Capítulo 7
Tres rostros asombrados miraban a las visitas. Las mujeres Torres y el matrimonio Ávila pasaban muy tranquilamente el día en la quinta Los Ciruelos cuando cayeron de sorpresa los hermanos Olivera, doña Mariana y Francisca Montoya.
Como los ánimos en la ciudad se habían calmado un poco al percibirse que la invasión no era tan inminente como se había sospechado, habían decidido quedarse algunos días en la propiedad. El calor de febrero era despiadado y la joven señora Ávila se sentía mucho mejor, sentada bajo la sombra de los árboles, respirando el aire fresco del campo. Su marido, sentado junto a ella, le hacía mimos de vez en cuando, sintiéndose un poco inútil por no poder hacer mucho más.
Las hermanas Torres hablaban y discutían todas al mismo tiempo, mientras que doña Juana dormitaba plácidamente mirando el río que se avistaba después de algunos árboles. Cuando Bernarda, la criada de los Ávila, les anunció que toda aquella comitiva había llegado, ninguno de los seis pudo pronunciar palabra alguna.
La visita de doña Mariana era de por sí una sorpresa. La señora no estaba en las mejores relaciones con los Ávila y menos aún con las Torres. Se había invitado a sí misma, eso era evidente.
Pero, cualquiera fuese la intención de doña Mariana, no tenían idea de qué hacían los Olivera en la quinta. Todos inmediatamente miraron a Jimena, puesto que era obvio que la visita era para reunirse con ella. Paula había conversado muy poco con Olivera como para que la visitara, y Guillermo... Ya todas sabían qué había sucedido entre Guillermo y el capitán Olivera como para pensar que esa era una visita de cortesía.
Bernarda los condujo hasta el jardín.
A Jimena le latía tanto el corazón que le retumbaba en los oídos. Era una tontería sentirse tan nerviosa por la llegada de alguien a quien apenas conocía. Pero tenía una justificación: todos la miraban sonriendo y guiñándole el ojo. Eso no podía ayudar a calmar su nerviosismo.
Mientras los veía avanzar les susurraba:
—¡Basta! ¡Basta!
Observó el rostro de doña Mariana. La señora estaba visiblemente molesta por estar allí. Jimena se preguntó qué era lo que verdaderamente hacía ella en su quinta. La señora evitaba todo contacto con las Torres la mayor parte del tiempo.
Se negaba a mirar a Olivera, a pesar de que era lo único que verdaderamente quería hacer. Se sintió muy ridícula cuando doña Mariana intentó presentarlos. Ellos ya se conocían.
Olivera interrumpió a la señora:
—Buenas tardes, Jimena.
—Buenas tardes, capitán Olivera.
Allí estaba, el rubor que le cubría las mejillas cada vez que pronunciaba "capitán Olivera". Se produjo un silencio incómodo, otro más entre ellos. Lo cierto era que cada vez que estaba frente a él recordaba que la había besado.
Jimena creyó escuchar que los dientes de doña Mariana rechinaban. La presencia de Francisca en la quinta era fácilmente explicable: con seguridad, la señora intentaba casarla con Olivera como lo intentaba con cualquier hombre de la ciudad y el campo circundante.
Ella se encargó de hacer las presentaciones. Colorada todavía, se dirigió a su madre y luego a sus hermanas. Olivera las saludó a todas y luego se dirigió a Paula, que lo miraba sonriente.
—Buenas tardes, señora Ávila, espero que esté bien. No la molestaremos demasiado.
Ella le sonrió y le respondió que era un placer volver a verlo. Martín dirigió sus ojos al hombre que lo miraba sorprendido, con un brazo sobre los hombros de su esposa.
—Ávila.
—Olivera.
Todas, menos doña Mariana y Francisca, lanzaron una risita al mismo tiempo. Ya conocían el breve intercambio de opiniones que habían tenido Guillermo y Martín en Colonia.
Olivera se volvió hacia su hermana.
—Jimena, ella es mi hermana, Clodomira Olivera.
La joven se acercó hasta ella.
—Buenas tardes, señorita Torres. Es un honor por fin conocerla.
¿Por fin conocerla? ¿Habría estado Olivera hablando de ella?
