CAPITULO 7
La hora de los Jinetes
Celina no era feliz.
La Señora de los Jinetes de La Llanura había sufrido la peor de las pérdidas hacía unos meses y de la peor manera posible. Tras la muerte de su hijo Perk a manos de Trok, su marido, el Invierno se había instalado de forma indefinida en el corazón de la mujer bárbara. Sus cabellos encanecieron rápidamente y sus ojos perdieron el fuego que antes era una de sus señas de identidad.
Sin embargo era ahora la Madre de todas las tribus bárbaras, el título que le habían otorgado tras los trágicos acontecimientos que dieron con la muerte de su hijo y el destierro de Trok para siempre de La Llanura. Como tal debía cuidar de los suyos y más en aquellos tiempos de necesidad.
Tras la marcha del príncipe Eric de Kirandia, las cuatro tribus, que ahora eran cinco, se habían reunido en Erebor, donde celebraron un consejo como no se había visto otro tras los muros de aquella ciudad desde los tiempos de Arkonis y Andrómeda, los líderes bárbaros en los tiempos de las Guerras de Hierro.
Cular, el más anciano de todos los Desterrados, tomó la palabra en primer lugar:
- Estamos aquí para dar la bienvenida a este lugar a nuestra nueva Señora -anunció, con una voz más poderosa de lo que ninguno podría creer en un hombre de semejante edad-.
Celina, ¿querréis presidir nuestra Asamblea?
Ella había respondido:
- No en este lugar, Cular, ese honor será siempre tuyo mientras estemos en Erebor -se ganó un murmullo de respeto entre todos los presentes con aquellas palabras-. Corren tiempos difíciles para todos –continuó diciendo-. Como dije hace poco, es hora de cambios. En estos tiempos de guerra, ningún hombre debe ser menospreciado, y yo os digo aquí y 355
ahora que jamás un hombre volverá a ser un Desterrado por matar a un caballo, tal y como dictaban las Leyes de La Llanura. Los dioses pusieron a los hombres por encima de los animales, y así debe ser siempre.
Sus palabras causaron un gran revuelo.
- Mi señora -intervino entonces Mandelein, jefe de la tribu del Agua-. Con vuestras palabras os habéis ganado el derecho que no logró vuestro hijo con la espada. Estoy a vuestro servicio.
- Y yo -dijo Jarkin, jefe de la tribu del Fuego.
- Yo también -añadió Kerrin, jefe de la tribu de la Tierra.
Pero eso no era todo.
- Desde el día de hoy ya no habrá más tribus en La Llanura –
continuó diciendo con toda firmeza- ¡Somos los Jinetes de La Llanura, y unidos permaneceremos!
Sus palabras suscitaron un gran clamor que había traspasado los muros de Erebor incluso, imponiéndose por unos instantes al sonido de la tormenta.
Así quedó constituida la nueva Ley de La Llanura, y muchos Desterrados fueron perdonados. No todos, por supuesto, ya que los que realmente eran criminales fueron expulsados de La Llanura, como lo había sido Trok.
Después de aquello se presentaron problemas más acuciantes, ya que las tormentas estaban destrozando a los bárbaros, nómadas como eran, y la comida estaba empezando a escasear.
- Los uros no encuentran el sustento necesario para vivir tan al Norte -dijo Mandelein-. Sería mejor que nos trasladáramos al Sur.
Así lo habían hecho. Abandonaron el bosque de Throgrim, donde habían estado hasta entonces. Al sudoeste de La Llanura se extendía una pequeña zona que quedaba bastante resguardada de las tormentas, por lo que se guarecieron en ella como pudieron. Los uros encontraron más pastos allí y los bárbaros, tal y como habían hecho muchas otras veces, sobrevivieron.
Hasta que hacía unos días las nubes negras se retiraron del cielo y el sol volvió a aparecer ante sus ojos.
Fue uno de los pocos momentos en que Celina olvidó sus penas y salió fuera de su tienda con todos los demás a gritar y festejar aquel milagro de los dioses. Todavía no tenían noticia de que algo más al Norte, el joven rey de Kirandia acababa de salir de la Torre del Crepúsculo donde Orión, el dios de hierro, había accedido a sus plegarias y alejado las nubes negras de Mitgard.
Unos días después el ejército del Supremo Rey Kelson acampó junto a ellos, y Celina pudo por fin hablar con el soberano señor de Mitgard por primera vez desde antes de que comenzara la guerra.
- Me alegra veros de nuevo, Alteza –saludó respetuosa-. Esta vez en una situación más favorable que la anterior.
- Así es, mi señora -respondió él-. La última ocasión que nos vimos yo me dirigía a hacer la guerra contra Kirandia. Hoy regreso como aliado frente a un enemigo común -su semblante se tornó serio-. Siento la pérdida de vuestro hijo.
Ella se puso tensa.
- El hombre que lo mató recibió su castigo -respondió-.
Nunca más volverá a pisar La Llanura.
