Capítulo 6

El miedo se extendió por la ciudad la mañana del 5 de febrero en Buenos Aires. Todos pensaban que los ingleses llegarían de un momento a otro. El pueblo se reunió en la plaza frente al Cabildo y pidió la caída de Sobremonte y la recuperación de Montevideo. Los porteños, que habían vivido la parsimonia de la tranquilidad colonial hasta el año anterior, ahora se habían hecho conscientes del poder que podían llegar a tener si se unían. Habían expulsado a los ingleses. Sin dudas podían expulsar a un virrey que no había demostrado otra cosa más que ineptitud.

Pero las autoridades sabían que no era tan sencillo. La expulsión de Sobremonte implicaba que el poder recaía sobre ellos, y no todos se sentían con la suficiente fuerza como para hacer frente a la situación que veían venir.

No fue hasta el 10 de febrero de 1807, después de una asamblea en la que se reunieron los miembros del Cabildo, la Audiencia, los jefes militares, el Consulado, miembros de la Iglesia, algunos vecinos importantes y Liniers, que se decidió la expulsión y el arresto de Sobremonte. El poder quedaba en manos de la Audiencia y, en la realidad, en manos de Santiago de Liniers. Quien tendría que preparar las tropas para la segunda invasión inglesa. Llegara cuando llegara.

A doña Mariana Ávila nada de esto le interesaba.

Como consideraba que la política era cuestión de hombres, no prestaba atención a cuanto comentario de esa clase llegara a sus oídos. Después de la muerte de su único hijo, Vicente Ávila, durante la primera invasión, se había dedicado de lleno a aquella tarea que nada tenía que ver con las cuestiones mundanas como la política o el comercio. La señora se había arrogado el deber de mantener la moral y las buenas costumbres en Buenos Aires.

Y allí, en su propia casa, viviendo como habría podido vivir su propio hijo, estaba don Martín Olivera, criollo nacido en Montevideo. Un hombre importante, rico, inteligente y respetable; la señora había podido ver eso la mañana misma de su llegada.

La señorita Clodomira lo atendía en su habitación, el señor Olivera había llegado muy cansado y herido. Doña Mariana había podido observar con aprobación que eran personas decentes. Había conversado con la señora Olivera, una mujer de buena cuna y sencilla, a la que le gustaba mantenerse la mayor parte del tiempo en silencio o durmiendo. La señorita Clodomira era una mujer que ya había pasado la edad de casarse y que había elegido dedicarse por completo a atender a su madre, que parecía enferma. La señora no podía pedir mejores inquilinos.

Cenaba con ellas, era un lujo que podía darse, considerando que ella también era una respetada dama de Buenos Aires, con muchas influencias y decente, viuda y que había perdido a su hijo, que valientemente había hecho frente a los ingleses durante la invasión.

Y por eso, se había enfurecido cuando don Martín le había preguntado, durante la cena, un día después de su llegada, si conocía a Jimena Torres.

Por supuesto que la conocía.

Por supuesto que conocía a aquella verdadera desgracia de Buenos Aires. Mujer insensata, indecente. Una mujer que desconocía el lugar que debía ocupar. Una mujer que se pavoneaba delante de los hombres, tentándolos, haciéndolos caer en la perdición tal como lo hubiera hecho una prostituta.

—La conozco, señor Olivera —le contestó luego de beber agua tratando de tragar la sorpresa que le había causado la pregunta—. La conozco muy bien, señor. Preferiría no ser yo quien le comentara sobre los desatinos de la señorita Torres.

Se hizo un silencio incómodo.

Olivera clavó su mirada escrutadora en ella. La señora hubiera preferido que don Martín tuviese un mejor aspecto al sentarse con ella a la mesa. Estaba sin afeitarse, no llevaba chaqueta, y una de sus mangas estaba levantada hasta el hombro, luciendo una venda apretada por encima del codo. También hubiera preferido que no la mirase de aquella manera tan feroz. Después de todo ella era una dama decente.

