Capítulo 2

Montevideo, febrero de 1807.


Hacía más de diez años que había olvidado lo que era una noche completa de sueño. Por eso el ataque final inglés no lo sorprendió en la cama como a los demás. Se había alejado caminando del lugar donde acampaba su regimiento, cerca del edificio de la Gobernación.

Los ingleses habían abierto, a fuerza de cañonazos, un boquete en los muros de la ciudad de Montevideo, cerca del Portón Sur. Convencidos por alguna extraña razón de que nada sucedería, las autoridades habían ordenado tapar el agujero con bolsas de sebo y cueros secos.

Vio que los soldados se diseminaban como un líquido derramado por la calle paralela a la muralla.

Una bala le rozó el brazo derecho.

No lo hirió, pero sintió el roce del proyectil que se estrelló en una puerta.

Otra bala pasó por encima de su cabeza.

Comenzó a correr dando la voz de alarma, que era tapada por los cañonazos provenientes de los barcos anclados en el río. Ya algunos, los que estaban de guardia, habían oído los disparos y se dirigían en sentido contrario a tratar de detener la invasión.

Todos comenzaron a salir de las casas y de las tiendas de campaña. Pero estaban mal entrenados y la escasa luz de la madrugada hacía que se dispararan unos a otros, confundiéndose con el enemigo.

Martín se escondió detrás del muro semiderrumbado de una casa tratando de volver a cargar su fusil. Lo hacía lo más rápido que podía, pero era inútil. Recién estaba amaneciendo y la claridad del cielo no le permitía actuar con la precisión que requería el mosquete de chispa que tenía en sus manos.

El combate dejó de ser a los tiros y comenzaron a pelear a bayoneta. Martín tuvo que utilizar su espada para pelear cuerpo a cuerpo con los ingleses. Era una lucha inútil, los invasores ya estaban en la ciudad. Y cada vez más, los montevideanos retrocedían hacia la ciudadela fortificada en uno de los extremos de la ciudad.

Aún había una posibilidad de ganar. Sabía que Liniers había llegado a Colonia con un ejército desde Buenos Aires. El hombre ya había logrado lo que parecía imposible, la reconquista de la capital del virreinato. En pocas horas estaría cerca y echaría a los ingleses de la ciudad.

Comenzó a abrirse paso entre los enemigos, para lograr salir de la ciudad. En la lucha, sintió el frío filo de una bayoneta inglesa sobre su brazo y la cálida corriente de sangre que empezó a manar de la herida.

No se quejó. Debía tomar un caballo y dirigirse a Colonia del Sacramento lo más rápido posible para avisarle al capitán Liniers que Montevideo, después de estar sitiada durante trece días por las tropas británicas, finalmente se había rendido. *

Necesitaban caballos, con desesperación. Las noticias sobre Montevideo no eran buenas, y tenían que acercarse lo más pronto posible para defender aquella plaza. El inservible marqués de Sobremonte había mandado un mensaje en el que indicaba que estaba enojado por la llegada de las tropas, que tenía todo bajo control, y le ordenaba que fuese a su encuentro en Las Piedras para ponerse a sus órdenes.

Don Santiago de Liniers abolló el mensaje y continuó con la búsqueda de transporte para su infantería.

Días después, ya en Colonia, Liniers vio la llegada de un jinete y un caballo exhaustos y casi muertos por el calor. Al mismo tiempo, llegó otro jinete y otro caballo.

Él se acercó inmediatamente a ver qué sucedía.

Reconoció a uno de los hombres de inmediato porque había luchado con él en la reconquista de Buenos Aires.

El capitán Martín Olivera.

Desensilló rápidamente y le habló con urgencia.

—Don Santiago, Montevideo ha caído en manos inglesas. El gobernador Ruiz Huidobro fue hecho prisionero al igual que los demás oficiales. Algunos han escapado en bote hacia el cerro. Yo vine inmediatamente hacia aquí, señor. Debemos ir pronto, mientras aún hay oportunidad de sorprenderlos.

Liniers no le contestó. Estaba leyendo el mensaje que el otro hombre le había entregado. Luego miró a Olivera.

—Señor, debemos...

— Capitán, hablaremos en mi tienda.

