Capítulo 29

El 29 de junio de 1807 ocurrieron cosas importantes.

El Cabildo sesionaba permanentemente desde que se conocía el movimiento de tropas en el río, y Álzaga, alcalde de primer voto, lideraba las preparaciones para la defensa de la ciudad. De pronto, apareció en la sala de deliberaciones un hombre que anunciaba el desembarco de los ingleses en la Ensenada de Barragán y el comienzo de su marcha hacia la ciudad de Buenos Aires.

Y el otro acontecimiento que marcaría aún más las diferencias entre don Martín de Álzaga y don Santiago de Liniers, fue el nombramiento del gobernador Ruiz Huidobro como virrey interino. El velero Remedios había sido capaz de sortear el bloqueo inglés al puerto de Buenos Aires, y su capitán había llegado a la ciudad con los documentos que ordenaban que el oficial de mayor rango se hiciera cargo del gobierno militar y político del virreinato. En teoría ese era don Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de la Banda Oriental.

El problema principal era que Ruiz Huidobro había sido capturado por los ingleses. Y el oficial que le seguía en la escala jerárquica era don Santiago, de modo que, de una vez por todas, se corroboró lo que en la práctica era un hecho.

Don Santiago de Liniers era el virrey.

La noticia se expandió rápidamente por la ciudad, llenando de emoción a los habitantes, quienes comenzaron a creerse invencibles. Se habían preparado para la llegada de los ingleses desde hacía un año atrás y ahora podrían poner a prueba sus nuevas capacidades militares.

Liniers, emocionado por el respaldo de la población y contagiado por la efusividad de los milicianos, decidió reunir todas las tropas y salir a enfrentar a los ingleses en el Puente de Gálvez, precisamente donde hacía un año el inepto marqués de Sobremonte, ahora encarcelado en San Fernando, había sido derrotado por los ingleses.

Buenos Aires no volvería a firmar una capitulación, eso debían tener presente todos los que combatieran contra los ingleses. Exaltados, todos siguieron a Liniers, el 1 de julio, por la Calle Larga de Barracas, hasta ocupar el Puente de Gálvez que permitía cruzar el Riachuelo.

Jimena estaba allí con sus soldados del regimiento de Patriotas de la Unión, artilleros que se encargaban de los cañones del ejército que había formado Liniers. El uniforme era de un azul muy oscuro con botones de plata y una faja blanca que se cruzaba a la altura del vientre y de la que se sostenía una espada. Llevaban pantalón y chaqueta, con botas negras. Jimena, la única mujer del regimiento, aunque no la única de todo el ejército, llevaba en lugar de pantalón, una falda azul con muy poco vuelo y que no llegaba a taparle el taco de las botas de cuero. La había diseñado junto con Jacinta para que le fuera efectiva en la batalla.

Habían partido desde la plaza bajo los vítores de la población que no formaba parte del ejército. Su hermana la saludaba agitando la mano. Jimena no envidiaba la posición de Jacinta. Enrique pertenecía al regimiento de Cazadores Correntinos y marchaba un poco más atrás; quedarse sola en la casa, esperando las noticias que llegaran de la batalla no era una situación envidiable.

Ella había marchado junto a sus soldados, tratando de no pensar en Martín, quien se desplazaba con todo el Regimiento de Patricios, bastante cerca de Guillermo. Los dos eran fácilmente identificables, puesto que eran los más altos del grupo.

Solo una vez se había cruzado con la mirada de Martín, y sus ojos le habían expresado tanto que ella no pudo desviar la mirada tal como hubiera deseado. Pensaba mucho en él desde que le había pedido que alojara a su familia en Los Ciruelos. Cuando escuchó su pedido, había llegado a pensar, durante dos segundos, en decirle que no. Pero ella no era esa clase de personas, y no quería guardar en su corazón un rencor que no ayudaría a sanarlo.

