La ráfaga de aire a elevada temperatura que pasó a toda velocidad entre los restos de las almenas derribó a Honsou y vaporizó la mitad superior de uno de los guerreros de hierro. Se echó a rodar hacia un lado mientras las humeantes piernas sin cuerpo caían a su lado. Luego se puso en pie de un salto, inclinándose sobre los restos irregulares del muro de la fortaleza y blandiendo su poderosa hacha dentada.

—¡Vamos, Berossus, vas a tener que hacerlo mejor! —gritó.

Mucho más abajo, el estruendo metálico del gran despliegue de fuego de artillería retumbaba desde las oscuras montañas y los impactos iban reduciendo los bastiones inferiores a cenizas. Los gritos de los hombres moribundos llegaban hasta él, pero Honsou no les hizo caso. No eran nada más que esclavos y estaban demasiado malheridos para ser despellejados en los campos de carne, además de que podía disponer de muchos más como ellos.

Se limpió el polvo de la armadura mientras avanzaban más guerreros de hierro para taponar la brecha que había causado un disparo aislado en los niveles superiores de su fortaleza. Había sido un impacto afortunado que hizo que la adrenalina recorriera el cuerpo de Honsou. Había estado deseando sentir el fuego y el estruendo de la batalla una vez más desde que participara en el sitio de Hydra Cordatus. La lucha en Perdictor II tras su vuelta al Ojo del Terror había resultado deslavazada e insatisfactoria, y los guerreros del Saqueador no pudieron competir con sus fuerzas de vanguardia.

Pero ahora sus «colegas» herreros forjadores lo estaban atacando y estaba seguro de poder presentarles batalla. Una vez más lo obligaban a demostrar su temple ante aquellos que los consideraban inferiores a los perros imperiales contra los que lucharon en la Guerra Eterna. La bilis le subía hasta la garganta cuando recordaba que aunque su predecesor lo había nombrado herrero forjador, seguían sin considerarlo su igual.

—Lord Berossus es muy concienzudo cuando empieza algo —dijo Obax Zakayo con una chirriante voz cargada de estática que sacó bruscamente a Honsou de sus pensamientos—. Los bastiones inferiores pronto no serán más que polvo y huesos.

Honsou se volvió para mirar a su subordinado, un inmenso guerrero de hierro de hombros anchos con galones negros y amarillos que ribeteaban las placas de su abollada servoarmadura. En cada una de sus articulaciones resollaban unos tubos sibilantes que despedían bocanadas de vapor con cada paso que daba y de los que goteaban unos malolientes fluidos oscuros. Como Honsou, portaba una poderosa hacha de guerra, aunque también blandía un crepitante látigo de energía que se retorcía en el extremo de una garra mecánica que llevaba incorporada a la espalda.

—Si Berossus piensa que está consiguiendo algo matando a escoria como esa, entonces es incluso más estúpido de lo que imaginaba —replicó Honsou de forma despectiva mientras se limpiaba el polvo gris que cubría el visor con su brillante brazo negro implantado. Su señor anterior le había regalado el brazo mecánico después de que el fallecido castellano de Hydra Cordatus le hubiera amputado el suyo. En su día perteneció a Kortrish, un poderoso campeón de los tiempos antiguos, y constituyó una muestra patente del apoyo de su señor.

—Toda la imaginación de la que carece la suple con determinación —dijo el campeón personal de Honsou, un alto y delgado guerrero vestido con una servoarmadura tan oscura y mate que se movía como una sombra líquida. La monotonía de su voz tenía un tono fantasmal, y la cara era una masa de circuitos biorgánicos que refulgían cual fuego mercurial por debajo de la piel muerta y hacían que los ojos adquirieran un brillo apagado y plateado.

—Berossus no tiene importancia, Onyx. Va a reducir los bastiones inferiores a sus cimientos y no será capaz de hacer subir la artillería. No, a quien tenemos que vigilar con cuidado es a Toramino —replicó Honsou al tiempo que se retiraba de las almenas mientras llegaba desde abajo el ruido de nuevas explosiones y el eco de la carga de los soldados.

