Capítulo 22
Estaba sentada en el sillón de la sala con las manos unidas sobre la falda y la pierna herida sobre el otro cuerpo del sillón, sumergida en un hosco silencio que indicaba a sus hermanas y a su madre que no quería hablar sobre lo que había sucedido. Quería salir corriendo, en realidad, olvidarse de todos, dejar de pensar en lo que podía suceder de ahí en adelante con Martín.
Nada. No quería pensar en nada, le dolía terriblemente la cabeza, fruto de los tirones que doña Mariana había dado a su cabello. Puntazos de dolor en la frente y en la nuca que le causaban escalofríos en las manos y en la espalda. Los ojos le ardían por lágrimas que ella se negaba a derramar frente a su familia.
Jacinta estaba sentada delante de ella, bordando furiosamente, como si cada puntada fuese un insulto para doña Mariana. Enrique estaba sentado junto a la mesa, revisando y escribiendo algunas notas en sus cuadernos de contabilidad. Por alguna razón que se le escapaba a Jimena, no se había marchado a su habitación como hacía cada vez que ocurría alguna tormenta en la casa de las Torres. Esta vez se había quedado allí, participando de los comentarios que de vez en cuando hacía doña Juana para tranquilizar a Julieta, o las quejas de Jacinta sobre los hilos que se enredaban en su bordado.
—La vieja se volvió loca por completo, ¿no viste sus ojos casi saliéndosele de las cuencas, mamá? Si no me hubiera asustado tanto cuando gritó me habría partido de la risa. Y también si Jimena no hubiera estado en el piso.
Doña Juana suspiró antes de responderle a su hija.
—Tal vez doña Mariana no esté bien.
Y luego se volvió a Jimena:
—Ha sido muy extraño que viniera hasta aquí para la misa.
Jimena miró a su madre con expresión derrotada, después se llevó la mano a la frente. Sus mejillas se habían coloreado y sentía una horrible presión en la nuca que se extendía sobre sus hombros y llegaba hasta sus manos, una rabia que crecía en su cuerpo pero que no podía salir.
La voz grave de Enrique interrumpió el silencio del domingo nublado y frío de fines de abril:
—Tal vez si en esta casa hubiera un hombre...
Jacinta lo miró enojada.
—¿Y tú qué eres?
—Un empleado —respondió él resueltamente—. Me refiero a que tal vez los problemas con doña Mariana, y las maledicencias de algunas personas, se terminarían si hubiese aquí un esposo.
Todas las hermanas Torres quedaron en silencio, sabiendo que, lamentablemente, Enrique tenía razón. Jacinta fijó los ojos en él con los labios entreabiertos, dejando el bordado sobre sus rodillas.
Doña Juana le respondió lentamente:
—Desearía que mis hijas se casaran por alguna razón superior a evitar la maledicencia de una mujer que ha perdido la razón de tal manera que es capaz de herir a alguien.
Jacinta no dejaba de mirarlo y Enrique se había vuelto hacia ella. Jimena los miraba a ambos con el ceño fruncido, sorprendiendo entre su hermana y Enrique un entendimiento que estaba más allá de las palabras y del conocimiento del resto del mundo, excepto para ellos mismos.
Un golpe en la puerta volvió a interrumpir el silencio de la sala.
—Jimena, ¿crees que sea la vieja otra vez? Tal vez tenga un poco de pólvora en su casa. Y si dejáramos caer descuidadamente un farol allí... ¿No sería maravilloso?
Doña Juana se levantó para atender el llamado, mientras su hija menor se divertía pensando en posibles modos de vengarse de doña Mariana. Jimena continuaba contemplando a Jacinta y Enrique, que aún no habían dejado de mirarse, como si eso les resultara imposible, como si estuvieran unidos por una atracción superior a sus fuerzas que los obligara a percibirse uno al otro por más que no desearan hacerlo.
Estaban enamorados.
Y Enrique no hablaba de ella cuando sugería que alguna se casara, hablaba de Jacinta. Y cuando hablaba de un esposo no hablaba más que de él mismo.
Se sintió feliz por su hermana. Tal vez algo feliz y sin complicaciones sucediera en la casa de las Torres.
Se cubrió los ojos tratando de soportar el dolor que latía en sus sienes, preguntándose si tal vez fuese mejor acostarse y dejar que ese día terminara.
—Jimena, el señor Olivera desea verte.
Las palabras de su madre retumbaron en sus oídos. Martín deseaba verla, pero ella no tenía el menor deseo de verlo a él. Estaba cansada y no quería abrir los ojos y contemplar su rostro agobiado y triste, su mirada vacía de sentimiento, alejado de todo lo que habían vivido en su barquito.
Pero debía enfrentarse a él. Se descubrió el rostro y alzó la mirada hasta encontrarse con la suya. Aquellos ojos del color de la piel de las almendras aún estaban vacíos, tal como la última vez que los había visto. Sin vida, sin alma.
—Preferiría hablar con Jimena a solas, si lo permite usted, doña Juana.