Olivera dejó el tenedor sobre el plato, y se tendió hacia atrás descansando la espalda en el asiento, mirando tan fijamente a la señora que ella comenzó a sentirse verdaderamente incómoda.

—¿Qué quiere decir con eso, doña Mariana?

—Quiero decir que los asuntos de la señorita Torres no son tema de discusión frente a una joven soltera como lo es la señorita Clodomira, don Martín. No me extraña que le hayan llegado comentarios sobre ella. Se la conoce en toda la ciudad.

Olivera desvió la mirada hacia su hermana.

—¿Te molestaría que ella hablase de Jimena Torres, Clo?

—En absoluto —le contestó ella con una sonrisa y una mirada pícara en sus ojos verdes.

Él volvió a dirigirse a la señora.

—Cuéntenos los asuntos de la señorita Torres, doña Mariana, por favor.

Luego de un profundo suspiro, la señora comenzó a hablar:

—La señorita Torres, si es que ese título aún puede aplicársele...

—¿Está casada? —preguntó Clodomira.

Doña Mariana la miró confundida.

—No, no se ha casado.

—Entonces, todavía puede aplicársele ese título, doña Mariana —le informó Clo, como si no entendiese las sutilezas de la señora.

La señora vio como don Martín sonreía ante el comentario impertinente que había hecho la señorita Olivera. Por orgullo de anfitriona, decidió dejarlo pasar.

—Me refería a que las actividades a las que ahora se dedica no ameritan que sea considerada una señorita, es decir, una joven respetable y de buena familia.

Martín Olivera se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa. La luz de las velas daba a sus rasgos una profundidad más marcada, delineándolos, haciendo más ruda su expresión.

—¿A qué actividades se dedica?

—Al comercio, señor Olivera.

Doña Mariana pudo ver que don Martín pestañeaba varias veces y que Clodomira se inclinaba rápidamente para tomar un vaso de agua.

La señora Olivera parecía ausente de toda aquella conversación.

—Es la hija de mi prima, doña Juana Torres, y debo decirle que me siento avergonzada de tener en mi familia a esa clase de mujeres que creen que son capaces de actuar sin tener un hombre a su lado.

Clodomira alejó su rostro de la copa y miró confusa a su hermano.

—¿A qué clase de comercio se dedican exactamente la señorita Torres y su madre, doña Mariana? —preguntó Martín, también confundido.

—Al comercio —respondió la señora, asintiendo, como si eso explicara todo.

Clodomira debió insistir.

—Sí, claro. Pero, exactamente, ¿qué comercia?

—Nunca he estado en su tienda —afirmó la señora con vehemencia.

—Entonces —insistió Clodomira una vez más—, ¿no sabe qué trafica la señorita?

—No.

La señora sí lo sabía, pero se negaba a dar cualquier información sobre las Torres que no fuese la necesaria. No importaba qué comerciaba Jimena Torres, el problema era que lo hacía.

Martín volvió a apoyar la espalda en la silla.

—¿Y cómo sabe que sus actividades son inmorales? —le preguntó a la señora.

—Una mujer que trabaja y gana dinero es una mujer inmoral. No hay nadie que me quite ese convencimiento de la cabeza.

Clodomira alzó las cejas, pero no respondió nada. No había nada que responder a una afirmación tan tajante como aquella. La señora no quería discutir sino afirmar su posición.

Continuaron cenando, luego de aquel incómodo intercambio de palabras sobre la inmoral Jimena Torres. La señora desvió la atención hacia un tema que le gustaba mucho más que el de su ahijada.

—Francisca nos visitará en unos días.

Un silencio incómodo fue la única respuesta que tuvo de los Olivera. Eso, y un alzamiento de cejas de la señorita Clodomira a su hermano Martín, quien pareció no reaccionar ante aquel gesto. La señora comenzó a pensar que, en presencia de su hermano, Clodomira Olivera no era una mujer tan tranquila como ella pensaba.

Luego de tragar incómodamente el pedazo de calabaza hervida que tenía en la boca, Clodomira comentó:

—Aún no conocemos a ninguna Francisca en Buenos Aires.

