Corias Keagh sintió el rugido estruendoso de la explosión abrirse paso por los túneles como el aullido de un dios enfurecido. Se apoyó en la pared del bunker subterráneo, aunque confiaba en que resistiría la violencia que había desencadenado. Oyó chirriar el metal de los soportes del túnel en protesta por el poder de la onda de choque, pero Keagh llevaba milenios cavando minas y destruyendo fortalezas desde abajo y conocía muy bien su trabajo.
Sólo cuando el lector de temperatura del visor de la armadura se disparó hacia arriba se dio cuenta de que algo iba mal.
Lo primero que oyó fue el silbido rugiente del aire hipercalentado empujado a través de los túneles por la presión de algo inimaginablemente caliente. Se apresuró a salir del búnker mientras un temor espantoso se apoderaba de él.
Una nube de vapor incandescente saltaba de túnel en túnel y recorría toda la mina. Detrás llegó el brillo naranja y rugiente del metal fundido. Keagh oyó los gritos de los soldados cuando el letal vapor ardiente les separó la carne de los huesos.
Sabía que los miles de soldados que había en los túneles bajo la rampa iban a morir. La mina no había llegado hasta los sepulcros de Khalan-Ghol, sino hasta un sitio completamente diferente.
Pero ¿cómo había podido ocurrir? El punto exacto de llegada lo había indicado Obax Zakayo en persona…
Se dio cuenta en los escasos segundos que le quedaban de vida que los habían engañado por completo…, que todo por lo que se habían esforzado acabaría en ruinas.
Se volvió para echar a correr, pero ni siquiera alguien con la soberbia capacidad física de un Guerrero de Hierro era capaz de dejar atrás a millones de toneladas de metal fundido procedente de las forjas de Khalan-Ghol, que destruía todo lo que encontraba a su paso y licuaba la tierra de la rampa a su paso.
Keagh fue engullido por el veloz torrente de fuego y sufrió el exquisito horror de unos escasos segundos de vida antes de que la armadura se derritiera y su cuerpo se evaporase.
Uriel sintió cómo el inmenso poder de la explosión subterránea se extendía por toda la zona. Se tambaleó y tuvo que agarrarse a las afiladas rocas de la montaña cuando los temblores hicieron estremecerse los cimientos de la propia cima. Varios surtidores de reluciente vapor naranja surgieron como géiseres al pie de la montaña, y mientras observaba, otros nuevos empezaron a aparecer en los canales abiertos a lo largo de la monstruosa rampa.
—Por el Emperador… —murmuró Uriel cuando levantó la mirada y vio la parte superior de la rampa combarse primero y luego hundirse sobre sí misma como si estuvieran retirando la tierra sobre la que se apoyaba.
—¿Una contramina? —gritó Pasanius.
—Tendría que ser gigantesca para provocar tantos daños —contestó Uriel negando con la cabeza.
—El Emperador está furioso con los hombres de hierro —rugió el jefe de los sinpiel—. ¡Los golpea desde el cielo!
—Sin duda lo está —asintió Uriel, arriesgándose a mirar los rasgos horrendos de la criatura y sintiendo un inmenso alivio de que Vaanes no estuviera allí para ver la expresión de su rostro.
Los renegados les habían dado la espalda y habían rechazado la última oportunidad de redimirse. Se habían marchado sin dirigirles una sola palabra en cuanto llegaron a la superficie. Uriel los había visto alejarse, con el corazón encogido por lo que él consideraba una traición a lo que significaba ser un marine espacial, pero al mismo tiempo aliviado después de haber sido puesto a prueba y descubrir que la había superado.
Lo cierto es que había algo de verdad en lo que había dicho Vaanes. Quizá aquélla era una misión suicida en la que todos acabarían muertos, y quizá también sobrevivir tenía su mérito, ya que, ¿dónde estaba la gloria o el honor que conseguirían con sus muertes?
Sin embargo, Uriel sabía que un verdadero guerrero del Emperador no temía a la muerte, sólo sentía temor por morir sin haber completado su tarea.
Todavía no habían cumplido el juramento de muerte que Marneus Calgar les había impuesto, e incluso en el caso de que fallaran en la misión, sus muertes honrarían la oportunidad que les había dado el señor del capítulo allá en Macragge, en lo que les parecía hacía ya un milenio.
