Capítulo 15

Jimena se apartó el cabello de la frente antes de saltar de la carreta. Se había mareado en el viaje gracias al zarandeo al que la sometía el movimiento del vehículo un poco destartalado y la mala situación de los caminos. Bajó con la ayuda de Juan, uno de los trabajadores que solía acompañarla cuando iba a Las Conchas a hacer sus negocios.

Enrique, que conducía la carreta, y Juan bajaron las maletas donde llevaban la mínima cantidad de pertenencias que usarían en un viaje tan corto. Llegarían a Colonia silenciosamente, bajando en Conchillas, donde el mismo Liniers había descendido para ayudar a Montevideo a resistir el ataque inglés, y en donde más tarde alquilarían una carreta y dirían que habían llegado de cualquier otro lugar de la Banda Oriental a Colonia, ciudad que estaba controlada por un pequeño ejército inglés. Gutiérrez estaba allí y no tendría problemas en alojarlos.

Una vez instalados, irían a buscar a Arévilo. Colonia era un pueblo demasiado chiquito como para que un comerciante tan rico como él, puesto que compraba todo lo que llegaba al puerto, incluyendo lo que ella deseara, pudiera esconderse. Razonaría con él muy tranquilamente, tal vez debiera gritarle un par de veces, pero solo lo necesario, y le compraría las mercaderías que ella deseaba al precio que ella pensaba pagarle. Conocía bien las intenciones usureras de algunos comerciantes que, disponiendo de una buena cantidad de metálico, acaparaban toda la oferta para luego revenderla a un mayor precio que el que cualquiera hubiera conseguido, mediante el trato directo con el capitán de un barco que había naufragado tranquilamente en las costas del río.

Miraba hacia el sur. Las perspectivas no parecían buenas para la navegación. El viento soplaba muy fuerte y muy frío desde aquella dirección, podía ver el horizonte cubierto de gordas nubes grises que avanzaban rápidamente, lanzando una leve llovizna de vez en cuando. El aire se estaba volviendo helado, lo que la obligó a acomodarse el poncho sobre los hombros para sentirse más abrigada. El sol se colaba entre las nubes con un fulgurante rayo de luz que pronto desaparecería para volver a aparecer detrás de otra nube a la que adornaría con un borde dorado.

Jimena enfocó mejor la vista para distinguir al jinete que se acercaba a toda velocidad sobre un caballo negro, por el mismo camino que habían hecho ellos. Enrique ya estaba hablando con los marineros que solían emplearse para esos viajes furtivos entre una y otra costa del Río de la Plata. Juan había subido al barquito y comenzaba a acomodar algunas provisiones necesarias para el viaje, agua y comida en particular. Jimena continuaba aún cerca de la carreta, aunque lejos de los caballos, sosteniéndose el cabello con una mano, y la otra escondida en el poncho a la altura de su cintura. Estaba haciendo mucho frío y el viento del suroeste corría sin detenerse por la llanura.

Volvió a mirar al jinete, quien ya estaba mucho más cerca, aunque aún no se podía ver con claridad su rostro. No le dio más importancia y caminó hacia el muelle donde estaba amarrado su barquito. Era un bote grande o un pequeño velero, bastante difícil poder decirlo con exactitud, una embarcación de poco calado, capaz de muchas hazañas en otras épocas pero sin mucho trajín en esos días. De hecho, desde que lo había comprado, nunca lo había hecho navegar.

Amaba su barco descolorido. Era su orgullo, su posesión más preciada, fruto de años de trabajo, de voluntad, de lágrimas que había derramado en los días en que todo parecía no tener pies ni cabeza. Su barquito era parte de sí misma. De esa parte que la hacía seguir adelante una y otra vez.

El jinete pasó a su lado, moviendo su cabello con una ráfaga de viento y acelerándole el corazón al verse tan cerca del caballo. Se detuvo cerca de Enrique, quien lo miró asombrado al descubrir su identidad. Jimena no habría reparado en él si no hubiese visto la expresión de Enrique.

Era Martín Olivera.

Su presencia le produjo una conmoción parecida a la que le provocaba el estruendo de un fuego artificial: susto y regocijo al mismo tiempo. Llevaba un pantalón claro enfundado dentro de las botas de cuero y una chaqueta azul ajustada al cuerpo. Cuando se giró hacia ella pudo ver el movimiento de todos los músculos que empleó en el giro. Ella había tocado sus piernas, le fascinaban. Fuertes, pesadas, carnosas, útilmente diseñadas para sostener un cuerpo más grande que el de la mayoría de los hombres que conocía.

¿Qué hacía allí?