Al día siguiente, llegó a caballo junto con la carreta que llevaba a su madre y su hermana y una criada que se quedaría con ellas. No dijo mucho, apenas volvió a agradecerle el favor que le hacía, y permaneció en silencio todo el resto del tiempo hasta que se despidió. Guillermo se había acercado para saludar a Julieta y a doña Juana antes de partir, y ambos cruzaron una mirada y un gesto de saludo, pero nada más.

Jacinta se había opuesto a que las Olivera se alojaran en Los Ciruelos. Jimena se había sorprendido por aquella reacción, pero su hermana le respondió que no podía olvidar lo que Martín había dicho y que le parecía ridículo e inoportuno que las obligara a semejante situación. Jimena le respondió que eso no importaba, que Clo y su madre no la habían insultado, sino Martín, y que no obtendrían nada guardando rencor a personas que no lo merecían.

Se detuvieron al llegar al puente, esperando con tensión la aparición de los ingleses.

El capitán Martín Olivera se movía en su puesto, nervioso. Ella no dejaba de mirarlo una y otra vez. Guillermo se le acercaba de vez en cuando, para comentar algo con él, ambos lucían nerviosos ante lo que consideraban una maniobra arriesgada de Liniers.

La ciudad había quedado desprotegida al dirigir todas las fuerzas al sur para enfrentar la posible invasión que llegara desde allí. No estaban preparados para luchar contra tropas experimentadas como las inglesas, y menos en tal número.

Jimena se llevó la mano al pecho para calmar los latidos de su corazón. Sintió el frío de los botones de plata y el crujido de un papel que le llenó los ojos de lágrimas.

Nadie sabía de la carta de Martín que ella llevaba dentro de la chaqueta de su uniforme. Le servía para darle calor en aquel día tan frío de julio, en que ni siquiera la enérgica caminata hasta el Riachuelo alcanzó para cambiar el color de sus dedos.

Uno de sus soldados se aproximó para ofrecerle una taza de mate cocido, que ella aceptó gustosa. Hacía tanto frío que una nube de vapor se condensaba delante de su boca cada vez que suspiraba.

La espera la volvía loca. Terminó su bebida y comenzó a caminar por el pequeño espacio en que podía desplazarse sin molestar a nadie. Tenía los ojos fijos en el grupo de hombres que se encargaba de la dirección del ejército: Liniers, Balbiani y de Elío hablaban entre sí. Jimena desviaba de vez en cuando la mirada hacia Martín, lo veía impaciente, caminando como ella, pálido por el frío que hacía, igual que todos los que los rodeaban.

Martín ladeó la cabeza hacia ella y sus ojos se encontraron.

Jimena deseó salir corriendo hacia él, esconderse en sus brazos, como había hecho el año anterior. No dejaban de observarse. Fue un momento largo, casi eterno en el que sus miradas no pudieron separarse, enlazadas en un nudo que a pesar de todo lo que habían pasado no podía desatarse. Estaban lejos pero sentían que podían tocarse.

Alguien distrajo a Martín, alguien distrajo a Jimena, y tuvieron que dejar de mirarse.

Ya se acercaba la noche helada y se ordenó que las tropas acamparan en aquel lugar. Se esperaba que los ingleses llegaran al día siguiente. La terrible espera duraría un poco más.*  *  *

Los ingleses habían desembarcado el 28 de junio de 1807 en la Ensenada y habían tenido que sortear terrenos en muy mal estado en su avance hasta las afueras de Buenos Aires. Eran muchos soldados y estaban muy cansados. Los que habían llegado desde Ciudad del Cabo ni siquiera habían tenido la fortuna de desembarcar en Montevideo. Los terrenos pantanosos de la campaña de Buenos Aires eran el primer suelo que pisaban en dos meses.

Y una vez que llegaron a los alrededores de la ciudad, el encuentro en el Puente de Gálvez que tanto esperaban las fuerzas de Liniers nunca se produjo.

