Las siluetas negras recortadas contra el cielo blanco chillaron mientras descendían a toda velocidad desde la cima de las montañas en dirección a los dos marines espaciales. Los gritos de los espectros del delirio llenaban el aire con el gemido de las víctimas de asesinato, y Uriel oyó su agonía en cada aullido arrancado de los cuerpos.

Estudió la meseta en busca de algún lugar donde esconderse. Odiaba la sola idea de tener que huir, pero sabía que el Daemonium Omphalos no había mentido cuando les había dicho que lo mejor era que aquellas criaturas no dieran con ellos.

—¡Uriel! —lo llamó Pasanius para señalarle la empinada ladera, donde se abría una angosta fisura en la pared rocosa—. ¡Allí! No creo que sean capaces de entrar ahí.

—¿Llegaremos a tiempo?

—Sólo hay un modo de saberlo —le contestó Pasanius antes de echar a correr por la ladera.

Uriel enganchó la espada al cinto y siguió a Pasanius. Cada inspiración era un jadeo a causa de la atmósfera tóxica. La herida en la espalda le dolía enormemente, pero hizo caso omiso del sufrimiento y empezó a subir por la ladera en pos de Pasanius. La pendiente era bastante abrupta y estaba compuesta por restos de carbón y limaduras de hierro además de escoria procedente de las fundiciones. La prodigiosa fuerza de Pasanius le permitía subir aunque con gran dificultad, pero el material suelto no le proporcionaba asidero alguno a Uriel, que cuanto más se esforzaba, más acababa resbalando hacia abajo.

Oyó a la espalda los penetrantes aullidos de una ansia feroz y se arriesgó a mirar hacia atrás por encima del hombro cuando el primero de los espectros del delirio se abalanzó sobre él.

—¡Uriel! —le avisó Pasanius desde un saliente—. ¡Hacia la izquierda!

Giró sobre sí mismo hacia la izquierda en el preciso instante que la criatura se abalanzaba sobre él. Las garras de hierro que llevaba en las alas abrieron varios surcos en el punto del suelo donde su cabeza había estado un momento antes.

Uriel le dio una patada y la criatura resbaló por la ladera aleteando con furia mientras intentaba recuperar el equilibrio. Tenía la misma forma que una de aquellas mantarrayas que vivían en el océano. El esqueleto externo estaba formado por tirantes de hierro, mientras que el cuerpo principal lo formaba una superficie irregular de piel humana cosida al metal. Varios rostros aullantes sobresalían de aquel pellejo correoso, y cada boca abierta de par en par mostraba un círculo bordeado por cientos de dientes puntiagudos como agujas.

Otras tres criaturas se lanzaron a por él. Las fauces se abrieron por toda la superficie de la piel y desplegaron por completo las alas para frenar la bajada un momento antes de estrellarse contra Uriel. La criatura que el antiguo capitán había derribado de una patada remontó el vuelo con un aullido discordante mientras Uriel luchaba con las bestias que lo rodeaban y que le estaban arañando la armadura con los afilados dientes.

Pasanius disparó contra el espectro del delirio que estaba volando, pero el proyectil atravesó por completo la piel antes de estallar. La criatura cambió la dirección de vuelo para subir un poco más por la ladera y atacarlo con un chillido ensordecedor.

Uriel agarró la carne grasienta de los atacantes que lo acosaban y los apartó de la armadura. Vio que de la superficie de la piel sobresalían rostros angustiados que se esforzaban por morderlo. Le dio un puñetazo a una de las bocas. El puño atravesó la delgada capa de piel al mismo tiempo que sentía una vaharada de calor por encima de la cabeza.

—¡Echate atrás! —oyó gritar a Pasanius.

La bestia a la que tenía agarrada aleteó con furia mientras las otras dos se dedicaban a morderlo y arañarlo. Metió la otra mano por el agujero que había abierto y rodó ladera abajo, separándose de los otros atacantes. Agarró la piel con los dos puños y tiró hacia fuera en direcciones distintas. La arrancó de la armazón metálica y sintió que las almas atrapadas en el interior gritaban al ser liberadas.

Varias luces destellantes y unos cuantos gritos de alegría surgieron de la bestia agonizante. Cuando la última alma partió, Uriel se quedó con un puñado de carne muerta y de piezas metálicas en las manos. Lo tiró todo a un lado mientras otras criaturas se acercaban. Uriel desenvainó la espada y la hoja del arma de energía cortó la carne del espectro del delirio más cercano. Las bocas lanzaron un aullido histérico de libertad antes de caer al suelo.