Se sentaron bajo la sombra de los árboles, junto a una mesa que estaba repleta de frutas. La timidez inicial duró muy poco para Clodomira, era una gran conversadora y hacía mucho tiempo que no lo hacía con nadie que no fuese su madre o doña Mariana.
Jimena no hablaba mucho. Estaba muy pensativa y dejaba que los demás comentasen las noticias sobre la caída de Montevideo o la destitución de Sobremonte. Se sentía incómoda al ver que su madre, sus hermanas y Paula la miraban de vez en cuando, para luego volverse hacia Olivera, sentado a su lado. Lo estudiaban, buscando en él alguna mirada, algún gesto que pudiera definir algún interés hacia ella. Él respondía a las preguntas que le hacían, pero no solía mirarla más que cuando ella pronunciaba alguna palabra referida a aquel día de la reconquista. Sus manos sé rozaban de vez en cuando. Al principio se pedían disculpas por el choque, pero con el tiempo dejaron de hacerlo. Sus manos parecían buscarse, aun cuando ellos trataran de evitarlo.
En un momento, Paula tuvo deseos de dormir la siesta en un lugar más apartado. Guillermo y ella se levantaron y fueron hacia la casa. Julieta y Jacinta aprovecharon la interrupción e invitaron a Clodomira a juntar ciruelas para llevarse luego a su casa. Ella aceptó encantada, pero puso la condición de que dejaran de llamarla Clodomira. "Clo" era más sencillo y menos feo.
Olivera también se puso de pie.
—Jimena, ¿me mostraría el resto de la propiedad?
Ella se levantó sin pensarlo. No quería quedarse ni un rato más cerca de la mirada de doña Mariana, que ya estaba comenzando a fastidiarla. La señora estaba enojada, era evidente. Al parecer, había creído que era la dueña de Olivera y que podría actuar en beneficio de Francisca sin que alguna de las malignas mujeres Torres se interpusiera en sus planes.
Olivera tomó de la mesa una bolsita de arpillera que contenía nueces. Y se dispuso a caminar hacia el sector de la quinta que daba directamente sobre un barranco junto al río. Allí había unos árboles y caminaron hasta ellos sin pronunciar ninguna palabra.
Él apoyó la espalda contra un sauce y le hizo una seña a Jimena indicándole que se acercase y se sentase junto con él. Luego giró la cabeza hacia el río.
Ella permaneció de pie.
—Pensé que quería que le mostrara la propiedad, señor.
—Esto también es parte de la propiedad, ¿o no?
Era una afirmación irrefutable, pero aun así, Jimena dudó.
—¿No desea ver los galpones o el huerto? Desde aquí, lo único que se ve es el río.
Él giró la cabeza y la alzó para mirarla colocándose una mano delante de los ojos para cubrirse del sol.
—Hace mucho calor para caminar.
—Pero usted dijo que...
— Siéntese, sargento Torres.
Ella no se sentó. Se sofocó al escuchar aquel nombre. Olivera alzó una mano. Jimena la tomó y se sentó junto a él. Olivera tardó un momento en soltarla. Se detuvo explorando sus dedos, el filo de sus uñas. Jimena sentía la rugosa textura de la piel de la palma de su mano, bastante más amplia que la suya.
La tarde era muy clara todavía y apenas se distinguía el límite entre el cielo y el río. Ninguno de los dos decía nada. Se oían los comentarios de doña Mariana relatándole a su madre las virtudes de Francisca, la charla de Julieta, Jacinta y Clo, que juntaban ciruelas un poco más lejos. Después de un momento, se oyó la voz de Guillermo que volvía a reunirse con el grupo sentado junto a la mesa, comentando que Paula se había dormido al instante.
Olivera frunció el ceño al oír los comentarios de Guillermo, pero no dijo nada. Soltó la mano de Jimena y tomó una nuez de la bolsita de arpillera, la encerró en su puño y la partió. Ella lo miró con curiosidad. Tomó una nuez e intentó hacer lo mismo.
La nuez permanecía intacta.
Jimena la arrojó al barranco y se inclinó sobre la bolsita de arpillera para encontrar otra. No permitiría que una nuez la venciera.
La nuez la venció.
Empecinada, volvió a inclinarse sobre la bolsita, murmurando:
—Voy a intentarlo de nuevo.