El general Gower y la vanguardia británica cruzaron el Riachuelo por otro sector, conocido como Paso de Burgos, y avanzaron hacia el oeste a la una de la tarde del 2 de julio de 1807.

Al ver el movimiento de las tropas, Liniers ordenó a la caballería tratar de detener a Gower y a sus soldados, pero los ingleses reaccionaron y la dispersaron inmediatamente.

Se hizo evidente que la decisión de Liniers de dejar indefensa la ciudad por el oeste y por el norte había sido un evidente error de previsión militar. Rápidamente ordenó que la división Velazco y que la división que comandaba de Elío lo acompañaran siguiendo a los ingleses hasta los Corrales de Miserere. Probablemente los ingleses se dirigieran hacia el Camino Real que conducía hacia el oeste, la vía de acceso más directa a la ciudad, y que los conduciría directamente hacia la plaza y el Fuerte.

La ciudad había quedado mortalmente indefensa.

Las divisiones al mando de Balbiani y Gutiérrez de la Concha permanecerían en el Puente de Gálvez preparados para enfrentarse a los ingleses, cuando estos decidieran atacar Buenos Aires por el sur. El amanecer había llegado nublado e igualmente frío. Todo se había vuelto agobiante, tanta espera no podía ser buena.

Cuando al mediodía comenzaron a llegar las órdenes de Liniers, ella, al pertenecer a la división de Balbiani permaneció allí, a la espera de los británicos que parecían no querer avanzar.

Jimena vio partir a Martín a gran velocidad, sintiendo que el miedo invadía su cuerpo. Él le dedicó una última mirada y alzó la mano para saludarla, al ver que ella estaba pendiente de él.

Jimena se mantuvo firme y también alzó la mano para saludarlo, con los ojos fijos en su espalda, viéndolo marchar lentamente. Cuando desapareció de su vista, comenzó a temblar y a sollozar en silencio y fue necesario todo su coraje para no ponerse a gritar en el medio del campamento. Se había ido con Liniers hacia el oeste y sería de los primeros en combatir contra un ejército que, además de la experiencia, contaba ahora con la ventaja de la sorpresa. Estaba cansada, muerta de frío, la noche que habían pasado en el campamento había sido terrible, la comida apenas había alcanzado para todos, y la emoción que los había llevado hasta allí había disminuido considerablemente.

Pero todos tenían familiares allí, personas que amaban, parientes, vecinos, amigos. Ella no era la única que podía perder algo y resolvió que debía mantenerse firme: estaba defendiendo el lugar que amaba.*  *  *

La batalla en los Corrales de Miserere fue una derrota para las tropas porteñas y una gran tristeza para don Santiago de Liniers.

Los ingleses los dispersaron con facilidad, de tal modo que en la noche del 2 de julio, el terror se esparció por todas las calles de Buenos Aires al llegar los soldados dispersos de las tropas que había conducido Liniers.

Llegaban cabizbajos y desorientados, anunciando la derrota definitiva y que los ingleses no se detendrían ante nada. Los miembros del Cabildo, siempre reunidos, ordenaron el regreso de las milicias aún concentradas en el Riachuelo y la mayoría, desalentados por las noticias de la derrota en Miserere y muy cansados por las largas horas de inútil espera, se retiraron a sus casas.

Los ingleses, que habían desplazado al ejército porteño hasta las primeras casas de la ciudad, se detuvieron ante una orden de Gower que los obligó a replegarse. En el Cabildo, agradecieron esta decisión del enemigo y comenzaron a planificar la defensa de Buenos Aires.

Jimena y Jacinta estaban en la esquina de San José y Rosario, ayudando junto a algunos criados y vecinos mientras construían las defensas y se comentaban las noticias. Desde el Cabildo llegaba la orden de comenzar la construcción de barricadas en la ciudad.

—¿Ha llegado alguna noticia de Guillermo? —preguntó Jimena a Jacinta, una vez que ella le contó todo lo que había sucedido en Barracas y su hermana le contaba las escasas noticias que circulaban sobre la derrota de Miserere.

