CAPITULO 13
La vida con el Señor de la Guerra
Las siguientes semanas fueron las más extrañas en la vida de Coral. Pasado el primer susto, comprobó que Lord Drevius la trataba con amabilidad, y si se comportaba como él esperaba nada tenía que temer por su parte. Aunque de alguna forma llegó a acostumbrarse a aquella forma de vida, no podía olvidar que era una prisionera.
Tras su primer intento frustrado de huída, no había vuelto a tentar a la suerte. Hiciera lo que hiciera sabía que era imposible escapar a no ser que dispusiera de alas. Algunas veces había vuelto a asomarse -siempre con mucha precaución- al borde de los terrenos que delimitaban la Torre de Mordaga. Desde allí arriba había visto negras nubes cubriendo el cielo de Mitgard. Le extrañó mucho que todos los días que se había asomado sucediera lo mismo. Intrigada, un día no pudo evitarlo y preguntó a su carcelero por aquel extraño fenómeno.
- Dagnatarus domina ahora los cielos, princesa, y está descargando su furia sobre Mitgard -fue lo único que contestó el Señor de la Guerra.
No había podido sacarle más. Al rato oyó un aleteo, estaba aprendiendo a saber qué significaba eso. Su gatita -así la llamaba Lord Drevius- estaba a punto de llegar de uno de sus vuelos cotidianos. El Señor de la Guerra le dijo que a su criatura le gustaba volar libre, y él la dejaba siempre que podía. A veces lo hacía por espacio de casi una semana, pero siempre terminaba regresando. Y había ocasiones en las que el propio Lord Drevius se marchaba con ella.
- Tengo noticias -dijo uno de esos días-. Algunos amigos tuyos han recuperado a Venganza, la espada que fue de mi señor.
El corazón de Coral se disparó agitado. Noticias de sus amigos, de Jack, a quien le había regalado su colgante, a quien no entendía cómo pero echaba de menos.
- ¿Están bien, entonces? -no pudo evitar preguntar.
Lord Drevius la había mirado en silencio durante unos segundos, y finalmente había dicho.
- ¿Por qué te interesa saberlo? ¿Acaso hay alguien que sea especial para ti en ese grupo?
Esta vez no le había hecho falta disimular.
- ¡¿Especial?! ¡Y un cuerno va a ser ese tarado especial para mí!
Después de eso se había prometido que pensaría más las cosas que iba a decir antes de abrir la boca.
Lo cierto es que el miedo inicial se había esfumado, había ocasiones en las que se sorprendía manteniendo una conversación distendida con el propio Lord Drevius. Después de eso siempre había acudido a su cuarto y, tras enterrar la cara en su almohada se reprochaba esa relajación amargamente.
- Es mi único contacto con el exterior, por eso hablo con él -
se justificaba finalmente.
Pero ya no sabía en qué pensar, había ocasiones en las que deseaba que Lord Drevius regresara de alguno de sus viajes y hablara con ella. Estaba sola en aquel lugar, y pronto comenzó a pensar que prefería que el Señor de la Guerra estuviera con ella antes que quedarse aislada de aquella forma.
Y es que la soledad era lo peor que le había pasado nunca.
- Cedric ha sido coronado rey -dijo otro día que regresó de uno de sus viajes-. Sospecho que nos dará más problemas que su padre. No creo que haga mucho caso del consejo que le di en la Torre del Crepúsculo.
Se alegraba de ello, pues en cierto modo se sentía culpable de que el joven hubiera sido herido durante el enfrentamiento contra el Señor de la Guerra, fue a ella a quien intentó defender. Por encima de todo, ansiaba tener noticias de los suyos. Un día, no pudo evitarlo más y se lo preguntó directamente a Lord Drevius.
Esperaba una brusca negativa o incluso una burla por su parte, pero él le contestó tranquilamente.
- Ya os he dicho que podéis hablar conmigo de lo que queráis, princesa. Poco sabemos de vuestros compatriotas, pero parece que no tomarán parte en la guerra mientras sigáis estando en nuestras manos.
