Capítulo 25

No caminaba por las calles embarradas.

Volaba, gracias a las alas que le daba la furia que sentía en su interior, la decepción que Martín le había provocado, la pena por haber sido tan tonta como para no darse cuenta de que aquel nombre ridículo escondía algo más que un comerciante oportunista.

¿Cómo es que todo eso podía sucederle a ella? Era ridículo. Enamorarse precisamente de aquel que arruinaba sus negocios. ¡Y ella que había hecho esa apuesta tan tonta para obtener las mercaderías que había perdido!

No había palabras para explicar cómo se sentía.

—¡Jimena!

—¡Esta vez no podrás hacer nada para detenerme, Jacinta! ¡Ni siquiera lo intentes!

—Si te detuvieras un instante... ¡Por favor, Jimena!

—¡No! —le gritó a su hermana sin darse vuelta y comenzando a correr mientras atravesaba la plaza, una vez más en busca del hombre que la envolvía en tal maraña de sentimientos que parecía a punto de explotar.

Jimena no le respondió, pero Jacinta no se dio por vencida. La seguiría para evitar que hiciera cualquier locura, o para estar junto a ella cuando recibiera la confirmación de que Martín Olivera era realmente el hombre que periódicamente ponía trabas a sus negocios.

Jimena llegó primero a la casa y golpeó con fuerza. Le abrió un criado negro que apenas la miraba a los ojos.

—¿Está el señor Olivera?

—Sí, señorita...

—¿Qué haces aquí? —le preguntó una voz áspera.

Detrás del esclavo se asomaba doña Mariana, siempre vestida de negro y con el ceño fruncido.

Jimena no le respondió y, después de apartarla con un brazo, entró a la casa.

—¿Qué haces aquí, Jimena Torres? —le gritó persiguiéndola—. ¿Aún buscas a don Martín?

—¡Déjeme en paz! —le gritó ella sin girarse.

La señora no la dejó en paz. La siguió hasta el patio, en donde Martín hablaba con su abogado.

Se sintió furioso al verla. Furioso porque ella los había obligado a una separación que ninguno de los dos deseaba. Dejó de hablar con el abogado y se giró hacia Jimena, enfrentándola de una vez por todas, dispuesto a rechazar cualquier cosa que le dijera.

—¿Eres tú, verdad? —le gritó Jimena señalándolo con el índice.

Frunció el ceño. No entendía la pregunta. Sus ojos se desviaron al ver que Clo salía de la habitación que ocupaba su madre, un poco asustada al oír los gritos de Jimena y los de doña Mariana, quien no dejaba de insultarla. Un poco alejada estaba Jacinta, con los ojos fijos en su hermana, pálida y preocupada.

—No sé a qué se refiere.

No pronunció su nombre, no quería hacerlo.

—¡Tú eres Arévilo! —gritó Jimena con todas sus fuerzas apretando los puños a los costados de su cuerpo, temblando de rabia.

Martín apretó los labios. Ella lo había descubierto, era inútil negarlo.

—Ese es el nombre que mi abuelo y mi padre usaron para contrabandear en Colonia.

No le había dicho que sí. Jimena se enfureció por eso.

—¡Dime que sí! ¡Dime que eres tú el que arruina mis planes cada vez que llega un barco!

La voz de Martín sonó muy grave al contestarle. Era muy molesto escuchar sus gritos altaneros cuando los usaba contra él.

—Ese es el nombre que utilizo para hacer mis negocios en Colonia. Es cierto —dijo lentamente—. Yo soy Arévilo.

Jimena hizo una pausa. Quería escuchar esa afirmación porque, de alguna manera, había en el fondo de su alma un pequeño, un diminuto deseo de que todo fuese nada más que una simple casualidad.

—¿Y aún sabiendo que arruinabas mis negocios continuaste con tus actividades? —le preguntó en voz baja, tratando de controlar su furia.

Esta vez gritó Martín, furioso con ella, furioso con el mundo que lo obligaba a comportarse de tal manera, furioso consigo mismo por no poder superar sus necedades.

Se acercó hasta ella.

—Nunca he conocido a una mujer más...

El abogado trató de intervenir.

—Señor Olivera...

—¡Déjame en paz! —le gritó soltándose de su brazo.

Doña Mariana también se acercó con lo que parecía una sonrisa en su rostro opaco.

—Déjelo, señor López. Que le enseñe de una vez por todas a esa ramera cuál es su lugar.

Martín avanzó colérico hacia la señora hasta quedar pegado a ella, imponiéndole toda la fuerza de su cuerpo, aun sin tocarla.

