Uriel mantuvo la respiración relajada mientras practicaba los últimos movimientos del ejercicio de ataque. Cada movimiento estaba equilibrado a la perfección. El cuerpo y la mente funcionando en perfecta sincronía. Lanzó los golpes de forma lenta y deliberada. Al codazo le siguió un puñetazo dirigido con movimientos precisos contra un enemigo imaginario. Mantuvo los ojos cerrados y la postura relajada y equilibrada. Todas las partes del cuerpo empezaban y acababan los movimientos al mismo tiempo.
Completó la serie de golpes y tomó una gran bocanada de aire cuando cruzó los puños por delante de la cara. Luego exhaló sin perder la concentración mientras volvía a colocar los brazos a lo largo del cuerpo y centraba el poder de nuevo en su interior.
Sintió la capacidad letal de sus extremidades y notó cómo la fuerza crecía al mismo tiempo que una calma que no había sentido a lo largo de muchas semanas lo rodeaba por completo después de hacer los últimos movimientos prescritos.
—¿Preparado? —le preguntó Pasanius.
Uriel asintió y soltó un poco los miembros antes de adoptar una postura de combate semiagachada con los puños por delante. Su antiguo sargento era mucho más grande que él, con unos músculos enormes. Llevaba puesta una túnica de combate corta que dejaba al aire los brazos y las piernas. Aunque habían pasado ya casi dos años desde que Pasanius perdiera el brazo en un combate subterráneo contra un antiguo dios estelar, Uriel se dio cuenta de que seguía desviando la mirada al brazo artificial plateado y pulido que había reemplazado a la extremidad perdida.
Pasanius llevaba el cabello rubio cortado a cepillo. Aunque su rostro era capaz de mostrar gran amistad y humor, en esos momentos mostraba una expresión seria y letal, lista para el combate. Pasanius lanzó un golpe lateral cortante hacia la cabeza de Uriel, quien se echó a un lado para esquivarlo. Desvió el ataque de Pasanius y se metió dentro de su guardia, donde intentó darle un codazo en la garganta. Su enorme oponente giró con facilidad y bloqueó el golpe de Uriel, dejándole desequilibrado.
El antiguo capitán se agachó para dejar pasar otro puñetazo y retrocedió justo a tiempo para evitar una tremenda patada en la entrepierna. A pesar de la velocidad con la que se había movido, el talón del pie de Pasanius le dio en el costado y soltó un bufido de dolor al quedarse sin respiración.
Uriel evitó también el siguiente ataque y siguió moviéndose con agilidad mientras Pasanius embestía de nuevo, bloqueando y contrarrestando todos los movimientos de su oponente. El antiguo sargento era un individuo grande pero más veloz de lo que parecía, y Uriel sabía que no podía esquivarlo para siempre. Además, cuando Pasanius lograba golpear a alguien, muy pocos eran capaces de levantarse.
Lanzó un feroz puñetazo tras otro contra Pasanius girando sobre los hombros y las caderas para añadir su propio peso a la fuerza del golpe mientras no dejaba de intercalar otros rápidos puñetazos a las costillas del gigantón. Pasanius retrocedió sin verse afectado por aquellos golpes. Uriel lo siguió con rapidez y le dirigió un gancho contra la cabeza. Se trataba de un ataque algo arriesgado que se podía bloquear con facilidad, pero el reluciente antebrazo de Pasanius no se alzó y el puño de Uriel se estrelló contra la sien derecha del sargento.
Pasanius trastabilló y se desplomó sobre una rodilla. Unas cuantas gotas de sangre roja surgieron de la brecha que se le había abierto sobre la ceja derecha. Uriel se apartó de Pasanius y bajó los puños. Se quedó mirándolo con desconcierto mientras recuperaba la respiración.
—¿Estás bien? —le preguntó Uriel—. ¿Qué ha pasado? Podrías haber parado ese golpe con facilidad.
—Me pillaste por sorpresa —contestó Pasanius mientras se limpiaba la sangre, que ya se había coagulado, con una mano grande y carnosa—. Pensé que ibas a intentar otra vez golpearme las piernas.
Uriel recordó los últimos segundos de la pelea y pensó las posiciones y los movimientos de ambos en esos momentos.
—¿Las piernas? No estaba en posición de atacarte las piernas —le contestó Uriel—. Si quería atacarte desde esa posición, tenía que ser a la cabeza.
Pasanius se encogió de hombros.
—No logré bloquearlo a tiempo.
—Ni lo intentaste. Ni siquiera con el otro brazo.
—Ganaste. ¿De qué te quejas?
—Es que nunca te había visto fallar un bloqueo tan fácil, eso es todo.