Hacía rato que la medianoche había pasado, pero las calles de Buenos Aires habían sido muy bien iluminadas por los habitantes y podía verse con perfecta claridad por todos lados.

Hombres y mujeres, criados, libres, esclavos se amontonaban en las esquinas construyendo las defensas con todas las bolsas llenas que encontraban a mano, en especial usaban tercios de yerba mate. Se veían grupos de catalanes que acomodaban piezas de artillería detrás de los piquetes.

—Aún no tengo ninguna noticia. Enrique llegó antes que tú, pero se fue inmediatamente hasta la plaza, donde ya comienzan a formarse de nuevo las tropas. No se sabe nada de Liniers tampoco.

Jimena se limpió las manos llenas de barro en la falda del uniforme y luego se acomodó los cabellos. Miró hacia el norte. La calle de San José estaba cubierta por una multitud de gente que caminaba, hablaba a los gritos, acomodaba bolsas de cuero rellenas de tierra y entre ellos se prestaban escaleras para subir piedras a las azoteas con las que acribillar a los ingleses cuando avanzaran sobre la ciudad. El cuartel de los Patricios estaba cerca y podía verse perfectamente la agitación del lugar.

Dos figuras altas que ella conocía demasiado bien se fueron perfilando cada vez mejor entre todas las personas, uniformadas o no, que circulaban por las calles. Martín y Guillermo avanzaban caminando a gran velocidad con la vista fija en la delgada figura de azul que empezó a correr hacia ellos, tropezando con alguna señora que cargaba piedras o algún esclavo que sostenía a su señor, presa del miedo.

Cuando llegó hasta ellos, ya no pudo contener más las lágrimas. Se llevó las manos a la cara y se dobló sobre sí misma. Jacinta, que había salido corriendo detrás de ella, la abrazó.

—Vamos, Jimena, ambos están bien. Ya no te preocupes más.

—¡Jimena! —saludó Guillermo—. ¡Aquí estamos! Como puedes ver todavía tiene la cabeza sobre los hombros, lista para que tú se la arranques.

Ella se rió nerviosamente. Jacinta se abalanzó sobre Guillermo para abrazarlo y comprobar que no tenía nada. Jimena avanzó hacia Martín y, aunque quería abrazarlo con todas sus fuerzas, ahogarlo entre sus brazos, se detuvo a dos pasos de él.

El pantalón blanco de su uniforme estaba embarrado y había perdido el sombrero con la pluma que los distinguía, al igual que Guillermo. No estaba herido, a diferencia de Guillermo, quien tenía un vendaje en una de sus manos.

—Solo es un rasguño, no sucede nada —afirmó él cuando Jacinta le sostuvo la mano, examinándole la herida.

Martín no decía nada. Su mirada vagaba por las casas y las personas que se movían por la calle de San José preparando las defensas. Jimena no despegaba sus ojos ansiosos de él, no podía hacerlo por más que lo intentara. Había permanecido un paso más atrás, con expresión reservada, como si no deseara interrumpir la intimidad de la familia. Notaba que Jimena no podía quitar los ojos de él, pero no le devolvía la mirada.

—¿Qué sucedió, Guillermo?

Ávila se llevó la mano vendada a la frente, limpiándose el sudor que caía de ella.

—Sucedió que eran más que nosotros y con mejores armas. Y que nos sorprendieron, a pesar de que llegamos a Miserere antes que ellos. Por fortuna se detuvieron antes de ingresar a la ciudad. No hubiésemos tenido tiempo de organizar estas defensas.

—Enrique volvió a la plaza, ¿se formarán las tropas allí? —preguntó ansiosa Jacinta.

—Enrique pasará la noche haciendo guardia. Manda a decir que no te preocupes. Nos enviaron a nuestras casas a dormir. Mañana por la mañana volveremos a reunimos para completar las defensas. Álzaga planea fortificar la ciudad a partir de las barricadas y evitar de todas maneras que lleguen al Fuerte.

