Capítulo 17

Martín abrió los ojos al sentir el portazo.

—El señor Olivera está dormido, Juan. Finalmente, se convenció de que el Bribón no iba a destruirse con el viento y se quedó dormido sobre la mesa. Déjalo tranquilo hasta que salga del camarote. Dile que esta tarde pasaré por su casa para cobrar la apuesta.

Volvió a cerrar los ojos. Era la primera vez que una mujer abandonaba la cama primero que él, pero lo cierto era que apenas podía moverse, de modo que no le molestó la situación. Seguramente, Jimena había querido evitar cualquier sospecha que tuviese que ver con lo que realmente había sucedido allí en la noche, levantándose temprano, para llegar separados a Buenos Aires.

Se acomodó de espaldas sintiendo el suave roce de las sábanas con borde de encaje y la calidez del acolchado de brocato sobre la piel. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan descansado. Tenía que reconocer que era gracias a la noche que había pasado junto a su apasionada sargento Torres.

Suspiró al pensar en ella. La adoraba, no había dudas, pero tenía tantas cosas en las que pensar, tantos asuntos que daban vueltas en su cabeza que no podía disfrutar de aquel amor. En su cuerpo aún tenía la huella de los besos de Jimena, pero él continuaba pensando en lo poco conveniente que sería una unión con ella.

Volvió a abrir los ojos. La luz dorada del nuevo día entraba por el ojo de buey, hiriéndole un poco la vista, haciéndolo parpadear. Al parecer no estaba nublado, pero por el movimiento del barquito de Jimena, todavía había viento. Tenía que levantarse y partir en su caballo hasta Buenos Aires en un viaje largo que apenas tenía ganas de hacer.

Tenía a Jimena impregnada en la piel.

No pudo dejar de pensar en ella durante todo el trayecto hasta Buenos Aires. El viento helado que soplaba de frente le hería la cara, como si tuviese el filo de una espada, pero él se sentía cálido por dentro. Una calidez que crecía en la boca de su estómago y se expandía hacia el resto de su cuerpo, reconfortándolo y llenándolo de alegría.

Jimena había aceptado entregarse a él sin dudarlo. Incluso lo había llevado hasta su barquito para permanecer a solas con él. No había sido una estratagema, sino simplemente el curso de los acontecimientos que desde hacía un tiempo unía sus vidas. No había manera de separarse de ella, todo lo que sucedía a su alrededor, o incluso lo que él mismo hacía, lo llevaba a un encuentro con Jimena.

Llegó a la casa cansado y muerto de hambre, pensando en ella y en ir a buscarla en cuanto se recuperara del cansancio. Había masticado uno de los bizcochos del barquito de Jimena antes de partir, pero no reemplazaba a un buen desayuno por la mañana. Se aseó y se puso ropa limpia y fue directo al comedor.

Besó a su madre en la frente y ella lo saludó ausente, perdida en su angustia y en sus miedos secretos. Clo lo miraba curiosa, con el mentón apoyado en un puño mientras terminaba su taza de chocolate y comía a pedacitos uno de los bollos azucarados de la fuente que estaba en el centro de la mesa.

No podía preguntarle a su hermano dónde había pasado la noche, porque doña Mariana también desayunaba con ellos y no quería ponerlo en evidencia, aunque la señora probablemente hubiera notado que no había dormido allí.

Martín estaba, si no risueño, cosa muy extraña en él, por lo menos alegre. Su ceño no estaba fruncido, no se marcaban en él los surcos profundos alrededor de su boca, incluso parecía más joven. Comía con voracidad desacostumbrada todo lo que había a su alrededor.

—Este dulce de ciruelas está muy bueno —murmuró distraído.

—Lo hice con la fruta que traje de la quinta de las Torres.

Se escuchó claramente un suspiro, casi un gruñido, proveniente de doña Mariana. Los hermanos miraron a la señora al mismo tiempo. Ella les sonrió amablemente pidiendo disculpas, aunque ni la sonrisa ni las disculpas nacían en algún lugar más lejano que sus dientes.

Martín no le prestó más atención y se volvió a su hermana.

—Te ha salido muy bien, Clo. Espero que haya más.

—Está guardado en la despensa.

Clo rabiaba al hacer aquellos comentarios ridículos y corteses con su hermano. Doña Mariana estaba siempre en el medio, molestando, evitando que los hermanos tuvieran una verdadera intimidad, tal como habían mantenido en Montevideo. Recordar la ciudad en la que habían vivido durante tanto tiempo la hizo suspirar.

