Capítulo 14
Jacinta no quitaba los ojos de su hermana. Jimena había regresado de la casa de Olivera en el más profundo silencio. Nada de la alegría de los días anteriores quedaba en sus ojos celestes; ahora un silencio hosco indicaba claramente que estaba sufriendo. Revolvía los estantes, concentrada en los libros de inventarios y en las cartas de compra que enviaba y recibía.
—Enrique, prepara los documentos de sociedad colectiva para el capitán Olivera y mi madre. Él y su abogado estarán haciendo el inventario de telas que enviarán al por mayor a distintos lugares del interior. Él ya tiene las indicaciones, aunque convendría que tú las revisaras. Es una cantidad importante. Luego prepara otro documento para la confección de chales de seda y tafetán tornasolado por tres mil pesos que venderemos aquí. ¿Cuándo crees que llegaran los pedidos del Anna?
Se produjo un profundo silencio en la tienda. Los ojos verdes de Enrique se fijaron rápidamente en los castaños de Jacinta, quien ya conocía las nuevas noticias que habían llegado durante la ausencia de su hermana.
—Gutiérrez no pudo comprar nada —dijo Enrique con voz grave.
Jimena se enfrentó a él con las manos en la cintura.
—¿Qué? Eso no es posible. Martín Olivera acaba de recibir una partida enorme de paños del Anna.
—Gutiérrez escribió diciendo que hubo varios compradores. Arévilo estaba entre ellos. No mencionó a ningún Olivera.
—Él compra mediante un delegado cuando se trata del contrabando de Colonia.
Se llevó las manos a la frente. Estaba harta de Arévilo y de su constante intromisión en sus negocios, en Colonia. No lo conocía, no tenía la menor idea de quién era, pero estaba constantemente en su vida desde que había iniciado sus actividades en aquella ciudad.
Estaba enojada, molesta, y con ganas de sacarse la rabia que las palabras de Martín habían provocado en ella. Suspiró y se decidió: iría a Colonia y buscaría la manera de partirle cuatro baúles en la cabeza a Arévilo sin que los ingleses destacados en la ciudad lo notaran.
—Enrique, ¿qué te parece estrenar el barquito? —preguntó con aire de complicidad.
—¿Adónde irás, Jimena? —preguntó Jacinta preocupada.
—A encontrar a Arévilo y hacer que me devuelva mis telas. Prepara la carreta, Enrique. Salimos ahora.
Su hermana la detuvo.
—¿Te volviste loca? ¡El río está lleno de ingleses!
—No me volví loca. Me cansé de Olivera y su estupidez —dijo confundiendo a Martín con aquel que le arruinaba los negocios.
—¿Sucedió algo con Martín? Jimena, ¿estás bien?
Los ojos de Jimena se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué él no se decide a amarme, Jacinta? ¿Tan poca cosa soy para él?
Jacinta suspiró y dijo con voz firme:
—Si Martín Olivera no se decide a amarte, entonces no te merece. No vale la pena sufrir por él.
Enrique se había acercado hasta ellas y tenía los ojos fijos en el rostro firme de Jacinta. Jimena se volvió hacia él.
—Enrique, prepara tus cosas y luego la carreta. No estaremos más de un día. En Las Conchas contrataremos marineros. Llama a Juan, él también trabajó en un barco, vendrá con nosotros. Iré a prepararme.
Y luego habló a su hermana.
—No te preocupes, Jacinta. No haré nada de lo que luego pueda arrepentirme.
Salió de la tienda. Jacinta se volvió hacia Enrique:
—¿No podrías convencerla de quedarse?
—Yo mismo quiero encontrar a Arévilo, Jacinta. Desde hace dos años está comprando todo lo que intentamos adquirir nosotros. No creo que los ingleses detecten nuestro barquito, descenderemos en algún lugar apartado.
Ella pareció resignarse.