Jimena tomó otra nuez entre sus dedos y comenzó a presionar con toda su fuerza. Martín observó su rostro con sumo interés, Jimena hacía tantas muecas que parecía hacer más fuerza con la cara que con sus manos.
Ella se detuvo indignada.
—¿Me da las nueces más duras, verdad? ¿Por qué no puedo romperlas?
—Tal vez porque no tiene mucha fuerza, Jimena.
—¡Pero más vale maña que fuerza!
Jimena comenzó a golpear la nuez contra el suelo. Se giró y se puso en cuatro patas presionando la nuez con ambas manos ante los ojos horrorizados de Francisca y doña Mariana y los divertidos de Guillermo, su madre apenas le prestó atención.
Pero todo fue inútil. La nuez no quería romperse.
—Probablemente sea la nuez más dura del mundo. ¿No cree usted? —le preguntó con convicción, volviendo a sentarse a su lado.
—¿Me permite? —le preguntó Martín un poco distraído por el rubor en sus mejillas y el sudor que caía por su frente.
Jimena extendió la mano en un gesto negativo.
—Es inútil, Capitán, no se puede, déjeme intentar con otra.
—Quizás pueda romperla, Jimena.
—Está bien, pero no se enfurezca cuando no la pueda romper, hay muchas otras en la bolsa.
Martín tomó la nuez y la encerró entre sus dedos. Un crujido le indicó a Jimena que la nuez había sido partida. Se puso tan seria que Olivera se asustó un poco. No estaba muy acostumbrado a los devaneos femeninos, menos aún a los cambios de humor de Jimena Torres. Aunque no le molestaría investigar un poco sobre ellos.
Jimena lo sorprendió. Le tomó la mano que encerraba la nuez, abrió uno a uno los dedos en un delicado movimiento que parecía una caricia, buscó con sus propios dedos entre la mezcla de cáscara y nuez y finalmente tomó un pedazo y se lo llevó a la boca.
Martín se sentía incómodo con su mano abierta sostenida por una de las manos de Jimena, mientras sus dedos le hacían cosquillas buscando entre las cáscaras, pero por nada del mundo hubiera cambiado de posición. Escuchaba el ruido del viento entre los árboles, los pájaros, el cuchicheo de doña Mariana y Francisca que criticaban a las mujeres que no ocupaban su lugar, a Guillermo Ávila haciendo algún comentario sobre su esposa. Escuchaba todo eso pero solo podía sentir el suave roce de los dedos de Jimena en la palma de su mano, acariciándolo suavemente, poniéndole la piel de gallina, haciendo que su estómago se estremeciera.
—¿Por qué me llama siempre "Capitán"? —le preguntó en un susurro.
Jimena no podía responderle que era porque eso le provocaba cosquillas en el estómago.
—Pensé que ese era su cargo.
—Soy miliciano voluntario. Mi regimiento está prisionero en Montevideo. No hace falta que me llame Capitán.
Encerró la mano de Jimena con la suya. Los restos de la nuez le hacían cosquillas a ambos. Martín la miró, buscando algo, sin saber qué era lo que quería encontrar. Había tanto silencio, que llegó la voz altanera de doña Mariana hasta ellos:
—Las mujeres son el receptáculo de la semilla del hombre. Si hay placer en el trato carnal, está muy próximo al pecado. Las mujeres, por nuestra naturaleza débil, debemos acercarnos al placer lo menos posible.
Jimena soltó violentamente la mano de Olivera y se puso de pie, luego de tomar otra de las nueces de la bolsita. Alzó la mano, apuntó y le dio justo al peinetón de doña Mariana.
—¡Ahí tienes, Francisca! Busca en el pasto la nuez que me pediste.
Francisca, quien comía en un cuenco de cerámica peras en almíbar, se giró hacia ella con la más cómica expresión interrogante y todavía masticando un pedazo de fruta.
—¿Qué nuez?
—La que me pediste, Francisca. ¿Recuerdas? Hace un momento.
Francisca negaba con la cabeza disimuladamente, tratando de mantener las apariencias delante de su tía y los Olivera.
