CAPITULO 8
La Fiesta Roja
- ¿Un poco más de vino, mi señor?
Cedric rechazó la copa con gesto hosco. Casi al instante se arrepintió de haber actuado así, viendo al joven paje -apenas un crío de doce años- retirarse con aspecto compungido. No tenía la culpa del nerviosismo del rey de Kirandia, pero pese a que había intentado relajarse Cedric supo que no estaría tranquilo hasta que todo terminase.
Impedir que el Supremo Rey beba el vino. Acusar al Dorado de intento de asesinato. Detenerle y brindar por el nuevo año. Ojalá fuera tan simple como eso, pero a medida que iban entrando los comensales al enorme salón del trono de Kirandia, dispuesto para la ocasión, sentía que algo iba a salir mal.
De momento nada auguraba que aquella noche fuese a terminar de la forma en que lo iba a hacer. Caballeros y damas de la corte llegaban sin cesar llenando el atestado salón del trono del palacio real de Gálador. Cedric vio también muchos más soldados de lo habitual, tanto suyos como del Supremo Reino, y aquello le tranquilizó.
Todavía quedaba una hora para la medianoche y el comienzo del nuevo año, así que tenía tiempo para relajarse unos minutos. Un placer del que no había podido disfrutar en los últimos tiempos.
“Dioses, si hubiese sabido que esto es tan duro nunca habría querido ser el primogénito”. Había crecido con la certeza de que él heredaría algún día el reino que era de su padre, y para eso había sido entrenado. Siempre compadeció a Eric por ser el segundo, pero ya no estaba tan seguro de ello.
Un rey demuestra su valía sobre todo en los tiempos más difíciles. Eso le repetía su padre, el rey Alric, en numerosas ocasiones. Y es que según él era muy fácil gobernar cuando 239
todo estaba de cara, pero los auténticos reyes se daban a conocer en momentos como aquél.
Incluso a pesar de que estaban en una sala llena de gente se oían desde el exterior los truenos y el aullido del viento. Otro tema del que tendría que ocuparse y cuanto antes.
Muchas noches había pasado en vela tratando de imaginar cómo encontrar un método para detener las tormentas. Pero sentía que la solución estaba más allá de su alcance.
Levantó la cabeza y no vio a ningún miembro del Consejo de Magos. Mentor los había reunido desde hacía varias semanas. Según sus informes trabajaban sin descanso para hallar algo que pudiera ayudarles. Incluso a Dezra apenas la había visto en los últimos días. Eran su única esperanza. Lo único que les quedaba.
La pregunta que no dejaba de hacerse era: ¿Y si eso también fallaba, qué? Suspiró y se miró con amargura el muñón. Si aquello no tenía éxito cualquier cosa podría ocurrir.
Todo parecía apuntar a que una catástrofe similar ocurrió en la tierra de los primeros hombres hacía mil doscientos años. Si de verdad aquello se podía repetir en Mitgard, habría que plantear lo que se cernía sobre el último consejo celebrado con el Supremo Rey: La rendición.
¿Rendirse a Dagnatarus? Ni siquiera eso sonaba ya a disparate, tal y como estaban las cosas.
- El Supremo Rey parece tranquilo -dijo una voz a su lado.
Levantó la cabeza y vio a Lorac a su lado.
- No tiene por qué ser de otro modo -contestó él, levantándose de su asiento-. No le hemos dado ningún indicio de lo que los Hijos del Sol planean hacer esta noche.
Cedric miró hacia donde estaba su Alteza, rodeado de varios de sus nobles de mayor confianza. Kelson, al igual que el propio Cedric, era rey, y sobre él pendía en aquellos oscuros tiempos una enorme responsabilidad, pero no daba la impresión de sentirse especialmente infeliz en aquellos instantes.
“Es más listo que yo -se dijo a sí mismo Cedric-.
Kelson sabe que en este momento no hay nada que él pueda 240
hacer para arreglar la situación. Entonces, ¿por qué no relajarse y disfrutar del momento? No todas las noches son Fin de Año”.
Es lo que debería hacer él, pero se sentía incapaz y menos sabiendo lo que se estaban jugando.