—¿Desean comer algo? —preguntó Jimena mirando a Martín.

Él la miró sorprendido, pero superando la sorpresa avanzó dos pasos y le agradeció la invitación.

—No gracias, debo volver a mi casa.

—En su casa no hay nadie, capitán Olivera —le respondió ella sosteniendo su mirada.

Jimena tenía razón y lo cierto era que Martín no quería alejarse de allí, pero se sentía extraño al aceptar la invitación de Jimena.

—Tenemos comida suficiente para los cuatro. Jimena aún no ha comido. Desde que llegó está organizando las defensas. Tal vez puedas insistir y hacer que coma, Guillermo.

—Lo intentaré —murmuró él con una sonrisa ausente que indicaba que, por un momento, había pasado por su mente un pensamiento preocupado hacia su mujer y su hijita.

Jimena lo vio y se acercó hasta él para abrazarlo.

—Ellas estarán bien, te lo prometo. Estaba Juan con ellas y la criada de las Olivera. Mi madre y Bernarda no permitirán que les pase nada.

—Lo sé —murmuró él con los ojos brillantes por lágrimas que no se formaban—. Lo sé.

Entraron a la casa y las hermanas se dirigieron inmediatamente a la cocina para llevar el guiso de carne que habían dejado caliente en las brasas casi apagadas de la caldera.

Todos comieron en silencio, el cansancio comenzaba a invadirlos. La batalla para unos, y la larga y tediosa espera para otros había sido desesperante, y los ánimos, por más que intentaran mantenerse optimistas, estaban muy decaídos.

Guillermo fue el primero en terminar y se levantó.

—Prometí estar en el cuartel para hacer guardia, los soldados estaban más cansados que yo. A las seis de la mañana, me relevarán y entonces iré a mi casa a dormir. Espero tener tiempo suficiente como para recobrarme.

—¿Piensas que atacarán pronto?

Guillermo alzó los hombros.

—No lo sé. Parecía que iban a avanzar arrasándolo todo y de pronto se detuvieron. Fue una bendición contar con un poco más de tiempo.

—Iré contigo —anunció Jacinta con una voz que no admitía réplica. —Intentaré ver a Enrique. Luego encontraré a alguien que me acompañe hasta aquí.

Guillermo le ofreció un brazo y después de un saludo y una breve mirada de cariño a Jimena, ambos salieron de la habitación.

Martín se puso de pie.

—También debo irme.

Jimena no se levantó. Alzó los ojos y contempló la enorme figura de Martín que aun en un momento tan difícil y complicado como aquel, la hacía sentir enamorada.

—Puedes quedarte y descansar un poco, hay varias habitaciones vacías. Y con Jacinta preparamos dos bateas con agua caliente. Puedes utilizar una si quieres asearte.

Los ojos de Martín reflejaron la duda en su interior.

—¿Deseas que me quede?

—Tú me conoces bien: no te lo diría si no quisiera que te quedaras. No hay nadie en tu casa y aquí tienes todo lo necesario para descansar un poco.

Martín aceptó la propuesta. Jimena le ofreció la habitación de Enrique para que se lavara y durmiera, lo que él agradeció con breves palabras antes de desaparecer detrás de la puerta.

El agua caliente se sintió maravillosa sobre el cuerpo dolorido y frío de Jimena. Estaba en su habitación, sin dejar de pensar en que más allá del patio, estaba Martín haciendo lo mismo que ella, tratando de quitarse de encima los dolores de la batalla. Cuando se sintió lo suficientemente limpia, se envolvió en un camisón grueso de algodón y el mantón de lana blanca del que nunca se desprendía en las noches de invierno.