Pasanius dio media vuelta y tomó una toalla que colgaba de la barandilla de bronce que rodeaba la circunferencia de la cúpula de observación geodésica en la que el capitán Laskaris les había dado permiso para entrenarse. La negrura del espacio llenaba el campo de visión de la cúpula. Las estrellas estaban esparcidas como polvo de diamante en un tapete negro. La luz emitida por las distantes estrellas de Macragge se reflejaba en los múltiples paneles transparentes de la cúpula e iluminaban el lugar con una luz pálida y fantasmal.
—Lo siento, Uriel. Toda esta situación me tiene un poco… desconcertado —le dijo Pasanius mientras pasaba la toalla por encima del brazo artificial—. Que te expulsen del capítulo…
—Lo sé, Pasanius, lo sé —contestó Uriel reuniéndose con él al borde de la cúpula. Apoyó las dos manos en la barandilla y se quedó mirando a través del vidrio blindado a lo que se veía al otro lado.
El casco gótico, parecido a un risco montañoso, del transporte el Orgullo de Calth se alargaba hacia la oscuridad del espacio y más allá de la vista. La nave se dirigía desde Macragge hacia el punto de salto Masali.
Uriel entró en su estancia y tiró la toalla sobre el arcón de metal gris que tenía a los pies de la cama. Luego se acercó al pequeño cubículo de abluciones acoplado al mamparo de acero. Se quitó la túnica manchada de sudor y la dejó colgada de una barra cromada antes de abrir el mando desgastado que estaba encima de la pileta de cerámica agrietada. Esperó a que se llenara y después tomó con las manos una buena cantidad de agua helada. Se la echó en la cara y dejó que bajara goteando por su rostro anguloso.
Uriel se quedó mirando el agua espumosa del lavabo y recordó su última mañana en Macragge. Se había quedado arrodillado en la Roca de Gallan, contemplando el estanque rocoso que había a los pies de las Cataratas de Hera. Cerró los ojos y se imaginó de nuevo los lejanos mares, que centelleaban como una manta de zafiro más allá de las blancas cimas rocosas de las montañas occidentales, salpicadas de bosquecillos de abetos. El sol se ponía y alargaba unos dedos manchados de rojo sangre y bañaba las montañas con una moribunda luz dorada. Le pareció que el mundo natal del capítulo le concedía una última visión de su majestuosidad antes de que la perdiera para siempre.
Recordaba ese paisaje cada noche cuando se acostaba en su sencillo camastro, cada detalle de color, de olor, cada imagen, procurando que no se le borraran de la memoria. El regusto rancio y reciclado del aire hacía que el recuerdo fuera más doloroso e intenso. Además, el aposento austero y de escaso mobiliario que le habían proporcionado a bordo del Orgullo de Calth también le traía a la memoria sus estancias privadas en Macragge.
Uriel alzó la cabeza y vio en el espejo de acero pulido cómo las gotas le caían como llanto por la mejilla. Se secó el agua que le quedaba en la cara bajo la mirada atenta de los ojos grises de su gemelo, situados bajo una frente agresiva y un corto cabello negro. Sobre una ceja llevaba dos tachones dorados. La línea de la mandíbula era angulosa y noble. Su complexión física superaba con creces la de los soldados humanos comunes que abarrotaban la inmensa nave espacial, ya que había sido modificada genéticamente por una tecnología arcana y lo habían entrenado hasta llegar al máximo de sus capacidades por toda una vida de entrenamiento, disciplina y guerra. Tenía los brazos y el pecho cubiertos de cicatrices, pero la más grande de todas era una combinación de gruesas arrugas pálidas que le cruzaban la zona del estómago, donde el ataque de una reina norna tiránida casi lo había matado en Tarsis Ultra.
Se estremeció al recordarlo. Se dio la vuelta y se sentó en el borde del camastro. Pensó en la última vez que había visto Macragge, cuando la lanzadera de transporte había despegado del astropuerto al extremo del valle de Laponis. Había visto cómo su planeta natal de adopción se alejaba convirtiéndose en un conjunto de montañas de cuarzo centelleante e inmensos océanos que quedaron fuera de la vista poco después de que la lanzadera llegara a la atmósfera superior.
La curvatura del planeta se fue haciendo cada vez más visible junto a la pálida bruma que indicaba la separación entre la atmósfera y el frío vacío del espacio. Delante de ellos se encontraba el Orgullo de Calth, un objeto feo y oblongo que flotaba sobre la zona del polo norte del planeta.
Había alargado la mano cubierta por el guantelete y se había apoyado en la gruesa portilla de observación de la lanzadera, preguntándose si alguna vez volvería a Macragge.
—Eche un buen vistazo, capitán —le dijo Pasanius con voz sombría cuando vio lo que Uriel estaba mirando—. Es la última vez que lo veremos.
