Capítulo 13
Buenos aires se ponía hermosa cuando el viento soplaba desde el sur.
Era una dulce mañana de abril en la que el viento llegaba secando las calles, quitándoles su habitual fisonomía de pantano. Lo impregnaba todo, con una bella pátina de frescura. Venía desde el río el ruido de las lavanderas haciendo su trabajo, cantando en rondas canciones con aires africanos. Y el río brillaba cubierto de plata y el celeste del cielo se había vuelto luminoso. Ese, precisamente, era el color de los ojos de Jimena.
El sol lo cegaba, reflejándose en las paredes blanqueadas a la cal mientras caminaba hacia la casa de las Torres. Habían llegado los baúles con telas de Holanda. Paños de lujo que lo habían sorprendido por su calidad. Su delegado en Colonia había tenido que pelear por ellos, pero allí estaban, en una de las habitaciones de la casa de doña Mariana. Clo ya se había arrojado sobre ellas y Martín esperaba que a su regreso quedara algo para vender.
Jimena conocía el mercado de las telas femeninas mejor que él y quería hacer negocios con ella. Y verla otra vez, por supuesto. Aún sentía en su cuerpo la sensación de haber besado, abrazado y apretado a aquella mujer que alegraba su vida. Las manos le hormigueaban de deseo, sus piernas se empeñaban en recordar la tensión que había ejercido sobre ellas el cuerpo de Jimena.
Entró en la tienda. Todas estaban allí junto a Enrique, volviéndolo loco con los comentarios acerca de la reunión del día anterior. El hombre no parecía demasiado contento con aquellos cuentos, a juzgar por su expresión seria mientras Jacinta le contaba que había bailado con cuatro jóvenes distintos, y Julieta le demostraba como había zamarreado a Francisca tirando del brazo de su madre.
Jimena tenía la cabeza hundida en un libro de cuentas que estaba sobre el mostrador. Martín contempló con placer los bucles negros que se deslizaban sobre su hombro cuando ella volvía una página.
Ninguno lo había notado todavía. Jimena parecía preocupada por algo, puesto que tenía el ceño fruncido, según la pequeña porción de su rostro que él podía ver. Levantó la cabeza cuando Julieta gritó ¡vive la liberté! dando vueltas alrededor de su madre.
Lo vio y le sonrió tan dulcemente que Martín tuvo deseos de abrazarla y llevársela consigo a algún lugar donde las cosas no fuesen tan difíciles y él pudiera gritarle que la adoraba y que no podía vivir sin ella.
—Buenos días, capitán Olivera.
Todos alzaron la cabeza para mirarlo y le dieron la bienvenida con alegría. Parecían contentos de verlo, a pesar de que las damas estaban un poco somnolientas por las emociones de la noche anterior.
—¿Viene a buscar algo para su hermana, señor? —preguntó Jacinta.
—En realidad, vengo a hacer negocios con su hermana —respondió mirando a Jimena.
—Jimena hace negocios en su barquito —afirmó Julieta acercándose a él—. ¿Irá hasta allí con ella?
Olivera pareció confundido:
—¿Tiene un barco, Jimena?
Ella se puso colorada de felicidad. Adoraba su barquito y adoraba hablar de él.
—Sí, Capitán. Es un barco pequeño, más bien una lancha con una casita arriba. Allí llegan las mercaderías y luego las despachamos por el camino que va hacia el norte o las traemos hasta aquí con Enrique.
—Precisamente quería hablarle de eso...
—Tal vez deseen entrar a la sala para hacer sus negocios —interrumpió, aunque con gentileza, doña Juana mirando a su hija—. Allí tendrán mayor intimidad.
Ambos aceptaron gustosos la propuesta y se dirigieron a aquella parte de la casa. Al llegar a la sala, Jimena le ofreció un asiento, pero Martín prefirió quedarse junto a ella.
—¿Sucede algo? —preguntó Jimena mordiéndose los labios.
—No creo que sea buena idea tanta privacidad.
Jimena sintió que se le agitaban las entrañas y su respiración se volvía irregular. Martín le comentó:
—Han llegado baúles de tela de Holanda esta madrugada.
Ella se separó un poco de él.
—Nosotros también estamos esperando mercaderías de Holanda. Llegarán en unos días.
—Precisamente, quería proponerte una sociedad. El valor de los paños es de veinte mil pesos y me gustaría distribuirlos por todo el virreinato.
Jimena abrió los ojos al escuchar la enorme cifra.
—Fue una importante inversión, pero valió la pena —le explicó él—. Clo no ha sacado la cabeza de los baúles desde que llegaron esta mañana. Tú conoces el mercado de las telas mejor que yo. Si me dices qué vender en qué lugar, te daré un quinto de lo que logremos obtener con las ventas. Supongo que también podrás separar paños para que tu madre y tus hermanas confeccionen prendas. En ese caso, las venderán en la tienda y dividiremos en partes iguales las ganancias.