Mientras veía a Vaanes y a los renegados marcharse, Uriel pensó que, aunque lo más probable sería que Pasanius y él murieran, era la mejor decisión que podían tomar.
—¿Luchamos ahora contra los hombres de hierro? —le preguntó el jefe de los sinpiel—. ¡Muéstranos la entrada!
La ferocidad salvaje que mostraba el rostro del jefe de los sinpiel le recordó a Uriel lo precario de su situación. No había forma alguna de garantizar el éxito del plan, y no quería pensar en las consecuencias si los sinpiel decidían que ya no hablaba en nombre del Emperador.
—Pronto —le contestó Uriel antes de ponerse a trepar de nuevo por las rocas que los llevarían hasta los combates que se estaban produciendo más arriba.
Honsou bajó con rapidez los peldaños de la escalera que llevaba desde la alta torre hasta la muralla principal mientras pensaba que el creciente rugido de odio que se oía era un himno magnífico con el que combatir. Onyx, él y una escolta con sus mejores guerreros salieron a una barbacana agrietada recién construida detrás de la muralla principal.
Las brechas estaban envueltas en humo y la puerta principal de Khalan-Ghol colgaba hecha pedazos. Una masa enfurecida de dreadnoughts acababa de cruzar lo que quedaba de ella. Honsou vio que la encabezaba lord Berossus, que con los brazos mecánicos lanzaba por los aires los cuerpos ensangrentados de sus oponentes. De su amplificador de voz surgía un aullido inhumano y casi orgiástico. Honsou sonrió con ferocidad: sabía que no permitiría a Berossus sobrevivir a aquella batalla.
Las nubes de vapor ardiente y el crujido de la piedra al partirse procedentes del otro lado de la muralla en ruinas le indicaron que la parte superior de la rampa ya no existía. La piedra y la tierra se habían derretido y la rampa se derrumbó al no poder soportar el peso de la columna blindada de Berossus.
Casi todos los objetos metálicos que había en la fortaleza se habían fundido, y las forjas habían permanecido encendidas de un modo constante para asegurarse de que cuando los ingenieros de Berossus abrieran una brecha en la fortaleza desde abajo, tal y como Honsou sabía que ocurriría, lo harían debajo de un gran embalse de metal fundido y no bajo las catacumbas como esperaban ellos.
Honsou sabía que un herrero forjador tan incauto como Berossus no merecía vivir. Su simple existencia debilitaba a los Guerreros de Hierro. Creer que Honsou no se habría enterado de la traición de Obax Zakayo y que no la utilizaría contra ellos era algo ridículo, pero había demostrado ser su salvación.
El tableteo de las armas y las explosiones sacudieron el interior de la barbacana cuando la vanguardia del ejército de Berossus entró en tromba por la puerta, aunque Honsou no tardó en darse cuenta de que no se trataba de la vanguardia, sino de todo lo que quedaba del ejército. Las probabilidades de victoria habían quedado igualadas, y Berossus sabría lo que era enfrentarse a Honsou de los Guerreros de Hierro.
Los dreadnoughts cargaron contra los pozos de tirador protegidos por sacos de tierra sin hacer caso de los disparos que les impactaban y acribillando a sus enemigos con las andanadas de sus armas. Sin embargo, detrás de los pozos había desplegadas dotaciones disciplinadas de guerreros de hierro que eliminaban a las máquinas de combate blindadas enemigas con fría eficiencia, y poco tiempo después, las estructuras reventadas y humeantes superaban en número a las que todavía estaban combatiendo.
Una sombra oscura apareció por encima de la muralla de la fortaleza cuando el titán superviviente se asomó a las almenas y empezó a derribarlas con grandes barridos de sus brazos martillo movidos por pistones. Los trozos de piedra, del tamaño de pequeños edificios, cayeron sobre los soldados de ambos ejércitos, matando a decenas de individuos con cada impacto.
Los extremos de unas enormes rampas de asalto se posaron sobre las pilas de escombros, y los guerreros de hierro con el estandarte negro y dorado de Berossus salieron a la carga de los bastiones de los hombros del titán.
—¡Guerreros de hierro! —gritó Honsou—. ¡Ha llegado el momento de demostrar a esos cabrones quién es el amo de Khalan-Ghol!