La mirada feroz de Olivera se fijó en ella. Le dijo algo a Enrique y luego empezó a caminar hacia ella con los ojos fijos en los suyos y a veces en el horizonte cada vez menos iluminado.

Jimena también caminó hacia él. Todavía estaba furiosa con Martín por lo que había sucedido aquella mañana, su decepción al saber que no tenía intenciones de casarse con ella. Se acomodó el poncho sobre los hombros para serenarse, y después cruzó los brazos debajo de la áspera tela que la abrigaba. Era evidente que Martín había salido de improviso porque no estaba vestido para soportar el frío viento del suroeste. Al llegar uno junto al otro, dijeron al mismo tiempo.

—¿Qué haces aquí?

—No puedes irte a Colonia.

Martín cerró con fuerza los labios, marcándose esos surcos profundos alrededor de su boca, que lo hacían lucir más viejo. Cruzó los brazos a la altura de su pecho, dispuesto a evitar que Jimena cometiera una locura.

—El pampero soplará muy fuerte esta noche, no puedes ir hasta Colonia en ese bote.

—El Bribón lo soportará —dijo ella con el ceño fruncido y un tono de voz que Martín aún no conocía, pero que se parecía mucho a la necedad. Jimena se sentía incómoda, el resto del mundo había desaparecido detrás de los anchos hombros de Martín.

—Es una locura, Jimena. El viento lo dará vuelta en cuanto partan. Un negocio arruinado no vale esta aventura.

Jimena golpeó con fuerza el piso de madera del muelle con el pie derecho.

—¡Tal vez para usted, comerciante todopoderoso, mil pesos en telas no signifiquen nada, pero en mis negocios... en mis negocios, eso es un retraso de dos meses!

Martín se enfureció y avanzó hasta ella hasta quedar casi pegados.

—¿Crees que no conozco el costo de un retraso? Estás equivocada, Jimena Torres.

Ella alzó los hombros despectivamente.

—Tal vez puedas sufrir un retraso. Pero haces otras diez transacciones que sirven para cubrir esas pérdidas, Martín Olivera. Usted y yo hacemos negocios muy distintos, señor.

—¿Y tu manera es suicidándote yendo al encuentro de los ingleses?

Jimena perdió la poca paciencia que le quedaba para Martín.

—¡No sucederá nada! Llegaremos a Conchillas antes del amanecer. El Bribón es un barco fuerte, a pesar de estar viejo y es tan pequeño que nadie lo verá en el río. Y además, ¡nada de todo esto es tu problema!

Martín se cubrió los ojos con la mano. Jimena era una mujer necia, muy necia, demasiado necia para su paciencia. Si buscaba alguna prueba, allí la tenía: ella no podía ser, bajo ninguna circunstancia, su esposa.

—Ya no lo discutiré más, Jimena. No permitiré que arriesgues tu vida por un negocio arruinado.

—No tienes ningún poder sobre mí, Martín Olivera. No evitarás que parta esta noche hacia Colonia.

Las tenues luces del pueblo ya se habían encendido, y el pequeño puerto estaba ahora iluminado por faroles cuya luz intermitente alumbraba temblorosamente sus rostros. El viento balanceaba las copas de los sauces más lejanos de la ribera.

Enrique se acercó con un farol hasta ellos.

—Los hombres dicen que no saldrán con este viento —le susurró a Jimena de espaldas a Martín.

—¿Qué? —gritó ella.

—No saldrán, dicen que lo mejor es esperar hasta que el viento sea más leve.

Jimena sacó las manos de debajo del poncho y las apretó en un puño contra sus caderas. Martín podía ver la lucha en su rostro, su tenacidad y su fuerza. Jimena Torres era una mujer admirable.

—El barco resistirá, Enrique —le dijo en un susurro.

—Yo también lo creo —respondió él con fidelidad—. Pero ni tú ni yo sabemos navegar y Juan no podrá hacer todo solo.

Martín se sentía incómodo y molesto por aquella muestra de fidelidad y de lealtad de Enrique hacia Jimena. Ella confiaba en él, eso podía verse claramente en sus ojos. Deseó ser parte de aquella lealtad, y aun así, murmuró:

—El barco no resistirá esta noche.

Era tan necio como ella.

Jimena lo miró con una expresión furiosa. Se giró por completo hacia él, hasta que la tela del poncho rozó la piel de las manos de Martín. Con el rostro elevado hacia él, apenas llegaba a la altura de su hombro. Lo que sus labios pronunciaron fue un desafío.

—Le apuesto mil pesos en telas a que ese barco resistirá anclado este viento. Usted y yo solos en el barco, capitán Olivera. Pasaremos la noche a bordo.