—De acuerdo —dijo Onyx, desenfundando sus largas garras de bronce de la carne gris de sus manos—. ¿Quiere que lo destruya?

Honsou había visto algunas de las cosas más horrorosas de la galaxia, ya que él mismo había cometido buena parte de ellas, pero incluso a él le ponía nervioso la presencia maléfica de Onyx. El guerrero de hierro, si podía seguir llamándosele así, era una figura esquiva, y la presencia demoníaca de su interior lo convertía en un marginado incluso entre sus propios guerreros. Aunque su lado humano seguía predominando en la relación simbiótica con el demonio ligado a su carne, su presencia diabólica era inconfundible.

—No —dijo Honsou—. Todavía no. Primero voy a destrozar a estas alimañas contra los muros. No tendré ninguna dificultad para derrotar a Berossus, pero quiero que Toramino vea cómo lo derrota este mestizo y que sepa que el herrero forjador acertó cuando me nombró su sucesor. Entonces, puedes matarlo.

—Como desee —dijo Onyx, rodeado por una aura de poder vagamente perceptible.

Cuando la criatura se incorporó al servicio de Honsou, como señor de Khalan-Ghol, dijo su verdadero nombre como símbolo de lealtad, pero Honsou no pudo entender su pronunciación y se conformó con la parte que había logrado comprender: Onyx. Honsou había podido comprobar, de primera mano, cuán letal podía ser Onyx cuando la parte engendrada por la disformidad ascendía a la superficie y descargaba todo el horror de su demonio interior.

Onyx era su sombra oscura, su protector, y no podía pensar en ninguna criatura mejor para que fuera su campeón y guardaespaldas.

—Aun así, Berossus es orgulloso —señaló Obax Zakayo, haciendo un gesto en dirección hacia el borde del muro.

Honsou siguió la dirección que señalaba el guantelete de Obax Zakayo y sonrió con salvaje alegría.

Decenas de miles de soldados atravesaban el infierno humeante repleto de cráteres de los bastiones inferiores, gritando como bestias mientras masacraban a los pocos y malheridos supervivientes del bombardeo. Sus víctimas suplicaban clemencia, pero ellos no estaban dispuestos a concederla, y desencadenaron una carnicería de grandes proporciones.

Izaron en lo alto enseñas con la heráldica impía de Berossus y plantaron en la tierra sangrante estandartes sagrados que proclamaban la gloria del Caos en su aspecto más crudo y visceral. En el plazo de pocos minutos, montaron los potros de destripamiento y los soldados que seguían con vida fueron descuartizados ante las murallas para provocar miedo a aquellos que los observaban desde lo alto.

—Es tan típico de Berossus —se mofó Honsou, sacudiendo la cabeza y observando cómo les arrancaban las entrañas del vientre a otro centenar de soldados y luego las metían en los mecanismos del tambor rotatorio.

—¿El qué? —le preguntó Obax Zakayo.

—Ni siquiera tiene el ingenio de permitir que vivan algunos de los prisioneros para mostrar una honrosa clemencia.

—He peleado con lord Forrix al lado de lord Berossus —dijo Obax Zakayo con cierta nostalgia—, y sé que no queda nada de esa naturaleza en su interior.

—Tú lo sabes y yo también lo sé, Zakayo, pero si Berossus tuviera sentido común, intentaría convencer a los soldados de Khalan-Ghol de que la tiene.

—¿Por qué?

—Porque si pudiera convencer a nuestros soldados para que creyeran que Berossus mostraría clemencia, tal vez podría pasarles por la cabeza la idea de la rendición —contestó Onyx—. Pero como ya saben que sólo una muerte horrible les espera si son atrapados vivos, lucharán con mayor ahínco todavía.

—Para penetrar en una fortaleza se necesita doblegar a los hombres que guarda dentro, no los muros que la rodean. Y para doblegar a un ejército sitiador hay que agotar a sus guerreros hasta el punto que prefieran volver sus armas contra ellos mismos antes que dar un paso adelante —dijo Honsou—. Debemos hacer que todos los soldados de Berossus sientan que están viviendo bajo la boca de uno de nuestros cañones, que no son más que carnaza para nuestras armas.