Los guerreros rugieron y siguieron a su señor en su marcha al centro del combate. Los guerreros de hierro de Berossus se abrieron camino por los escombros de la brecha sin dejar de disparar mientras avanzaban. Honsou vio que se trataba de guerreros valerosos, ya que a pesar de las andanadas de disparos letales y precisos que causaban unas bajas terribles entre sus efectivos, seguían avanzando sin desmayo.
El espacio que quedaba entre la muralla destrozada y las fortificaciones y los muros terraplenados en zigzag que Honsou había mandado construir era una trampa mortífera: nada podía cruzarlo con vida. Sin embargo, los guerreros de hierro de Berossus no tenían hacia dónde retroceder, por lo que no les quedaba otra opción que avanzar sin desmayo hacia las armas de Honsou. La matanza era impresionante por su salvajismo.
Otra lluvia de escombros cayó procedente de la muralla principal cuando el titán abrió una nueva brecha después de haber desembarcado a todo su cargamento de tropas. El cañón montado en uno de los hombros abrió un gran cráter en el centro de las defensas de Honsou, y los guerreros de Berossus lanzaron un grito de alegría mientras avanzaban de nuevo.
Una enorme explosión arrancó el cañón de la montura del hombro del titán antes de que pudiera disparar otra vez. Una línea de fuego blanco apareció a lo largo del caparazón ensangrentado. Entre el humo que rodeaba por los dos lados al titán surgieron dos gigantescas formas parecidas. Eran unos titanes que lucían el temido estandarte de la Legio Mortis. Las dos terroríficas máquinas demoníacas ya no eran necesarias para proteger el sanctasanctórum de Khalan-Ghol, por lo que salieron del destrozado interior de la fortaleza para presentar batalla.
El último titán de Berossus lanzó un rugido al ver a dos adversarios de valía y apuntó con todas sus armas a los recién llegados, dejando a los guerreros de hierro que había transportado hasta allí que cuidaran de sí mismos. El suelo se estremeció bajo las pisadas de aquellas poderosas máquinas demoníacas, y secciones enteras de la muralla quedaron pulverizadas cuando se enfrentaron con cuchillas al rojo blanco y aullantes puños sierra.
Cualquier sutileza y estratagema era inútil en aquel momento. El resultado del asalto se decidiría por los humeantes cañones de los bólters o el rugiente filo de las espadas sierra. Los guerreros de hierro cargaron unos contra otros, y la batalla degeneró para convertirse en una serie de escaramuzas a corta distancia y combates cuerpo a cuerpo entre asesinos salvajes.
Por las venas de Honsou corría una alegría feroz ante lo visceral de aquella matanza. Le amputó un brazo a un oponente de un hachazo antes de decapitarlo girando sobre sí mismo. Luego saltó por encima de los restos humeantes de un dreadnought para buscar más enemigos. Onyx lo seguía y mataba con golpes aparentemente descuidados de las garras a todo aquel que se atrevía a acercarse a su señor.
Honsou vio la tremendamente poderosa silueta de Berossus a través del humo.
—¡Onyx! ¡Ven conmigo! —gritó.
Uriel sabía que no tenían mucho tiempo. La batalla se estaba desarrollando con la ferocidad de una tempestad, y los gritos de los hombres enfrentados resonaban desde lo alto de las montañas. Trepó con toda la rapidez que pudo, pero la meta parecía siempre demasiado lejos.
No quería verse envuelto en la batalla, pero también sabía que debían llegar al lugar de los combates antes de que pasara demasiado tiempo.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Tenemos que apresurarnos!
—¡Tú lento! —le rugió el jefe de los sinpiel—. ¡No rápido como yo!
—¡Lo sé! —contestó Uriel—. ¡Pero no podemos trepar con más rapidez!
—¡Nosotros vamos más rápido! —le replicó el jefe de los sinpiel.
Alargó un brazo y agarró a Uriel por la muñeca para colocárselo sobre los hombros y llevarlo de un modo muy parecido al del coronel Leonid.
El suelo empezó a moverse a gran velocidad y Uriel tuvo que agarrarse con fuerza a la piel reluciente y húmeda de la criatura mientras ésta trepaba por la ladera rocosa de Khalan-Ghol con una rapidez terrorífica.
Volvió la cabeza y vio que a Pasanius lo llevaban del mismo modo. La velocidad a la que trepaban se había doblado.