Jimena negó con la cabeza.
—Las ventas de lencería bajaron mucho en estos meses. Lo más aconsejable sería confeccionar prendas y enviarlas a Córdoba y Santa Fe.
—¿Ya han intentado eso? ¿Vendieron prendas en esas ciudades?
—Aún no. Pero es evidente que las finanzas de la ciudad no van bien. Liniers pide contribuciones a todos los vecinos ricos para comprar armas y uniformes a los ingleses. Con Enrique estuvimos hablando de ampliar un poco el ámbito de nuestras actividades.
—¿Quieres ver las telas ahora? Tendremos que quitar a mi hermana de los baúles, pero así tendrás una idea de lo que hay que hacer.
Jimena asintió con una sonrisa, y Martín sintió que el suelo bajo sus pies se movía un poco. Se inclinó para besarla, pero ella se alejó hacia atrás.
—¿Besas a todos los comerciantes cuando cierras un trato?
Él se echó hacia atrás riendo.
—Definitivamente no.
Ella le sonrió.
—Yo les doy la mano. Es una manera de cerrar el trato. —Y extendió la suya.
Él se la tomó y la presionó contra su pecho.
—Vamos a ver las telas, sargento Torres.
Jimena se soltó de su mano para tomar un chal con el que protegerse del viento frío del sur y salió de la casa junto a Martín. Él le ofreció su brazo, ella lo tomó y comenzaron a caminar.
Las calles de Buenos Aires estaban llenas de personas. Se oían los gritos de los vendedores ambulantes, el aguatero que abastecía a las Torres se aproximaba, y se alejaba la mujer que vendía pastelitos y que tenía como a uno de sus más fieles clientes a Julieta. Mientras caminaban por la plaza del Cabildo, desde la Recova llegaban los ruidos de aquellos que compraban y vendían frutas y verduras. Se cruzaban con algún Patricio que saludaba a Martín o algún catalán que le hacía una venia a Jimena. No hablaron durante todo el camino, disfrutaban del aire fresco de Buenos Aires, de las calles secas, de algunas señoras y sus esclavas que cuchicheaban al verlos pasear.
Llegaron a la casa y encontraron a Clo con la cabeza todavía hundida en los baúles, con las manos llenas de telas, como si fuera una glotona y estuviera abrazada a un frasco de dulce. Levantó la cabeza al oír que habían llegado, los saludó con una sonrisa y siguió revisando con pasión.
Jimena reconoció los baúles, eran los que solía utilizar el barco holandés Anna, el mismo al que Gutiérrez le compraría para ella.
—Si no te molesta pasar por encima de mi hermana, te invito a revisar la mercadería. Tú me dices.
Se había sentado junto a un pequeño escritorio con papel y pluma frente a él, esperando sus indicaciones.
Jimena se aproximó a los baúles y se colocó de rodillas frente a ellos.
Había seda tornasolada muy difícil de conseguir, esa se quedaría en Buenos Aires, puesto que hacía mucho tiempo que no se veía en la ciudad. También había una pequeña pieza, de solo dos varas de longitud, de finísimo encaje de Bretaña de suma rareza debido a la guerra que Francia llevaba adelante en Europa.
—Esa es mía —le susurró Clo extendiendo la mano y apartándola para sí.
El lino de Brabante se vendería muy bien en Córdoba, la tela llegaría en un mes y las señoras tardarían dos o tres meses en confeccionar el vestido apropiado para la primavera. En Córdoba se necesitaban telas más livianas que en Buenos Aires, donde las damas preferían el algodón para los primeros días de calor.
El damasco serviría para hacer cortinas, cubrecamas y tapizar asientos. Se vendería bien en Santiago de Chile, en donde el precio cubriría el costo del traslado y daría beneficios, sí daba la casualidad de que Martín conociera a alguien allí. Era así, él tenía contactos en Chile.
Dos rollos de muselina eran inservibles puesto que estaban apolillados, pero el tafetán tornasolado era exquisito y serviría para confeccionar chales y venderlos en Buenos Aires, en la tienda de las Torres.
El algodón francés estampado...
No. Ese también era de Clo.
Finalmente, la seda estampada era horrible y poco podría hacerse con ella.
Jimena se sentía orgullosa de sí misma. Nunca había tenido tanto volumen con el que trabajar, pero su experiencia en pequeñas cantidades y el gusto que había heredado de su madre la incentivaban a no dudar de sus decisiones.
La conversación fue interrumpida por un grito desgarrador proveniente del patio. Clo levantó la cabeza y lentamente se sentó sobre la alfombra, cubriéndose los ojos con la mano. Luego se levantó y salió de la habitación. Jimena se volvió hacia Martín con una expresión interrogante en el rostro.