Obax Zakayo asintió mostrando que lo comprendía.

—Podemos hacerlo. Mis armas sembrarán la tierra ante las murallas con sus cuerpos hechos trizas y las cascadas de su sangre regarán las piedras.

—¡A la disformidad con eso, Zakayo, lo único que importa es que mueran! —respondió bruscamente Honsou, encantado de ver cómo volvía a arder una vez más el rescoldo del miedo en el interior de Obax Zakayo—. O la próxima vez estarás allí abajo con la escoria. Desde que perdiste aquellos esclavos destinados a mis forjas a manos de los malditos renegados, tus promesas han sido tan inútiles como la mugre que me limpio de las botas.

—No le volveré a fallar, mi señor —prometió Obax Zakayo.

—No, no lo harás —dijo Honsou—. Sólo recuerda que Forrix ya no es tu señor; lo soy yo, y sé que eras un verdadero protegido suyo. Puede que él llegara a sentirse lo bastante hastiado como para consentir tu falta de visión, pero no creas ni por un momento que yo lo voy a hacer.

Una vez recibida la reprimenda, Obax Zakayo volvió la mirada a la carnicería que estaba teniendo lugar debajo de ellos.

—Ahora que tiene los bastiones inferiores, ¿qué hará Berossus? —preguntó.

—Enviará las máquinas demoníacas —dijo Honsou.

Como si fuese una señal, aparecieron las monstruosas siluetas de un gran número de voluminosas máquinas de guerra de patas de araña y dreadnoughts blindados marchando traqueteantes entre las nubes de humo y los restos en llamas. Las demoníacas máquinas de guerra de Berossus avanzaron con paso majestuoso sobre las ruinas de los bastiones, abriéndose camino entre los cadáveres que sembraban los campos, y comenzaron a ascender por las rocas hacia la maltrecha ladera del siguiente nivel de reductos.

—Exactamente lo que dijo que haría —dijo Onyx, mientras observaba cómo se acercaban las demoníacas máquinas.

Honsou asintió, al tiempo que escuchaba cómo resonaban en el siguiente nivel de defensas los aullidos ululantes de las terroríficas máquinas de guerra. Cientos de aquellos monstruos avanzaban chasqueando sus pinzas y arrastrando sus moles provistas de pinchos hacia los defensores situados sobre ellas. El siguiente terraplén estaba unos quinientos metros por encima de los bastiones inferiores, muchos niveles más abajo de donde observaban Honsou y sus tenientes, aunque las demoníacas máquinas no tardarían demasiado en alcanzar a sus defensores. Estos abrieron fuego contra las máquinas que escalaban hacia ellos, pero nada podía detenerlas.

La artillería situada por debajo de ellos volvió a abrir fuego con un atronador crescendo, y los primeros proyectiles explotaron sobre las rocas situadas entre los defensores y las máquinas diabólicas que escalaban la ladera. El bombardeo provocó que grandes rocas del tamaño de tanques rodaran por la inclinada pendiente, destrozando y convirtiendo a varios dreadnoughts blindados en trozos aplastados de metal. Los artilleros iban cambiando de objetivo una vez que habían determinado la distancia de tiro.

—¿Ahora? —preguntó Obax Zakayo.

Honsou negó con la cabeza.

—No, deja que los dreadnoughts blindados se acerquen primero.

Obax Zakayo asintió, al tiempo que observaba cómo llegaban las máquinas demoníacas de formas arácnidas al siguiente nivel y cómo con sus garras de pinza atrapaban y hacían pedazos a los soldados. Las máquinas de guerra aullaban mientras mataban, deleitándose en la carnicería y lanzando los cadáveres fuera de las almenas.

—Ahora —dijo Honsou.

Obax Zakayo asintió y pronunció una única palabra por la unidad de comunicaciones de su servoarmadura.