La última criatura cargó contra él. Uriel se tiró al suelo, rodó sobre sí mismo y descargó un golpe con la espada por encima de él. El mandoble partió al monstruo por la mitad cuando lo estaba sobrevolando.

Oyó otro grito de liberación y vio un montón inanimado de tubos de hierro y piel en llamas un poco más arriba en la ladera. Pasanius había empuñado el lanzallamas y estaba disparando chorros de promethium ardiente al aire para mantener alejadas a las demás criaturas.

—¡Vamos! —le gritó Pasanius—. ¡No sé cuánto tiempo podré contenerlas!

Uriel envainó la espada y se detuvo un momento para arrancar un par de tubos de hierro del cadáver del monstruo más cercano antes de empezar a subir de nuevo la difícil ladera.

El marine espacial fue clavando los tubos en el suelo blando como si fueran unos piolets y así pudo subir la ladera sin demasiadas dificultades mientras Pasanius mantenía a raya a los espectros del delirio con el lanzallamas.

Uriel se subió al repecho con un último impulso y rodó sobre sí mismo mientras los espectros del delirio se preparaban para lanzarse de nuevo a por él. Desenvainó la espada otra vez y cortó en dos al primero que se le acercó. Sintió una tremenda satisfacción cuando aquello chilló con gratitud antes de desmontarse. Los demás murieron envueltos en llamas, pero de la carne ardiente surgieron carcajadas infantiles mientras morían.

Los dos marines espaciales retrocedieron de espaldas hacia el refugio de la grieta en la ladera, matando a las bestias cada vez que se acercaban demasiado. Aunque mataron a decenas, Uriel vio que varios centenares se habían reunido sobre la cima de la montaña, por lo que supo que si en poco tiempo no encontraban un lugar donde resguardarse, estaban muertos. No podrían enfrentarse a tantos durante mucho tiempo.

Llegaron por fin a la grieta y Uriel echó un vistazo al interior, que se adentraba en la montaña. Varias andadas de espectros del delirio bajaron hacia ellos y rezó para que no fueran capaces de seguirlos por allí.

—¡No sé hasta dónde lleva! —dijo en voz alta.

—¡Ahora eso no importa! —le contestó Pasanius, que estaba sangrando por unos cuantos cortes que tenía en la cabeza—. ¡No tenemos otra elección!

—¡Dispárales una vez más y luego sígueme corriendo!

Pasanius asintió.

—¡Ahora! —le dijo un momento antes de lanza contra los monstruos aullantes otro chorro de combustible en llamas.

Uriel echó a correr hacia la grieta. Las estrechas paredes de basalto eran negras y brillantes, con un aspecto vitreo. Las aristas le rayaron las amplias hombreras e hicieron saltar parte de la pintura. Uriel murmuró una plegaria para pedirle disculpas al espíritu de combate de la armadura por un trato tan desconsiderado.

Pasanius se metió también en el estrecho pasaje. Tuvo que entrar de lado por aquel angosto lugar, y Uriel se los imaginó a ambos atrapados allí, a la espera de que aquellas viles criaturas acabaran con ellos.

—Maldita sea. Esto se estrecha demasiado —comentó Pasanius con tranquilidad.

Oyeron gritos de frustración por encima de ellos. Uriel levantó la mirada y vio a varias decenas de bestias monstruosas que pasaban en ese momento por la franja de cielo que se abría en la parte superior de la grieta. Se adentró un poco más y se dio cuenta de que estaban ascendiendo: la distancia entre ellos y el cielo disminuía a cada paso que daban.

—¡Nos estamos quedando sin espacio! —le gritó a Pasanius.

En las piedras que tenían por encima resonó el chirriar de las garras y el tintineo del metal al chocar con la dura superficie. Varias bestias siseantes, aleteando con sus carnosas extremidades, lograron meterse en la grieta. Los gritos resonaron ensordecedores en un espacio tan estrecho. Las bestias no hacían más que lanzar frenéticos aullidos de hambre y ansia. Uriel alzó la espada y atravesó al primer espectro del delirio que se encontró.

Más criaturas lograron meterse a la fuerza en la grieta, tropezando y golpeándose entre ellas en su intento por llegar hasta sus presas.