—Por supuesto que la conoce, señorita Clodomira. Le he hablado tanto de ella que debería conocerla. Mi sobrina Francisca Montoya. Una joven de talento, amable y dulce como cualquier familia podría desear. Es una excelente cantante, usted tendrá la posibilidad de conocerla, don Martín, y podrá apreciar que es una joven con tantas virtudes que no se comprende como aún no ha conseguido esposo.

Clodomira se ahogó con un trozo de pan. Olivera la miró de reojo, y le dijo:

—Come más despacio, Clo.

Ella asintió con una mirada inocente y volvió a beber agua.

—Mi querida sobrina es hija de un comerciante, Francisco Montoya, tal vez haya hecho algún negocio con él, don Martín.

Era cierto. Le había vendido tercios de yerba mate que el señor Montoya luego llevaría a Mendoza, según le había informado su delegado en Buenos Aires hacía dos años. Sin embargo, nunca lo había conocido. Y menos aun había oído hablar de su familia.

—Hice un negocio con el señor Montoya —concedió Martín—. Pero no había oído hablar de su hija Francisca.

La señora se sintió extasiada por el interés de Olivera.

—¡Oh, señor Olivera! Entonces usted tiene que conocerla. Es una jovencita de las mejores de Buenos Aires. Bellísima. Yo deseaba tanto que mi hijo Vicente, Dios lo tenga en su gloria, se casara con ella, sin embargo él estaba enamorado de Paula Yraola, una jovencita nada recomendable para él. Ella tuvo el desatino de despreciarlo, renunciando a casarse con él, justo durante la ocupación inglesa. Desgraciadamente esa joven logró unirse de todas maneras a mi familia.

—¿Su hijo estaba comprometido con la que ahora es Paula Ávila? —preguntó Martín con interés, cruzando las manos a la altura de su mentón.

La señora se puso pálida y apretó con fuerza los labios antes de contestar.

—Veo que ya ha tenido noticias de esa parte de la familia. Un caso muy triste, señor. Otra desgracia de mi familia. El año pasado no fue un año bueno, señor.

Clodomira los miraba alternativamente, sin entender una palabra, mientras su madre continuaba comiendo pan en silencio. Claramente hablaban de un suceso que ella desconocía, porque no tenía la menor idea de quién era Paula Ávila o Yraola y por qué su hermano parecía saber de ella.

—El señor Guillermo Ávila consiguió este ilustre apellido del modo más deshonesto, señor. Unas cartas falsificadas con la firma de mi marido, quien reconocía en ellas que ese tal señor era su hijo. Un artilugio que seguramente creó con sus dotes de espía británico.

Olivera tensó la mandíbula. ¿Ávila, un espía británico? Comenzaba a sentirse cada vez más molesto hacia aquel joven que le había puesto morado el ojo.

—¿Trabajó para los ingleses durante la ocupación?

Doña Mariana sonrió placenteramente.

—Oh, no, señor Olivera. Guillermo Ávila era un espía inglés, que se hizo pasar por un comerciante de Caracas aquí en Buenos Aires. Se hacía llamar Guillermo Miranda, aunque su nombre es William Burton. Al parecer desertó del ejército inglés y se volvió más criollo que usted o yo. Ahora pelea en el Regimiento de Patricios. Al parecer ha logrado convencer a todos de su fidelidad al Rey de España.

Olivera friccionó sus nudillos. No podía esperar la oportunidad de volver a encontrarse con Ávila y molerlo a golpes por espía y traidor.

—Pero no hablemos más de él, señor Olivera —comentó la señora con una alegría imposible de ocultar—. Hablemos de mi sobrina Francisca.

Doña Mariana continuó hablando de Francisca y sus virtudes. Olivera había dejado de escucharla y pensaba con satisfacción en el momento en que se encontraría nuevamente con Ávila.

La cena terminó. Ella no podía sentirse más feliz. Había despertado en el señor Olivera un odio profundo hacia Guillermo Ávila y había generado interés en su sobrina. No podía sentirse más dichosa.

Francisca llegó y los hermanos Olivera pudieron descubrir que no era precisamente el derroche de virtudes que doña Mariana había expresado.