Y aquello la había hundido, pues por su culpa estaba condenando a su pueblo. Sabía que desde los tiempos de Lorelai las reinas de Var Alon y sus hijas habían sido siempre sagradas para el pueblo elfo, e incluso dejarían de tomar parte en una guerra si con ello garantizaban su seguridad.
- ¡Déjame ir, por favor! -pidió entonces-. Debo estar junto a los míos, como me corresponde. No sé qué valor tengo para vos aquí encerrada.
Su capucha se había girado para mirarla, y Coral creyó atisbar un ligero tono de tristeza en su voz cuando le habló.
- Sabéis que no puedo -contestó-. Tened paciencia, y quizás descubráis algún día que mi compañía no es tan aborrecible como pensáis.
Ella se había entristecido otra vez, y había vuelto a su habitación.
Todos los días Lord Drevius le traía la comida a su habitación, o si se marchaba varios días, le dejaba abundantes provisiones en las cocinas de la Torre.
- Espero que sepáis cocinar -añadía entonces irónicamente.
Ella no contestaba, pues la verdad es que no sabía hacer casi nada. Era una princesa, siempre habían cocinado para ella. Podía coser y leer, también era muy buena amazona, algo que no todas las princesas podían decir, pero cocinar nunca había sido uno de sus fuertes. Hacía lo que podía, y cuando terminaba, limpiaba como una frenética para que él no se percatara del desaguisado que había montado.
Finalmente, un día después de tres meses allí, acudió a su cuarto.
- Esta noche cenaréis conmigo -dijo simplemente.
Luego se había ido, pero la invitación estaba clara, aquella noche Coral iba a cenar con el Señor de la Guerra.
- ¿Y bien, princesa, cómo habéis pasado estos últimos tres meses?
La cena era abundante, Lord Drevius no se había privado de nada. Debía haberlo hecho todo él puesto que nadie más habitaba aquel lugar. Dispuso una mesa de considerable tamaño cubierta por un bello mantel de fina orfebrería, y lo había hecho a las puertas de la Torre de Mordaga, donde Coral había pasado esos últimos tres meses por los que su acompañante aquella noche preguntaba. La luz de la luna era el único acompañante que tenían, bueno, eso y el cerdo en pepitoria que el Señor de la Guerra había dispuesto para la ocasión, junto con la legión de mariscos y vino de Ergoth, el mejor de todos. Un banquete digno de una reina.
- Me resulta difícil sentarme a la misma mesa que un hombre que ni siquiera se descubre el rostro para comer –contestó.
Era cierto, Lord Drevius no se había quitado la capucha ni siquiera para comer, un detalle que Coral difícilmente podía pasar por alto. Se había acostumbrado a su presencia, con aquellos negros ropajes que siempre le acompañaban, y a su semblante, permanentemente oculto tras la capucha, pero aquella noche aquel asunto había ido demasiado lejos.
- Os repito la pregunta que os hice el desgraciado día en que os conocí -añadió con voz áspera-. ¿Acaso sois tan poco agraciado como para que pueda ver vuestro rostro? ¿Es que estáis desfigurado o algo así?
Los tres meses de cautiverio a su lado le habían dado un valor que antes no poseía. Lejos quedaban ya sus amenazas, como la de que mataría a sus seres amados. No le daba miedo, ya no, y quería demostrárselo.
Lord Drevius dejó el tenedor y el cuchillo sobre su plato, y emitió un suspiro de resignación.
- No hago las cosas sin un buen motivo, princesa -respondió-.
Si oculto mi rostro es porque no quiero que me reconozcáis.
- Eso es una insensatez -protestó ella-. ¿Me estáis dando a entender que sois alguien que yo conozco?
Su silencio fue su única respuesta.
- Pero…, es imposible -de repente un gran miedo se apoderó de ella-. Vuestra voz no me es familiar en absoluto. ¡No!
Ninguno de mis amigos es un traidor.