Enrique intervino. Jimena y Martín no dejaron de mirarse.

—Jimena, por favor. Es una locura. Un rayo podría caer o una ráfaga podría hacer volar alguna cosa.

Escuchaban a Enrique sin desviar la mirada uno del otro. Se estaban desafiando, midiendo sus fuerzas, midiendo sus voluntades. El viento jugaba con el cabello de Jimena, haciéndolo revolotear, rozar de vez en cuando el rostro de Martín, ofuscado, furioso por aquel desafío. Sentía la sangre ardiente corriéndole por las venas. Estaba vivo. Jimena lo revivía con cada mirada.

—Acepto.

Ella asintió con la cabeza.

—Enrique es nuestro testigo. Si el barco sobrevive a este pampero durante la noche, el señor Olivera me pagará mil pesos en telas. Si por alguna razón debemos abandonar el barco, entonces le pagaré yo los mil pesos.

—Jimena... —trató de insistir Enrique.

—Estoy de acuerdo —dijo Martín ignorando la súplica de Enrique—. Pero exijo una condición: seré yo quien decida cuándo abandonaremos la embarcación. No me expondré al peligro de pasar la noche en ese bote sin esa condición.

—Eso es ridículo —protestó ella alzando el mentón—. Subiremos al barco y usted ya querrá bajar.

Olivera negó lentamente con la cabeza.

—Bajaremos cuando lo considere necesario. No soy miedoso, sargento Torres. Pasaremos el tiempo suficiente en el bote como para que usted misma decida bajar.

Las mejillas de Jimena ardieron ante el nombre que le dio Martín. Enojada, reprimió las emociones, se dio vuelta y comenzó a caminar.

—Eso no sucederá, capitán Olivera. ¿Subimos?

Enrique detuvo a Martín colocándole una mano en el brazo.

—Yo también subiré.

Él lo apartó colocándole una mano en el pecho.

—Solo seremos Jimena y yo. Ese fue el trato.

—Usted no va a decirme qué hacer, Olivera.

Enrique había dado un paso hacia él, desafiándolo. Jimena volvió sobre sus pasos y tomó con delicadeza la mano de su amigo.

—No hace falta, Enrique. Estaré bien y mañana tendremos mil pesos en telas como planeábamos o una deuda con el señor Olivera. Ya veremos.

—Estaré en una de las posadas del puerto. La más próxima a la costa —dijo Enrique sin dejar de mirar a Olivera—. Si escucho algo extraño, solo un ruido que pueda confundirse con un grito...

—¿Qué está insinuando, Mendizábal? —Martín se había acercado a él hasta rozarlo. Enrique era más bajo y menos fornido que Olivera, pero no retrocedió un paso—. ¿Tal vez algo que usted desea hacer?

Jimena soltó a Enrique y tomó violentamente del brazo a Martín.

—¿Cómo te atreves a decir algo así de Enrique? Estoy comenzando a ver qué clase de hombre eres, Martín Olivera.

Ya fuera por el contacto de su mano o por lo que había dicho, él se distrajo y pestañeó confundido. ¿Qué clase de hombre creía ella que era? Se apartó de Enrique en ese momento.

—No vales la pena, Mendizábal.

—Usted tampoco, Olivera.

¿Qué había hecho? Había sentido unos celos tan profundos de Jimena y Enrique que lo habían obligado a decir estupideces. Celos rabiosos de aquel hombre que ella conocía y amaba.

Otra ráfaga arremolinó la falda de Jimena. Martín se distrajo con la tela y luego se giró hacia ella.

—Vamos, Jimena. O el bote se hundirá antes de que subamos.

Ella empezó a caminar después de quitar su mano del brazo de Martín. Él la siguió.

—En ese caso, la deuda será de quinientos pesos —dijo Jimena.

—¿Qué? —preguntó Martín bruscamente saliendo de sus pensamientos.

Clavó los pies sobre las maderas del muelle estirando el brazo para tomarla de la mano y detenerla.

—Si el barco se hunde antes de que nosotros subamos le pagaré quinientos pesos. La apuesta es que subamos al barco y esperemos allí a que termine la noche. Pero también demostraría que no sobrevivió al viento.

Olivera exploró la piel de sus dedos con minuciosidad mientras ella hablaba. Apartó cualquier pensamiento de su mente y tiró de ella para seguir caminando.

—¿Está de acuerdo? —preguntó Jimena tratando de seguir la velocidad de sus pasos.

—Es una tontería. Subiremos al bote y nos quedaremos allí toda la noche.