Vio la caja de abanicos sobre la cama. Allí la había dejado la última vez al sacar de su escondite la carta que Martín le había enviado. Le había hecho prometer a Julieta que no le diría a nadie que esa carta había llegado y había cerrado con llave la caja para que su hermana menor no tuviera acceso a ella sin supervisión.

La había leído tantas veces que se la sabía de memoria. Podía recitar cada una de sus frases en la oscuridad de su habitación, tal como él decía que pronunciaba su nombre.

Al principio la carta la había ofendido. ¿Esperaba él que con esas palabras ella se derritiera y corriera a sus brazos para perdonarlo?

Jimena no deseaba disculparlo, no deseaba verlo ni sentirse cerca de él ni un instante. Al recibir la carta, la había leído y, furiosa, la había escondido en la caja de los abanicos, dispuesta a no volver a leerla nunca más.

Al poco tiempo se había dado cuenta de que esconderla con sus abanicos había sido una tontería. O quizás la verdad. Amaba sus abanicos y todavía amaba a Martín tanto que le dolía.

Pero no fue hasta que él le pidió que permitiera que su madre y su hermana se alojasen en Los Ciruelos que se dio cuenta de que él no esperaba nada de ella, que todo lo que había escrito había sido verdad y que se sentía apenado por haberla insultado de aquel modo.

No quería guardarle rencor, no había lugar en su corazón para ese sentimiento hacia Martín, de modo que aceptó el pedido, aun bajo las protestas de Jacinta quien sí se sentía resentida con él.

Las miradas que habían cruzado en el campo cerca del Riachuelo le habían demostrado que aún se amaban, que de alguna manera habían logrado sobrevivir a aquella tormenta, que eso los había fortalecido a ambos y que tal vez hubiera un futuro para ellos.

Una esperanza.

Si ella se decidía a decir algo.

Deslizó lentamente los pies por la cama hasta que llegaron a tocar el piso y dejó el mantón sobre una silla. No le importó estar descalza. Lo que iba a hacer era mucho más dificultoso que soportar el frío de la noche.

Martín estaba caminando por el patio, rumbo a la habitación de Enrique; estaba descalzo, vestido con los pantalones negros del uniforme y una camisa blanca suelta por encima de ellos.

Se quedó paralizado al ver a Jimena. La ansiedad le llenó el cuerpo, y también el deseo. Hacía tanto tiempo que no la veía, que encontrarla en camisón en el medio de un patio solitario, protegidos solamente por las ramas de un limonero, aumentaba la pasión que sentía por ella. Jimena lo miraba sin rencor en sus ojos, aunque seria, con los labios entreabiertos y las mejillas enrojecidas. Se restregaba los pies uno contra otro y parecía a la espera de que algo sucediera.

—Llevé la batea a la cocina —murmuró él con la intención de matar aquel silencio que se volvía cada vez más y más caluroso a pesar del frío de julio.

Jimena asintió.

Martín dio unos pasos hacia ella. Jimena retrocedió, no por miedo, sino porque no esperaba sentir el torrente de emociones que cayó sobre ella al percibir el movimiento de su cuerpo, de sus piernas sobre todo. Aunque cubiertas por la tela, podía adivinar sus muslos bajo ella y recordó lo encendida que se había sentido al recorrerlos con sus dedos.

Martín se detuvo al ver su retroceso.

—No podría lastimarte —susurró asustado de lo que ella pudiera pensar.

Jimena negó con la cabeza y el movimiento de los bucles negros sobre sus hombros desesperó a Martín. La amaba más que a su vida, pero no diría ni una palabra sobre eso hasta que ella se lo permitiera.

Se acomodó el cabello detrás de la oreja, nerviosa. Y luego se decidió a hablar:

—Recibí tu carta.

—No tienes que responder nada —le contestó él inmediatamente—. Solo expresaba lo que sentía. Y te pedía disculpas.

—No hubiera sabido qué responder a una carta como esa —dijo Jimena con sinceridad.

Martín alzó los hombros y sonrió.