Pasanius no podía disparar el lanzallamas en un sitio tan estrecho, así que las despedazó con las manos, arrancando los pellejos de las impías estructuras mientras gritaba de furia. Uriel dio tajos casi a ciegas a la carne muerta que lo rodeaba al mismo tiempo que las fauces de afilados dientes se cerraban a escasos centímetros de la cara. El sonido del pellejo al desgarrarse se entremezclaba con los gruñidos de dolor y la incongruente alegría de los gritos de las almas al ser liberadas de su odioso tormento cada vez que una de las bestias moría.

—¡Sigue avanzando! —gritó Pasanius en un breve intervalo entre dos ataques.

—¡No sé qué hay más adelante! —contestó Uriel.

—¡No puede ser mucho peor que esto!

Uriel tuvo que mostrarse de acuerdo y continuó avanzando mientras se quitaba la sangre seca de la frente. Buscó con desesperación un lugar que ofreciera mejor protección. Los espectros del delirio volvieron a sobrevolar en círculo la grieta, pacientes y a la espera de una nueva oportunidad de atacar.

La grieta serpenteaba y giraba. Cada paso que daban los adentraba más en las profundidades de la montaña. Por fin empezaron a descender hasta que llegaron a un estrecho sendero que bordeaba la montaña.

La ladera caía a pico varios cientos de metros al otro lado del camino. Uriel vio al final del sendero una cueva con una entrada también estrecha. La boca de la nueva estaba rodeada de un entramado de largas varas de hierro clavadas en la roca.

—Hay una cueva más adelante —le dijo a Pasanius—. Parece que ya la han utilizado para protegerse de estas criaturas.

—¿Cómo lo sabes?

—Por esas estacas alrededor de la boca de la cueva. Dudo mucho que alguna de esas bestias se pudiera acercar a la entrada sin quedarse sin alas.

—Eso implica una pregunta…

—¿Quién las ha colocado ahí? —remató Uriel.

Pasanius miró al cielo al oír a los espectros del delirio arrastrar las garras por la roca. Varios gritos resonaron con más fuerza a medida que las criaturas se acercaban a ellos.

—Tendremos que correr para llegar —dijo Uriel.

—No lo lograremos —le indicó Pasanius—. Se nos echarán encima antes de que hayamos llegado a la mitad de camino.

—¿Crees que no lo sé? —le espetó Uriel—. Pero no nos queda más remedio que intentarlo.

Uriel se mordió el labio mientras se esforzaba por calcular hasta dónde llegarían antes de que las criaturas los alcanzaran. Podrían luchar y repeler a unas cuantas, pero no a todas, y no hacía falta que los monstruos los mataran: les bastaba con empujarlos y hacerlos caer.

Caer a una distancia semejante sería letal, incluso para un individuo tan poderoso como un marine espacial.

Una de las criaturas los sobrevoló. Su avidez ciega era algo repulsivo y absolutamente alienígena.

—Espera… —dijo Uriel al recordar algo.

—¿Qué?

—Cuando el Daemonium Omphalos habló de estas criaturas dijo algo sobre el modo en que cazaban, algo acerca de nuestros corazones y de que no pasarían desapercibidos durante mucho tiempo.

—¿Y?

—Que así es como nos cazan: pueden oír los latidos de nuestros corazones.

Pasanius se quedó en silencio unos momentos antes de contestar.

—Entonces sólo hay que acallar lo que les sirve para cazarnos.

—¿Recuerdas los mantras que activan la membrana ansus?

—Sí, pero han pasado décadas desde la última vez que tuve que recitarlos.

—Lo sé, pero será mejor que los recitemos bien —le contestó Uriel—. No quiero caer en coma a mitad de ese sendero.

Pasanius asintió mostrando que comprendía. Uriel se deslizó con movimientos lentos hacia el borde de la grieta. Los espectros del delirio volaban a bastante altitud, pero de todas maneras era demasiado cerca como para que tuvieran ninguna oportunidad de alcanzar la cueva sin que los atacaran.

Uriel se volvió hacia Pasanius.

—Avanza conmigo. Con lentitud, pero no demasiada. No quiero que te me mueras en el camino.

—Intentaré no hacerlo —le contestó Pasanius con sequedad.