—¿Crees que podamos volver a Montevideo?

Martín pestañeó. Él no había vuelto a pensar en su ciudad.

—Estuve pensando en establecernos definitivamente en Buenos Aires.

Clo miró a su hermano a los ojos.

—Sí, lo imaginaba. Supongo que los ingleses no tuvieron nada que ver con nuestra partida de Montevideo.

—¿Extrañas mucho? —preguntó Martín evadiendo el comentario.

—Extraño mi casa, mi intimidad —le dijo a su hermano sosteniendo su mirada intencionadamente.

Doña Mariana quiso intervenir.

—Está en su casa, señorita Clodomira. Aquí tiene todo lo que una señorita como usted puede necesitar.

Ella desvió su mirada hacia la señora.

—Sí, pero no tengo todo lo que puedo desear.

Como doña Mariana no entendía la posibilidad de que una mujer tuviera deseos, replicó:

—Una mujer de su edad ya debería haberse acostumbrado a su situación y haberse olvidado de sí misma. Los deseos nunca son buena compañía para una mujer sola. Son la puerta de entrada al Demonio.

Martín sonreía ante las expresiones de su hermana. Un simple movimiento de sus pestañas, una expresión despectiva en su boca, indicaban que se estaba hartando de la señora.

Esperó a que doña Mariana terminase de hablar y se dirigió a él.

—¡Cuánto extraño nuestra casa! —le repitió con voz lastimera y ojos de vaca tristona.

Él le sonrió.

—Empezaré a buscar una propiedad para comprar hasta que los ingleses se retiren de Montevideo. Luego veremos qué hacer.

Ella le agradeció con una amplia sonrisa que le iluminó el rostro y le hizo brillar los ojos. Clo no podía negar que Buenos Aires era mucho más interesante que Montevideo y que no le molestaba vivir allí. Pero doña Mariana ya la había cansado y era tiempo de buscar un lugar muy lejos de ella.

Cuando terminó de desayunar, Martín se dirigió a su habitación. Tomó uno de los libros de cuentas que tenía pendiente de examen y se acomodó en el amplio sillón al costado de la cama. Al instante se quedó dormido.

Abrió los ojos al oír que la puerta se abría y cerraba y los volvió a cerrar, convencido de que era su hermana Clo quien, al verlo dormido, se había retirado.

O, tal vez no se hubiera retirado, porque le quitó el libro de las manos, lo que Martín agradeció. Luego ella se sentó sobre una de sus piernas y comenzó a besarle el cuello...

—¡Tú no eres Clo! —gritó abriendo los ojos desmesuradamente.

No, definitivamente no era ella.

Jimena reía a carcajadas sentada sobre él, acariciándole el cuello que había rodeado con ambos brazos. Luego de la sorpresa inicial, Martín volvió a recostarse en el respaldo del sillón un poco más tranquilo y sonriendo.

Buscó con la mano el borde del vestido de Jimena, quien se había recostado sobre su hombro y ahora le mordisqueaba el cuello, haciéndole cosquillas en la piel sensible debajo de la oreja. Subió lentamente por su pierna, reconociendo la textura sedosa de la media y luego la tela del calzón, hasta llegar a la forma redonda de su cadera donde terminó el viaje, acomodando plácidamente su mano sobre ella.

—He venido a cobrar la apuesta —le susurró entre besos.

—Pensé que no cerrabas tus negocios con besos —respondió Martín con la voz ronca.

—Este no era un negocio. Era una apuesta entre dos cabezas duras.

No podía estar más de acuerdo y lo demostró acercando más el muslo de Jimena contra él.

—Tengo una noticia increíble.

Martín disfrutaba de las caricias y del contacto con su cuerpo tan plácidamente que comenzaba a adormecerse de nuevo. La presencia de Jimena lo tranquilizaba, que ella estuviera allí junto a él, después de haber vivido juntos una noche de amor, era lo más cercano al paraíso que podía imaginar.

—¿Qué noticia?

—Mi prima Paula tuvo una niña.

Ella separó la cabeza de su hombro y Martín gruñó, no quería dejar de sentir el perfume que salía de sus cabellos.

—Recuéstate de nuevo —le susurró molesto.

—No —le contestó ella decidida, tomando su rostro entre las manos—. Abre los ojos, es importante.

—Apenas conozco a Paula —rezongó él.

—No dije que fuera importante para ti —lo regañó ella—. ¿A que no sabes cómo se llama la niña?

Martín abrió los ojos adormecido todavía.

