Capítulo 20

—¡Voy a morirme! ¡Mamá! ¡Voy a morirme!

Julieta pasó junto a ella como una tormenta feroz de verano, corriendo hasta la habitación de su madre, envuelta en lágrimas. Jimena siguió con la mirada a su hermana y descubrió en la parte más baja de su vestido unas manchitas rojas que anunciaban lo que ya venían sospechando.

—Julieta tuvo su primer sangrado —le susurró a su hermana en el oído mientras se sentaba junto a ella en la sala.

Jacinta, quien estaba trabajando en los últimos toques al bordado del ajuar de la niña de Paula, levantó la cabeza un poco ruborizada.

—¿Ya lo sabe mamá?

—Julieta está con ella en su habitación.

Jacinta sonrió cómplice, compartiendo en silencio lo que significaba aquel evento para su hermana menor.

—Ahora ya no hay niñas en la casa —murmuró dulcemente, pronunciando esas palabras más para sí misma que para su hermana.

Apareció Julieta en el marco de la puerta una hora después de sus horrorizados gritos. Sus mejillas estaban profundamente coloradas y llevaba otro vestido. Apenas asomaba la cabeza y la voz le temblaba un poco cuando dijo:

—Jimena, ¿podríamos hablar en tu habitación?

Jacinta le sonrió a su hermana menor y le preguntó con dulzura:

—¿Te sientes bien? ¿Quieres un poco de chocolate?

Julieta se puso más roja todavía y asintió con la cabeza. Jimena se puso de pie y caminó detrás de su hermana, quien andaba lentamente, como si estuviera haciendo equilibrio. Sonrió y las mejillas también se le colorearon un poco, no era fácil acostumbrarse a usar aquellos paños de algodón que servían para contener el sangrado.

Julieta fue directamente a la caja de abanicos para después subirse a la cama de su hermana, cubrirse con las mantas y sentarse a inspeccionar el contenido.

—Mamá dijo que podía quedarme acostada si me sentía mal. ¿A ti también te duele el vientre todos los meses? —le preguntó tapándose el rostro con un abanico azul.

Jimena suspiró y se sentó junto a su hermana, cubriéndose con la misma manta, tomando ella también uno de los abanicos.

—Me duele un poco, aunque no demasiado. Tal vez deberías preguntarle a Jacinta, ella siente más los dolores.

— Lo haré —respondió asintiendo Julieta.

Jimena vio que su hermana estaba pensativa y la dejó tomar la decisión de hacer la pregunta que deseaba.

—Mamá me dijo... ella me explicó qué sucederá en la primera noche en que esté con mi esposo... y en las noches siguientes, claro... y que a veces eso sucede sin que estés casada... tú te quedaste con Martín en el barquito, ¿verdad?

Jimena presionó entre sus dedos el mantón de lana que tenía sobre los hombros, tratando de distraerse de la molesta sensación de estar quedando en evidencia delante de su hermana pequeña. Pensaba que nadie sabía lo que había sucedido unos días atrás.

—¿Valió la pena? —preguntó Julieta sin mirarla, concentrada en el abanico verde que ahora tenía entre las manos.

—No fue una pena. Pero sí fue valioso. Fue hermoso —aclaró suspirando.

Julieta tragó saliva antes de preguntar:

—¿Dolió mucho?

Jimena sintió que las orejas le quemaban y suspiró frustrada: hacía tiempo que no se sentía tan avergonzada.

—No mucho. Y después todo se pone muy bonito. ¿Cómo sabes qué sucedió en el barquito?

Julieta miró a su hermana con los ojos brillantes de travesura.

—Bueno, viendo todos los signos entre ustedes...

—¿Qué signos? —dijo Jimena con el ceño fruncido. Pero la curiosidad fue más poderosa que la ofensa que podían causarle las palabras de su hermana—. ¿Qué ha hecho él?

Julieta se acercó más a ella.

—No he sido yo la que ha hablado de signos, ha sido Jacinta.

Jimena hizo una mueca de enojo y revolvió en la caja buscando otro abanico.

—Jacinta no sabe nada más que de buen comportamiento y modales.

—Eso es lo que tú crees —respondió Julieta con una risita. Jimena se sentó en la cama de golpe, mirando a su hermana con los ojos desorbitados.

—¿Qué sabes? ¡Dímelo o te lo sacaré de alguna manera, Julieta Torres!

—No puedo, lo siento. Me atrapó espiando y ahora no puedo revelar nada. Lo siento, hice una promesa. Fue bajo coacción, claro. Yo estaba absolutamente en contra de la promesa. Pero no te preocupes, te sorprenderá saber quién es el galán de Jacinta —terminó con una risita.

Si Julieta había hecho una promesa, entonces no diría nada. Era una característica común de las hermanas Torres cumplir su palabra aun bajo la amenaza de las mayores atrocidades. Estaban unidas bajo un entramado de promesas: si una develaba un secreto, entonces las demás caían. Era un sistema basado en la mutua confianza... y en la mutua desconfianza también.

Ambas permanecieron un rato más en silencio. Luego de un momento, Julieta comenzó a hablar con voz temblorosa.

—A veces yo me siento así... ilusionada... —esperó a que su hermana dijera algo, pero su silencio le hizo continuar— con Guillermo...

Jimena giró hacia ella como un resorte. Los ojos verdes de Julieta estaban llenos de lágrimas, mientras que algunas comenzaban a caer por los costados de sus mejillas. Ella también comenzó a llorar. Sabía la desilusión y el dolor que le provocaría saber que Guillermo jamás se interesaría en ella. El desengaño dolía mucho, ella lo sabía bien.

Julieta suspiró antes de hablar.

—Ya lo sé, ni tienes que decirlo. Es que no puedo evitarlo, siempre me hace reír... y tiene unos ojos tan hermosos...

Julieta se abalanzó sobre su hermana refugiándose contra su pecho. Lloró como solo las hermanas Torres podían hacerlo. Con esa fuerza que la vida les había otorgado, se acurrucaba contra su hermana, dejando salir los temores que todas aquellas emociones nuevas le habían causado. Temblaba y tosía, mientras Jimena trataba de hacerla sentir mejor con pequeños golpecitos en el hombro.

—Ya pasará todo, Julieta. Ya pasará. Dolerá mucho, pero pasará. Incluso hasta puede que llegues a descubrir que hay otro hombre más perfecto que Guillermo...

Julieta se limpió las lágrimas un poco más serena.

—¿Jimena...?

—¿Qué sucede?

—¿Puedo quedarme aquí todo el día?

Jimena le besó la frente.

—Por supuesto que sí.

Julieta sonrió feliz.

—¿Jimena?

—¿Qué, Julieta?

—¿Me harías pastelitos de dulce de membrillo?