—La escribí bajo los efectos de la golpiza que me dio Ávila, tal vez fuera un poco extraña.

Jimena también sonrió.

—Él también quedó malherido. Si Paula no hubiese estado todavía débil por el parto, te hubiera buscado, te lo puedo asegurar.

Él volvió a mirarla tratando de dar a sus palabras un mayor significado.

—¿Ella también me hubiera golpeado la mandíbula?

Esta vez Jimena rió y su risa fue un adorable bálsamo para las heridas del cuerpo y el corazón de Martín. Se había acercado hasta él y ahora estaban muy juntos, aunque sin tocarse, bajo la luz azul de la luna de julio, brillante y helada.

—No —respondió ella con un susurro cálido, casi una caricia en la piel de Martín—, Paula no proporciona esa clase de castigos. Sus enojos son más bien verbales. Pero te puedo asegurar que igual de dolorosos.

—Guillermo Ávila y tu prima parecen ser una pareja muy particular.

—No más que tú y yo —respondió Jimena con voz cálida y con la mirada fija en sus ojos.

Ambos quedaron en silencio, gozando del eco silencioso de aquellas palabras pronunciadas por Jimena.

—Lamento no haberte dicho que...

—Quisiera que hoy no hubiese recriminaciones, Martín. Estamos en guerra con los ingleses, entonces establezcamos una tregua tú y yo. Esta noche no hablemos de lo que sucedió. No hablemos de eso ni de nada parecido. No sabemos qué puede suceder mañana. Solo disfrutemos que esta noche estamos juntos.

Martín la miró, preguntándose si podría hacer eso de alguna manera. Olvidarse de todo, sin pensar en los demás y en todas las obligaciones que sentía hacia ellos.

Jimena le tendió una mano, Martín la tomó disfrutando de la suavidad de su piel y del contorno de sus dedos. Su mano era una especie de universo pequeñito y privado, solo para él. Se sintió posesivo: nadie más que él tendría el derecho de disfrutar de la mano de Jimena Torres. ¿Habría alguna manera de lograr que esa mano fuera de su propiedad?

—¿En qué piensas? —preguntó Jimena mientras avanzaban lentamente por el patio en penumbras.

—En que estoy considerando conquistar tu mano. ¿Crees que habría alguna manera de hacer que fuese de mi propiedad exclusivamente?

Ella se detuvo y lo miró sonriendo.

—¿Y si yo quisiera estar lejos? ¿No crees que habría algún problema verdaderamente difícil de solucionar?

Martín tiró de su mano, acercándola hasta él. Casi se tocaban en la oscuridad, pero esa promesa de contacto era más estremecedora que cualquier roce verdadero.

—Tú no quieres estar lejos de mí —le susurró al oído—. Y si quisieras ir a cualquier lugar, yo te seguiría. Nunca estaríamos lejos.

Jimena tembló al sentir en sus oídos la caricia de sus voz ronca. La respiración se le aceleró, al tiempo que los latidos de su corazón resonaban en cada rincón de su cuerpo. Por supuesto que no quería separarse de Martín, era feliz cuando estaba junto a él. Le sonrió en la oscuridad y ella vio también su sonrisa.

Cuando estaban en la penumbra no se cuestionaban. No lo habían hecho un año atrás y no lo hacían ahora. Eran solo ellos dos adivinando el cuerpo del otro en la oscuridad.

Buscó en el aire la tela de su camisa hasta encontrarlo, apoyó levemente sus dedos, disfrutando de la firmeza del cuerpo que había debajo. Sintió que Martín se inclinaba sobre ella. Luego un roce en su mejilla. Luego un beso en la piel sensible de su cuello.

Su aliento le acarició la piel y desde su entrepierna se irradió un estallido de placer arrebatado, desesperante, que la hizo apretarse contra él para recibir el calor de su cuerpo, los temblores de su excitación, el palpitar acelerado de su corazón bajo la fina camisa de su uniforme.