Era muy aburrida en realidad. Apenas se podía conversar con ella más de dos palabras seguidas sin que hiciera algún mohín o se escondiera detrás de su abanico. Usar el abanico era un arte, una distinción que una dama aprendía desde su infancia, y Francisca abusaba de él. Cada treinta segundos se escondía detrás del abanico, lo desplegaba, lo plegaba, se lo colocaba sobre una mejilla, luego sobre la otra. Martín ya estaba mareado y Clodomira a punto de partirse de la risa.

No era bonita y cantaba muy mal. No era su problema la desafinación, sino la voz nasal que torturaba los oídos de quien la escuchara. Estuviera a su lado o a quince cuadras del lugar de la emisión del sonido.

Tanto doña Mariana como Francisca parecían siempre estar pendientes de Martín y de su recuperación. Le habían preguntado tantas veces que ya lo tenían harto. No era demasiado afecto a las atenciones. En realidad, le gustaba mucho más que lo dejaran en paz.

Se escondía en su habitación la mayor parte del tiempo posible. Sobre todo porque la mayor parte del tiempo, Francisca estaba visitando a doña Mariana. La señora vivía sola en una construcción apartada de la casa principal, que bien podría haber sido una casa aparte, puesto que tenía varias habitaciones e incluso sus propias dependencias.

Pero la señora consideraba que los Olivera no tenían suficiente compañía, de modo que incentivaba a Francisca a visitarlos.

Hacía muchísimo calor, mientras que la humedad hacía que todo lo que tocara estuviese pegajoso. Las noticias sobre los ingleses eran las mismas que desde su llegada. Aún no se movían de Montevideo y Liniers había decidido no ir a la reconquista de la ciudad. No tenía mucho que hacer, excepto esperar a que su brazo sanara y empezar a trabajar en el comercio nuevamente. Su delegado en Buenos Aires lo había visitado el mismo día de su llegada, y él le había dado las instrucciones precisas para arreglar sus asuntos en Montevideo. Las tropas inglesas probablemente habrían llegado con sus comerciantes y habría mucho tráfico por Colonia y los puertos menos importantes de la costa del Plata.

Clodomira se refugiaba en su habitación cada vez que podía. Se sentía desesperada por haber perdido a todos sus conocidos y por estar encerrada con su madre todo el tiempo.

La señora Olivera solía huir de las personas nuevas.

—Está durmiendo la siesta —le comentó a su hermano mientras se dejaba caer sobre una silla—. Está tan asustada que solamente sale para ir a la iglesia. Una vez la convencí de ir a dar un paseo por la Alameda. — Clodomira se cubrió los ojos con la mano—. ¡Un desastre! No he ido a ningún lugar desde entonces.

—Tú sabes que ella es así.

—Sí, lo sé. Pero tanto encierro está empezando a volverme loca. Y ahora tú con ese brazo herido que no soporta ni una manga de camisa. ¿No te sientes mejor?

—Todavía no —le respondió con sequedad, mirándose el brazo.

—Si me dejaras curarte, tal vez...

—No.

Clodomira resopló. Su hermano era insufrible en cuestiones de cuidado personal. No permitía ninguna clase de atención femenina.

—El calor es insoportable —murmuró desmayada—. Me pregunto si doña Mariana no será propietaria de alguna quinta donde pasar mejor el verano. ¿Te atreverías a preguntarle?

—¿Por qué piensas que debo atreverme a preguntarle? —quiso saber Martín divertido.

—No lo sé. Es que empiezo a dudar de las palabras de esa señora. Ya viste lo que es Francisca. No coincide en absoluto con lo que describió de ella. Me pregunto si tu Jimena Torres será todo lo indecente que ella describió.

—No es mi Jimena Torres.

—Llegas de Buenos Aires y hablas de ella. Llegas a Buenos Aires y preguntas por ella. Claramente es tu Jimena Torres.

—Apenas te he preguntado si la conocías o si habías oído hablar de ella.