Uriel cerró los ojos y empezó a recitar los versos que le había enseñado el apotecario Selenus y que iniciarían la activación hormonal de la membrana ansus, un órgano implantado en el tejido cerebral durante su transformación en marine espacial. Respiró profundamente antes de ajustar tanto los latidos del corazón principal como el ritmo pulmonar para que disminuyeran de forma paulatina. Lo que iban a hacer era muy peligroso, algo que en circunstancias normales requería las plegarias correctas y muchas horas de meditación, pero Uriel sabía que no tenían tiempo para efectuar esos preparativos.

Sintió los corazones en el pecho y cómo los latidos bajaban de ritmo.

Cuarenta latidos por minuto, treinta, veinte, diez…

Oyó a Pasanius repetir las mismas letanías. Tenían que ponerse en movimiento y llegar a la caverna antes de que el organismo se activara por completo y los hiciera caer en un estado de animación suspendida completa y los corazones les dejaran de latir por completo.

Tres latidos por minuto, dos…

Uriel abrió los ojos. El mundo se veía gris por el rabillo del ojo y sentía que los miembros le pesaban como si fueran de plomo.

Miró a Pasanius y asintió antes de abandonar la protección provisional de la grieta. Caminó con toda la rapidez que se atrevió por el sendero que llevaba hasta la boca de la cueva. Pasanius lo siguió. Los gritos penetrantes de las furias demoníacas que los sobrevolaban casi le hicieron perder la concentración. Un sudor frío le empapó el rostro. Los dos marines espaciales se pegaron todo lo que pudieron a la pared rocosa de la ladera vertical mientras avanzaban centímetro a centímetro por el sendero.

Las bestias aladas volaron hacia ellos. Sus gritos resonaron contra el risco mientras daban vueltas y los sobrevolaban confundidas, incapaces de locaIizarlos con precisión.

Ya casi habían llegado a la entrada de la cueva y las bandadas monstruosas seguían volando sin rumbo fijo.

Dos de los espectros del delirio aletearon de forma ruidosa al pasar al lado de Uriel. Las alas se agitaron un último instante arañando la pared rocosa cuando se posaron delante de él. Los gritos que soltaban eran poco ruidosos pero inquietantes. Las temblorosas pieles seguían intentando localizar a sus presas.

Uriel caminó con más lentitud mientras pasaba al lado de los monstruos, se esforzó por mantener el cuerpo en aquel limbo entre la vida y el estado de coma autoinducido.

Tropezó y rozó con la bota la garra de la bestia más cercana…

Se quedó inmóvil.

Sin embargo, fuesen cuales fuesen los demás sentidos que poseyera la criatura, el tacto no era uno de ellos y no prestó atención al roce.

Uriel dejó atrás a la criatura.

La segunda bestia alzó el vuelo cuando él ya estaba casi al final del sendero y…

Un latido…

El espectro del delirio se volvió en mitad del vuelo y lanzó un chillido ensordecedor cuando oyó el retumbante latido. Las bandadas que los sobrevolaban dejaron de dar vueltas confundidas y se dirigieron todas a una hacia él chillando triunfantes.

—¡Vámonos! —gritó Uriel.

Abandonó todo intento de mantener el sigilo y echó a correr hacia la boca de la cueva. Esquivó la primera estaca y serpenteó entre las demás para llegar a la entrada. La atravesó trastabillando y jadeando. Tomó grandes bocanadas de aire con el pecho convertido en un puro dolor mientras los corazones pasaban de estar casi parados a su ritmo normal en cuestión de pocos instantes.

Se adentró en la negrura de la cueva y cayó de rodillas mientras se esforzaba por estabilizar los órganos internos y no caer en una inconsciencia de la que sabía que no saldría.

Pasanius entró de espaldas sin dejar de disparar el lanzallamas.

Los espectros del delirio aletearon de forma frenética alrededor de la entrada mientras chillaban furiosos porque se les habían escapado las presas. Varios se lanzaron a por ellos, pero lo único que lograron fue empalarse en las estacas de hierro que protegían la entrada. Los cuerpos se agitaron de un modo espasmódico y se despedazaron ellos mismos. Los pellejos desgarrados y las estructuras de hierro rebotaron contra el risco mientras morían.

Uriel soltó un largo suspiro jadeante: sabía lo cerca que habían estado de morir.

—¿Estás bien, Pasanius? —le preguntó de forma entrecortada.