Doña Juana, de hecho, no quería dejar a su hija mayor en ese estado. Conocía la tristeza de Jimena y sabía perfectamente que ella ocultaría sus sentimientos a todo el mundo; cuanto más la presionaran para conocerlos, más se empeñaría en ocultarlos. Pero era su madre y trataba de hacer todo lo posible para que se sintiera mejor, aun cuando ella misma tuviera miedo de confesar sus emociones. Sabía que Martín Olivera estaba en el corazón de su hija porque sus ojos lo gritaban. Pero también sabía que la palidez de su rostro y el contrastante rubor de sus mejillas eran resultado de una profunda tristeza que no nacía del escándalo que doña Mariana había provocado en la iglesia, sino que provenía de algo más grande, de la injusticia a la que se veía sometida a cada momento de su vida desde que había tomado la decisión de dedicarse por completo al comercio.
Sin embargo, aceptó retirarse. Jimena era fuerte y podría enfrentar a Martín Olivera y lo que él viniera a decirle.
—Está bien, don Martín. Pero recuerde que Jimena está herida y abrumada por lo que sucedió esta mañana y debe descansar.
—No se preocupe, señora Torres. Lo que vengo a decir no llevará más de diez minutos.
Jacinta, quien ya se había levantado para retirarse de la sala, le acomodó un almohadón en la espalda a Jimena antes de salir y le besó la frente. A diferencia de su madre, quien había aprendido a mantener la distancia cuando Jimena así lo deseaba, ella insistía en brindarle consuelo a su hermana mayor, por más que fuera a la fuerza.
Pronto quedaron solos.
Martín tomó una silla y se sentó frente a Jimena. Todo su cuerpo se inclinó hacia ella, apoyando los codos sobre las rodillas. La mirada de Jimena solo expresaba tristeza y cansancio.
—Quiero que te cases conmigo.
Jimena dejó de respirar.
—¿Qué? —preguntó secamente, como si esperara que todo aquello fuese una broma.
—He venido aquí a proponerte matrimonio, Jimena.
Había algo en el rostro de Martín que la hacía dudar de sus palabras. Tenía la barba crecida, y un día atrás se hubiera derretido por acariciarle lentamente la línea de la mandíbula hasta las curvas de la oreja. O incluso habría empezado a saltar de alegría al pensar que su capitán Olivera quería casarse con ella.
Pero no podía hacer nada de eso.
No podía saltar de alegría porque su rodilla estaba herida y no podía derretirse al pensar en acariciarlo, porque todo en él le hacía sentir frío.
Martín también sentía frío porque los ojos celestes de Jimena no le devolvían la emoción que él esperaba de ella. ¿No querría casarse con él? ¿Esperaría una declaración de sentimientos que él no estaba dispuesto a hacer?
—¿Cuál es tu respuesta? —preguntó mirándola ansiosamente.
Jimena alzó el mentón al contestarle:
—Aún no tengo una respuesta.
Martín pestañeó confundido.
—¿No deseas casarte conmigo?
Jimena cerró los ojos suspirando. Sus manos estaban frías y al llevárselas a la frente le produjeron un alivio que lamentablemente no llegaba hasta su alma. Sin cambiar de posición le preguntó:
—¿Estás proponiéndome matrimonio o un negocio?
—¿Hay alguna diferencia? —preguntó Martín con sequedad.
Ella se quitó lentamente las manos del rostro y se giró para mirarlo con tristeza.
—Sí, Martín. Hay diferencias. —Hizo una pausa y luego continuó—. Pero como para ti parece no haberlas, quiero saber tus condiciones. ¿A qué me veré obligada si acepto ser tu esposa?
Como Jimena preguntó con frialdad, él trató de responder más fríamente, aunque su voz grave sonó temblorosa cuando dijo:
—Tal vez si tú cambiaras, Jimena…
—¿Si yo cambiara? ¿Quieres que cambie por ti? ¿Para adecuarme a tus nociones de comportamiento de una esposa? ¿Y eso qué incluiría exactamente?
Las palabras de Martín la habían molestado y había bajado la pierna herida del sillón y ahora estaba frente a él, escuchando sus términos para el negocio que le proponía.
—Que dejaras el comercio y te recluyeras en mi hogar para cuidar de nuestros hijos.
Jimena contempló a Martín preguntándose si realmente él escuchaba lo que estaba diciendo. Porque si lo que decía era verdad, si era producto de sus reflexiones, entonces se había vuelto más loco que doña Mariana.
Y sus palabras la lastimaban mucho más que las de la señora.
No pudo contestarle nada. El dolor de cabeza se extendió al resto de su cuerpo. Los oídos le zumbaban y el aire parecía haberse consumido. Su capitán Olivera le pedía que cambiara. Se sintió tonta y ridícula por haberse hecho ilusiones. En algún lugar, su mente se empeñaba en recordarle que no debería haber soñado con Martín Olivera.
Al ver que no respondía, Martín se acercó un poco más a ella, corriendo la silla.