Olivera no quería hacer nada de eso, quería regresar a su ciudad de inmediato y expulsar de una buena vez a los invasores. Le dolía el brazo izquierdo y podía ver que la herida comenzaba a sangrar nuevamente. Pero nada le importaba más que volver.

Entró en la tienda siguiendo a Liniers. Allí había dos hombres vestidos con un uniforme de chaqueta azul, pantalón blanco y faja roja, que nunca había visto en su estadía en Buenos Aires. Uno de ellos era un hombre canoso, de mediana edad. El otro no era más que un joven moreno pero de ojos azules, que no llegaría a los treinta años.

Liniers se ubicó detrás de una mesa y él comenzó a hablar.

—La ciudad ha caído gracias a la cobardía del Marqués. Sobremonte es el virrey más inepto que haya pisado estas tierras. Debe derrocarlo, don Santiago, está escondido en Las Piedras el muy imbécil. Si nos acercamos con toda la tropa...

—No puedo, capitán Olivera.

El hombre lo miró con furia. Se acercó hasta la tosca mesa sobre la que había algunos mapas y apoyó sus amplias manos sobre ella.

—Tiene que hacerlo, es hora de tomar la decisión. Tomaremos el resto de las tropas de Las Piedras y reconquistaremos Montevideo como hicimos con Buenos Aires. Sobremonte ha abandonado otra ciudad, ya no puede seguir gobernando estas tierras.

Liniers repitió con voz grave y pausada.

—No puedo hacerlo, Capitán.

—¡Es su obligación! —gritó Olivera golpeando la mesa. El hombre vestido con aquel uniforme extraño se acercó hasta él.

—Cálmese, capitán Olivera. El capitán Liniers tendrá sus razones para no actuar en este momento.

—Debemos hacer algo, los ingleses aún no se asentaron en Montevideo. Si atacáramos ahora...

—Si atacáramos ahora, es probable que perdamos. Dejaremos Buenos Aires sin defensas, capitán Olivera. Ya perdimos los quinientos hombres que enviamos con Arce a Montevideo. Tardaríamos cuatro días en llegar a pie, no tenemos suficientes caballos. Para ese entonces, los ingleses ya se habrán instalado y tendrán la ayuda de las naves que están custodiando el río. Ya han logrado asentarse en Montevideo, Capitán. Es hora de regresar a Buenos Aires y planear todo desde allí.

Olivera pestañeó sin poder creer lo que sus oídos escuchaban. El gran Liniers, el gran reconquistador de Buenos Aires se retiraba de la Banda Oriental sin presentar batalla. Sintió una punzada de dolor en la herida y se llevó inconscientemente la mano hacia el brazo.

Liniers observó su movimiento.

—Usted debe hacerse revisar ese brazo, Olivera.

Y luego se dirigió al joven que presenciaba la escena en silencio.

—Acompáñelo, Capitán —ordenó sencillamente.

El hombre asintió. Martín salió de la tienda furioso por no poder hacer nada. Lo guió hasta la tienda del doctor Rodríguez, donde el médico aún dormía.

—Doctor —llamó el joven—, tiene un paciente.

El doctor los hizo pasar a ambos. Olivera se quitó la chaqueta y la camisa y soportó la cura de la herida en el brazo izquierdo con el ceño fruncido, mientras miraba con enojo al hombre moreno que estaba sentado frente a él. Martín tenía todo el cuerpo inclinado hacia delante, y el codo derecho apoyado sobre la rodilla. Parecía a punto de atacar al extraño que se había convertido en su sombra.

—Capitán Martín Olivera —le dijo alzando la mano levemente—. Cuerpo de Voluntarios de la Infantería de Montevideo.

—Capitán Guillermo Ávila. Cuerpo de Patricios Voluntarios de Infantería de Buenos Aires —respondió el otro alzando levemente el sombrero con dos dedos.

Los dos hombres parecieron reconocerse al escuchar los nombres. Olivera fue el primero en hablar:

—¿Tiene alguna relación con doña Mariana Ávila?

—De alguna manera, sí. Soy el hijo mayor de su difunto esposo, don Manuel Ávila.

Hizo una pausa. Martín había obtenido la información que necesitaba, de modo que no daría ningún dato más acerca de su persona. Ávila sí tenía intenciones de saber algo más sobre él.