—Parece que soplará el pampero esta noche. El barco no resistirá el viaje.
—Ha soportado mucho, también lo hará con este pampero.
Se miraron a los ojos. Siempre que estaban juntos se hablaban en susurros, muy cerca uno del otro. Era evidente que Enrique estaba enamorado de Jacinta. Se aproximó a ella, tomó su rostro con suavidad y depositó un beso en sus labios. Cuando se separaron, los ojos castaños de Jacinta brillaban.
—Te amo, Jacinta. Espero merecerte algún día.
Salió de la tienda rumbo al pequeño establo en el que mantenían a los dos viejos caballos que tiraban de la carreta. El corazón de Jacinta latía violentamente después de recibir aquel beso. Ella también estaba enamorada de Enrique desde hacía muchísimo tiempo, aunque no se había atrevido a soñar nada con él. Pesaban sobre ella los rumores acerca de su hermana y sentía que tal vez Enrique buscara alguna joven distinta a las Torres.
Lo había conocido antes de su llegada a la casa. Tenía quince años y se cruzó con él en la calle de la Paz caminando junto a su madre. Le habían llamado la atención aquellos hermosos ojos verdes y la fuerza que emanaba de su cuerpo. No era alto, pero sí robusto, ella sentía que ocupaba la sala en la que se hallaba. No se había atrevido a hacerse ninguna ilusión, y, de pronto, allí estaba él confesándole su amor y deseando merecerla.
Y a punto de morir por la loca iniciativa de su hermana, incapaz de tomar decisiones que no afectaran a los demás. Debía actuar antes de perder a Enrique y a su hermana a manos de los ingleses.
Salió de la tienda y cruzó la calle hasta la casa de los Ávila. Llamó varias veces, pero nadie le contestó. Se oía un rumor de voces y algunos pasos apresurados, pero nada más. Se mordió los labios. No conocía a otras personas capaces de influir tanto en Jimena como Guillermo y Paula. Volvió frustrada a la tienda preguntándose qué podría suceder para que no respondieran su llamado.
Vio como Enrique, Jimena y Juan partían hacia Las Conchas con evidente frustración. Su madre estaba atendiendo a una criada que sostenía un papel escrito por su señora:
—Aquí dice "telas bonitas"; ¿sabes qué clase de telas bonitas quiere doña Magdalena?
—Bonitas.
Jacinta suspiró frustrada y empezó a ordenar y desordenar los guantes guardados en uno de los cajones del mostrador. El pampero había comenzado a soplar con fuerza sobre la ciudad. Jugaría con el barquito como con una hoja seca sobre la acera. Y si sobrevivían allí, estarían los ingleses para apresarlos.
Olivera.
Tal vez él pudiera hacer algo. Tenía influencia sobre Jimena, tal vez ella no le perdonara que no se atreviera a quererla como ella merecía, pero no se podía negar que su hermana respetaba su opinión.
Tomó el chal de lana y salió de la tienda. Comenzaba a oscurecer. Miró una vez más a la casa de su prima. Había luces encendidas.
Caminó rápidamente hasta la casa cerca del Retiro. La falda se le arremolinaba con el viento frío, el sol, cayendo en el oeste, se ocultaba detrás de una nube y volvía a salir recubriendo de dorado las casas blancas.
Martín estaba saliendo cuando la vio llegar.
—¿Jacinta?
—Buenas noches, señor Olivera. Necesito su ayuda.
—¿Sucede algo?
—Mi hermana y Enrique intentarán llegar hasta Colonia.
—Es imposible, el río está lleno de ingleses.
—Alguien arruinó sus negocios otra vez y se dirigen hacia allí para encontrarlo. Usted sabe cómo es mi hermana. Irán en el barquito. Es una cáscara de nuez apolillada, señor Olivera, no aguantará el viento.
Él tomó su mano.
—No se preocupe, Jacinta. Su hermana no cruzará el Río de la Plata.