—Es la mejor opción —trató de razonar con Jimena, tomándole una mano—. Te liberarías de las malas lenguas y tendrías mi protección. Ya no necesitarías hacer más negocios porque tengo dinero suficiente como para mantenerte a ti y a tu familia.
—Yo no necesito tu protección, Martín Olivera —le respondió ella soltándose con fuerza y levantándose para apartarse de él.
Martín también se puso de pie, pero no la siguió.
—Esta mañana no me pareció eso.
—Esta mañana fui atacada por una mujer desquiciada. Y aun así, no necesito tu protección.
Martín se fastidió por lo que él consideraba una necedad.
—¿No lo entiendes? ¡Ya nadie podrá molestarte! Podríamos ser felices, si tú lo decidieras, Jimena.
—No podría ser feliz porque siempre estaría pensando en tus condiciones.
—Soy un hombre práctico. Tú eres la que no entiende que sus opciones son limitadas.
—¿Mis opciones son limitadas?
Estaba de pie, firme delante de él, aunque la pierna le dolía muchísimo. Se rodeaba la cintura con ambos brazos, sintiéndose muerta de frío.
—Elige entre tu vida y yo, Jimena.
—Te daría mi vida, si me la pidieras Martín. Moriría por ti mañana mismo. Pero no puedo elegir. En mi vida hay lugar suficiente para ambos. Hice mi propia carrera en el comercio, a los golpes, como pude, tropezando y volviendo a levantarme. Elegir entre las dos cosas sería traicionarme. Eres parte de mi alma, de mi cuerpo y separarnos será terrible. Pero tú no me dejas otra opción. ¿Por qué no me puedes aceptar tal como soy? ¿Te avergüenzas de mí?
Martín no tenía respuesta a esa pregunta.
—No soy suficientemente buena para ti, ¿verdad? —preguntó con amargura—. En definitiva, no eres mejor que doña Mariana. Ya me cansé de ustedes dos y de sus juicios permanentes. No son dueños de la verdad, ni yo misma lo soy.
Intentó dejar la sala, él la estaba lastimando y ya no quería sentirse así.
Martín intentó razonar con ella una vez más:
—Jimena, si crees que mi juicio se ve afectado por las consideraciones de la señora Ávila, es que no me conoces. Nada de lo que esa señora diga puede afectarme.
—¿Y entonces? ¿Por qué me pides que sea otra?
—Te amo. Eres valiente, inteligente y hermosa. Iluminas el lugar en el que estás, pareciera que no existe el resto del mundo cuando estoy contigo. Pero nuestra unión es imposible si no decides abandonar el comercio, hay intereses más allá de los míos que debo proteger.
—Hablas de mí como si fuese dos personas.
—Te conozco. Sé de lo que eres capaz. Pero mi respetabilidad y la de la gente que más quiero se verán cuestionadas si me caso contigo.
—¿Y el respeto que te debes a ti mismo? ¿Y tus sentimientos?
Olivera recitó una vez más las palabras que tanto conocía.
—Estoy en una posición en la que no puedo pensar en esos sentimientos.
Jimena se acercó lentamente hasta él. La herida de la rodilla le produjo un dolor punzante pero continuó caminando.
—Me amas y yo te amo, ¿verdad?
—Así es.
—Pero renunciarás a mí solo por aquello que los demás piensan. Esas personas que apenas conoces, personas ajenas a ti, a mí y a nuestros sentimientos.
—Así es —repitió él con amargura.
Afligida, Jimena se apartó de él.
—Eres un idiota, Martín. Es hora de que te vayas y no vuelvas nunca más.
Desde el pasillo que conducía a las habitaciones, una voz llegó hasta él.
—Creo que es hora de que se vaya, señor Olivera.
Jimena miró hacia Enrique. Jacinta se aferraba a uno de sus brazos con ambas manos, y con lágrimas en los ojos. Olivera se retiró en silencio, con una leve inclinación de cabeza como un simple saludo.
Jimena esperó hasta que la puerta de calle hiciera el ruido que anunciaba la salida de Martín para demostrar que no era tan fuerte como aparentaba. Sus piernas cedieron a los temblores y su pecho se convulsionó ante el dolor, pero no se sentó ni expresó sus sentimientos en palabras.
Comenzó a caminar hacia su habitación.
—Jimena... —intentó detenerla Jacinta—. Jimena, por favor...
—No hay nada que decir, Jacinta. Iré a descansar, me duele terriblemente la cabeza.
Jacinta dejó de perseguir a su hermana, frustrada una vez más en su intento por conocer sus sentimientos. Comenzó a derramar las lágrimas que Jimena no se permitía, apoyando la cabeza contra la pared. ¡Qué necia era su hermana y qué sola se sentía ella misma al no poder compartir su tristeza con Jimena!
Unas manos cálidas se posaron sobre sus hombros, consolándola, transmitiéndole el calor que su cuerpo no sentía. Giró lentamente y se acurrucó en el pecho de Enrique, quien la abrazó con fuerza, murmurándole dulces palabras de amor y de consuelo.