—Espero que te equivoques, Pasanius —le contestó Uriel—. No sé dónde nos llevará este exilio, pero puede que volvamos a ver el hogar de nuestro capítulo.
Pasanius se encogió de hombros. Su enorme corpachón dejaba pequeño a su antiguo capitán. El fallecido tecnomarine Sevano Tomasin le había forjado la armadura a Pasanius cuando se había convertido en marine espacial, pero había tenido que obtener parte de las piezas y placas de blindaje que habían quedado demasiado dañadas como para ser reparadas por completo de varias armaduras de la clase exterminador.
—Quizá, capitán, pero yo estoy convencido de que no volveré a poner los ojos en Macragge.
—¿Qué te hace estar tan seguro? Y recuerda que ya no hace falta que me llames capitán.
—Claro, capitán, pero sé que no volveré aquí —insistió Pasanius—. Tengo un presentimiento.
Uriel negó con la cabeza.
—No, no creo que lord Calgar nos hubiera ordenado este juramento de muerte si pensara que no podemos cumplirlo. Puede que tardemos años, pero siempre hay esperanza.
Uriel se había quedado observando a su antiguo sargento. Comprendía muy bien el humor sombrío en que se encontraba. Miró la enorme hombrera de la armadura, de donde habían borrado el emblema de los Ultramarines. Al igual que había ocurrido con su propia armadura, habían quitado todas las insignias del capítulo después de la sentencia dictada por un tribunal de hermanos de batalla debido al incumplimiento de las doctrinas del Codex Astartes en Tarsis Ultra, para después efectuar la Marcha de la Vergüenza y salir de la Fortaleza de Hera.
Uriel dejó escapar un suspiro al pensar en todo lo que había ocurrido desde que había empuñado la espada del anterior capitán para tomar el mando de la cuarta compañía de los Ultramarines. Tantos combates y muertes eran lo habitual en la vida de un marine espacial. Habían muerto hermanos de batalla, aliados y amigos en la incesante lucha contra renegados, criaturas alienígenas y todo un tentáculo de las flotas tiránidas.
Se recostó contra el mamparo y dejó que la mente vagara por la carnicería que los tiránidos habían provocado en Tarsis Ultra. Todavía recordaba a la perfección los terribles combates que habían librado en aquel planeta industrial cubierto de hielo. La furia de la invasión de los depredadores procedentes de otra galaxia se le había grabado de forma indeleble en la memoria. Las batallas en Ichar IV, otro planeta asaltado por los tiránidos, también habían sido terribles, pero el esfuerzo combinado de todas las fuerzas imperiales había sido magnífico, mientras que las que se habían congregado en Tarsis Ultra estaban en una tremenda inferioridad numérica. Sólo gracias al heroísmo desesperado de las tropas y a la intervención del legendario inquisidor general Kryptman consiguieron la victoria.
Pero fue una victoria con un gran coste para él.
Uriel tomó el mando de una escuadra de Guardianes de la Muerte de la Ordo Xenos para salvar el planeta, y al hacerlo incumplió su deber para con sus hombres y las enseñanzas que su primarca había dejado escritas en el libro sagrado, el Codex Astartes. La misión consiguió abrirse paso hasta el corazón de la nave colmena tiránida. Cuando la compañía regresó por fin a Macragge, Learchus, uno de sus sargentos más valientes, informó de esas flagrantes violaciones de los artículos del Codex a los altos señores del capítulo.
Uriel y Pasanius fueron juzgados por los mejores guerreros de los Ultramarines y rechazaron el derecho a defenderse. Aceptaron la decisión de Marneus Calgar para impedir que el ejemplo cundiera por toda la cadena de mando. El castigo por semejante herejía sólo podía ser la pena de muerte, pero el señor del capítulo, en vez de desperdiciar la vida de dos valientes guerreros que todavía podían acabar con un gran número de enemigos del Emperador, les había obligado a realizar un juramento de muerte.
Uriel recordaba con toda claridad la tarde que se habían marchado de la Fortaleza de Hera después de acatar la sentencia de lord Calgar y de demostrar a los miembros del capítulo que el modo de hacer las cosas de los Ultramarines era el correcto. Estaban obligados por el juramento de muerte para que el capítulo pudiera vivir como siempre lo había hecho.
El capellán Clausel había leído los versículos del Libro del Deshonor y había apartado la mirada cuando Uriel y Pasanius pasaron de largo ante él y se dirigieron hacia la puerta de la barbacana.
—Uriel, Pasanius —los llamó lord Calgar.
Los dos marines espaciales se detuvieron e hicieron una reverencia ante su antiguo señor.
—Que el Emperador os acompañe. Morid con honor.