—¡Ahora vamos más rápido! —le prometió el jefe de los sinpiel—. ¡Tribu! ¡Vamos!
Cientos de criaturas rojas y sin pellejo siguieron a su señor, y Uriel se sintió poseído por un salvaje sentimiento de abandono.
Era posible que se estuvieran dirigiendo hacia su muerte, ¡pero qué final tan magnífico tendrían!
Volvió a mirar la cima de la fortaleza envuelta en humo, y se sorprendió de lo diferente que parecía en ese momento. La primera vez que la había visto le había parecido inexpugnable, construida a partir de una locura imposible con piedras gigantescas sacadas de la propia montaña para después colocarlas en la cima más alta. En esos momentos ya quedaba poco en pie de las fortificaciones inferiores, convertidas en cementerios polvorientos y destrozados, mientras que las murallas superiores parecían estar a punto de caer.
Sin embargo, había visto lo ocurrido en la enorme rampa, así que sabía que Honsou no iba a permitir que la fortaleza cayera sin presentar una feroz batalla.
No sabía con exactitud lo que le había ocurrido a la rampa, pero había visto cómo toda una sección de la parte superior se desfondaba y los tanques y las tropas que subían hacia la fortaleza desaparecían engullidos por el agujero.
De las grietas en los costados de la rampa salían líneas serpenteantes de humeante líquido naranja que descendía como lava al surgir del cráter de un volcán en erupción. Desde la boca del túnel situado en la base de la rampa se expandió un enorme lago de metal que crecía a cada segundo que pasaba.
Allí se habían reunido cientos de vehículos, que fueron atrapados por la repentina inundación de líquido mortífero. Uriel vio cómo los tanques ardían y estallaban cuando el combustible y las municiones explotaban debido al intensísimo calor.
Los tanques que hicieron marcha atrás chocaron entre ellos en su ansia desesperada por escapar, y lo único que lograron fue formar un tremendo atasco. Poco tiempo después, todo un ejército de vehículos de combate había quedado reducido a chatarra fundida sin haber disparado ni un solo proyectil.
—Sí —murmuró Uriel mientras se acercaban cada vez más a la fortaleza—. Está claro que vas a presentar batalla.
Una lluvia de trozos de piedra y de carne salió despedida hacia el cielo cuando los restos de los vehículos y los escombros provocados por el combate entre los titanes cayeron al suelo. Otro búnker quedó aplastado y Honsou supo que aquella batalla iba a terminar pronto de un modo o de otro. Un guerrero de hierro intentó golpearle con un enorme puño resplandeciente, pero lo esquivó tirándose al suelo y rodando sobre sí mismo. En el mismo movimiento lanzó un tajo horizontal con el hacha que le cortó las dos piernas a su oponente.
El guerrero lanzó un chillido y cayó al suelo. Se agarró por un momento los muñones de las piernas antes de que Onyx lo decapitara al pasarle por encima en pos de su señor. Honsou siguió avanzando hacia Berossus, que por fin lo vio acercarse.
—¡Mestizo! —rugió el dreadnought alzando los brazos en gesto de desafío.
Aunque ya no era un guerrero de carne y hueso, Berossus no había perdido nada de su ferocidad. El sarcófago broncíneo con el emblema del cráneo relucía con una energía diabólica.
El gigantesco dreadnought afirmó las patas y bajó el brazo con el monstruoso taladro rodeado de cañones de gran calibre. Onyx saltó hacia él cuando los cañones empezaron a girar para tomar velocidad de disparo y los cortó con las garras provocando una lluvia de chispas.
Para ser una máquina tan grande, Berossus continuaba teniendo una rapidez de movimientos inhumana y logró golpear al simbionte demoníaco con el martillo de asedio, lanzándolo por los aires.
—¡Vas a morir, mestizo! —aulló el dreadnought mientras echaba hacia atrás el monstruoso martillo preparándolo para golpear al mismo tiempo que daba un estruendoso paso hacia él. Honsou intentó propinar a Berossus un hachazo en el sarcófago, pero los gruesos brazos mecánicos que salían del caparazón blindado se interpusieron y desviaron el golpe a la vez que el chirriante taladro se lanzaba a por su pecho.
Honsou giró el cuerpo y la punta del taladro le rozó la placa pectoral hiriéndolo antes de que pudiera dar un hachazo a la gruesa pata del dreadnought. El hacha resonó contra la extremidad al rebotar contra el blindaje y le provocó calambres en el brazo.