Lo más divertido de todo era la expresión de Guillermo, quien estando de frente a Jimena y Martín había visto todo. El muchacho no pudo reprimir la mueca de complicidad que le había provocado el espontáneo proyectil de Jimena. Su madre tenía una sonrisa serena en los labios.
—Francisca, toma la nuez, por favor. ¿O prefieres que te arroje otra?
La joven abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Aaah, la nuez que te había pedido! Sí, ya la veo. Es que rebotó contra doña Mariana. Aquí está.
Jimena dudó un momento. Y luego se volvió a Olivera, quien estaba de pie, a su lado.
—Creo que debe saber, Capitán, que doña Mariana y yo no estamos en los mejores términos. Usted vive en su casa y no creo que a ella le agrade que nos visite, ni siquiera creo que le agrade estar aquí con nosotros. No tengo la menor idea de por qué los trajo hasta aquí.
—Mi hermana Clo quería conocerla. Siendo la señora su pariente, supongo que decidió presentársela. Yo necesitaba un lugar menos caluroso que la ciudad.
—¿Usted le habló de mí a su hermana?
Estaban muy juntos, pero había algo que los separaba. Jimena se preguntó si él le habría dicho a alguien acerca de aquel beso.
—Le pregunté si sabía algo de usted.
—Y su hermana le informó todo sobre mí, supongo. Todo lo que doña Mariana piensa sobre mí.
—Clo piensa que usted es una de las personas más interesantes de las que oyó mencionar en Buenos Aires. Mi hermana pasa mucho tiempo con mi madre y raras veces sale. Si ella dice que deseaba conocerla, entonces es así. Quisiera ver el huerto y los galpones ahora, si usted desea mostrármelos.
Pasaron delante de los que estaban sentados a la mesa y Olivera dejó la bolsita de arpillera. Jimena lo guió hacia el lugar de la quinta en donde se guardaban las gallinas, las cosechas y los dulces que hacían con la fruta de los árboles. Todo estaba impecablemente limpio y prolijo.
—Supe que se dedica al comercio. ¿A qué ramo en particular?
—En épocas de paz solo comercio con telas y productos de lencería. En épocas de guerra compro y vendo de todo un poco.
Olivera pareció interesado.
—¿Y quién firma los documentos de compra y venta?
—Mi madre. Ella es la ejecutora de mis bienes hasta que me case.
Olivera clavó los pies en el pasto.
—¿Usted va a casarse pronto? —preguntó con voz más grave de lo usual.
—No, Capitán. Es difícil encontrar en Buenos Aires un esposo para una mujer que se dedica a estas actividades.
Martín pareció tranquilizarse, porque siguió caminando en silencio.
—Espero que su brazo esté mejor.
—Ya está mucho mejor, gracias.
Y luego de una pausa, agregó:
—¿Cuida estos árboles usted sola? ¿Quién se ocupa de los gallineros y los palomares?
—Tengo dos peones que vienen regularmente a ocuparse de todo. Yo cuido del jardín y de los árboles frutales.
—¿Son peones del puerto?
—Sí —respondió ella lentamente.
Olivera cambió un poco el rumbo de la conversación:
—¿Y cómo consiguió que le prestaran atención? Conozco su capacidad de mando. La he visto, pero debió haberle costado en un primer momento.
—Tanto como lograr que los comerciantes hicieran tratos conmigo. Fue cuestión de tiempo y muchos gritos. En su mayoría son mulatos o mestizos, muchas personas desconfían de ellos y no quieren emplearlos. La necesidad les hizo obedecerme más que a la autoridad. Y el hecho de que pudiera encontrar un lugar para cada uno de ellos.
—¿Y a los comerciantes? Supongo que no les habrá gritado.
Jimena rió y Olivera se distrajo con su risa. Se habían alejado mucho de los otros, tanto que ni los veía ni los oía. Se detuvo, ella también lo hizo. Hablaba mirándolo a la cara, con una sencillez que hacía ridículo todo el comportamiento femenino que había visto antes. Jimena Torres era honestidad pura.
—A algunos hubiera deseado gritarles, puede estar seguro. Pero me gané su confianza conociendo sus necesidades. Presté atención en cada lugar que visitaba, en el puerto, en las oficinas. Buscaba lo que necesitaban. Luego Enrique nos ayudó con las conversaciones que escuchaba en los cafés.
—¿Enrique?