Él había soltado la pluma y miraba la puerta por donde había salido su hermana. Jimena se puso de pie, se aproximó hasta él y le tomó la cabeza entre las manos. Sintió las cosquillas de la barba que comenzaba a crecer en las yemas de sus dedos. Lo miraba con tristeza.
—Mi madre no está bien. Clo hace todo lo posible para cuidarla. Solo se siente a gusto con ella. A veces ni siquiera permite que yo me acerque. Ha estado así desde que tengo memoria.
Ella quería consolarlo de alguna manera, pero no encontraba palabras. Martín apoyó su cabeza sobre su pecho, encontrando bienestar en el calor que irradiaba de Jimena.
Doña Mariana los encontró así. La señora lucía horrorizada pero no ocultaba su satisfacción: hablaría de ella, de su indecencia y de cómo buscaba tentarlo con sus viles armas para después recordarles a sus oyentes que debían proteger sus débiles mentes de las influencias del Maligno.
La mujer se retiró sin pronunciar ninguna palabra.
Jimena intentó separarse, pero Martín la retuvo contra sí.
—Debo irme. Enviaré a Enrique con los documentos ya firmados por mi madre. Hacemos así con todos los negocios.
Martín se puso de pie.
—Bien. ¿Cerrado el trato?
—Cerrado —afirmó ella.
—¿Puedo besarte ahora?
Martín no esperó la respuesta, la tomó por la cintura y comenzó a besarla. Con prisa, buscando sus labios una y otra vez, apretándola contra su cadera, moviéndose para que el roce de las piernas les provocara un placer aún mayor que aquel que sentían al besarse. Jimena se puso en puntas de pie ayudada por Martín, quien la sostenía por las caderas, presionando contra él, buscando el mayor contacto posible.
La llevó contra la pared para besarla con más fuerza, mordiendo sus labios, sus mejillas. Jimena comenzaba a sentir una presión en su entrepierna, un calor que se irradiaba en oleadas desde su vientre hacia el resto de su cuerpo: sus manos, sus labios, sus pechos. Ella también lo mordía, le clavaba las uñas en la espalda, se retorcía contra él hasta sentir que su cuerpo comenzaba a exigirle cada vez más placer.
Martín gemía en su cuello, saboreando su piel, humedeciéndola con sus besos. Una de sus manos llegó hasta el muslo de Jimena y lo alzó contra su cadera. La necesitaba. La deseaba tanto que no podía soportar estar lejos de ella.
Pero aquellas no eran las maneras apropiadas. Nada de aquello estaba bien.
Comenzó a pensar, y al pensar su cuerpo dejó de actuar. No podía hacer suya a una mujer ante la cual no podía responder como debía un caballero. Ella tenía que ser primero su esposa, y él no quería estar enamorado de su esposa. Jimena no era la apropiada para cumplir ese rol, por más que la sangre le hirviera cuando la tocaba.
La miró. Ella estaba acalorada y sus ojos le rogaban más. Sabía lo que estaba haciendo, ya se lo había dicho aquella tarde en la quinta.
—No es el lugar, Jimena. Ni el momento.
Ni las personas correctas, pensó. No estaban destinados a ser marido y mujer, así de sencillo.
—Quiero que suceda, Martín. Yo quiero que esto suceda. No vuelvas a decirme que fue tu influencia o mi irracionalidad porque no es cierto.
—No quiero que sufras las consecuencias por mi culpa. Si nos hacemos amantes, y esa es la única relación que podremos tener, todos te despreciarán y esta vez no será por tus negocios.
"Si nos hacemos amantes."
Olivera no pensaba casarse con ella. La afirmación la dejó fría. Realmente se había atrevido a soñar con un casamiento entre ella y Martín mientras que él no estaba dispuesto a hacerlo. Sintió deseos de llorar, de salir corriendo y no detenerse nunca. Pero debía enfrentar aquello como enfrentaba todas las cosas.
Un suspiro y seguir viviendo a su modo.
Tal como lo había hecho durante tanto tiempo.
—¿Te casarás con Francisca y el señor Montoya?
—Probablemente —respondió Martín.
Jimena se alejó de él lentamente. Antes de salir de la habitación le repitió:
—Luego vendrá Enrique con los documentos. No voy a arruinar un buen negocio solo porque eres un idiota.
Martín se quedó solo en la habitación con la vista fija en un punto en el vacío, hastiado de la vida que llevaba pero de la que no se animaba a salir. Porque era más cómoda aquella vida que una futura, llena de rumores y miradas torcidas. Se despreció a sí mismo y golpeó el escritorio que estaba cerca de él.
Tenía la salida del laberinto frente a sus ojos y no se atrevía a atravesarla.