- Vamos, mi señor -le invitó Lorac, y hasta logró esbozar una débil sonrisa-. Acompañemos a los demás. A partir de ahora estamos en manos de los dioses.
Los mismos dioses que parecían haberles abandonado.
Sin embargo Lorac tenía razón. Hasta un rey tenía derecho si no a divertirse, al menos a tomarse un respiro. Así pues se dirigió hasta donde estaban los demás. Por el camino saludó a varios nobles y damas de su corte, se detuvo a hablar con un general de su ejército, y finalmente llegó hasta donde estaban los que hasta hacía poco habían sido considerados proscritos por la sociedad.
Allí se encontraban su propio hermano Eric, la muchacha Karina, siempre con su rostro oculto bajo una capucha para tapar las terribles heridas, el silencioso Valian, el amable Tarken, el valeroso Lorac, y hasta él mismo había sido un traidor a ojos del Supremo Reino. Luego había llegado Dagnatarus con hierro, fuego y gritos, y partir de entonces todo lo demás había dejado de tener sentido.
- ¿Alguna novedad? -preguntó sin más preámbulos.
- De momento nada -fue Eric el que contestó. Cedric vio que a su lado Karina parecía mucho más nerviosa de lo habitual.
- Tranquila, amiga mía -le dijo cogiéndola del brazo-. Espero que todo salga bien.
Ella se soltó bruscamente.
- Por favor, dejadme tranquila -pidió, con voz gutural-. Se lo estaba diciendo a Eric cuando llegaste. Estáis todos pendientes de mí, y eso me hace más mal que bien. Creo…, creo que ahora sé cómo se sentía Jack a veces.
- La responsabilidad es una pesada carga -comentó Tarken con voz suave. Junto con Valian era el que estaba más relajado de todos, o al menos esa impresión daba.
Se produjo un momento de silencio entre los seis. Pero aquel breve instante pasó, fugaz, cuando Valian levantó la vista y dijo:
- Ya vienen.
Cedric se estremeció girándose para contemplar a los recién llegados. El Dorado resplandecía con su túnica de gala, pero no fue eso lo que le sorprendió, sino que treinta de sus Hijos del Sol le acompañaban. De hecho, su presencia despertó algunos murmullos sorprendidos pero Galior les lanzó una mirada desdeñosa.
- Habrá problemas -dijo Lorac en un susurro tenso-. Hay tantos Hijos del Sol como soldados de los nuestros.
- ¡Mierda! ¿Por qué? -Cedric comprobó asqueado como el Dorado se acercaba a saludar al Supremo Rey con una sonrisa en la cara. ¡Dioses, aquel hombre no tenía ningún reparo en mirar a los ojos al hombre al que planeaba asesinar en unos instantes!
- No quiere imprevistos -respondió Valian, y se aseguró de que la espada estaba en su sitio.
- ¡No, Valian! -Cedric sacudió la cabeza desesperado-. No debe correr la sangre, si es posible. Estamos en el salón del trono del palacio de mi padre, y el propio Supremo Rey se sienta a mi mesa. ¡Por todos los dioses, aquí jamás!
Valian intercambió una mirada tensa con el rey de Kirandia. Por un momento nadie dijo nada, hasta que finalmente Valian asintió lentamente con la cabeza.
- Que los dioses os escuchen, mi señor -murmuró en voz baja.
Cedric se dio cuenta de que respiraba agitadamente, y los demás le miraban preocupados, su hermano el primero.
“Debo calmarme, o lo echaré todo a perder”.
- Mi padre no está entre ellos -observó Karina, alzando la cabeza y buscándole entre los Hijos del Sol presentes, que en esos momentos se estaban repartiendo por la sala.
- Estará preparándole la copa a su Alteza en las cocinas -dijo Tarken con gesto hosco.
Karina soltó un suave suspiro que casi sonó como si fuera un sollozo.
- Aún no puedo creer que sea capaz de… -Karina apretó los puños con fuerza-. Nada le importa desde que le dije esas cosas. No debí…, no debí hacerlo.
- ¿De qué hablas, Karina? -preguntó Eric.