Martín la abrazó con fuerza, como si quisiera hacer que sus cuerpos se fundieran en uno solo, presionando con fuerza las manos en su cintura, alzándola para acceder mejor a los besos que ella había comenzado a depositar en su boca. La dejó besarlo, acariciar con sus labios la barba crecida, mordisquear su mandíbula y volver a besarlo nuevamente. Cuando sus bocas volvieron a encontrarse, él tomó la dirección, deslizando una mano desde su cadera, lentamente por la espalda, causándole placenteros escalofríos en el vientre, hasta su nuca, donde la tomó con fuerza, la llevó hacia atrás, inclinándola levemente hacia un lado, y comenzó a besarla él, recorriendo sus labios, jugando con su lengua, disfrutando de su textura.

Jimena se arqueaba entre sus brazos, suplicándole silenciosamente caricias más íntimas. Si hubiera sido verano, ni siquiera lo hubiese dudado, ambos estarían deslizándose por las baldosas del patio, con la piel desnuda como única vestimenta. Pero hacía frío y debían encontrar algún lugar más cálido, aunque no tuviera más fuerzas para desplazarse.

Entreabrió los ojos y vio la tenue luz de la habitación de Jimena. Una luz cálida, invitadora, que les proporcionaría cobijo en aquel momento en el que ninguno de los dos podría protegerse. Estaban vulnerables ambos, confiando en el cuerpo del otro, en las sensaciones que podían darse, recibir y sentir.

Separó las piernas de Jimena y la apremió a que rodeara con ellas su cintura. Comenzó a caminar lentamente hacia la habitación, mientras Jimena se apretaba contra él, besándolo. Se oían los gemidos que salían de sus gargantas, mezclándose en el murmullo de los sonidos de la madrugada. Los gritos de la calle habían desaparecido y no se escuchaba otra cosa que los jadeos ansiosos de Martín y los profundos gemidos de Jimena.

Entraron en la habitación, Martín cerró la puerta de una patada con la bota y se desplomaron en la cama, vencidos por la excitación. Jimena, de espaldas, no había bajado sus piernas de la cintura de Martín y no deseaba hacerlo. Sentía su miembro presionando contra su pierna, causándole oleadas de placer tan grandes que pronto estallaría en un grito, aun cuando él no estuviese dentro de ella. Martín también estaba llegando rápidamente al punto máximo de la agonía sensual, y aunque quiso prolongarla más, la voz ronca de Jimena le suplicó apremiante que se diera prisa.

Llevó la mano a uno de sus pechos, disfrutando de su forma, provocándole un placer enloquecedor al jugar con sus pezones, haciéndola arquearse hasta que gritaba su nombre como una súplica. Le quitó rápidamente el camisón, sintiendo la suavidad de su piel en cada camino que sus dedos dibujaban al desplazarse lentamente hacia arriba. Se detuvo en su vientre, dibujó círculos sobre la piel blanca y caliente, subió hacia los pechos y se inclinó para lamerle la rugosidad de los pezones. Jimena sentía que la piel áspera y caliente de sus manos le quedaba marcada en las piernas, las caderas, la cintura. Apenas podía respirar y jadeaba desesperada cuando él se separó para quitarse la ropa.

Cuando sus cuerpos volvieron a encontrarse, fue un alivio profundo, pero aún no el que ambos buscaban desesperadamente. Martín se colocó sobre ella, penetrándola con fuerza, comenzando a moverse al instante. Jimena se movió contra él, ardiente, ávida del placer que ya se aproximaba. Lo tomaba por la nuca, recibiendo las embestidas de Martín, saliendo a su encuentro elevando las caderas, aceptando su ritmo creciente, clavándole las uñas al escuchar su nombre pronunciado con aquella voz tan grave que ella amaba tanto, haciéndola llegar al orgasmo un instante antes que él, gritando de placer los dos al mismo tiempo, mientras suplicaban en vano que aquel momento fuera eterno.