Capítulo 31

El 5 de julio, el día de la defensa de Buenos Aires, las tropas inglesas, esta vez al mando del general Whitelocke, fueron derrotadas por los porteños, quienes batallaron por cada rincón de la ciudad arriesgando sus vidas.

La casa de la Virreina Vieja no fue el único lugar de donde debieron sacar a los ingleses. En la iglesia de Santo Domingo, también hubo una dura batalla que incluyó el bombardeo inglés al campanario y un asedio porteño que duró varias horas hasta que los enemigos atrincherados en la iglesia, al mando del general Pack, decidieron rendirse.

Los ingleses debieron replegarse pero no admitieron rápidamente la derrota. Aún creían que la ciudad podía ser capturada, y fue solo después de dos días de constantes peleas entre guerrillas que avanzaban y retrocedían, que Whitelocke tuvo que aceptar que debía retornar a Londres con las manos vacías.

Hubo largas negociaciones, pero finalmente los ingleses firmaron la capitulación que indicaba el inmediato abandono de la capital del Virreinato del Río de la Plata y de la ciudad de Montevideo.

Hubo festejos en Buenos Aires y en muchas otras regiones del virreinato por la expulsión de los ingleses. Se celebraron misas, se compusieron versos, se concedieron condecoraciones y hasta se llegó a liberar a los esclavos que habían tenido una actuación destacada en la defensa.

Pero, si bien la alegría los colmaba a todos, no podía pasarse por alto que habían muerto muchas más personas que el año anterior.

Martín Olivera había estado confinado en su cama durante dos semanas por la herida en el costado y por no haber recibido toda la atención que requería. Tuvo todos los mimos de su hermana, preguntando constantemente por la salud de Jimena.

Jimena Torres tardó más de dos semanas en recuperarse. La herida de su brazo era muy profunda, aunque no mortal, y su gravedad residía en la gran cantidad de sangre que había perdido antes de ser atendida.

Él había pasado todo el resto del 5 de julio junto a ella, sin importarle lo que sucedía a su alrededor, mientras las mujeres que atendían a los heridos le comentaban las noticias. Así se fue enterando de la rendición de Cadogan en la casa de la Virreina, la de Pack en Santo Domingo y el fracaso de la toma del Retiro en el norte de la ciudad.

Lo obligaron a ser atendido por el médico y este pudo comprobar que la herida se había infectado y que volaba de fiebre. Fue llevado a uno de los hospitales de campaña, y cuando su familia regresó a la casa, al mismo tiempo que las Torres regresaban a la suya, él fue trasladado inmediatamente hasta allí.

Se desesperaba por ver a Jimena, pero no podía montar a caballo con la herida recién sanada, y menos aún caminar entre los cantones y las defensas a medio desarmar de las calles y esquinas de Buenos Aires.

Guillermo Ávila lo visitó un día y le informó sobre las noticias de las capitulaciones y la liberación de Montevideo, y de la situación política de Buenos Aires. A pesar de haber sido derrotado en los Corrales de Miserere, Santiago de Liniers seguía siendo aquel que dirigía los destinos de la ciudad y del virreinato.

También le llevaba noticias de Jimena. Ella estaba muy débil pero la herida estaba sanando y ya no estaba inconsciente por la fiebre. Tardaría en recuperarse, pero lo lograría, Jimena era fuerte.

Martín lo había recibido en la sala de su casa, tratando de lucir menos agobiado de lo que se sentía. Si bien todavía no confiaba demasiado en Ávila, había llegado a respetarlo. Su conocimiento de los túneles de Buenos Aires había sido precioso al permitirles entrar a la casa de la Virreina Vieja y derrotar a los ingleses atrincherados allí.

—¿Puedo visitarla?

—Si puede acercarse hasta allí, las Torres no tendrán problema en recibirlo. Tenga cuidado con Julieta —le dijo con una sonrisa— se abalanzará sobre usted para reprocharle no haber cuidado de su hermana.

Martín sabía por Clo que Julieta había sacado a relucir la personalidad que caracterizaba a todas las mujeres de la familia, tanto en Los Ciruelos, al ordenar la casa que al principio había sido un desastre, como en Buenos Aires al reprocharle a cada uno de los miembros de la familia que se había quedado en la ciudad por la herida de su hermana.

—Supongo que deberé pagar mis culpas —murmuró Martín respondiendo a la sonrisa.

—Tiene un aliado en la casa: Enrique siempre tuvo buena opinión de usted y él tiene mucha influencia sobre Jacinta, tal vez la más difícil de las hermanas. Puede estar seguro de que hubo largas discusiones en la casa de las Torres acerca de su comportamiento.

Martín se mordió levemente un labio.

—Enrique Mendizábal es un buen hombre.

Ávila se puso de pie.