Otra explosión sacudió el suelo y Honsou cayó derribado por la onda expansiva. El enorme dreadnought apenas se tambaleó y lo intentó pisotear con una gran pata que se estampó a escasos centímetros de su cabeza. Honsou rodó entre las patas de su oponente mientras la batalla rugía a su alrededor, con los guerreros de hierro matándose entre sí con una furia frenética.
Berossus se volvió sobre el eje de su cintura y dos de sus miembros artificiales golpearon el suelo. Honsou rodó hacia atrás, pero la punta del brazo con garra de Berossus se le enganchó en el borde de la armadura y le hizo perder el equilibrio.
Honsou sintió un dolor lacerante en una pierna y rugió cuando el brazo perforante de Berossus le atravesó el muslo. El taladro se llevó un buen trozo de carne sangrante de la pierna, y Honsou cayó sobre las rodillas. El dreadnought se acercó y lo agarró por la hombrera con la pinza del brazo terminado en garra para luego levantarlo en el aire.
—Me has costado caro, mestizo, pero se acabó —le gruñó Berossus—. Tu fortaleza ya es mía, no importa lo que pase.
—¡Jamás! —gritó Honsou mientras forcejeaba para soltarse, pero Berossus lo tenía agarrado con firmeza y no pensaba dejarlo escapar.
El dreadnought dirigió el taladro perforador hacia el rostro de Honsou.
El señor de Khalan-Ghol se puso el brazo implantado delante de la cara y detuvo el golpe. El chirrido del metal al rasgarse y un torrente de chispas blancas azotaron el aire cuando el taladro impactó contra el plateado brazo de Honsou.
Sin embargo, en vez de atravesarlo por completo y perforarle el cráneo, el metal fluyó como si se tratara de un líquido y se rehízo con la misma rapidez con la que el taladro de Berossus lo agujereaba. El dreadnought se quedó mirando asombrado cómo la punta perforadora se atascaba dentro del brazo de Honsou, y mientras Berossus miraba, una silueta con armadura negra cruzó el aire y giró sobre sí mismo para aterrizar en el mantelete superior del caparazón del dreadnought.
Onyx se posó con elegancia sobre una rodilla y clavó las dos garras en el compartimento blindado del dreadnought. La terrible máquina rugió de dolor y agitó con fuerza los brazos soltando a Honsou, quien cayó al suelo lleno de cráteres.
El señor de Khalan-Ghol rodó para alejarse del dreadnought y en ese momento oyó un estampido ensordecedor a su espalda: el titán ya descabezado de Berossus se había derrumbado sobre la última parte de la muralla que quedaba en pie y el impacto había lanzado por los aires piedras y chorros incandescentes de plasma. Uno de los titanes de Honsou había caído con él, partido casi por la mitad, y el impacto de los dos leviatanes blindados transmitió ondas de choque casi iguales a las que había causado la explosión bajo la rampa.
Se oyó un gran grito de desaliento y Honsou supo que aquello podía acabar en esos mismos instantes. Berossus seguía esforzándose por librarse de Onyx golpeándolo una y otra vez con sus brazos acabados en garras. Honsou empuñó el hacha con las dos manos y se puso en pie de un salto. No estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad que le había proporcionado su guardaespaldas.
Cargó contra el dreadnought con un rugido de odio mientras éste estaba concentrado en Onyx y le clavó el hacha con todas sus fuerzas en la parte descubierta de la pata, donde el blindaje era más débil.
El acero aullante forjado en la disformidad se enfrentó a un metal antiguo fraguado con tecnologías olvidadas creando una corona reluciente de energía cegadora. Berossus rugió y se desplomó de espaldas contra el suelo. Onyx saltó con agilidad para apartarse de la máquina derribada.
—¡Llámame mestizo ahora, cabrón! —le gritó Honsou subiéndose encima y machacando con el hacha el sarcófago del dreadnought. El metal antiguo se partió y Berossus aulló de dolor a medida que el arma demoníaca se abría camino por su cuerpo de hierro.
—¿Todavía te crees mejor que yo? —aulló Honsou mientras seguía cortando a hachazos el cuerpo del dreadnought moribundo.