—Por poco —resolló—. Por el Trono, no quiero tener que volver a hacerlo. Sentí que me moría.

Uriel asintió y se incorporó apoyándose en las paredes de la cueva. Casi había recuperado la visión por completo, por lo que vio sin dificultad en la penumbra de la gruta. Se dio cuenta de que se encontraban en el interior de un largo túnel excavado en la roca, pero no supo adivinar por quién.

—Bueno, al menos estamos a salvo de momento —comentó.

—Yo no estaría tan seguro —contestó Pasanius al tiempo que le daba una patada a un cráneo humano partido que había en el suelo.

Los dos marines espaciales avanzaron con cuidado por el túnel. Los chillidos aullantes de los espectros del delirio fueron quedando atrás a medida que penetraban en la montaña. La visión mejorada que poseían aprovechó el escaso brillo del sibilante quemador del lanzallamas de Pasanius hasta el punto que atravesaron la tremenda oscuridad con la misma seguridad que si el lugar estuviera iluminado por globos de brillo.

—¿Quién crees que hizo este túnel? —preguntó Pasanius mientras examinaba las huellas de los cortes y taladros en la roca.

—No tengo ni idea —contestó Uriel—. Quizá fueron esclavos, o la población de este planeta antes de que el Caos se apoderara de él.

—Sigo sin poder creerme que hayamos viajado hasta tan lejos —comentó Pasanius—. ¿De verdad piensas que estamos en Medrengard? ¿De verdad estamos en el Ojo del Terror?

—Ya viste esa ciudad siniestra que se encuentra al otro lado de las montañas. ¿Dudas que uno de los primarcas caídos viva allí?

Pasanius hizo el signo del aquila sobre el pecho para alejar la maldad que simplemente suponía pensar en asuntos semejantes.

—Supongo que no. Siento la maldad como un veneno en los huesos, pero llegar hasta tan lejos… Sin duda, es imposible.

—Si de verdad estamos en el Ojo, entonces nada es imposible —contestó Uriel.

—Siempre había creído que todo lo que se contaba sobre mundos poseídos por demonios y por los Poderes Siniestros no eran más que leyendas espeluznantes, cuentos exagerados para amedrentar a la gente y que obedeciera.

—Ojalá fuera así. Creo que además de para destruir las daemonculati que el bibliotecario Tigurius discernió en su visión, nos han traído a este lugar para poner a prueba nuestra fe.

—¿Y no hemos fallado ya? —murmuró Pasanius—. Hemos hecho un trato con un demonio…

—Lo sé. He puesto en peligro nuestras almas, amigo mío, y lo siento, pero no vi otra alternativa que no fuese hacer creer al Daemonium Omphalos que le obedeceríamos.

—Entonces…, ¿no planeas entregarle ese Corazón de Sangre, sea lo que sea?

—¡Por supuesto que no! —contestó Uriel asombrado—. ¡En cuanto lo encontremos, pienso partir ese objeto repugnante en mil pedazos!

—¡Gracias sean dadas al Emperador! —gimió Pasanius.

Uriel se detuvo de repente.

—¿Pensabas que aceptaría cumplir los deseos de un demonio?

—No, pero dado el motivo por el que acabamos aquí y con lo que nos había amenazado…

—Incumplir algunas normas del Codex Astartes es una cosa, pero tener tratos con un demonio es algo muy diferente —le espetó Uriel.

—Pero hemos sido expulsados del capítulo, alejados de la luz del Emperador y lo más probable es que estemos atrapados para siempre en el Ojo del Terror. Creo que hay motivos para pensar que quizá pensaste que era una opción.

—¿De verdad? —le preguntó Uriel enfurecido—. Pues por favor, explícamelo.

Pasanius no se atrevió a mirar a los ojos a Uriel mientras hablaba.

—Bueno, parece bastante probable que ese Corazón de la Sangre sea alguna clase de artefacto demoníaco con el que el Daemonium Omphalos destruirá a alguno de sus enemigos aquí en el Ojo del Terror, así que, ¿no cumpliríamos la voluntad del Emperador si se lo robáramos a su dueño actual?

Uriel negó con la cabeza.