—Así es, mucho mejor que cualquiera de nosotros dos. Ambos deberíamos estar agradecidos por pertenecer a esa familia, Olivera. —Luego de una pausa, agregó—. Mi esposa y yo esperamos que sea el padrino de nuestra niña cuando se case con Jimena.

Martín se puso de pie con un poco de dificultad y le tendió la mano derecha para saludarlo.

—Aún no hemos hablado nada de eso.

Guillermo Ávila rió con una risa franca y agradable que llenó la habitación.

—Tal vez usted no haya dicho nada, Olivera, pero en la casa de las Torres las deliberaciones han terminado y ya se está preparando el ajuar de Jimena. Le convendría darse una vuelta por allí, antes de que lo busquen por llegar tarde al casamiento.

No necesitó más incentivos. Se vistió tan rápido como la herida se lo permitió y salió velozmente hacia la casa de Jimena. La ciudad estaba hecha un desastre, pero no le importó. Había un sol radiante y hermoso que le calentaba el rostro y lo hacía sentir lleno de esperanza.

Le abrió la puerta una ceñuda Julieta, que al darse cuenta de quién era, se puso las manos en la cintura y le gruñó:

—¡Ya era hora de que apareciera!

—¡Julieta! —se oyó decir a Jacinta—. Deja pasar a Martín de una vez.

Jacinta estaba sentada en la sala bordando una pieza de seda blanca sobre sus rodillas, mientras Enrique leía a su lado. Estaban decorosamente sentados, separados por la distancia apropiada y, sin embargo, estaban envueltos en una atmósfera de intimidad que parecía inaccesible. Se detuvo a saludarlos aunque su corazón y su mente estaban en otro lugar.

—Buenas tardes, Martín. Ya era hora de que aparecieras.

Él también sonrió apenas.

—Buenas tardes, Olivera. ¿Se cruzó con Ávila hoy?

Algo en la sencilla pregunta de Enrique le hizo sospechar que, tal vez, su presencia allí estuviera relacionada con la inesperada visita de Guillermo Ávila a su casa aquella mañana.

—Así es, Enrique. Ávila vino a hablar sobre algunos negocios pendientes que teníamos.

—¿Se resolvieron?

—Aún no —respondió lentamente Martín—. ¿Cómo está Jimena? —preguntó a Jacinta que lo miraba con atención.

—Todavía no sale de su pieza. Dejó órdenes de enviarte directamente a su habitación cuando llegaras. Mamá está con ella.

Martín saludó a Jacinta inclinando la cabeza y caminó por el pasillo, salió al patio y se dirigió al dormitorio de Jimena. La puerta estaba entreabierta, se detuvo al llegar a ella, apoyando un hombro en el marco de la puerta, descansando por el esfuerzo que había implicado la caminata.

Jimena estaba tendida sobre la cama, el cobertor celeste que tenía en el barquito la cubría por completo. Era apenas una leve interrupción en la superficie plana de la cama, había adelgazado muchísimo en aquellas casi cuatro semanas de recuperación. Su rostro estaba pálido y ojeroso y sus hermosos ojos celestes parecían más grandes que nunca. Doña Juana estaba de espaldas a él, sosteniendo una taza de mate cocido, mientras esperaba que ella terminara un pequeño bollo dulce que tenía en la mano.

Ella lo vio y se puso colorada al instante. Ese gesto le hizo latir el corazón, empezaba a adivinar las emociones de Jimena a través de la coloración de sus mejillas. Pero inmediatamente frunció el ceño y eso lo hizo dudar. Tal vez había sido un error ir a visitarla.

Doña Juana percibió la mirada y los cambios en el rostro de Jimena y se volvió hacia la puerta. La mujer le sonrió con dulzura y lo invitó a entrar. No era lo común, un hombre entrando en la habitación de una señorita, pero no había nada común en aquella familia.

—¿Quiere que le traiga una taza de mate cocido, Martín? Allí tiene una silla, acérquela y siéntese junto a Jimena. También traeré más bollitos dulces.

Dejando la taza de su hija en la mesita de noche, salió de la habitación.

Jimena se limpió las migas que tenía sobre las mejillas y la boca, y buscó donde frotarse las manos, pero no encontró nada, de modo que lo hizo disimuladamente sobre el cubrecama, con una coquetería que halagó a Martín más que mil movimientos de abanico.

—Podrías haberte anunciado —protestó con voz débil—. Me habría arreglado un poco más.

—Lo siento. Fue un acto impulsivo venir a verte. No lo había planeado.

Jimena vio que se llevaba la mano al costado y le preguntó con urgencia:

—¿Estás bien? ¿No deberías estar acostado? Guillermo mencionó que estuviste con fiebre durante una semana.

—Hoy me dijo que ya estabas mejor y que podía venir a verte, así que no esperé más tiempo.

Con ojos asombrados, vio como ella levantaba el cobertor de la cama.

—Acuéstese, capitán Olivera.

Discutir hubiera sido una tontería.