Uriel asintió al mismo tiempo que las hojas del portón se abrían. Pasanius y él salieron y quedaron bajo la luz púrpura del atardecer. Varios pájaros cantaban y las antorchas titilaban en lo alto de las torres de vigilancia de las murallas exteriores de la fortaleza.
Calgar les habló de nuevo antes de que las puertas se cerraran. Lo hizo con voz dubitativa, como si no supiera si debía hablar o no.
—El bibliotecario Tigurius habló conmigo ayer por la noche —dijo—. Fue sobre un mundo que sabía a hierro negro, con grandes factorías matrices creadoras de carne demoníaca repletas de una vida monstruosa y antinatural. Tigurius me contó que unos mortuarios feroces, ellos mismos unos monstruos, abrían las matrices con cuchillos y sierras y sacaban del interior figuras cubiertas de sangre. Aunque parecían más muertos que vivos, esos cuerpos respiraban. Estaban vivos y eran altos y fuertes, un reflejo siniestro de nuestra gloria. No sé lo que significa, Uriel, pero está claro que es algo maligno. Busca ese lugar y destruyelo.
—Como ordenéis —le contestó Uriel antes de adentrarse en la noche.
La escalofriante visión del bibliotecario Tigurius podía encontrarse en casi cualquier parte de la galaxia, y aunque a Uriel la idea de ir a un lugar tan odioso le llenaba el alma de repugnancia, una parte de él también agradecía la oportunidad de matar a semejantes monstruos.
Habían pasado cinco días desde que la nave de transporte había partido de la órbita de Macragge y viajado hasta el punto de salto Masali utilizando los reactores convencionales de plasma.
Uriel se había enfrentado a todos sus enemigos cara a cara y los había derrotado, pero a pesar de ello, tanto él como Pasanius se encontraban a bordo de una nave repleta hasta la borda de regimientos de la Guardia Imperial embarcados hacia el Segmentum Obscurus y a las guerras que se habían declarado tras el paso de la invasión del espacio imperial por parte del Saqueador.
—Valor y honor —murmuró con amargura, pero no hubo respuesta.
Pasanius se apretó la punta del cuchillo contra el centro del pecho. La piel se combó bajo la afilada punta para luego abrirse y dejar salir un chorro de sangre del corte. Las gotas cayeron por el pecho antes de coagularse con rapidez. Pasanius la clavó con mayor fuerza y deslizó el cuchillo hacia la parte izquierda del pecho cortando la piel del abultado músculo pectoral en un largo tajo horizontal.
Hizo caso omiso del dolor. Cambió el ángulo del filo y cortó en diagonal hacia el plexo solar, imitando los cortes que ya tenía al otro lado del pecho. Varios cortes superficiales efectuados entre los más profundos dieron el toque final a la silueta dibujada. Pasanius soltó el cuchillo sobre el camastro y se dejó caer de rodillas ante el improvisado altar que había montado en el suelo al lado del lecho.
Las velas ardían desprendiendo un humo cargado de olor. Las llamas titilaban bajo el aire de las unidades recicladoras, y en la base de cada vela había un largo trozo de papel doblado y escrito con la enrevesada caligrafía de Pasanius. Este tomó una tira de papel de bordes dorados con unos dedos llenos de sangre y leyó las palabras de confesión y penitencia que había escritas, aunque se las sabía de memoria. Luego alzó la reluciente mano biónica, extendió los dedos y apoyó la palma sobre el pecho ensangrentado, donde había cortado la silueta de un águila con las alas desplegadas.
Pasanius deslizó la mano por el pecho y manchó el metal reluciente con la sangre coagulada mientras recitaba las palabras escritas en el papel. Cuando acabó de pronunciarlas, puso el papel sobre la temblorosa llama de una de las velas y lo mantuvo allí hasta que prendió. Las llamas recorrieron el papel de plegaria y consumieron ávidamente las palabras allí escritas, quemándole a la vez la punta de los dedos hasta que quedaron negras.
El papel se convirtió en crujiente ceniza de color ámbar que se le deshizo en la mano y cayó al suelo. Cuando la última ascua se apagó, Pasanius cerró los dedos plateados y dio un puñetazo a la pared del camarote, con tal fuerza que abrió un profundo agujero en el mamparo.
Se puso la mano delante de la cara y contempló el terrible daño que había sufrido. Los dedos de metal estaban doblados o partidos por la fuerza del impacto. Pasanius se echó a llorar con lágrimas de repulsión y autodesprecio cuando vio que las puntas de los dedos empezaron a brillar y se recompusieron hasta que no quedó ni un arañazo en ellas.
—Perdón, perdón… —murmuró.
