Prólogo

Primeras horas del 12 de agosto de 1806.

—¿Tiene miedo, Jimena?

—Tengo tanto miedo que me tiemblan las piernas.

Estaba tan asustada que tenía ganas de salir corriendo y no detenerse nunca. Había tomado la decisión de participar en la reconquista de su ciudad, pero ahora que estaba allí y la lucha era inminente, apenas sentía las piernas.

El hombre que estaba a su lado y la miraba fijamente mientras escuchaba su respuesta se aproximó un poco más a ella. Jimena supuso que le recriminaría ser mujer, que la enviaría a su casa o a cocinar para los soldados. Ella no estaba dispuesta a hacer eso. Quería pelear. Sabía conducir hombres en grupo, sabía organizarlos y darles órdenes. Servía más allí que revolviendo un guiso en algún lugar protegido.

El hombre la sorprendió al asentir con seriedad.

—Hace bien en sentir miedo. Cualquier soldado debe sentir miedo la noche anterior a la batalla. Sería muy estúpido si no fuese así.

Ninguna recriminación, ningún desprecio por ser mujer. Jimena no podía creer lo que sus oídos escuchaban.

—Vaya a descansar, sargento Torres. Mañana nos espera un largo día.

Ella lo miró a los ojos y respondió:

—Sí, capitán Olivera.

Pero ¿quién podría dormir sabiendo que en pocas horas podría perder la vida? Jimena daba vueltas en la pequeña tienda que el Capitán había hecho construir para ella sola. En el campamento del Retiro, nadie se había imaginado que una mujer tendría tareas de sargento en alguno de los cuerpos de voluntarios de la ciudad.

Los ingleses habían llegado a Buenos Aires el 27 de junio de 1806. Y la ocupaban desde hacía cuarenta y cinco días. La tolerancia de los porteños había llegado a su límite, y toda la ciudad se estaba preparando voluntariamente para la reconquista.

Jimena Torres había llegado junto con el cuerpo de Patriotas de la Unión: los catalanes que hasta último momento habían intentado hacer volar por los aires a los ingleses instalados en el Cuartel de la Ranchería y el Fuerte. El plan había sido detenido y esa misma noche se habían unido a las tropas que don Santiago de Liniers, don Martín de Álzaga y don Martín de Pueyrredón habían logrado reunir en la ciudad de Montevideo y en la campaña de Buenos Aires.

Decidida a pelear por su ciudad, Jimena Torres había insistido en unirse al cuerpo de la Unión y pelear como un soldado más. El capitán Olivera había desconfiado al principio de sus capacidades, puesto que no sabía manejar el fusil que tenía en las manos y además la falda que llevaba, aunque de poco vuelo, se le enredaba constantemente entre las piernas.

Pero Jimena no era de las personas que se dejaban vencer con facilidad. Conocía sus habilidades de mando y se lo demostró al Capitán. Con su poderosa voz, adquirida en su trato como comerciante en el puerto de Buenos Aires, dio dos indicaciones y fue capaz de formar en línea un tumulto de soldados voluntarios para nada despiertos.

Olivera sabía reconocer cuando tenía delante de él a un líder natural y, en ese mismo momento, la nombró sargento del cuerpo de Patriotas de la Unión. Le explicó que marcharían por la calle de San Martín hasta llegar a la Plaza del Cabildo y la Catedral, afianzando su posición con un cañón al que debía proteger del ataque inglés.

En su tienda, Jimena tiritaba de frío mientras pensaba en el capitán Olivera. Había hablado y comido con él, de vez en cuando, su mirada se había quedado fija en ella, estudiándola. Olivera le había dado los planes y su tarea para la mañana de la batalla: defender el cañón situado en la esquina de la calle de San Martín y la plaza, junto a la Catedral.