—No tengo idea, dímelo.

Ella se removió entre sus brazos. Martín pensó que si hubiera estado de pie habría saltado de la emoción.

—Antonia Jimena Ávila. Antonia se llamaba la madre de Paula, prima de mi madre. Jimena... bueno, creo que tú conoces a una Jimena en esa familia.

Martín sonrió.

—Me pregunto si Buenos Aires soportará a dos Jimenas de la misma familia.

—Por supuesto que sí —le respondió ella orgullosa, volviendo a abrazarlo—. Seré su madrina de bautismo. Estaba tan feliz que tenía que contártelo.

La voz de Jimena sonaba temblorosa y Martín adivinó que estaría llorando de la emoción.

—Voy a malcriar tanto a mi ahijadita, que Paula y Guillermo se arrepentirán de haberme hecho su madrina.

—¿Cuándo nació la niña?

—Anoche. Jacinta había buscado a Guillermo por la tarde pero nadie le respondió. Parece que Paula tuvo un parto bastante largo. Ahora está bien, estuve con ella toda la mañana cuidándola, puesto que su criada y Guillermo estaban exhaustos.

—¿Están bien ambas?

Jimena levantó la cabeza para mirarlo y él pudo ver cierto temor en sus ojos.

—La niña es muy chiquita y el parto se prolongó por varias horas, de modo que es un poco frágil. Esperemos que todo esté bien. Paula estaba muy cansada pero no podía dejar de mirarla. La pequeña Antonia durmió todo el tiempo que yo estuve allí. Estarán bien —dijo suspirando—. Dentro de varias semanas, podrán salir de la habitación.

Tenía las manos unidas en su falda y parecía meditar sobre algo que a Martín se le escapaba por el momento. Depositó su mano sobre las de ella, presionando con firmeza.

—¿Estás bien?

—Sí.

—No debiste partir tan pronto esta mañana. O al menos deberías haberme besado antes de irte.

Ella lo miró con aire inocente.

—Lo hice.

Martín frunció el ceño.

—Me hubiera gustado estar despierto cuando me dabas el beso. Jimena, dime la verdad: ¿estás bien?

Ella escondió el rostro en su hombro.

—Me arde terriblemente en... bueno, tú sabes. Pero menos que anoche. Y me duele todo el cuerpo y tengo el movimiento del barquito metido en el cuerpo, camino y me balanceo. Pero más allá de eso, me siento muy feliz. Tanto que me has hecho olvidar de Arévilo.

Sintió la tensión del cuerpo de Martín bajo sus piernas al escuchar esas palabras. Creyendo que él suponía que la había lastimado irremediablemente, volvió a separarse de su hombro y le acarició la mandíbula, disfrutando de la piel recién afeitada.

—No fue nada, Martín. Mi madre dice que se irá en uno o dos días.

Él tartamudeó al preguntar:

—¿Le dijiste a tu madre?

Sus mejillas se encendieron antes de responderle:

—¡No! Fue lo que me dijo cuando finalmente me explicó lo que sucedía entre un hombre y una mujer. Hace mucho tiempo, cuando las cosas con Toribio se habían puesto más serias.

Jimena sintió que el pecho de Martín se hinchaba debajo de ella. Pasó un largo tiempo, antes de que él decidiera preguntarle.

—¿Toribio?

—Toribio Sigüenza, me cortejó hace mucho tiempo, antes de que mi padre muriera. Cuando descubrió que no tenía dinero, decidió que no estaba enamorado de mí y me abandonó —le explicó sorprendiéndose a sí misma por el tono de voz que empleaba. Los sentimientos hacia Toribio habían sido muy diferentes de los que sentía hacia Martín, y aquella tristeza ahora parecía muy lejana.

—¿Lo amaste más que a mí?

Ella se inclinó y lo beso apasionadamente, buscando su lengua, la que Martín ayudó a encontrar sin ningún problema. No quería que se sintiera celoso, aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Depositó unos besos húmedos sobre su mejilla, tratando de hacer desaparecer aquella mueca que indicaba que se sentía molesto.

—Era una manera diferente de amor. Era un sentimiento nuevo y quería experimentarlo, Toribio parecía un buen muchacho y yo era lo suficientemente inocente como para no darme cuenta de sus intenciones.

Martín no le contestó inmediatamente. Cerró los ojos y recostó la cabeza contra el respaldo.

—Me hubiera gustado conocerte hace siete años, sargento Torres.