Honsou contempló con deleite cómo temblaba y se estremecía el suelo de los bastiones situado por debajo de ellos, como si se hubiera desatado un temblor de tierra. Unas enormes grietas se abrieron en los bastiones, que partieron la roca en medio de un estruendo hueco que nada tuvo que envidiar al sonido de las armas. De las grietas surgió una masa de humo y llamas al mismo tiempo que el terreno bajo toda la mitad frontal de los bastiones se combaba y fragmentaba. Un terrible crujido anunció que millones de toneladas de roca explotaban y se desprendían de un lado de Khalan-Ghol, deslizándose pesadamente por la cara de la montaña.

Miles de soldados de Khalan-Ghol fueron arrastrados entre gritos a la muerte. La avalancha de piedras alcanzó a todas y cada una de las máquinas demoníacas que se encontraban en la falda de la montaña, aplastándolas bajo la imparable marea de rocas. Cientos quedaron enterradas bajo la montaña. Sus prolongados rugidos emergían de los restos a medida que sus ataduras místicas quedaban rotas en pedazos y los demonios de su interior eran privados de los cuerpos de hierro que los albergaban.

Honsou rio a carcajadas cuando vio que daban la vuelta para huir de la avalancha los dreadnoughts blindados y los miles de soldados, conscientes de que ya estaban condenados. La marea de roca pasó por encima de ellos, deslizándose cual lluvia torrencial por las laderas por cuya captura habían luchado y dejado la vida.

El ruido sordo de las rocas fue desvaneciéndose lentamente, así como el rugido de las armas cuando Berossus se dio cuenta de que su fuego sería inútil sin un asalto a la fortaleza.

Honsou dio la espalda a la destrucción en masa que había desencadenado.

Ahora Berossus sabría que tenía toda una batalla entre manos.

El cielo inmutable y el sol estático hacían imposible calcular el paso del tiempo, y el cronómetro interno del visor de Uriel sólo había mostrado una lectura que fluctuaba de forma constante, por lo que acabó por desconectarlo. Seguramente habían pasado varios días, pero la cantidad exacta era un misterio. Había oído que el tiempo discurría de forma diferente en el Ojo del Terror y se suponía que no debería haberse sorprendido por una ofensa como ésta a las leyes de la naturaleza.

—Por el Emperador, odio este lugar —comentó Pasanius, abriéndose camino entre un montón de hierros retorcidos que sobresalían de la roca de la montaña—. No hay nada natural en este sitio.

—No —coincidió Uriel, cansado y hambriento a pesar de los esfuerzos de su armadura por filtrar y reciclar sus secreciones convirtiéndolas en agua potable y sustancias nutritivas—. Es un páramo de muerte. No hay nada que pueda vivir aquí.

—Yo creo que hay algo vivo —dijo Pasanius, observando los oscurecidos picos que se elevaban por encima de ellos—. No estoy muy seguro de qué se trata o ni siquiera de si quiero averiguarlo.

—¿De qué estás hablando?

—¿No lo has notado? Nos observan; nos siguen.

—No —dijo Uriel, avergonzado de que su instinto para el peligro lo hubiera abandonado—. ¿Has visto algo?

Pasanius negó con la cabeza.

—Nada de lo que esté seguro. Pero sigo pensando que veo…, no sé, algo.

—¿Algo? ¿Qué clase de algo?

—No estoy seguro, es como un susurro en un rincón del ojo de la mente, algo que desaparece tan pronto como intento mirar hacia ello —dijo Pasanius misteriosamente—. Algo rojo…

—Es este sitio —dijo Uriel—. La guarida del Enemigo intentará confundir y traicionar nuestros sentidos. Debemos reafirmar nuestra fe y resistir sus trucos malignos.

Pasanius negó con la cabeza.

—No, no es nada del Enemigo, sino algo que vive aquí. Creo que es lo que mató a esa gente en la cueva.

—Fuera lo que fuera lo que mató y despellejó a esas personas, era algo maligno y un enemigo de todo ser viviente. Deja que venga, sea lo que sea, todo lo que va a encontrar será la muerte.

—Cierto —asintió Pasanius mientras subía a lo alto—. Muerte.