- Cuando volvimos aquí, después de haber encontrado a Venganza, fui a hablar con mi padre. Le dije cosas horribles, pero… estaba furiosa.
- ¿Qué cosas horribles?
- Pues que no quería volver a saber nada más de él.
- ¡¿Eso le dijiste?! -Cedric la agarró con fuerza por los hombros-. ¡Por todos los Infiernos, muchacha, que todo salga bien dependerá del amor que tu padre tenga por ti!
- Ya es demasiado tarde -dijo Valian.
Cedric se volvió, y entonces vio a Justarius, el padre de Karina, entrar en la sala. Y poco después, casi al instante, entraron varios camareros, llevando numerosas copas sobre las bandejas.
- ¡Mierda!
Fue lo único que le dio tiempo a decir. Poco después vio que el Supremo Rey le reclamaba. Así pues, había llegado el momento de jugarse el todo por el todo. Tomó aire y fue hacia donde le llamaban.
Kelson estaba rodeado de varios de sus nobles de mayor confianza, también los caballeros de Kirandia estaban presentes, y muchas de las damas de la corte, que reían encantadas. Cedric sintió repulsión hacia el Dorado al verle a pocos metros de donde el Supremo Rey sonriendo cordialmente.
- Ha llegado el momento del brindis, rey Cedric -exclamó Kelson cuando el joven monarca llegó a su altura.
Se dio la vuelta y allí estaban. Multitud de camareros les sirvieron a cada uno una copa. Había muchas porque ellos también eran muchos, y una de esas copas estaba envenenada.
- Las campanadas -gritó alguien.
Se oyeron risas y carcajadas. El ambiente era festivo y relajado para todos los presentes en la sala menos para ellos seis. Sin saber cómo Cedric se encontró de repente con una 243
copa de vino en la mano, ¡y a su lado el Supremo Rey tenía otra!
- ¡Un brindis!
El tiempo pareció ir muy despacio para Cedric en ese momento. Como si de un sueño se tratara, vio a Kelson alzar una mano para imponer silencio.
- Ha llegado el momento de brindar por el nuevo año y la derrota de nuestros enemigos -dijo a todos, izando su copa.
Cedric y el resto de los presentes levantaron la suya.
Sus ojos no veían más que caras sonrientes y gritos de júbilo.
Observó el rostro del Dorado, y por un instante -una fracción de segundo- vio su semblante tornarse en una mueca de satisfacción al mirar al Supremo Rey levantar su copa. ¿Dónde estaba Karina? El Supremo Rey se acercó la copa a sus labios.
Cedric dejó caer su propia copa al suelo. Cerca suya alguien gritó con fastidio. ¡Dioses, ya no había tiempo! En ese momento una sombra fugaz se interpuso entre el monarca y él.
- ¡Alto, mi señor!
El grito resonó con fuerza en la sala, imponiéndose al resto de sonidos de la sala. Cuando Cedric pudo ver algo, vio que Karina se había adelantado a los demás, y en esos momentos sujetaba con fuerza el brazo de un sorprendido Kelson que sujetaba la copa. Todo el mundo se quedó quieto y asombrado.
El instante pasó fugaz. Como salidos de la nada, varios soldados de Angirad se adelantaron, e incluso algunas espadas fueron desenvainadas.
- ¡Apartaos del rey!
- ¡Mirad que no lleve armas!
Varios soldados cogieron a Karina, quien no opuso resistencia, pero aun así no soltó la copa de vino que había arrebatado de manos del Supremo Rey.
- Alteza, escuchadme un momento -de acuerdo a lo que habían previsto, Cedric se adelantó unos pasos hasta ponerse entre el monarca y Karina-. Esta mujer no ha intentado atacaros, si no que ha actuado siguiendo órdenes mías.
Se hizo de nuevo el silencio en la sala. A Cedric le hubiera gustado ver el rostro de Galior en esos instantes, pero estaba de espaldas al líder de los Hijos de Sol. Kelson pareció darse cuenta entonces de quién estaba dirigiéndole la palabra, y centró su atención en él.
- ¿Se puede saber qué está ocurriendo aquí? -preguntó con la mayor de las sorpresas dibujadas en su rostro.