Era un hombre que transmitía una fuerza fuera de lo común, al ubicarse él a su lado, el mundo parecía limitarse al contorno de su cuerpo. No podía dejar de pensar en ello ni en la mirada grave de sus ojos color almendra. Pertenecía al cuerpo de Infantería de Montevideo, por lo que él también era un voluntario. No sabía otra cosa de él, ni siquiera su nombre. Le había maravillado su atención, la posibilidad que le había dado a pesar de su desconfianza; pocas personas le habían ofrecido un respeto tan inmediato.

Acostada en el húmedo suelo de la tienda, se dobló sobre sí misma, escondiendo las manos entre las rodillas, con los dientes repiqueteando. La frazada con que se cubría estaba fría y en lugar de darle más calor, sus pies se estaban congelando. Gimió de la desesperación y comenzó a sollozar. Quería alejarse de todo aquello tan terrible que había venido a distorsionar la paz de la humilde ciudad capital del Virreinato del Río de la Plata.

Escuchaba los sonidos del campamento. Sonidos de hombres, carcajadas rudas, murmullos graves, pasos de piernas cansadas y pies calzados con gruesas botas. Apenas había luz en la tienda, manchas blancas que emitían los faroles de aceite y se difuminaban en la tela oscura de la tienda. Adivinaba que alguien pasaba, al ver su sombra proyectada.

¿Qué hacía allí?

Defender su ciudad.

Los ingleses habían llegado con la intención de quedarse y no contaban con que los habitantes de Buenos Aires estuvieran enfadados con aquella visita. Jimena Torres se había enfurecido: no le gustaba que le dijeran qué pensar, decir o hacer. De ninguna manera acataría órdenes de alguien que había llegado para imponerse por la fuerza.

Pensar en eso le provocó una sonrisa que le entibió el vientre. El capitán Olivera le había preguntado si sabía acatar órdenes y ella no había respondido inmediatamente como él esperaba. Era verdad, con el tiempo se había acostumbrado a no recibir órdenes más que de sí misma. Tardó en responderle que sí, pero lo hizo. No sabía nada de batallas y tendría que confiar en alguien que tuviera al menos cierto entrenamiento.

—¿Sargento Torres, está despierta?

¿Despierta? ¿Era posible dormir con tanto frío, humedad y la llovizna que empezaba, a colarse por la tosca tela de la tienda? Se asomó.

Era el capitán Olivera.

—Supuse que no podría dormir.

Él la miraba desde la altura, con una taza de loza en una mano y, en la otra, un par de botas, esperando ansiosamente alguna respuesta. Su rostro estaba fatigado, dos líneas profundas se marcaban en los contornos de su boca, ojeras oscuras rodeaban sus ojos. Era evidente que el Capitán estaba preocupado.

Sin decir nada, Jimena metió la cabeza nuevamente hacia dentro y levantó la tela que funcionaba como puerta. Él entró haciendo equilibrio con el tazón en la mano. Se sentó junto a ella en el suelo flexionando las piernas.

—Es un poco de leche caliente. No pude conseguir más, las provisiones son escasas a las cinco y media de la mañana en una ciudad en guerra.

Jimena también se sentó flexionando las piernas, enredándose un poco con la falda. El aire de la tienda se volvió más tibio al entrar Olivera. Estaban muy próximos, sus rodillas se rozaban constantemente, indicio del cuerpo del otro al que no podían ver.

Sus manos estaban cálidas, ella lo pudo percibir cuando sus dedos acariciaron los suyos al tomar el tazón de leche.

—Gracias.

El agradecimiento se fue perdiendo en los ruidos del campamento que llegaban a la carpa levemente atenuados. Olivera agregó:

—También le traje unas botas de cuero. No podrá pelear con esa falda. Hay mucho barro en la calle de San Martín, con las botas será más fácil caminar. También hay una cinta celeste, átesela en el brazo derecho, sus hombres la reconocerán en medio de la batalla.

Jimena asintió. Él adivinó el movimiento en la oscuridad de la tienda. Apenas podían verse. Olivera hizo un leve movimiento con la cabeza, ella imaginó que presionaba los labios con firmeza. El Capitán quería decir algo más, su cuerpo se inclinaba levemente hacia ella. Se miraban en la oscuridad, sus ojos ya se habían acostumbrado a la escasa luz. Un ansia que aún no tenía nombre se percibía en la húmeda y cada vez más cálida atmósfera de la tienda.