La fortaleza sitiada no estaba ya a la vista, y el camino de los túneles los adentraba en los barrancos y grietas de las montañas. El cielo blanco caía a plomo sobre ellos, más inclemente que el sol más intenso, y Uriel, de forma deliberada, desviaba los ojos de su plana vacuidad. En una ocasión vio fugazmente las cosas rojas que Pasanius creía que los estaban siguiendo, pero se resistían a todos sus intentos para verlas de forma adecuada. Al final acabó rindiéndose, y se limitó a concentrarse en poner un pie tras otro.

La dura pizarra de la ladera de la montaña rechinaba bajo sus botas. De vez en cuando se encontraban con conductos de ventilación provistos de rejillas que atravesaban la roca y que despedían un vapor caliente que sabía a metal batido. Los conductos se perdían en las profundidades de la montaña, en una oscuridad impenetrable, incluso para la visión mejorada de un marine espacial.

Uriel vio columnas de humo arremolinándose en el aire cientos de metros por encima de ellos y miles de sólidas chimeneas que jalonaban la cordillera cual grandes columnas y que escupían gases corrosivos a la atmósfera. A pesar de todos los desechos que se lanzaban a la atmósfera, el cielo muerto, vacío y opresivo, estaba siempre sobre sus cabezas.

Por encima de las cimas de las montañas que tenían ante ellos se veía lo que parecían dirigibles hinchados, meciéndose en el aire en algún lugar más allá sobre las montañas. Unos cables largos colgaban de sus panzas, pero si simplemente los anclaban al terreno o si actuaban como alguna forma de globos de barrera, eso era algo que Uriel no podía distinguir. ¿Tal vez estaban diseñados para alejar a los espectros del delirio de alguna instalación que no podían ver?

Según avanzaban en su cansina caminata por el aire maloliente de las montañas, los dos marines espaciales pasaron por el corte de una cantera, donde había quedado al aire el lateral de una de aquellas chimeneas ciclópeas. Unas manchas marrones y rojizas chorreaban de las juntas de los inmensos bloques curvos que componían la chimenea, y la piedra irradiaba un monstruoso calor en ondas intermitentes.

—¿Adonde crees que va? —dijo Uriel.

—No lo sé. Tal vez haya algún tipo de fábrica debajo de las montañas.

Uriel asintió, preguntándose qué diabólica línea de producción estaba en funcionamiento debajo de sus pies. ¿Estaban muriendo allí hombres y mujeres en ese momento para fabricar armas, armaduras y material para las aterradoras legiones del Caos? Le exasperaba no poder hacer nada para impedir algo tan abominable, pero ¿qué podían hacer? La misión sagrada del juramento de muerte que les había encomendado Marneus Calgar tenía prioridad sobre cualquier otro asunto. Las demoníacas criaturas matriz…, aquellas daemonculati, estaban en la fortaleza sitiada que habían visto cuando salían de la oscuridad de los túneles situados debajo de las montañas, y nada se iba a interponer en el camino de Uriel hasta alcanzar ese maldito lugar.

Siguieron con su avance. Uriel y Pasanius subieron a una irregular cresta en forma de dientes de sierra, cuyas laderas escarpadas y estriadas parecía que habían sido cinceladas por la gigantesca pala de un excavadora. Una ennegrecida depresión de piedras y hierros desmenuzados, de miles de metros de diámetro, caía en declive hacia el otro lado, jalonada por grandes restos de columnas de hierro y vigas retorcidas que sobresalían de la montaña cual dedos de una garra. La depresión parecía ser un círculo perfecto, aunque era difícil saberlo debido a los granos de arena y limaduras de hierro que llenaban el aire y azotaban el valle circular formando unos malignos y estremecedores torbellinos. Tan sólo era visible una estrecha franja de cielo blanco en el extremo lejano de la cuenca, pero toda la atención de Uriel estaba centrada en la vista que llenaba el centro de esa depresión.

—En el nombre del Emperador… —susurró Uriel con un gesto de repugnancia.