Los fragmentos de metal y las chispas volaron por los aires mientras el señor de Khalan-Ghol acababa con su enemigo de hierro. Berossus se esforzó por ponerse en pie, pero ni Honsou ni Onyx le dieron ninguna oportunidad. Esquivaron sus torpes ataques y le cortaron las extremidades, que se agitaban en vano.
—¡No eres nada, Berossus, nada! ¿Me oyes? —Del amplificador de voz de Berossus surgió un chirrido incoherente cargado de estática y Honsou se subió de otro salto al sarcófago del dreadnought—. ¡A lo mejor es que no me puedes oír con todo ese hierro encima!
Se alzó triunfante sobre el herrero forjador del ejército invasor y lo volvió a golpear con el hacha en el emblema del cráneo del sarcófago hasta que consiguió partirlo al quinto golpe.
El estruendo de los combates cesó poco a poco, y por primera vez desde hacía meses, la batalla se detuvo cuando los guerreros de hierro que se enfrentaban dejaron de luchar para contemplar la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos.
Honsou se arrodilló sobre el sarcófago de Berossus y metió el reluciente brazo plateado en el interior del dreadnought. Gruñó y tiró hasta arrancar algo cubierto de sangre negra y fluidos amnióticos.
—¡Vuestro herrero forjador ha muerto! —gritó con el brazo en alto.
En la mano tenía un cráneo horriblemente hinchado y una columna ver tebral goteante. Multitud de cables de conexión parecidos a venas colgaban de los restos mortales del herrero forjador Berossus.
La tensión era palpable. Honsou sabía que tenía que someter a las decenas de guerreros enemigos si no quería que aquella matanza acabara en una batalla de destrucción mutua. Lanzó un rugido y, haciendo girar la columna vertebral como si fuera una maza, reventó el cráneo de Berossus en una lluvia de esquirlas de hueso contra la envoltura de hierro que lo había contenido.
—¡Vuestro herrero forjador ha muerto! —repitió arrojando a un lado los macabros restos—. ¡Pero vosotros no tenéis por qué morir! Berossus ya no está, y por derecho de conquista le ofrezco a cualquier guerrero que lo quiera un lugar en mi ejército. Habéis demostrado ser guerreros valientes, y necesito soldados así.
Nadie se movió, y por un breve instante Honsou se preguntó si habría cometido un grave error.
Sin embargo, un momento después, un guerrero de armadura profusamente transformada de hierro bruñido con un chamuscado estandarte dorsal negro y dorado dio un paso al frente. La armadura estaba cubierta de sangre y mellada por el feroz combate. Se quitó el casco agrietado y dejó al descubierto un rostro anguloso y lleno de cicatrices rematado por una franja de cabello corto.
—¿Por qué deberíamos unirnos a ti, mestizo? —gritó—. Puede que hayas derrotado a Berossus, pero Toramino te borrará a ti y a tu fortaleza de la faz de Medrengard.
—¿Cómo te llamas, guerrero? —le preguntó Honsou saltando del caparazón destrozado del dreadnought para luego dirigirse con paso firme hacia el guerrero.
—Soy Cadaras Grendel, capitán de armas de lord Berossus.
Honsou se quedó delante del guerrero cubierto de sangre y vio la mirada de desafío de sus ojos.
—Sí —contestó Honsou alzando la voz para que todos los guerreros reunidos en las ruinas de su fortaleza pudieran oírlo—. Puede que tengas razón, Cadaras Grendel. Toramino dispone de suficiente fuerza para destruirme, no puedo negarlo, pero pregúntate esto: ¿por qué no han entrado todavía en combate sus guerreros? —Honsou se volvió para dirigirse a los demás guerreros reunidos. Alzó el arma y recalcó sus palabras con movimientos cortantes del hacha—. ¿Dónde estaba Toramino mientras vosotros luchabais y sangrabais aquí? Sabéis quién construyó esta fortaleza, y sabéis que sólo los guerreros más valientes podían tomarla. ¿Dónde estaba Toramino mientras vosotros moríais a centenares para asaltar esta fortaleza?
Vio que sus palabras estaban teniendo el efecto deseado. Sintió la descarga de adrenalina correrle por el cuerpo cuando se dio cuenta de que había previsto de manera correcta el rencor que aquellos valientes guerreros de hierro debían de haber sentido cuando hacían el trabajo sucio mientras los guerreros de Toramino se limitaban a verlos morir.