—¿Usted tiene algo que ver con doña María Olivera y la señorita Clodomira Olivera?

Martín lo miró fijamente, pero no le contestó.

Una cabeza se asomó por la abertura de la tienda.

—Doctor, otros dos milicianos se trenzaron a golpes y uno de ellos se rompió un brazo. Llegarán en cualquier momento.

Olivera miró fijamente el hueco que había quedado en la tela al retirarse el hombre.

—Haría falta la presencia del sargento Torres —murmuró para sí, sin darse cuenta de las palabras que pronunciaba.

Guillermo se inclinó hacia adelante.

—¿Quién?

Martín volvió su mirada.

—El sargento Torres. No creo que lo conozca.

No quería hablar de ella, ni de la pequeña hecatombe que se había producido en su vida al conocerla.

—Pues sí, conozco a un sargento Torres, capitán Olivera. Es la prima de mi esposa. Y he escuchado bastante sobre usted.

Por primera vez, el rostro de Martín cambió de la furia a la sorpresa. No había pensado en ella en cinco meses y de pronto, con solo nombrarla tenía noticias de ella.

El doctor se alejó un momento para acomodar sus instrumentos y Martín se puso de pie, listo para volver al tema que lo había traído.

—Debo hablar con Liniers, ahora.

Ávila se acercó hasta él.

—Siéntese de nuevo, Olivera.

Él no le hizo caso. Ávila era alto y fuerte, pero no estaba convencido de recuperar Montevideo y, si era necesario, se desharía de él a los golpes.

Salió de la tienda, quitándose las vendas del brazo, molesto por cualquier clase de atención que no incluyera volver a su ciudad.

Ávila lo seguía.

—Vuelva a la tienda, Olivera —le dijo con impaciencia, colocándose a su lado. Ambos se estudiaron con la mirada.

—Necesito hablar con Liniers otra vez.

—El Capitán está ocupado. Deténgase ahora.

Olivera se enfrentó a él con los puños apretados.

—Deje de perseguirme, Ávila, si no quiere que lo siente de un golpe. —Y continuó caminando.

—Deténgase, Olivera, si no quiere que yo lo obligue.

Olivera se giró con el puño izquierdo alzado y lo estampó contra la mandíbula de Guillermo Ávila. El joven le respondió con otro puñetazo que se estrelló justo en su ojo derecho y lo hizo trastabillar hacia atrás. Había medido mal sus fuerzas después de una noche de combate, una cabalgata de más de medio día y un brazo que había comenzado a sangrar nuevamente.

—¡Debemos avanzar sobre Montevideo! —le gritó—. Tomaremos las tropas que le quedan a Sobremonte, lo destituiremos de su cargo y sorprenderemos a los ingleses. ¡Aún estamos a tiempo!

—¿Pero es que no se da cuenta, Olivera? —le gritó a su vez Ávila—. ¡Lo que usted le está pidiendo a Liniers es un acto revolucionario! El Capitán no puede arriesgarse a eso. Para destituir a Sobremonte hay que recurrir a Buenos Aires, a la Audiencia y al Cabildo. Deténgase a pensar un momento en la gravedad de sus intenciones. Montevideo está perdida. Los ingleses no se detendrán allí. Tarde o temprano, buscarán avanzar sobre la capital.

Olivera estaba furiosamente frustrado. No podía hacer nada él solo. No podía derrotar a los ingleses cargando a caballo contra ellos en soledad. Tenía que resignarse, al menos por el momento. Levantó la mano derecha y golpeó con todas sus fuerzas en el estómago a Ávila para luego caer al suelo, agotado por el dolor y el cansancio.

La toma de Montevideo en la madrugada del tres de febrero de 1807 por las tropas al mando del general Auchmuty no era más que la continuación de la aventura británica en el Río de la Plata.

El 27 de junio de 1806 habían invadido la capital del virreinato y habían sido expulsados de ella el 12 de agosto del mismo año. Los jefes y sus tropas habían sido hechos prisioneros y distribuidos por todo el territorio.

