Capítulo 23
Hay momentos en la vida de una persona en que su verdadera naturaleza queda expuesta. Momentos en los que ya no importa lo que los demás piensen de ella, porque en ese preciso instante descubre su verdadero ser. No importa ya su pasado, ni su futuro, sino quien se es en ese momento y en ese lugar.
Había sido una noche en la que el valor de las personas y la verdadera trama de su ser habían sido reveladas, una noche en la que el cuerpo y el alma se habían unido en un solo ser. Martín había visto esa noche de qué material estaban hechas las personas que lo rodeaban. Hombres bien vestidos que se acobardaron, niños descalzos que se enfrentaron sin miedo a los ingleses invasores.
Solo una vez se había sentido en paz con su alma, haciendo lo que realmente deseaba hacer, encontrando un sentido para sus acciones. Los ingleses habían llegado para invadir las costas del Río de la Plata, su río, ese que amaba tanto.
Y allí había conocido a una mujer magnífica, valiente y decidida, que sonreía e iluminaba la noche, o cuya expresión seria lo volvía pensativo a él. Había pasado con ella solo una noche. No de esas noches de pasión perdida con alguna mujer de la que ni siquiera recordara el nombre. Había pasado en el barquito una noche en la que se había permitido ser él mismo.
Pero esa mujer lo había rechazado.
Perfecto.
Que desapareciera de su vida. Que ya no le importara nada lo que hacía o decía Jimena Torres. Nada, ni un minúsculo sentimiento en su interior.
No sería difícil, él estaba acostumbrado a no sentir nada. De hecho, era lo mejor que le podía suceder: que Jimena estuviera ausente de sus pensamientos.
Sería lo mejor.
Clo lo miraba fijamente, sentada frente a él, mientras se oían los alaridos de Francisca, felizmente enterada del escándalo que había sucedido en la iglesia. Martín conocía perfectamente que esa mirada de su hermana, prometía un sermón. Doña Mariana estaba muy cerca de él, bordando un trozo de tela que seguramente después luciría con fingido recato.
Allí estaba otra vez, en el lugar donde había comenzado, sin pensar en la mayor de las Torres.
Aunque todo su cuerpo la extrañaba.
Francisca inició otra canción.
¿Qué piensan los demás de nosotros? ¿Y por qué es tan importante esa opinión? Martín se había resignado a aceptar simplemente que las cosas eran así, sin ofrecer respuestas a esas preguntas que a veces lo torturaban. Una imagen respetable, producto de varias generaciones, era lo que aseguraba su posición en la sociedad, su riqueza, su bienestar. Una sociedad que ya había establecido la clase de vida que él tendría aun antes de su nacimiento. La mayor de las Torres no coincidía con todo aquello, y cuanto más pronto se olvidara de ella, más pronto podría pensar en buscar una verdadera esposa.
No era fácil vivir de esa manera. Podía dejar de pensar en ella durante algunos momentos. Pero sus impulsos lo llevaban a sentirse encerrado en su propio cuerpo, con una mente que quería volar hacia algún lugar lejano, alejado de las redes que él mismo se encargaba de mantener. Ese lugar lejano era el cuerpo de la mayor de las Torres.
No le había dicho a Clo que Jimena lo había rechazado, no tenía sentido contarle que una mujer había cometido la estupidez de rechazar a un hombre como él. Una mujer que habría ganado tanto con un matrimonio como aquel, posición, dinero y respeto social, había dejado todo atrás por un capricho.
En realidad, y meditando profundamente sobre el asunto, como lo hacía desde una semana atrás, lo mejor que le había podido suceder era que Jimena lo rechazara. Porque así no se sentiría obligado de ninguna manera y no tendría que responder ante ella por haber tomado su virginidad.
Tendría que tener cuidado. Había muchos juicios que los padres llevaban a cabo ante un caballero con la intención de que respondiera ante la afrenta a la virtud de su hija. Por supuesto que tendría a su favor la mala reputación de Jimena y no dudaría ni un instante en usarla contra ella. Después de todo, esa era la vida que ella deseaba. Había elegido ese destino, rechazándolo a él.
Martín se revolvió en el sillón que ocupaba junto a su madre. Su cabello encanecido le llamó la atención. El suyo también se volvería viejo en algún momento. Pero, aunque su cabello todavía no tuviese ninguna coloración grisácea, se sentía profundamente cansado, como si tres carretas le hubiesen pasado por encima.