— ¡Váyase, doña Mariana! ¡No quiero volver a escuchar su espantosa voz ni quiero ver su horrible cara nunca más en mi vida! ¡Déjeme en paz!

La señora entrecerró sus ojos, dejándolos como una pequeña ranura iluminada por un brillo de furia.

—Esta noche se irá de mi casa, señor.

—¡Con mucho placer! —le gritó él, perdiendo el control de sí mismo, por primera vez en mucho tiempo. La sangre le ardía en las venas y el corazón le palpitaba tanto que sentía que iba a salírsele del pecho. Tenía deseos de sacudir a Jimena hasta que todo aquello hubiera terminado y ella por fin aceptara ser su esposa en los términos que él pretendía.

Dio dos enormes zancadas y se ubicó junto a ella. Su voz tronó en el patio, mientras comenzaba a caer una suave, persistente y fría llovizna sobre ellos.

—¡Si hubieras aceptado casarte conmigo, nada de esto habría ocurrido, Jimena Torres! ¡Así por lo menos estarías ocupando el lugar que te corresponde!

—Haré lo que desee, en cualquier momento, en cualquier lugar —le contestó enfrentándolo.

Martín se enojó. Y en su enojo y frustración, deseó lastimarla. Echó la cabeza hacia atrás y le dijo con voz socarrona:

—Deberías encontrar un marido, Jimena Torres. Cualquiera, incluso un viejito de los que siempre hablas. Alguien que por fin pusiera fin a esa burda independencia que has decidido inventarte. Lo único que has logrado hasta ahora es que todos te miren de reojo. Y podría decir que, en el poco tiempo que nos conocemos, no has hecho otra cosa que dar validez a las palabras que se dicen de ti.

Jacinta se adelantó hacia su hermana. Jimena tenía la boca entreabierta y respiraba agitada. Sus ojos estaban brillantes pero no lloraba. Ni siquiera ella misma podía creer lo que salía de los labios de Martín Olivera. Parecían las palabras que diría doña Mariana, una mujer loca de remate, como había comprobado en la iglesia hacía muy poco tiempo. Unas palabras llenas de desprecio y odio hacia las mujeres. A ella misma se le llenaron los ojos de lágrimas, no creía que el famoso capitán Olivera pudiera llegar a aquel estado.

Jimena tampoco.

—¿Eso es lo que pensaste de mí todo este tiempo? ¿Te burlaste de mí? ¿Y decidiste sacar ventaja de mi ignorancia en las actividades comerciales? Me honras si pensaste que yo sería tan inteligente que descubriría la pequeña tramoya de tu nombre. No fui yo. Fueron Guillermo y Paula quienes lo descubrieron. Yo he sido una tonta todo este tiempo.

El rostro de Olivera estaba pálido, su expresión era de pesadumbre y desprecio. Tal vez fuese desprecio a sí mismo, ella no podía decirlo.

Dio un paso hacia él. Martín no se movió, como preparándose para aquello que venía. Un condenado que parecía enfrentar su ejecución sin ninguna esperanza de salvación.

—Te burlaste de mí, aquella noche en la tienda, mientras me besabas. Y te burlaste de mí cuando me pediste matrimonio.

Hizo una pausa y se miró las manos. La derecha, sobre todo, se cerraba con fuerza en un puño, sin responder a sus pensamientos, puesto que no podía pensar en nada.

—En mi barco, te burlaste de mí. Fuiste feliz al comprobar que lo que doña Mariana susurraba en tu oído cada noche y cada día era cierto. Jimena Torres consiguió telas por medio del comercio carnal.

—No puedes negar lo que eres, Jimena Torres —susurró Martín con una rabia que se fue disolviendo a medida que sus palabras iban muriendo en sus labios.

Esa era la única verdad. Ella no podía negar quien era. No importaba lo que él pensara o hubiera planificado para su vida. Una mujer que se había hecho lugar en el comercio, una mujer que había logrado romper con el mandato de pertenecer a un hombre para ser alguien.

Era la mujer que su cuerpo había elegido antes que su mente. Era la mujer que hacía que su corazón estallara de alegría al verla...

Ella era la mujer que él amaba.

Jimena alzó un puño y lo estrelló contra su cara, justo en el espacio entre el labio superior y la nariz, un poco más arriba de la línea profunda que se marcaba sobre el contorno de su boca cada vez que estaba triste.

Nadie pronunció una palabra después de aquel golpe seco. Jacinta se llevó las manos al rostro y comenzó a caminar hacia su hermana.

Jimena estaba petrificada, con los ojos puestos en la herida que sus dedos plegados en un puño habían dejado en el labio de Martín. Desde su nariz también caía un hilo de sangre. No tenía tanta fuerza.