—Toramino os ha dejado en la estacada y se ha reído mientras lo hacía. Incluso si lograrais cumplir vuestra misión, ¿creéis que podríais saquear los despojos de Khalan-Ghol? Toramino os ha traicionado, igual que el Emperador traicionó a los Guerreros de Hierro en la antigüedad. ¿Os dejaréis utilizar de ese modo o sois hombres de hierro?
—¡Somos hombres de hierro! —gritó Cadaras Grendel. Los guerreros supervivientes corearon el grito.
—¡Pues entonces uníos a mí! —aulló Honsou antes de agarrar a Grendel por las hombreras—. ¡Uníos a mí y vengaos de esta traición!
Los meses de amargura y la muerte de sus hombres se asomaron al rostro de Grendel.
—Sí. Toramino pagará por esto. ¡Mis guerreros están a vuestras órdenes! —asintió.
Honsou se dio la vuelta con Cadaras Grendel a su lado.
—¡Hierro dentro! —rugió.
—¡Hierro fuera! —fue el grito de respuesta de todos y cada uno de los guerreros de hierro, quienes lo aullaron una y otra vez.
Honsou supo que ya eran suyos.
Uriel contempló cómo los dos titanes caían y sorprendentemente oyó que el fragor del combate disminuía hasta desaparecer. ¿Habría caído Khalan-Ghol o habría conseguido Honsou rechazar el ataque? Era imposible saberlo, y sólo lo descubrirían cuando llegasen a la cima.
El ascenso por la pared rocosa había sido terrorífico, ya que los sinpiel los habían llevado por lugares que Uriel hubiera jurado que eran infranqueables. Tenían una fuerza prodigiosa y una resistencia excepcional.
Uriel oyó en el repentino silencio el chasquear de las llamas de los vehículos incendiados y la explosión ocasional de algún proyectil debido al intenso calor. El grueso del ejército de Berossus ardía, y al notar que el silencio se prolongaba, Uriel supuso que el ataque habría fracasado. Los guerreros que asaltaban una brecha estaban tan cargados de adrenalina y de rabia que lo habitual después de un ataque triunfante era la matanza y el saqueo.
Sin embargo, el silencio… Aquello era algo nuevo para Uriel.
El jefe de los sinpiel trepó por un saliente de roca y pasó de un salto el borde de la altiplanicie. Uriel vio por fin la matanza del último ataque.
—¡Que el Emperador nos proteja! —murmuró Pasanius al reunirse con Uriel.
—Ni siquiera el asalto a la ciudadela se podría comparar con esto… —añadió Leonid cuando los gemelos fusionados lo depositaron al lado de los marines espaciales.
Los restos de un ejército destrozado se extendían ante los escombros de la muralla, de la que quedaba poco más que unos cuantos tocones de piedra negra que sobresalían como dientes podridos de una encía enferma. Todo el lugar estaba sembrado de tanques en llamas y cuerpos retorcidos. Algunos estaban aplastados por completo; otros estaban reventados por las explosiones. Las pilas de munición se incendiaban y estallaban, y los restos de los titanes ardían con el brillante resplandor del plasma.
Varios cañones del tamaño de torres de enfriamiento yacían agrietados e inútiles entre los restos de vehículos y de cuerpos.
—¿Quién habrá ganado? —se preguntó Leonid.
—No estoy seguro… —contestó Pasanius mientras seguía a Uriel por el campo de batalla atestado de cadáveres.
Se agachó para recoger con la mano que le quedaba un bólter caído en el suelo. Comprobó el cargador antes de hablar.
—Búsquese una arma, coronel, y consiga toda la munición que pueda llevar encima.
Leonid asintió y recuperó un rifle láser de aspecto gastado pero funcional, unos cuantos cargadores y una bandolera llena de granadas. Al hacerlo sintió un tremendo dolor en el pecho y un ataque de tos le hizo doblarse sobre sí mismo. Se pasó la mano por la boca y descubrió que la tenía manchada con una mucosidad marrón salpicada de sangre. Se la limpió en lo que le quedaba de la chaqueta del uniforme azul cielo.
Los sinpiel cruzaron el campo de batalla agachándose de vez en cuando para alimentarse de los cadáveres. Arrancaban los miembros a los cuerpos y devoraban la carne todavía tibia separándola directamente del hueso. El jefe de los sinpiel alzó el cuerpo desmembrado de uno de los guerreros de hierro y le arrancó la placa pectoral de la armadura. Luego le dio un gran mordisco en el pecho y devoró un buen trozo de carne.