Uriel sacó el cargador vacío del bólter y metió uno nuevo con un movimiento fluido un momento antes de que apareciera otro atacante, procedente de la puerta del edificio que se encontraba ante él. Se echó a un lado al mismo tiempo que una andanada de disparos láser levantó surtidores de arena, y se puso a cubierto detrás de una pila de cajas de munición vacías. Se asomó y apuntó la mira del bólter con un movimiento natural, apretó el gatillo y le reventó la cabeza al objetivo con un solo disparo.
Apareció otro enemigo, esta vez por encima del parapeto del edificio. Ajustó la puntería y otro proyectil se enterró en el pecho de esa nueva amenaza. Pasanius echó a correr hacia la puerta del edificio mientras Uriel vigilaba las ventanas superiores y los techos cercanos en busca de nuevos objetivos. No apareció ninguno, por lo que centró la atención en Pasanius, que acababa de arrancar la puerta de cuajo en una lluvia de madera astillada y bisagras rotas.
Uriel abandonó su cobertura y corrió también hacia la puerta. Pasanius lo cubrió, y Uriel distinguió el chasquido de los disparos láser y el rugir del bólter en respuesta. Se pegó a la pared en cuanto llegó al edificio. Pasanius lanzó una granada a través de la abertura de la puerta y se echó atrás antes de que la llamarada de la explosión saliera rugiente del interior.
—¡Adelante! —gritó Pasanius.
Uriel se apartó de la pared y entró en tromba en el infierno llameante en que se había convertido la estancia. El suelo estaba cubierto de cuerpos y el aire era asfixiante debido al humo acre provocado por la explosión. Los sentidos automáticos de la armadura de Uriel atravesaron con facilidad aquella humareda y le mostraron que todavía quedaban dos enemigos en pie. Abatió al primero y Pasanius acabó con el segundo de un balazo en la cabeza.
Los dos marines recorrieron el edificio habitación por habitación, piso por piso, y mataron a otros treinta objetivos antes de declararlo tomado. Sólo habían pasado cuatro minutos desde que Pasanius derribara la puerta.
Uriel se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo. No jadeaba en absoluto, a pesar de haber efectuado un ejercicio de entrenamiento que habría provocado que hasta el combatiente humano más apto físicamente acabara jadeante y con la lengua fuera.
—Cuatro minutos —comentó—. No sirve. El capellán Clausel nos habría castigado con alguna penitencia durante una semana por un ejercicio semejante.
—Sí —contestó Pasanius quitándose también el casco—. No es lo mismo sin oír sus himnos mientras nos entrenamos. Estamos perdiendo eficacia. Aquí no siento la necesidad de esforzarme al máximo.
—Sé a lo que te refieres, pero es un honor poseer las habilidades que tenemos y nuestro deber para con el capítulo es mantenerlas al máximo nivel —contestó Uriel.
Comprobó el percutor del bólter y murmuró la plegaria que honraba al espíritu de combate del arma. Ambos habían rezado, además de aplicar los aceites adecuados y de efectuar los ritos de disparo antes de cargarlas. Aquella clase de devoción hacia las armas era muy común entre los combatientes del Imperio, pero para un marine espacial, el bólter era mucho más que una simple arma. Era un instrumento divino de la voluntad del Emperador, mediante el cual descargaban Su ira contra aquellos que desafiaban al Imperio.
A pesar de lo que había dicho, Uriel sabía que Pasanius estaba en lo cierto cuando hablaba de la pérdida de eficacia. Cuatro minutos para tomar un edificio de aquel tamaño era algo asombroso, pero sabía que lo podían haber logrado con mayor eficacia y velocidad. La idea de que no estaban actuando del modo más competente lo irritaba.
Tenía seis años cuando se lo llevaron a Agiselus, el campamento de entrenamiento, y desde entonces había sido el mejor en todo lo que se había propuesto. Tan sólo Learchus había sido capaz de igualarlo en logros, y la idea de que no estaba rindiendo a toda su capacidad lo preocupaba profundamente. Pasanius tenía razón: Uriel sentía que sin el entrenamiento constante al que estaban acostumbrados como parte de un capítulo de marines espaciales perdía parte de su habilidad con cada día que se alejaban de Macragge.
—De todas maneras —siguió diciendo Pasanius—, quizá ya no necesitemos ser los mejores. Quizá ya no le debamos nada al capítulo.
Uriel levantó la cabeza con brusquedad, sorprendido por la idea y por la facilidad con la que Pasanius la había expresado.
—¿A qué te refieres?
—¿Todavía piensas que somos marines espaciales del Emperador? —le preguntó Pasanius a su vez.
—Por supuesto que sí. ¿Por qué no iba a ser así?
—Bueno, porque nos han echado, hemos caído en desgracia y ya no somos Ultramarines —insistió Pasanius con la mirada vacía y fija en el espacio y la voz titubeante—. ¿Seguimos siendo marines espaciales? ¿Es necesario que nos sigamos entrenando de este modo? Si ya no somos marines espaciales, ¿qué somos?