Ya conocía esa sensación, la conocía muy bien. Se había ido durante un tiempo, pero volvió a sentirla exactamente en el momento en que Francisca Montoya había regresado a la casa de doña Mariana, dos días después del domingo en que la mayor de las Torres lo había rechazado.
La mayor de las Torres.
Así le gustaba llamarla ahora. La mayor de las Torres, sin pronunciar su nombre, ese que se le había vuelto tan familiar que incluso parecía articularse en el aire de sus suspiros.
Había dejado de dormir, otra vez. El cansancio le pesaba en el cuerpo y él no podía siquiera acostarse. Las noches se habían vuelto insoportables: horas, minutos, que debían pasar hasta que el sol volviera a aparecer en el cielo. Y si llegaba a dormirse, entonces venía lo peor.
Se había obligado a sí mismo a olvidarse de la mayor de las Torres, pero su cuerpo se encargaba de recordarle que la extrañaba. A veces ni siquiera soñaba con un momento de intimidad. Se despertaba envuelto en sudor, apretando con fuerza la sábana porque había soñado que sostenía una de sus manos. Conocía cada pliegue, había jugado con sus dedos en muchas ocasiones, le gustaba disfrutar de la suavidad de su piel.
No le perdonaría nunca que hubiera obligado a los dos a la infelicidad. Pero, dado que ella había elegido no ser su mujer, entonces se dedicaría a hacer su vida como siempre.
Y eso incluía que Arévilo le arruinara una y otra vez sus negocios.
Ya no tenía nada que justificar, nada que evitar. No se presentaría a pedirle disculpas por hacer que sus negocios fallaran y no compensaría la falla con tontas apuestas. No, ella conocería el rigor del mercado y de la capacidad de los comerciantes más poderosos de arruinar a aquellos que no tuvieran dinero para enfrentarlos. No le daría ningún beneficio. Si la mayor de las Torres quería dedicarse al comercio a través de Colonia, entonces se enfrentaría con él una y otra vez hasta quedar quebrada. Así eran los negocios.
Su mirada vagó nuevamente por el salón, donde resonaban estrepitosos los alaridos de Francisca, quien cantaba, según había anunciado, una canción exclusivamente para él. Triste, en realidad, porque lo único que escuchaba Martín era el monótono sonido de su voz, sin distinguir las palabras que pronunciaba. * * *
Clo fijó sus ojos color almendra en el rostro de su hermano, ensombrecido por el atardecer. Su boca expresaba una mueca triste, Martín parecía enojado con el mundo. Estaban en el salón más amplio de la casa, el que daba hacia la calle, por lo que se oía en el silencio los comentarios de las personas que pasaban por la vereda.
Martín estaba sentado sobre uno de los sillones, con la mirada fija en un libro, aunque era evidente que no leía: hacía rato que no daba vuelta a la página. Clo estaba sentada frente a él, revisando algunas partituras que le interesaba practicar en el piano. Como ya no soportaba la reticencia de Martín, decidió provocarlo, con toda la franqueza de la que era capaz.
—Jimena es una joven excelente y la mujer que sería una perfecta compañera para ti. ¿La amas, Martín?
—La amo —dijo él sin mirarla.
—¿Por qué no te casas con ella, entonces?
Martín sonrió con amargura y le respondió con la verdad, todavía sin alzar los ojos hasta ella:
—Al parecer, la mayor de las Torres decidió que casarse conmigo no era lo mejor que podía hacer en su vida. El domingo le propuse matrimonio y me rechazó. De modo que ahí tienes tu respuesta.
Clo lució sorprendidísima.
—¿Le propusiste matrimonio y te rechazó?
—Así es —le respondió él dejando el libro sobre una mesita y fijando la vista en las puntas de sus botas, concentrándose en ellas, como si realmente fuesen algo importante.
Clo buscó el apoyo del respaldo de la silla, no había esperado tal declaración de su hermano.
—¿Te dio alguna razón? Realmente yo creía que ella estaba enamorada de ti.
Martín alzó la vista y su mirada color almendra se fijó en el rostro de su hermana. En algún momento había llegado a pensar que Jimena no lo quería, al menos no tanto como él había llegado a sentir. Pero por las palabras de su hermana, por lo menos había sido evidente que ella se sentía atraída hacia él.
Clo insistió.
—¿Te dio alguna razón, Martín?
Él se frotó la frente antes de responderle.