Clodomira lo miró con suficiencia:

—Jamás hablas de ninguna mujer, Martín. Un "apenas" es mucho para una hermana tan dedicada y amorosa como yo.

—¿Y no podrías demostrar tu amor y dedicación en otra parte?

Clodomira suspiró:

—Es que si voy a la sala, Francisca me hará el honor de cantar para mi disfrute. Nunca había conocido a alguien tan ciego a sus defectos. Tal vez sea la influencia de doña Mariana. Esa señora está un poco chiflada.

Martín se acomodó sobre el sillón y apoyó los pies en el taburete.

—¿Por qué no vas a preguntarle tú?

—De acuerdo, pero si Francisca empieza a cantar, me dejarás revisar el próximo baúl que llegue desde un barco holandés. ¿De acuerdo?

Martín aceptó.

—De acuerdo.

Clodomira salió rápidamente de su habitación. Su hermana era una verdadera molestia cuando estaba aburrida, en especial cuando su madre dormía la siesta. Cerró los ojos y trató de no pensar en la herida del brazo, que aún le provocaba esos horribles latidos y que se extendían sobre el hombro hasta el cuello, causándole un profundo dolor de cabeza.

Un extraño sonido se oyó. Una especie de corneta desafinada que contaminaba el apacible aire caluroso de las dos de la tarde. Era Francisca que entonaba alguna canción que él no llegaba a reconocer, para disfrute de Clodomira y para tortura de los demás habitantes de la casa y sus alrededores.

Le había sorprendido a Martín la cantidad de esclavos que había en la casa. Muchos más de los que una señora podía necesitar. Tal vez, Vicente Ávila se dedicara al tráfico de esclavos, no sería algo extraño, la mayor parte de los comerciantes lo hacía, incluyendo al señor Álzaga, alcalde de primer voto y con pretensiones virreinales. Lo atendían con miedo, como temiendo cometer algún error delante de él. Tal vez Vicente fuera un amo demasiado exigente. De esos que exigían la perfección entregando a cambio golpizas.

El molesto sonido se detuvo. Unos momentos después, llegó Clo con cara de consternación:

—Bien. Como habrás podido oír, Francisca cantó para mi deleite. Con mi afecto de hermana le solicité que cantara bien alto, para que tú pudieras oírla.

Martín abrió la boca para contestarle, pero ella alzó una mano.

—¡No! No me lo agradezcas, sé cuánto admiras su voz. Sucedió algo extraño: la señora dijo que no conocía ninguna quinta, ni nadie que tuviese una. Francisca la interrumpió, no te imaginas la expresión de la señora, diciendo que sí conocían una. La quinta se llama Los Ciruelos. ¿Te dice algo ese nombre?

Martín alzó las cejas.

—¿Por qué debería decirme algo? —preguntó Martín sorprendido.

—Porque es propiedad de la familia Torres.

Su hermano se incorporó en el sillón, quitando los pies del taburete.

—Sí. De tu familia Torres. Aparentemente la señora se había olvidado de aquella quinta. Después dijo que consideró que tú no querrías saber nada con aquella familia. Lo cierto es que mintió y Francisca estaba tan agotada por el canto que no se dio cuenta. La familia está pasando unos días allí, en San Isidro. Yo sugerí que fuésemos, puesto que tú conoces a la familia Torres no será una falta de respeto.

Martín se puso de pie. No tenía pensado ver a Jimena Torres, eso estaba fuera de todo lo que había planeado. Solamente había querido buscar un lugar más fresco donde recuperarse, no reencontrarse con la mujer que le conmocionaba el espíritu cada vez que la veía.

—No creo que debamos ir. No parecen muy buena compañía, según dijo doña Mariana.

—Solamente las acusó de ganarse la vida, Martín. Me extraña que uses esa excusa. Y has hablado tanto de ella que ya no puedo más de la curiosidad. No insistas, hermano, iremos a la quinta y volveremos al anochecer. Con buena suerte, mamá dormirá una de sus largas siestas. Con mala suerte, volveré y me tendré que ocupar de ella. En todo caso, una visita a la quinta me hará bien.