Pasanius volvió la cabeza y se miraron. Uriel se quedó sorprendido al ver la profundidad de la angustia que sentía. Tenía ante sí el alma desnuda de su antiguo sargento y era evidente el terrible dolor que le provocaba la expulsión del capítulo. Alargó un brazo y colocó una mano sobre la hombrera sin insignia de la armadura de Pasanius.
Uriel entendía muy bien el dolor de su amigo, y se sintió de nuevo culpable de que Pasanius compartiera aquella desgracia con él, una desgracia que debería haber sufrido él solo.
—Amigo mío, siempre seremos marines espaciales —afirmó Uriel—. Y no importa lo que ocurra, continuaremos cumpliendo los ritos de combate de nuestro capítulo. Estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos, siempre seremos guerreros del Emperador.
Pasanius asintió.
—Lo sé —dijo al cabo de un momento—, pero me asaltan unas dudas terribles, y en esta nave no tengo a nadie con quien confesarme. El capellán Clausel no está y no puedo acudir a la capilla del primarca para rezar en busca de guía espiritual.
—Puedes hablar conmigo, Pasanius. Cuando quieras. ¿No somos camaradas de armas, hermanos de batalla y amigos?
—Sí, Uriel, siempre lo seremos, pero tú también has sido condenado. Los dos somos exiliados y para mí esas palabras se las lleva el viento. Ansío la guía espiritual de alguien que sea puro y no esté manchado por el deshonor. Lo siento.
Uriel apartó la mirada de su amigo, deseoso de saber qué decir, pero no era capellán y no conocía las palabras adecuadas para hacer que Pasanius sintiera esa tranquilidad que tanto necesitaba y ansiaba.
Mientras buscaba qué decir, una voz traicionera en su interior se preguntaba si Pasanius no estaría en lo cierto.
Uriel y Pasanius abandonaron el edificio acribillado y dejaron atrás los restos destrozados de los treinta y siete servidores de combate dirigidos por control remoto. Los cuerpos de plástico y metal estaban desmembrados por los proyectiles explosivos de los marines espaciales. Cuando salieron del edificio cruzaron por el abarrotado gimnasio y se dirigieron hacia una de las múltiples capillas de veneración. Habían completado los ritos de disparo, por lo que la rígida rutina a la que estaban acostumbrados los obligaba a mostrar sus respetos al primarca y al Emperador.
Las luces del gimnasio empezaron a atenuarse, lo que le indicó a Uriel que la nave iba a entrar en el ciclo nocturno, aunque el día y la noche eran conceptos sin sentido a bordo de una nave espacial. A pesar de ello, el capitán Laskaris mantenía un horario estricto de apagado y encendido de luces y de toques de diana para aclimatar a los pasajeros del Orgullo de Calth al horario de a bordo. Era bastante común que muchos soldados tuvieran problemas para ajustarse al ritmo de vida en una nave espacial. La claustrofóbica sensación de estar encerrado, junto a decenas de otras privaciones, provocaban numerosos actos de violencia y desórdenes.
Sin embargo, los regimientos que la nave transportaba en los gigantescos compartimentos de carga procedían de Ultramar, y los soldados entrenados en los dominios de los Ultramarines estaban acostumbrados a una disciplina mucho más severa que la instaurada por la tripulación y los guardias de la nave.
El gimnasio era en realidad una enorme estancia de piedra con columnas, de unos noventa metros de alto desde el suelo de arena al techo abovedado y de al menos mil metros de largo. Allí cabía todo un regimiento mientras realizaba prácticas de tiro, de combate cuerpo a cuerpo, entrenamiento en tácticas de infiltración, la lucha en terreno selvático o la pesadilla de los combates urbanos. Las distintas zonas estaban divididas a lo largo del lugar, con entornos y ambientes preparados a la perfección para que miles de soldados recibieran entrenamiento antes de llegar a la zona de guerra a la que iban destinados, en la parte noroccidental de la galaxia. Del techo colgaban fila tras fila de estandartes de combate, y en las paredes se alineaban enormes estatuas de antraceno de los grandes héroes de Ultramar. Las ventanas vidrieras, iluminadas desde atrás por parpadeantes globos de luz, mostraban escenas de la vida de Roboute Guilliman. Por toda la estancia resonaban las oraciones en gótico alto emitidas desde las trompetas de los ángeles de alabastro que había montados en cada columna.
—Son buenos guerreros y guerreras —comentó Uriel mientras contemplaba a un grupo de soldados practicar ejercicios de bayoneta por parejas.