Él quería estar acurrucado junto a ella y no le importaba nada más. Se sacó las botas tratando de hacer que la herida no le doliera demasiado, la chaqueta negra y el chaleco de seda a rayas, quedando en camisa y pantalón. Se acomodó junto a ella de costado, dejando hacia arriba la herida, y se tapó con el cubrecama.

—¿Volverás a Montevideo? —preguntó ella con una vulnerabilidad casi desconocida para él.

—Sabes que no —le respondió con voz firme, acercando su mano hasta la mejilla de Jimena y acariciándola lentamente.

Él hizo una pausa y luego preguntó susurrando:

—¿Será mi esposa, sargento Torres?

Jimena alzó la mano y entrelazó sus dedos con los de él. Martín sintió la suavidad de su piel y una paz muy dulce y nueva se extendió por su cuerpo.

—Usted sabe que sí, capitán Olivera.

Martín inclinó su cuerpo sobre ella, haciéndole sentir su calor, protegiendo sus piernas con la suya, tratando de rodearla con su fuerza, de proteger aquello que había estado a punto de perder.

—Aquí me tienes, Jimena. Aquí me tienes a mí y no al montón de opiniones que circulan a nuestro alrededor. He descubierto que no soy nada sin ti, que no puedo decir quién soy si no pienso en ti al momento siguiente. Es un sentimiento tan difícil de explicar, tan extraño...

La voz de Martín se quebró en ese momento, y a Jimena se le llenaron los ojos de lágrimas. Se movió bajo las mantas, acercando su cuerpo hasta sentir su calor, procurando no hacerse daño en el hombro todavía sensible. Sus cabezas estaban muy juntas, Martín le rozaba delicadamente la nariz mientras hablaba, acariciándola.

—No sé qué hago aquí. Te he lastimado en modos que jamás hubiera imaginado...

—Martín...

—Y aún así, estoy aquí esperando que todavía me ames como dijiste hacerlo aquella noche en tu barquito.

Su mirada se fijó en ella. El celeste de los ojos de Jimena captó su atención. No había color más bello, semejante al color del cielo de Buenos Aires en invierno.

—¿En qué piensas? —le preguntó ella con una sonrisa y un leve beso.

—En que he descubierto mi verdad.

—¿Y cuál es tu verdad, Martín?

—Tú, Jimena Torres. En este momento no existe otra verdad más que tú.


Palabras finales

Las invasiones inglesas de los años 1806 y 1807 forman parte de la identidad histórica argentina. Escribir sobre ellas, imaginar a las personas que las sufrieron y lucharon por derrotarlas, ha sido un placer. Ninguno de los personajes principales de mis dos novelas, Si encuen¬tro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte, existieron; sin embargo, todo lo referido a la situación política de la ciudad está basado en hechos documentados. Y algunos de los edificios en los que vivieron y transitaron los protagonistas pueden todavía recorrerse en Buenos Aires, incluyendo los famosos túneles.

El control social sobre la mujer, en una época de exclusivo dominio patriarcal, era estricto en el 1800. La acusación de prostitución ante cualquier intento de independencia femenina tal vez parezca exagerada, pero no deja de ser veraz.

Consciente de que estaba escribiendo una ficción, traté de mantener la mayor precisión histórica posible. Una de las cosas que debo aclarar, sin embargo, es que no existieron mujeres que se dedicaran al comercio en el Buenos Aires de esos años. Aunque sí se encuentran registrados datos sobre algunas señoras, ya viudas, que se encargaron de continuar con los negocios de sus maridos o de administrar las herencias de sus hijos, tal como doña Juana Torres lo hace.

Tal vez no existieran hombres y mujeres como Jimena Torres y Martín Olivera (o Paula Yraola y Guillermo Miranda-Ávila-Burton) pero sí existieron Mariquita Sánchez y Martín Thompson, quienes en contra de uno de los preceptos patriarcales que dominaba la época, a saber, que los padres tenían una autoridad superior sobre sus hijos, por encima de sus sentimientos, supieron defender e imponer sus deseos, por encima de cualquier voluntad ajena a la propia.

Este libro no podría haber sido escrito sin esa historia de amor. 

Si encuen¬tro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte son dos novelas hermanas, casi gemelas. Aunque quise que ambas fueran independientes, al haber sido creadas casi al mismo tiempo, tienen muchos puntos en común que espero que el lector pueda disfrutar.

Después de la publicación de Si encuentro tu nombre en el fuego muchos lectores me preguntaron si había una novela que continuara la historia de Jimena y el capitán Olivera. Este libro está también dedicado a todos ellos, quienes, como yo, intuyeron de inmediato el amor que nacía entre ambos.

Ya es tiempo de partir.

Nos despedimos de los lectores, mis personajes y yo, confiando en que esta despedida solo será temporal y que en alguna página, en algún libro, volveremos a encontrarnos.

Gabriela Margall