—Como condición para nuestro matrimonio, le pedí que abandonara el comercio para dedicarse a ser mi esposa. Y ella decidió que no aceptaría esas condiciones.
Su hermana abrió los ojos de tal manera que parecía que en cualquier momento iban a caérsele al suelo.
—¿Le pediste que dejara el comercio? —exclamó ella lentamente, llevándose las manos a la cara—. ¿Te volviste loco?
Fue el turno de Martín de abrir los ojos desmesuradamente.
—Pensé que estarías de acuerdo conmigo.
Clo dio una vuelta y se sentó sobre la silla en la que había estado apoyada.
—¿De acuerdo contigo? ¿Por insultar a una mujer como Jimena Torres obligándola a dejar de ser quien es? ¿Cuánto hace que nos conocemos, Martín Olivera?
Martín se puso de pie y se acercó hasta la ventana. Con un brazo apoyado en el marco de la ventana, miró furioso hacia la calle. No esperaba que su hermana le hablara de aquella manera. Necesitaba que alguien le dijera que había hecho lo correcto.
—¿Me juzgas por tratar de proteger el honor de mi madre y de mi hermana? —le preguntó con severidad—. Dejo de lado mis deseos y defiendo aquello a lo que estoy obligado por deber y honor, ¿debo ser condenado por eso?
Clo suspiró, su hermano era un hombre con una mente muy difícil de entender. Lo adoraba, pero a veces sencillamente quería partirle algo en la cabeza.
—No sé qué hacer contigo, Martín. Tratas por todos los medios de ser infeliz. Dime la verdad, ¿realmente pensabas que Jimena te diría que sí?
Martín dijo la verdad.
—Sí, realmente lo pensé. Supuse que luego de lo que había sucedido con doña Mariana en la iglesia, se sentiría sumamente desprotegida y pensé que lo mejor sería que fuera mi esposa. Le ofrecí protección, seguridad y honor. Ella lo rechazó por un capricho.
—Ella lo rechazó, Martín, porque no le ofreciste lo que más deseaba. Si Jimena es quien yo creo, lo que sucedió con doña Mariana no fue más importante que otros insultos de la señora.
Él se dio vuelta con expresión hosca e interrogante.
—¿Y qué es eso que no le ofrecí, querida hermana que todo lo sabe?
—No le ofreciste amor.
Martín negó con efusividad.
—En un matrimonio lo importante no es el amor. El amor es algo accesorio, sucede si tienes suerte.
—¿Y para qué querías casarte con ella entonces?
—Como te dije antes, tengo sentimientos profundos hacia ella. Pero no considero al matrimonio una expresión del amor, sino una unión de dos familias, de modo que puse como condición su renuncia a la vida que lleva. ¿Tan grave, tan difícil es lo que le pedí?
—No le pediste a Jimena que renunciara a algo, un caballo o un vestido. Le pediste que dejara de ser quien es, ¿no te das cuenta de eso?
—Es ridículo.
Clo se cansó de la discusión, se levantó con ímpetu de la silla, resoplando. Ya no quería discutir con alguien tan cabeza dura. No tenía sentido tratar de razonar con alguien que ya había tomado la decisión de ser infeliz.
Pero el corazón la detuvo justo al llegar a la puerta. Era su hermano. Lo adoraba, rezaba por él todas las noches, soñaba con los hijos que tendría y como ella los mimaría hasta hartarlos de cosas dulces. Ya era un poco tarde para ella, probablemente nadie se fijaría en una solterona poco agraciada de veintisiete años.
No.
Nadie se fijaría en ella.
Pero no soportaría que su hermano eligiera voluntariamente la soledad o un matrimonio con alguna mujer insípida. O algo peor, un matrimonio con Francisca Montoya.
—¿No lo entiendes, verdad? Jimena y tú, Martín, están unidos por el amor desde el día en que se conocieron. Pero ya fuese que decidieras casarte con ella o hacerla tu amante, no puedes pedirle que abandone lo que ha construido, solo porque tú se lo pides.
Martín se cruzó de brazos y volvió a mirar por la ventana.
—El amor no es suficiente, Clo. Tarde o temprano, estos sentimientos desaparecerán. Y entonces ya no habrá nada que nos una. Tal vez esto sea lo mejor para ambos.
Clo sintió tristeza por su hermano, pero no había nada que ella pudiera hacer, mientras él siguiera eligiendo la infelicidad.