Uriel se dio cuenta de que, a pesar de la disciplina que tenían, muchos de los soldados que se entrenaban los miraban de reojo y confundidos. Sabía que sus servoarmaduras, que no mostraban insignia alguna de los Ultramarines, provocarían sin duda alguna un alud de rumores y especulaciones entre los regimientos que la nave transportaba.
—Sí —contestó Pasanius—. El 808 de Macragge. La mayoría deben de proceder del cuartel del campamento Agiselus.
—Entonces lucharán bien. Es una pena que no podamos entrenarnos con ellos. Podrían haber aprendido mucho y habría sido un honor transmitirles la experiencia que tenemos.
—Es posible —contestó Pasanius—. Pero no creo que sus oficiales pensaran lo mismo. Me temo que seríamos una decepción para muchos de ellos. Un marine espacial deshonrado no es ningún héroe. No vale nada; es menos que nada.
Uriel se giró hacia Pasanius, sorprendido por la amargura de su voz.
—¿Pasanius?
El antiguo sargento sacudió la cabeza, como si se estuviera quejando de forma despreocupada y le sonrió, aunque Uriel se dio cuenta de que era una sonrisa falsa.
—Lo siento, Uriel. No logro dormir bien. No estoy acostumbrado a tener tanto tiempo para hacerlo. Siempre estoy esperando a que llegue el capellán Clausel gritando la hora de diana.
—Sí —contestó Uriel asintiendo y obligándose a sonreír—. Dormir más de tres horas cada noche es todo un lujo. Ten cuidado, no vayas a acostumbrarte.
—No lo creo probable —contestó Pasanius con voz sombría.
Uriel se arrodilló ante la estatua de mármol oscuro del Emperador. La luz parpadeante de los cientos de velas encendidas por toda la capilla se reflejaba creando centenares de destellos sobre la superficie pulida. La parte superior de la capilla estaba semioculta por la neblina producida por los muchos incensarios que se alineaban a lo largo de la nave y que desprendían un fuerte olor a madera de nal y sándalo. Varios sacerdotes entonaban cánticos mientras recorrían la capilla con cuentas de madera y velas en las manos. Murmuraban y parloteaban mientras unos cuantos querubines albinos con alas doradas y cabello de color azul cobalto volaban por encima de ellos arrastrando largas tiras de papel que salían de unos cestos que llevaban en el torso.
Uriel no les prestó atención. Sostenía la espada de energía por la empuñadura con las dos manos, aunque reposaba el peso de las mismas en las guardas doradas. La espada estaba desenvainada, con la punta apoyada en el suelo. Uriel tenía pegada la frente al cráneo tallado del pomo de la espada mientras rezaba.
La espada había sido el regalo de despedida del capitán Idaeus, su antiguo mentor, y aunque se había partido en Pavonis, en lo que ya le parecía una vida anterior, había forjado una hoja nueva antes de partir hacia la cruzada en Tarsis Ultra y su deshonra final. Se preguntó qué pensaría Idaeus de la situación en la que se encontraba, y agradeció que no estuviera vivo para ver lo que le había ocurrido a su pupilo.
Pasanius estaba arrodillado a su lado. Tenía los ojos cerrados y movía los labios en un rezo silencioso. A Uriel le costó aceptar la transformación de Pasanius en un individuo sombrío y lúgubre desde que habían abandonado la Fortaleza de Hera. Era cierto que los habían expulsado del capítulo, que los habían separado de su mundo natal y de sus hermanos de batalla, pero todavía tenían un deber que llevar a cabo, un juramento que debían cumplir. Y un marine espacial jamás renunciaba a realizar esas obligaciones, sobre todo si era un Ultramarine.
Uriel sabía que Pasanius era un guerrero de coraje y honor, y esperaba que esa entereza de carácter lo sacara de ese estado de ánimo. Recordó la ocasión en la que estaba sentado en una capilla no muy diferente a aquélla en uno de los edificios médicos de Tarsis Ultra, atormentado por problemas propios. También recordó a la hermosa hermana de la orden hospitalaria que había conocido allí. Se llamaba Joaniel Ledoyen y le había hablado con una sabiduría y una claridad que habían borrado su dolor.
Uriel quiso regresar al edificio después de la batalla, pero había resultado herido de demasiada gravedad en el combate final a bordo de la nave colmena como para hacer otra cosa que no fuera descansar mientras el apotecario Selenus se esforzaba por eliminar los últimos rastros del veneno de células coaguladoras de su corriente sanguínea.
Cuando se repuso lo bastante como para poder moverse, ya había llegado el momento de partir de regreso a Macragge. No había tenido tiempo de agradecerle su amabilidad. Se preguntó qué habría sido de ella y cómo le habría ido después de la invasión alienígena. Estuviese donde estuviese, Uriel le deseaba lo mejor.