—No. Pensar de ese modo es una locura y es el primer paso en el camino de la traición a todo lo que defendemos como marines espaciales. Por ideas semejantes se condenan los hombres, Pasanius. Cada pequeña herejía la excusan con alguna explicación razonable hasta que sus almas quedan ennegrecidas y perdidas. Algunos dirían que, al no pertenecer a ningún capítulo, sólo nos debemos lealtad a nosotros mismos, pero tú y yo sabemos que eso no es verdad. No importa lo que sea de nosotros: en nuestro corazón siempre seremos guerreros del Emperador. Ya te lo he dicho antes, amigo mío. ¿Es que dudas de tu coraje y de tu honor?

—No, no es eso… —empezó a contestar Pasanius.

—Entonces ¿qué?

—Nada —respondió Pasanius al cabo de un momento—. Tienes razón. Siento haber pensado en algo así.

Uriel lo miró directamente a los ojos.

—¿Recuerdas lo que nos contaron sobre un antiguo filósofo de Calth que preguntaba si una estalactita que cayera en una cueva haría ruido si no había nadie para oírlo?

—Sí —contestó Pasanius asintiendo—. Jamás lo entendí.

—Yo tampoco, al menos hasta ahora. Aunque hemos sido exiliados, conservamos nuestro honor, y aunque lo más probable es que el capítulo no se entere de nuestras hazañas, continuaremos combatiendo contra los enemigos del Emperador hasta el día que muramos. ¿No es así?

—Sí —afirmó Pasanius dándole una palmada en la hombrera a Uriel—. Y por eso tú eras capitán y yo un simple sargento. Sabes decir lo adecuado en cada momento.

Uriel se rio.

—No estoy tan seguro. Me refiero a que fíjate donde estamos, a decenas de miles de años luz de Macragge y metidos en una cueva del Ojo del Terror…

—… que está llena de cadáveres —completó Pasanius.

Uriel se volvió y se dio cuenta de que Pasanius tenía razón. El túnel se había ensanchado hasta formar una caverna abovedada con paredes irregulares y unos cuantos pasadizos sombríos que salían de ella. En el centro de la cueva se veían los restos de un fuego apagado hacía ya mucho tiempo. Un débil rayo de luz procedente de una abertura en el techo por donde había salido el humo iluminaba el punto en cuestión. El suelo de la cueva estaba cubierto de esqueletos rotos y esparcidos por todo el lugar. Los huesos estaban cubiertos de polvo.

—¡Por el Trono! ¿Qué ha pasado aquí? —murmuró Uriel mientras rodeaba los restos de la hoguera y se agachaba a estudiar los restos cubiertos de harapos de uno de los esqueletos.

—Por lo que parece, los atacaron mientras estaban preparando la comida —comentó Pasanius mientras revolvía los restos de la hoguera con el brazo plateado—. Todavía quedan vasijas en el interior de la fogata.

Uriel asintió y volvió a estudiar los huesos que tenía delante de él. Se preguntó a quién habrían pertenecido y cuáles habrían sido los retorcidos y malignos designios del destino que le habían hecho morir allí de ese modo.

—Quienquiera que lo hiciera era increíblemente fuerte —comentó Uriel—. Los huesos muestran fracturas limpias.

—Sí, y a éste le han arrancado de cuajo la cabeza de los hombros.

—¿Los Guerreros de Hierro?

—No, creo que no —contestó Pasanius—. Fue un ataque enloquecido. Mira las manchas de las paredes. Es sangre, salida a chorro de alguna arteria. Quienquiera que matara a esta gente, lo hizo en pleno frenesí. Les desgarró las gargantas y despedazó a sus víctimas en cuestión de segundos. Ni siquiera tuvieron tiempo de empuñar sus armas.

Uriel cruzó el lugar para reunirse con Pasanius. Pasó por encima de unos cuantos huesos y descubrió algo metálico que estaba medio enterrado en el polvo del suelo. Se agachó para cogerlo y se dio cuenta de que era un cuchillo de manufactura simple, con una empuñadura muy ancha y una hoja larga y flexible. Se volvió para mirar los huesos tirados por todo el lugar y se percató de algo con una creciente sensación de asco.

—Los despellejaron —dijo al cabo de un momento.

—¿Qué?

—Los cuerpos —le indicó Uriel alzando el cuchillo—. Los despellejaron. Los mataron y luego los asesinos los despellejaron.

Pasanius soltó una maldición.

—¿Es que la maldad de este mundo no tiene fin?

