sí —asintió Uriel cuando vio que la superficie del lago se abría para dar paso al enorme demonio, que se había alzado por completo y emitía rayos que le recorrían el lustroso pellejo escarlata—. Pero empiezo a preguntarme si deberíamos haberlo hecho.
Onyx, que estaba en lo alto de la torre de hierro, lanzó un grito como si lo hubieran golpeado y cayó de rodillas. Se agarró la cabeza con las dos manos al mismo tiempo que los plateados ojos sin alma brillaban por el conocimiento que acababa llegarle. Honsou vio de refilón la escena y alzó la vista, irritado de que hubiera interrumpido la reunión con Cadaras Grendel sobre el plan de batalla.
Entonces vio la expresión de alarma en los ojos de Onyx.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—¡El Corazón de Sangre! —respondió el simbionte demoníaco con un siseo.
—¿Qué pasa con él?
—Está libre… —contestó Onyx.