Kelson asintió impresionado por su dureza y sin más preámbulos le puso al corriente de las últimas noticias.
- Doy gracias, pues, al rey Cedric -exclamó ella al fin, al conocer la verdad de lo sucedido-. Nos ha salvado a todos.
- Así es -contestó el monarca-. Su hermano ha partido hace unos días hacia el Oeste. Si los dioses nos sonríen llegarán a la tierra de los primeros hombres librándonos del Mal que ha provocado todo esto.
- ¿Y qué pasa con el joven Jack? -dijo ella-. Confieso que estoy un poco sorprendida con todo lo que me habéis contado sobre él.
Kelson torció el gesto.
- Se me escapó de las manos -fue todo cuanto dijo-. Espero que esté bien, ese chico es nuestra última esperanza –tras una serie de comentarios corteses, se despidió-. He de volver mañana a mi tierra, señora, llevo mucho tiempo alejado de 357
ella. Pero pronto regresaré y será entonces el momento de tomar decisiones.
- Os estaremos esperando, Alteza -respondió ella.
Luego Celina regresó con los suyos a seguir con sus tareas. Así hasta aquel día, cuando poco después del amanecer, un excitado bárbaro entró en su tienda.
- Madre, hay un jinete fuera que dice llegar de Kirandia -dijo hecho un manojo de nervios-. ¡Oh, mi señora, sal a ver su montura!
Intrigada salió de su tienda observando que se había formado un numeroso grupo de curiosos en torno a algo que no logró atisbar entre la muchedumbre.
Le abrieron paso, como correspondía, y cuando llegó a la causa de aquel alboroto se llevó dos sorpresas.
La primera fue contemplar el magnífico caballo alado como no había otro en aquellos parajes. Ellos eran los Jinetes de La Llanura y un caballo era poco menos que sagrado, por eso valoraban más aquel prodigio. La segunda fue descubrir que el jinete de aquella extravagante montura era Jack.
- ¡Por Gwaeron, Jack! -exclamó, los ojos abiertos por el asombro-. ¡¿De dónde sales?!
- Me alegro de veros, Celina -dijo él con semblante serio y grave. Había madurado mucho desde la última vez que le viera-. Siento ser tan brusco pero no hay tiempo para saludos -
alzó una mano y, cosa curiosa, todos callaron para oírle hablar-. ¡Os traigo malas noticias, Jinetes! ¡Un ejército de la Oscuridad entró hace unas horas en La Llanura y se dirige hacia Erebor!
Gritos asustados y excitados. Celina se quedó helada, pero fue durante un instante, enseguida supo qué debía hacer y se hizo cargo de la situación.
- ¿Hacia Erebor, has dicho? ¿Cuándo llegarán?
- Poco antes del atardecer, Celina -contestó, con la impotencia reflejada en sus ojos-. Debéis daros prisa para refugiaros en Erebor, mucha prisa.
¡Poco antes del atardecer! Necesitarían todos ellos tener caballos voladores como el de Jack para poder llegar a tiempo.
- Cedric cabalga en estos momentos con su ejército desde Kirandia -informó Jack-. Me ha dicho que os reunáis con ellos en la propia Erebor. Tenéis que hacerlo antes de que llegue el ejército de Dagnatarus.
- No llegaremos a tiempo, Jack -contestó ella.
- Tenéis que llegar, Celina -Jack la cogió con fuerza del brazo-. Si La Llanura cae, estaremos perdidos.
Se miraron durante unos segundos. Finalmente Celina asintió con un gesto brusco.
- Trataremos de llegar -respondió-. ¿Cabalgarás junto a nosotros?
- Lo haré -contestó Jack.
- Bien -Celina buscó con la mirada y encontró a Mandelein, Jarkin y Kerrin, los antiguos jefes de las tribus bárbaras-. ¿En cuánto tiempo tendréis listos a vuestros hombres?
- Imposible antes de un par de horas -respondió Mandelein.
- Que sea una -dijo ella inexorable. Su semblante parecía esculpida en roca, en consonancia con la gravedad de su voz-.
Dentro de una hora partiré hacia Erebor con los que me sigan.
El enorme campamento de los bárbaros estalló en un frenesí incontrolado: jinetes que pedían a gritos sus monturas, hombres que sacaban sus armas a relucir -todas ellas de hierro, pues no podría ser de otra forma ante el Enemigo que les esperaba-, jefes que llamaban a voces a sus hombres. Una hora después, Celina montaba a horcajadas de su caballo y Jack lo hacía a lomos de Perserión, a su lado.
- ¡Hombres y mujeres de La Llanura! -gritó ella, alzando su espada-. ¡Nuestro hogar está amenazado! ¡Que el Enemigo tiemble ante nuestras espadas! -por fin gritó las palabras-. ¡La hora de los Jinetes ha llegado!
Y el ejército de La Llanura respondió con un estruendoso rugido, espoleando a sus caballos para no perder la estela de la Madre que los guiaba.
Ni un solo bárbaro quedó atrás.