Uriel partió la hoja del cuchillo y lanzó los trozos lejos de él. El acero repiqueteó contra la pared rocosa de la cueva. ¿Qué clase de bestia perseguiría a su presa hasta las profundidades de las montañas para atacarla de un modo tan veloz y despiadado para luego tomarse su tiempo y arrancarle la piel a la víctima? Esperaba no tener que descubrirlo, pero tenía la profunda sensación de que había bastantes posibilidades de que hubieran entrado en el territorio de aquella bestia.

—Ya no podemos hacer nada por ellos, fuesen quienes fuesen.

—No —contestó Pasanius mostrándose de acuerdo—. ¿Hacia dónde vamos?

Uriel cruzó la cueva y examinó cada uno de los pasadizos con la esperanza de encontrar alguna pista sobre el camino que debían seguir a continuación.

—Hay un rastro que sale por este pasadizo —dijo arrodillándose y examinando con más atención el pasadizo del centro—. Hay muchas huellas.

Pasanius se acercó y vio la silueta de una gigantesca pisada en el polvo.

Era imposible saber su antigüedad, pero a pesar de su tamaño, no había duda de que era una huella humana.

—¿Crees que este pasadizo lleva a la guarida de esos monstruos y que deberíamos ir por otro lado?

—No, creo que lleva a la salida de estos túneles —le contestó Uriel.

—Sabía que ibas a decir eso —comentó Pasanius con un suspiro.

Uriel y Pasanius empezaron a recorrer el túnel, que los llevó serpenteando por el interior de la montaña durante lo que les parecieron muchos kilómetros, hasta el punto de que perdieron la orientación por completo. El rastro de huellas desapareció cuando el suelo se hizo más rocoso, por lo que Uriel se dio cuenta de que estaban perdidos por completo.

Cuando ya empezaban a pensar que no volverían a ver la superficie, una perspectiva tampoco demasiado desalentadora, captó algo en el aire. Era apenas un leve movimiento, una brisa apenas perceptible sobre la piel.

Alzó una mano y le hizo un gesto a Pasanius para que se mantuviera en silencio cuando éste abrió la boca para hablar.

Notó en el mismo umbral de la audición un sonido, un leve crepitar parecido al chasquido de la estática. Le hizo falta toda su capacidad de concentración, pero siguió un recorrido serpenteante por los túneles. A veces tuvieron que retroceder sobre sus propios pasos mientras intentaban localizar el origen del sonido.

A medida que sonaba con más fuerza, el camino se hizo más evidente, y vieron una franja de cielo blanco al cabo de una hora de oír por primera vez aquel sonido.

—Jamás pensé que me sentiría agradecido de ver ese cielo de nuevo —comentó Uriel.

—Yo tampoco, pero es mejor que esta maldita oscuridad.

Uriel asintió y los dos salieron del túnel para parpadear bajo la eterna luz diurna de Medrengard. Uriel descubrió cuál era el origen de aquel sonido al asomarse por la ladera de la montaña.

—¡Por Guilliman! —exclamó Pasanius.

Muchos kilómetros más allá se alzaba una fortificación construida bajo el influjo de la demencia más absoluta y desafiando a toda lógica. Las torres aguzadas y los poderosos bastiones arañaban el cielo. La monstruosa entrada era un vacío rugiente. Las murallas eran de piedra oscura, manchada de sangre y con unas vetas de colores antinaturales que no deberían existir y que herían la retina.

Entre las torres saltaban rayos y el retumbar de grandes máquinas y engranajes resonaba como el trueno desde detrás de las murallas.

Grandes columnas de humo y fuego se alzaban allá donde los muros se veían sacudidos por explosiones. Enormes trozos de piedra negra saltaban volando por los aires arrancados de la colosal fortaleza. El lejano estruendo de la artillería bramaba y reverberaba. El resplandor de innumerables baterías de obuses y cañones de asedio desplegados sobre las rocas iluminaba la fortaleza contra la que estaban disparando.

El viento les hacía llegar el salvaje grito de guerra de miles, de decenas de miles de guerreros, era posible que incluso más, junto al olor a hierro quemado y a batalla.

Las nubes de ceniza y de humo procedentes de las piras de llamas que rodeaban la fortaleza parpadeaban y titilaban ante la furia del asedio. Uriel sintió que se le hundía el ánimo ante semejante salvajismo.

Nada podría llegar hasta la fortaleza y sobrevivir.

Pero eso era exactamente lo que ellos tenían hacer.