—Enrique Mendizábal. Nuestro abogado y dependiente. Lleva la contabilidad de la tienda, presenta documentos en la Aduana y el Consulado. Es un gran amigo.
Olivera se sintió incómodo. No quería que Jimena tuviese ningún amigo querido. Se quedó en silencio con la mirada fija en los galpones.
—¿Qué sucederá con su casa y el resto de sus cosas de Montevideo?
Él respondió automáticamente:
—Ya di instrucciones a mi dependiente para que se ocupe de todo ello. No creo que se pueda hacer nada con la casa de Montevideo, pero tengo un almacén en Colonia con algunos baúles y cueros que esperaban la llegada de un barco holandés. El control inglés es más fácil de sortear allí que en Montevideo.
Jimena asintió. Martín pudo ver que su expresión había cambiado. Era la comerciante la que lo escuchaba ahora.
—Los barcos mercantes están tardando en llegar. La guerra en Europa está conmocionando todo el comercio. Nosotros esperábamos un barco el mes pasado y llegó hace solo tres días. Supongo que se encontró toda esta situación.
—¿Usted tiene contactos en Colonia? —le preguntó mirándola a los ojos.
Tener contactos en aquella pequeña ciudad era un evidente signo de contrabando. Eso era lo que Martín le estaba preguntando. Jimena le sonrió y pestañeó varias veces. Por primera vez él notó que tenía pestañas muy espesas que resaltaban aún más el color de sus ojos.
—Todos tienen contactos en Colonia, Capitán. ¿No es esa la primera regla que debe obedecer un comerciante porteño?
Así que Jimena Torres contrabandeaba. Seguía perdido en sus ojos. Pocas veces se había encontrado con una mujer que los tuviera de un color tan bello como los de Jimena. El sol había comenzado su descenso e iluminaba su piel blanquísima, cubriéndola de una fina pátina dorada. El calor ya era menos agobiante y venía desde el río la suave brisa que soplaba al atardecer.
Estaban frente a frente mirándose en silencio. Había algo que no se decían. Un hecho que había ocurrido entre los dos. Un beso que no se nombraba.
Jimena se llevó la mano al pecho tratando de contener sus emociones. Pero no era una joven que lograra apaciguar sus sentimientos con facilidad, de modo que se puso en puntas de pie, rodeó con sus brazos el cuello del capitán Olivera y posó sus labios sobre los de él.
Al principio no reaccionó. Todavía seguía hipnotizado por el color de los ojos de Jimena, cuando sintió que el calor del cuerpo de ella traspasaba la camisa, haciendo que la piel de su pecho ardiera, extendiéndose rápidamente al resto de su cuerpo. Lo besaba lentamente, disfrutando el contacto de los labios, rozándose y separándose, y volviendo a juntarse. Él se quedó quieto disfrutando de la caricia. Sin tocarla, sin responderle al beso.
Jimena se separó de Martín para mirarlo, pero no dejó de rodearlo con sus brazos. Estaba acalorada, ya fuera por la emoción del beso o por las temperaturas del verano. Que él no reaccionara la confundía. Se separó lentamente de él, preguntándose si había cometido un error.
Martín extendió sus brazos y le rodeó la cintura, evitando que se separara más. Esta vez, fue Jimena la que se quedó quieta. Olivera la besaba igual que ella lo había besado a él, acariciándole los labios con los suyos, depositando un beso, y luego otro, y luego otro. Le hacía cosquillas con la barba crecida, la atraía hacia su cuerpo presionando suavemente con las manos sobre su cintura. Era un verdadero sufrimiento tener las manos a los costados del cuerpo, sin tocarlo. Movió los brazos hacia delante para abrazarlo.
—¡Jimenaaaa! ¡Doña Mariana se quiere iiiirr!
Olivera la soltó como si quemara al oír la voz de Jacinta. Se apartó de ella y comenzó a caminar hacia la casa.
—Debemos volver —musitó.
Ella lo siguió, corriendo hasta ubicarse junto a él de nuevo. El silencio incómodo volvía a estar entre los dos, separándolos. El beso había sido maravilloso, pero Jimena se sentía como una tonta por haber cedido al impulso de besarlo. Nada conseguiría con renovar el suceso que la había conmovido tanto hacía algunos meses. Comenzó a pensar en la necesidad de explicarse.