La mano firme de Jacinta le impidió caerse. Jimena sintió el cálido aliento de su hermana susurrándole con serenidad al oído.

—No dejaré que te derrumbes aquí, Jimena. No lo permitiré y tú tampoco. No te dejarás vencer por esto ni por nada. Doña Mariana no vale tus lágrimas, menos aún Martín. Tienes que seguir caminando con la frente en alto hasta salir de esta casa y demostrarle a todos qué clase de mujer eres, Jimena.

Apenas escuchaba sus palabras, pero sus ojos comenzaron a derramar lágrimas, mientras se mordía los labios para no sollozar a los gritos.

Se apoyó en su hermana. La cálida fuerza de Jacinta se transmitió por todo su cuerpo, consolándola, ofreciéndole una fortaleza que ella no sentía en aquel momento. Se apoyó en su hermana hasta salir de la casa, sin mirar atrás.

Caminaron lentamente por la calle de San José, que las llevaba directamente hasta su casa. No decían ni una palabra, solo miraban hacia delante, con los ojos puestos en algún punto que ellas adivinaban sería su casa.

Jacinta sentía el temblor en el cuerpo de su hermana, que de vez en cuando se transmitía al de ella. Se sentía desolada por las palabras de Martín. No había esperado eso de él y podía sentir que no había nada que pudiera perdonar aquella actitud de Martín Olivera.

Por fin llegaron a la casa. Antes de entrar, Jacinta preguntó a su hermana:

—¿Qué quieres hacer? ¿Te ayudo a llegar a tu habitación?

—Por favor —le susurró ahogándose con sus sollozos y apoyando la cabeza en su hombro.

Jacinta se tragó sus propias lágrimas y condujo a su hermana hasta su pieza. Doña Juana podía imaginar algo de lo que había sucedido, puesto que Julieta había regresado a la casa para contarle lo que Paula y Guillermo habían descubierto. Interrogó a Jacinta con la mirada, y ella asintió, indicándole que ella podía hacerse cargo de su hermana. Su madre le sonrió levemente y pasó el brazo por los hombros de Julieta, quien contemplaba desconsolada a su hermana que avanzaba lentamente por el pasillo hasta su habitación.

Las piernas apenas respondían a los intentos de Jimena por ordenarles caminar. Lo único que quería hacer era arrojarse sobre su cama y llorar hasta sentir que ya no tenía más lágrimas.

Al llegar a la puerta de su habitación, finalmente, se dobló sobre sí misma en un profundo gemido de dolor y se desplomó sobre el suelo, convulsionándose por la violencia de sus sollozos.

Jacinta no podía ver a su hermana en ese estado. Se dejó caer al lado de Jimena, la abrazó con fuerza y comenzó a derramar lágrimas junto a ella.

—¡Estoy tan cansada, Jacinta! —gritó Jimena entre gemidos que nacían de su vientre. —¡Tan cansada! ¿Por qué él tenía que decir esas palabras? ¿Por qué justo él?

Jacinta le palmeó la espalda mientras trataba de contener sus lágrimas mordiéndose con fuerza los labios.

—Vamos, Jimena. Tú no eres de las que se dejan vencer. Tú no eres así.

Jimena se ahogó entre sus lágrimas.

—En este momento siento que jamás podría levantarme de este suelo. Quisiera morirme... —dijo sin aire en su pecho y un dolor tan agudo en el cuerpo que realmente pensó que iba a morirse.

Jacinta tomó a su hermana por los hombros y la sacudió.

—¡No lo harás! ¿Entiendes? ¡No lo harás! ¡No te morirás porque tú no eres de las que se rinden fácilmente! ¡Porque tienes que estar viva, porque serás la madrina cuando me case con Enrique! Llorarás hasta secarte por completo, luego suspirarás profundamente y seguirás adelante. Nadie ama la vida tanto como tú, Jimena Torres. Y Martín Olivera no es un buen pretexto para morir.

Ya no podía hacer nada por evitar que las lágrimas ardieran en sus mejillas y mojaran los cabellos negros de Jimena.

Temblaba en brazos de su hermana, pero aquel abrazo le hacía sentir una calidez que hacía tiempo su cuerpo no recibía. Un sentimiento que se le había hecho extraño porque lo había evitado con todas sus fuerzas. La comprensión y la confianza. Se había obligado a sí misma a no necesitar a nadie, a poder hacer todo sin esperar nada de los demás, aun cuando personas tan cercanas a ella como su madre, sus hermanas o la misma Paula le ofrecieran afecto. Se había obligado a creer que no necesitaba ese cariño, pero no era verdad.

No podría enfrentarse sola a lo que Martín le había dicho ni al daño que eso le había provocado a su corazón.