Él alzó la mano para acariciarle la mejilla y ella no lo impidió. El contacto fue reconfortante, su mano aún conservaba la tibieza del tazón. Sintió la piel áspera de sus dedos, buscando los surcos que sus lágrimas habían dejado.

—Usted es una mujer valiente, Jimena.

—Tengo miedo —le respondió ella con la voz ronca.

—Ya me dijo eso antes. No se preocupe. Todo va a...

Se detuvo; no podía decirle que todo iba a estar bien. No sabía ni siquiera a qué había ido a la tienda. Él tampoco podía dormirse, pero esa no era una novedad. Hacía mucho tiempo que había dejado de dormir por la noche.

Ella apoyó el tazón a un costado y colocó su mano sobre la de él. Necesitaba que alguien la tocara para recordar que estaba allí. Sintió su otra mano buscando sobre su piel, con los dedos, sobre su cuello, su mandíbula, sus mejillas. Jimena sentía el placer de esa ardiente caricia sobre su rostro.

Él se inclinó hacia ella. Jimena percibió lo próximo que estaba cuando su boca hizo cosquillas en sus pestañas, tropezó con su nariz y se deslizó por su mejilla hasta encontrarse con su boca.

Él la besó y ella le respondió el beso, tomando también su rostro entre sus manos. Sintió la rugosidad de su barba crecida en la yema de los dedos, sus rasgos perfilados aparecían bajo la caricia de sus manos. Olivera la besaba lentamente, saboreando el gusto dulzón de su lengua, mordiendo con urgencia sus labios, tratando de reconocer su textura.

Comenzaron a caer lágrimas de sus ojos, pero aun así continuó besándolo. Él soltó su rostro y llevó sus manos hasta sus hombros, la rodeó con sus brazos apretándola contra su pecho, recorriendo su espalda, sus caderas, enredándose en su cabello.

Jimena temblaba y creyó notar que el hombre también lo hacía. Era un beso urgente, de dos seres que se habían encontrado en el medio de un amanecer de neblina. Dos seres que sabían de soledad y amargura.

Gritos de advertencia.

Disparos en la lejanía.

Dejaron de besarse pero no se separaron. Jimena apoyó la frente en el mentón del Capitán, respirando agitada. Algo los unía, tal vez fuese la casualidad, tal vez fuese el destino. O quizá solo fuese una de las fuerzas más poderosas del mundo.

—¡Ya han comenzado! ¡Ya están disparando! —Se escuchaban los gritos de los mensajeros que sonaban atenuados dentro de la tienda.

—¿Cómo? ¿Qué está sucediendo? —murmuró Olivera preocupado. Volvió a apretarla contra su cuerpo, deseando que aquello no terminara nunca.

Pero debía terminar. Se separó de ella con un resoplido, la apartó alejándola con sus brazos y salió de la tienda. Jimena salió también detrás de él.

Olivera detuvo a uno de los hombres que venía corriendo desde las cercanías de la plaza.

—¿Qué sucede, soldado?

—Los soldados Migueletes han comenzado a disparar sobre los ingleses, Capitán. No aguardaron las órdenes del señor Liniers. ¡La batalla ya ha comenzado!

Jimena volvió a sentir aquel frío que la había invadido antes de la llegada de Olivera.

Pero había llegado el momento de olvidarse del miedo. Sin esperar órdenes, volvió a la tienda a cambiarse. Lo hizo rápidamente. Cinco minutos después, salió ataviada con una casaca roja, el pantalón negro dentro de las botas de cuero, y el cabello atado en una trenza. Las manos le temblaban al acomodarse el sable en el cinturón, pero esa era la única muestra de miedo en su cuerpo.

Aceptó que tenía miedo, llenó de aire sus pulmones y salió a enfrentar la batalla.

Buenos Aires dejaría de ser inglesa y ella estaría allí para ayudar a conseguirlo.