Sin embargo, las noticias de la toma de Buenos Aires habían llegado en septiembre a Londres, y la Corona Británica decidió de inmediato el envío de refuerzos. Al mismo tiempo, una flota también había sido enviada desde Ciudad del Cabo, en África del Sur, para auxiliar a las tropas restantes.

Al tomar conocimiento de la reconquista de Buenos Aires, las tropas británicas que iban llegando a las aguas del Río de la Plata decidieron asentarse en Maldonado, en las costas de la Banda Oriental, muy cerca de la ciudad de Montevideo. Muchas familias ricas comenzaron a migrar hacia Buenos Aires. Martín Olivera había enviado a su madre y a su hermana a instalarse en aquella ciudad, convencido de que pronto regresarían.

Montevideo era una ciudad fortificada, mucho mejor preparada para una guerra que Buenos Aires. O al menos eso habían pensado las autoridades españolas. También era el puerto de entrada a Buenos Aires, ya que, en la porción de río que le tocaba, la capital aún no había podido construir un puerto eficaz.

Los ingleses se habían quedado con el gusto en la boca. Querían invadir Buenos Aires de cualquier manera porque sabían perfectamente que la ciudad era la entrada al sur del continente americano. Gran Bretaña estaba librando una guerra en Europa, y sus ambiciones sobre el mundo entero se estaban expandiendo. Asentarse en Montevideo y atacar desde allí la capital parecía un plan eficaz. Mucho más efectivo y seguro que la anterior empresa de Popham y Beresford.

El virrey Sobremonte, quien había huido al comenzar la primera invasión inglesa, intentó preparar en enero de 1807 el combate contra los ingleses, bajo la furiosa mirada de los montevideanos, que al igual que los porteños no querían saber nada de él.

Fue derrotado dos veces.

Durante el segundo combate, el 20 de enero, los habitantes de Montevideo atacaron a los británicos en las afueras de las murallas que defendían la pequeña ciudad, en una imprudente maniobra. Fueron detenidos de inmediato por tropas mejor preparadas para la lucha cuerpo a cuerpo.

Martín Olivera, como capitán de una de las compañías del cuerpo de Infantería de Montevideo, lideró a sus soldados entre los maizales y los árboles frutales, pero debió obedecer la orden de retirada y refugiarse detrás de las murallas nuevamente.

Ese día comenzó el sitio.

Montevideo había sido construida sobre el granito, y su acceso al agua a través de aljibes o pozos era escaso. Tampoco tenían demasiada comida, si bien algunos ya habían previsto el futuro sitio y habían ordenado el acopio de víveres y leña.

Pero la ineficiencia del gobernador Ruiz Huidobro y las demás autoridades, incluyendo al patético virrey, fue evidente y decidieron el destino de la ciudad. No estaban preparados para la defensa militar contra un ejército veterano de muchas guerras como el inglés y cometían un error tras otro.

Los bombardeos se sucedían sobre las murallas. Día y noche los ingleses intentaban abrir una brecha en los muros de piedra, mientras desde la ciudad respondían con fuego de artillería e infantería. Los habitantes de Montevideo no eran más de diez mil, de modo que los hombres capaces de participar en la batalla no eran suficientes. El Virrey había traído tropas, pero estas habían sido diezmadas en los dos combates anteriores.

Los montevideanos defendieron su ciudad con valor, sin embargo carecían de víveres y agua suficientes para hacer frente a un asedio largo. El 2 de febrero, los ingleses lograron abrir una brecha en las murallas. En Montevideo se ordenó tapar el agujero con bolsas de sebo y cueros secos, confiando en que los ingleses no atacarían por la noche.

En la madrugada del 3 de febrero, se reinició el fuego de artillería de los cañones británicos. La infantería avanzó sobre la ciudad. Los montevideanos intentaron defenderse, pero no lo lograron. A las cinco de la mañana, el gobernador Pascual Ruiz Huidobro rindió la plaza.

Al día siguiente, Don Santiago de Liniers recibió en Colonia —donde estaba tratando de reunir caballos para trasladar a su ejército— a dos jinetes que llegaron al mismo tiempo con la misma noticia. Uno era un mensajero de Sobremonte que le anunciaba la caída de Montevideo. El otro era el capitán Olivera.

Liniers regresó a Buenos Aires aquel mismo día.

Era tiempo de tomar decisiones.