- Yo os diré lo que ocurre, Alteza -respondió Cedric en nombre de todos-. Quiero denunciar un plan encabezado por el Dorado, que estaba destinado a asesinaros esta noche mediante esa copa de vino.
Se alzó un griterío ensordecedor. Se oyeron acusaciones, se escupieron insultos. Cedric pudo ver al Dorado por fin. Tenía el rostro enrojecido por la ira y sus ojos llenos de un odio tan intenso que Cedric casi podía sentirlo desde donde estaba. Kelson levantó de nuevo la mano para imponer silencio, y aunque no lo consiguió del todo al menos el griterío se redujo a un murmullo.
- Acusación muy grave, rey Cedric -dijo simplemente-.
¿Tenéis alguna prueba de ello?
- Sí, Alteza, el vino que ibais a beber estaba envenenado.
Buscó a su hermano con la mirada, y allí lo vio, en primera fila. Tenía el rostro contraído por la preocupación, observando más a Karina que a los demás.
- Alteza… -se oyó una voz, y Cedric supo de quién era sin necesidad de volverse. El Dorado, líder de los Hijos del Sol y Señor de la Torre Blanca, se había adelantado unos pasos hasta colocarse frente al Supremo Rey-. Todo lo que está diciendo es una sarta de mentiras. Espero que no creáis absolutamente nada de toda esta patraña.
Vaya, qué buen actor. Al verle tan iracundo hasta Cedric tuvo sus dudas de que aquel hombre fuese culpable.
Pero lo era, y había llegado la hora de jugarse el todo por el todo.
- Así es, rey Cedric, todo esto me parece muy confuso -
Kelson miró a Cedric a los ojos-. ¿Qué pruebas tenéis de que lo que me habéis dicho es cierto?
- Os lo diré, Alteza -respondió-. Decidle al Dorado que pruebe el vino.
- ¿Por qué iba a tener que hacerlo? -Galior le miró airado-.
¿Quién me dice que el vino no lo hayáis envenenado vosotros, con la intención de deshaceros de mí?
El Supremo Rey no dijo nada en absoluto, pero volvió la cabeza hacia Cedric, esperando su respuesta. Así pues, realmente había llegado la hora.
Karina se adelantó unos pasos. La copa todavía en la mano. Cedric vio que Eric apretaba los puños con nerviosismo, y cerca Lorac y Valian contemplaban la escena expectantes.
- Yo mismo probaré de este vino, y veréis la verdad de todo esto-. Dijo en voz alta.
Y se acercó la copa a los labios, al igual que Kelson lo había hecho antes que ella.
- ¡Nooooo! -el grito llegó de donde estaban los Hijos del Sol.
Y entonces, tal y como habían esperado que pasara, un hombre se adelantó al resto de sus compañeros, y corriendo hasta Karina le tiró la copa al suelo de un manotazo.
Un silencio aturdido golpeó a todos los presentes. La copa se hizo añicos contra el enlosado, y el vino se derramó.
Todos miraron aturdidos al hombre que acababa de entrar en escena para evitar que Karina bebiera de aquel vino que había sido mancillado con Sangre de Dioses.
Era Justarius.
A partir de aquel momento, nada sucedió como Cedric había pensado.
¿Quién hubiera podido imaginar que el Dorado, en un arranque de furia, se revolviese de esa manera contra el que hasta entonces fuera su mano derecha? Dedicando una última mirada a su hija, Justarius soltó un leve gemido cuando el puñal de su señor se clavó profundamente en su corazón.
Cayó al suelo en medio de un confuso silencio. El Dorado aún agarraba la daga con la que lo había apuñalado.
Sus ojos reflejaban la furia que sentía contra aquél que colocó a su hija por delante de la que había sido su familia durante 246
tantos años. No había piedad con los que consideraba traidores.
Karina soltó un grito desgarrador, y en un movimiento más rápido de lo que Cedric le hubiese imaginado nunca, arrebató la espada al guardia más cercano, y antes de que pudiera nadie impedírselo -pese a que Cedric vio a su hermano Eric correr hasta ella-, enterró el arma en las tripas del hombre que acababa de asesinar a su padre.
Y fue entonces cuando estalló el caos en la sala.