Acabó de rezar y se puso en pie. Besó la hoja de la espada antes de envainarla con un movimiento fluido. Hizo una reverencia ante la estatua del Emperador y el signo del aquila en el pecho. Bajó la mirada hacia Pasanius, que seguía rezando.
Frunció el entrecejo al descubrir unas extrañas marcas que sobresalían de la gorguera de la armadura de Pasanius. Al estar de pie por encima de él, Uriel vio que las marcas comenzaban en la base del cuello antes de desaparecer de la vista bajo la armadura. El color del tejido de la cicatriz le indicó que se trataba de heridas, de heridas recientes, que se habían cicatrizado con rapidez gracias a la veloz coagulación de la sangre provocada por las células de Larraman que todos ellos tenían en el sistema circulatorio.
Pero ¿cómo había sufrido esas marcas?
Uriel sintió una presencia a su espalda antes de que le diera tiempo a preguntárselo. Se giró y vio que se trataba de uno de los sacerdotes, un individuo joven de ojos asustados que lo miraba con fascinación.
—Predicador —le dijo Uriel a modo de respetuoso saludo.
—¡No, todavía no! —le contestó el sacerdote con voz chillona mientras le daba vueltas a un collar de cuentas alrededor de las muñecas apretándoselo todavía más—. No, no soy predicador. Sólo soy un pobre cenobita, mi ángel de la muerte.
Uriel se dio cuenta de que el individuo tenía las palmas de las manos cubiertas de sangre. Se preguntó a qué orden pertenecería. Existían miles de sectas reconocidas en el Imperio, y aquel hombre podía pertenecer a cualquiera de ellas. Observó con atención su túnica en busca de alguna pista, pero ni la casulla de color azul oscuro ni el escapulario llevaban señal o decoración alguna aparte de los cordones plateados.
—¿Puedo ayudarle? —insistió mientras Pasanius se ponía en pie y se quedaba a su lado.
El individuo negó con la cabeza.
—No —dijo entre carcajadas con una sonrisa torcida—. Yo ya estoy muerto. ¡El Daemonium Omphalos ya viene! Lo siento empujando desde dentro del cráneo. Me llevará a mí y a todos los demás a su locomotora infernal. Cuerpos muertos para el fogón, carne para su mesa y sangre para su cáliz.
Uriel miró de reojo a Pasanius y puso los ojos en blanco. Estaba claro que el cenobita estaba completamente loco, algo bastante habitual entre los seguidores más fanáticos del Emperador. Se suponía que aquellos desgraciados tenían una existencia más cercana al Divino Emperador, por lo que se les permitía vagar sin trabas para que sus desvarios proporcionasen alguna clase de indicio de la voluntad del inmortal Señor de la Humanidad.
—Le agradezco sus palabras, predicador —le dijo Uriel—, pero hemos acabado nuestras oraciones y debemos marcharnos.
—No —le contestó el cenobita con voz enfática.
—¿No? ¿De qué está hablando? —le preguntó Uriel.
Estaba empezando a perder la paciencia con el sacerdote lunático. Al igual que los demás miembros del Adeptus Astartes, los Ultramarines tenían una relación tensa con los sacerdotes del Ministorum. Los marines espaciales creían que el Emperador había sido el mortal más poderoso de toda la galaxia, pero un mortal al fin y al cabo, algo diametralmente opuesto a lo que predicaba la Eclesiarquía.
—¿Es que no puedes oírlo, hijo de Calth? ¿Traqueteando por las vías, con los odiosos vagones sacudiéndose detrás?
—Yo no oigo nada —contestó Uriel dejando atrás al cenobita y dirigiéndose a la puerta de hierro de la capilla.
—Lo harás —le prometió el individuo.
Uriel se volvió cuando la voz monótona de un servidor chasqueó en una las unidades de comunicación chapadas en electrum que estaban montadas en las sombras del techo abovedado.
«Que todos los tripulantes se preparen para la transición a la disformidad. Transición a la disformidad en treinta segundos».
El cenobita se echó a reír y empezó a babear por la comisura de los labios. Alzó los brazos heridos por encima de la cabeza y la sangre que le salía de las muñecas abiertas le cayó en la cara y le bajó por las mejillas como lágrimas de rubí. Cayó de rodillas al suelo.
—Es demasiado tarde —susurró—. El Señor de los Cráneos ya llega…
Uriel sintió un espasmo de náusea por la espina dorsal cuando el cenobita pronunció aquellas palabras, y se dirigió hacia él dispuesto a castigarlo por pronunciar semejante blasfemia en un lugar santo.
Las luces de la capilla se atenuaron cuando la nave se dispuso a efectuar la transición al espacio disforme.
Uriel agarró por el cuello al joven sacerdote.
Y la cabeza del cenobita explotó.