Jimena se rió feliz por aquel nombre y se frotó ansiosamente contra él, esperando que Martín comenzara las caricias de la noche anterior.

—Hace siete años no era yo, capitán Olivera —le murmuró comenzando a acariciar su pecho debajo de la chaqueta.

Martín pareció sorprenderse ante aquella afirmación, aunque la sorpresa no le impidió comenzar a acariciarle la cadera mientras buscaba disimuladamente el borde del calzón para comenzar a bajárselo.

—¿No había nada de ti en esa joven?

—Tal vez algo, un poco de impaciencia, de imprudencia, de ansias de vivir. Un poquito de aburrimiento. Y mucha curiosidad.

—Todo eso parece definirte bien —le susurró con los labios pegados a su boca.

—Sí, me define, pero te olvidas de todo lo que sucedió después. La tristeza, la soledad, el temor a enamorarme otra vez, mi prima Paula. Todo me hizo cambiar. Incluyendo a Arévilo —rió ella.

Esta vez no pudo ignorar la tensión en el cuerpo de Martín. Él preguntó muy lentamente:

—¿Quién es Arévalo?

Ella trató de besarlo nuevamente, pero Martín se apartó. Incluso sacó la mano de entre su vestido.

Jimena se acomodó sobre su rodilla, enderezando la espalda.

—No es Arévalo, es Arévilo. Es el comerciante al que iba a matar ayer.

El rostro de Martín se transformó. Sus bellos ojos se oscurecieron, su boca y su frente se llenaron de arrugas.

—No pongas esa cara... —dijo tratando de acariciarlo.

Él la detuvo.

—Pensé que solo hablarías con él.

Ella alzó los hombros.

—Tú me conoces lo suficiente para saber que tengo poca paciencia. Tarde o temprano me hubiera vengado. No habría llegado a matarlo, pero me hubiera gustado encontrar un poco de pólvora en sus bodegas.

—¿Estás segura del nombre? Nunca oí un apellido parecido.

—Al principio Enrique y yo pensábamos que Gutiérrez se había equivocado. Pero en varias cartas él insistió una y otra vez en que era Arévilo, o al menos así estaba anotado en los libros de ventas de los capitanes con los que trabajamos. Y eso solo en algunos, a veces pareciera que Arévilo es más una leyenda que una persona real. Probablemente sea un nombre falso, puesto que hasta ahora Gutiérrez no ha dado con él.

—¿Y qué ibas a hacer tú para encontrarlo? —preguntó él separándola y ayudándola a ponerse de pie.

Jimena no quería hacerlo, de hecho, lo único que deseaba hacer, y para eso había ido a ver a Martín, era estar en sus brazos y besarlo hasta quedar agotada.

—No lo sé —respondió alzando los hombros—. Supongo que dar vuelta toda Colonia hasta encontrar a alguien que supiera de él, es bastante pequeña como para que pase inadvertido. Su bodega tiene que estar en algún lugar, hace demasiadas compras.

Martín se había puesto de pie, y con ese movimiento todos los mimos y besuqueos que había imaginado en el camino desde su casa hasta el Retiro se enfriaron. Por alguna razón, Martín se había molestado al escuchar sobre Arévilo.

—Me gustaba más cuando estabas sentado —le dijo en tono caprichoso, colocándose las manos en la cintura.

Él no le hizo caso.

—Tengo asuntos que arreglar.

—Sí, claro, me debes un baúl de telas por un valor de mil pesos.

Martín la miró fijamente con expresión preocupada.

—Sí, tienes razón... En las habitaciones del segundo patio, está el depósito provisorio de telas, hasta que encuentre una bodega. Toma lo que creas necesario, escribe el inventario y déjaselo a Clo. Ella tiene la llave de la habitación.

Jimena se quedó helada ante aquel cambio repentino en la actitud de Martín.

—¿Adónde irás? ¿Es tan urgente que me dejas de repente? Cuando llegué estabas dormido.

Martín se inclinó para besarla y salió de la habitación casi corriendo, sin responderle.

Arévilo.

El nombre que su padre y su abuelo habían usado desde hacía tanto tiempo para hacer el contrabando.

Tenía que encontrar a su abogado lo más pronto posible y enviarlo a Colonia. No podía permitir que Jimena descubriera que él conocía al hombre que arruinaba sus negocios desde hacía tiempo y que había estado a punto de hacer que los ingleses la apresaran.

Olivera. Arévilo.

Las mismas letras solo que leídas hacia atrás.

Era él mismo quien arruinaba los negocios de Jimena Torres.