Uriel se quedó horrorizado a pesar de tratarse del cadáver de un enemigo.
—No, no os comáis esa carne —les advirtió Uriel.
El jefe de los sinpiel se volvió hacia él con una expresión de horrible apetito y alegría salvaje en el rostro ante la oportunidad de darse un festín con un guerrero de hierro.
—Es carne. Fresca.
—¡No! —insistió Uriel con mayor fuerza en la expresión.
—¿No? —preguntó el jefe de los sinpiel—. ¿Por qué?
—Está corrupta. —Vio la incomprensión en los ojos de la criatura—. Está mala.
—No… Está buena —replicó el jefe de los sinpiel mostrándole el cadáver destripado del guerrero de hierro.
Le había arrancado de un mordisco todo el costillar y los órganos internos habían quedado al descubierto. Uriel negó con la cabeza.
—Si amáis al Emperador, no comeréis esa carne.
—¡Amamos al Emperador! —aulló el jefe de los sinpiel. Uriel dio un respingo: estaba seguro de que el grito de la criatura se podría oír incluso en el fragor de un combate—. Muchos hombres de hierro muertos —gruñó enfurecido el jefe de los sinpiel—. Mucha carne.
—Sí, pero no estamos aquí por la carne —le contestó Uriel—. Estamos aquí para matar a los hombres de hierro y a las madres de carne.
El jefe de los sinpiel parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero al final soltó un gruñido enfurecido y dejó caer el cuerpo a medio devorar.
—¿Matamos a hombres de hierro?
—Sí, matamos a hombres de hierro —respondió Uriel al mismo tiempo que oía el sonido de unos motores que se estaban acercando—. Pero antes tenemos que llegar hasta el centro de la fortaleza.
Uriel se volvió hacia Pasanius y Leonid cuando ambos se acercaron cargados de armas, munición y granadas. Pasanius se descolgó un bólter del hombro y se lo entregó a Uriel junto con varios cargadores de munición.
—Me asquea utilizar las armas del enemigo —dijo mientras metía un cargador en el arma.
—Supongo que existe cierta justicia poética en el hecho de que vayamos a utilizar sus armas contra ellos —comentó Pasanius mientras cargaba y amartillaba el arma con dificultad.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Leonid cuando él también oyó el sonido de los motores acercándose.
—Es nuestro modo de entrar —le contestó Uriel a la vez que señalaba los cadáveres que los rodeaban—. Quiero que os escondáis entre los cuerpos de los guerreros de hierro. Procuraremos quedarnos cerca los unos de los otros, pero debemos asegurarnos de que estamos entre los muertos. —Uriel se volvió hacia el jefe de los sinpiel y le habló con rapidez—. Que la tribu se tumbe con los hombres de hierro muertos. ¿Lo entiendes? Tumbados con los muertos.
—¿Tumbarnos con la carne?
—Sí —le confirmó Uriel—. Tumbaos con los hombres de hierro, y cuando nos levantemos es que estaremos donde debemos estar.
El jefe de los sinpiel asintió con lentitud y se acercó a la tribu gruñendo y señalando las pilas de cadáveres.
—Sabes que se comerán los cadáveres —dijo Pasanius mientras los sinpiel empezaban a tumbarse entre los marines del Caos muertos.
—Lo sé —contestó Uriel—, pero no podemos hacer nada al respecto.
—Que gran verdad es que el Emperador obra de un modo misterioso —comentó Leonid.
Uriel intentó olvidarse de las tendencias antropófagas de los sinpiel mientras buscaba un grupo de cadáveres de guerreros de hierro. Encontró uno con los cuerpos destrozados alrededor del borde de un cráter y se escondieron entre ellos.
Vio el medio de transporte para entrar en la fortaleza salir de la humareda que se extendía por el suelo en el preciso instante en que se echaba encima el cuerpo de un guerrero.
Unas enormes excavadoras de color rojo que llevaban unos largos mástiles con la estrella de ocho puntas en el extremo y unos contenedores de hierro enganchados detrás salieron de las cámaras de los mortuarios bestiales.
Habían ido a recoger a los muertos para triturarlos y alimentar con ellos a las daemonculati.