Trató de tomarlo por el brazo para detenerlo. Como él no le hizo caso, comenzó a hablar mientras caminaba.
—Capitán Olivera, lo que sucedió...
—Lo que sucedió no ha sido nada, Jimena. Un acontecimiento olvidable. Una distracción mía ante una joven sensible. Debo disculparme por mi conducta.
—¿Disculparse? No hay nada que disculpar, Capitán.
—Por supuesto que sí. Usted no es más que una joven mujer. Como hombre es mi deber mantener bajo control las pasiones humanas. Discúlpeme por no haberlo logrado.
Jimena se detuvo y obligó a Martín a detenerse, sosteniéndolo de la camisa.
—Capitán, yo lo besé primero. Las pasiones descontroladas fueron las mías, no las suyas.
Él frunció las cejas:
—Por supuesto que no. Si no la hubiese expuesto a mi presencia en soledad, nada de eso hubiera sucedido.
—¿Expuesto a su presencia en soledad? ¿Eso es lo que sucedió? ¿Estuvimos solos y yo deseé besarlo?
—Así es.
—Creo que está pasando demasiado tiempo con doña Mariana.
El comentario lo dejó perplejo. ¿Qué tenía que ver doña Mariana con lo que estaban hablando?
—Paso la menor cantidad posible de tiempo con esa señora, se lo aseguro. Diez días de conocerla son tan suficientes como una vida, cuando se trata de doña Mariana.
—Y aun así, ella ya le contagió sus melindres acerca de los hombres y las mujeres.
Olivera se enojó con ella y alzó un poco la voz.
—No me ha contagiado nada, sargento Torres. Sé perfectamente que las mujeres son demasiado débiles como para controlar sus impulsos sensibles. Los hombres estamos mejor capacitados para ello.
El rostro de Jimena se ensombreció. No había nada diferente en Olivera del resto de los hombres que vivían en Buenos Aires. Consideraban a las mujeres seres irracionales incapaces de controlar sus impulsos.
—De modo que me vi expuesta a sus encantos y actué siguiendo mis impulsos.
Él asintió.
—Eso es lo que sucedió. Discúlpeme, no volverá a repetirse.
Jimena no le contestó y comenzó a caminar sin esperarlo. Una afirmación tan estúpida no merecía ningún comentario.
Doña Mariana y Francisca se habían puesto de pie y Clodomira estaba llegando hasta el lugar. Todavía había suficiente luz, pero el sol del atardecer llenaba de sombras largas el pasto del jardín.
Los invitados inesperados se despidieron, Jimena apenas saludó a todos. Tenía ganas de partirle algo en la cabeza a Olivera por haber negado que el beso hubiera sido algo que ambos habían deseado y no producto de su falta de control.
Vio la bolsita de nueces sobre la mesa y agradeció las lecciones de puntería que estaba recibiendo en el entrenamiento con los Patriotas de la Unión. Tomó una. Los acompañó quedándose un poco relegada, mientras los visitantes caminaban hacia la tranquera que funcionaba como puerta de entrada a la quinta. Allí los esperaba la carreta en la que habían llegado.
¿Control? Él la había besado aquella madrugada bajo la tienda, de modo que su control era bastante escaso.
¿Irracional? Para nada, quería besarlo y al hacerlo sabía perfectamente las consecuencias de aquello. O no. No esperaba de él aquel discurso sobre las mujeres y los hombres y la diferencia de sentimientos entre ellos.
Alzó la mano que encerraba una nuez, apuntó y la arrojó sobre la cabeza de Olivera. La nuez lo golpeó con tanta violencia que él se detuvo, emitiendo un insulto y frotándose la nuca con la mano.
Todos se dieron vuelta a mirarla. Su madre y Julieta ocultaban sus risas, Jacinta la miraba asombrada, mientras Guillermo había desaparecido por algún lugar y solo se oían sus carcajadas.
Jimena alzó la mano a alguien del grupo:
—¡Te olvidas tus nueces, Francisca!
Francisca volvió a negar disimuladamente con la cabeza.
—Vamos, Francisca, cayó cerca del capitán Olivera. Creo que está allí junto a uno de sus pies.