Una gran plataforma con suelo de rejilla ocupaba el centro de la depresión. Varias capas superpuestas de polvo recubrían toda la superficie, y unos regueros gelatinosos de grasa y visceras saturaban y goteaban del suelo perforado. Unos postes altos sobresalían de la plataforma, mantenidos en pie por unos cables de acero que silbaban cuando el viento soplaba a través de ellos. Enganchados a los postes se podían ver unas velas de piel humana ondeando al aire, estiradas sobre unos marcos de madera que servían para que las partículas abrasivas que transportaba el aire las despojaran de los restos de sus anteriores dueños.

Unas monstruosas criaturas, cubiertas con máscaras de goma vulcanizada provistas de órbitas de redondas de cristal y tubos acanalados que acababan en los tanques que transportaban en sus espaldas, raspaban las tensas pieles con unas largas astas rematadas por cuchillas. Iban tambaleándose por toda la plataforma con un paso irregular y dificultoso y dándose ahogadas órdenes monocordes.

—¿Qué están haciendo? —dijo Pasanius, horrorizado por la visión que tenía ante sí.

—Parece que están curtiendo las pieles, raspándolas hasta que estén limpias —dijo Uriel.

—Pero ¿las pieles de qué? —dijo Pasanius—. No pueden ser humanas, son demasiado grandes.

—No me importa de qué son —replicó secamente Uriel, comenzando a bajar por la peligrosa pendiente hacia la plataforma y desenvainado su espada de empuñadura dorada—. Vamos a acabar con esto ahora mismo.

Pasanius salió después de Uriel, preparándose para accionar el lanzallamas y comprobando el nivel del combustible.

Si las criaturas mutantes eran conscientes de su aproximación no lo demostraban. Los aullidos del viento y el estruendo de la distante artillería enmascaraban el ruido que hacían al acercarse. Pero toda la atención de la que carecían la suplían con una profunda diligencia, rascando una y otra vez las pieles ondulantes con sus astas terminadas en cuchillas para quitar de ellas todo lo que iban depositando los vientos que azotaban la zona. Uriel vio una escalera de peldaños de piedra tallada en la roca que conducía a la plataforma y los bajó de dos en dos mientras su ira iba aumentando.

El primero de los mutantes murió con un grito ahogado por la punta de la espada de Uriel; el segundo cayó sin emitir un sonido cuando Uriel le cortó la cabeza de un solo tajo. Una vez que se percataron de los asesinos que se encontraban entre ellos, los demás se desperdigaron aterrorizados. Una lengua de fuego incineró a otros de los mutantes, que gritaban de dolor cuando sus trajes de goma se fundían con la carne corrupta.

La carnicería concluyó en cuestión de segundos, no suponiendo los retorcidos mutantes un obstáculo para el poder y la furia del Adeptus Astartes. La mayor parte se dio la vuelta para huir, pero no había sitio alguno donde poder esconderse de la ira de Uriel. Una vez que abatió con su espada la última criatura mutante, Uriel respiró profundamente, sintiendo un profundo placer ante la carnicería que habían provocado entre aquellas miserables criaturas. Cualquiera que fuera la desviación que hubieran tenido en vida esas bestias, ahora no eran nada más que carne muerta.

Se volvió cuando Pasanius le llamó la atención sobre algo.

—Uriel, mira… —Señalaba a la más cercana de las pieles.

Uriel sintió que el corazón se le encogía en el pecho cuando vio los rasgos de un hombre en la parte superior del gran lienzo de piel. Estaba estirada hasta casi hacerlos irreconocibles, pero aun así era un hombre.

—Santa sangre. Pero ¿cómo puede un hombre hacerse tan grande? —dijo Pasanius.

Uriel negó con la cabeza.

—No mediante procedimientos naturales.

—Pero ¿cómo?

—Los métodos del Enemigo son desconocidos —dijo Uriel—. Es mejor que permanezcan así.

—¿Qué vamos a hacer?

Uriel se dio la vuelta para ver las filas de caras en las pieles que rodeaban la plataforma, rasgos fláccidos y muertos de hombres y mujeres que lo miraban fijamente, como si él fuera el protagonista en la sala de operaciones.

—Quémalas —dijo—. Quémalas todas.