- ¡Entonces dejad el tema! -replicó él, furioso como no lo había estado desde el día en que Coral le dijo que se lanzaría al vacío-. ¿Qué más os da mi rostro? ¿Acaso es tan importante la cara para conocer a una persona? No, os estaba preguntando por vuestros tres últimos meses aquí, princesa, quiero saber qué han significado para vos.
- ¿Es una broma? -esta vez fue ella la que dejó el tenedor y el cuchillo sobre su plato. ¡Estoy prisionera! ¿Qué clase de vida queréis que haya llevado?
- Os he dado toda la libertad que he podido, no me podéis negar eso.
- Me es insuficiente, eso lo sabría cualquier estúpido -Coral se levantó indignada- ¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué me habéis traído a cenar a este lugar?
Lord Drevius se tomó unos segundos antes de responder.
- Porque yo sí quería deciros lo que han significado estos tres meses para mí -su voz sonó ahora suave, incluso triste-. Jamás he tenido compañía, siempre he estado solo, y ahora aparecéis vos en mi vida y…, no sé lo que eso significa.
Coral tragó saliva, algo impresionada por su tono de voz, pues había notado auténtica tristeza en sus palabras.
- Me habláis de soledad, pero vos mismo la buscáis -señaló los terrenos de la Torre de Mordaga, símbolo de lo que era la verdadera soledad-. ¿Quién eres? Necesito saber quién eres para poder hablar contigo.
- No -sacudió la cabeza-. Todavía no estás preparada para saberlo.
- Entonces demos la cena por terminada.
Él no dijo nada y se levantó. Coral notó que no iba armado ahora, y vio varios cuchillos sobre la mesa. Coger uno de ellos y clavárselo en el corazón. Era arriesgado, pero podía hacerse.
“¿Y luego qué?”. En un lugar como aquel era la acción más inútil que pudiera imaginarse. Lord Drevius sabía que si algún día quería escapar de allí le necesitaría, y sabía que ella estaba también al tanto de eso. Una inteligente manera de garantizar que no intentaría nada contra él.
Ajeno a sus dudas internas, el Señor de la Guerra dejó la mesa y avanzó unos pasos hasta llegar a un metro del borde del abismo.
- ¿Sabes cuál es la historia de la Torre de Mordaga? -preguntó de repente, sobresaltándola.
Ella se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza.
- Entonces os la contaré -su voz sonaba triste mientras el viento soplaba y agitaba las ropas de ambos-. Unos doscientos años después de las Guerras de Hierro, un hombre llamado Mordaga era el Señor de esta Torre. Tenía un hijo cuyo nombre era Moren, destinado a casarse con una rica señora del Oeste, de las tierras de los Irdas, pero su corazón le marcó otro camino. Se enamoró de Lyanna, una joven de humilde cuna, de la que decían que no era bella en absoluto, pero que tenía un corazón tan grande que eclipsaba cualquier otro defecto.
- Desde el principio Mordaga, padre de Moren –continuó-, no aceptó ese noviazgo, pese a las continuas peleas con su hijo y le ordenó que la olvidara. Éste no lo hizo, y un día el padre sorprendió juntos a los amantes. A partir de aquel momento algo murió en el interior de Mordaga condenando a su hijo al más cruel de los castigos.
Coral no pudo evitar sentirse intrigada.
- ¿Qué fue lo que le hizo?
- Le encerró en una oscura mazmorra de esta misma Torre, y desde allí podía oír todos los días los alaridos de Lyanna, a la que torturaron todo un año en una habitación próxima a su celda. De alguna forma Mordaga logró mantener con vida a Lyanna y no dejaba de hacerle daño para que Moren fuera testigo impotente de todo -a través de las profundidades de la capucha, Coral sintió sus ojos clavados en los suyos-. Así fue durante doce largos meses hasta que finalmente Mordaga dio muerte a Lyanna ante los ojos de su hijo, que nada pudo hacer 140
para impedirlo. Después de eso el propio Mordaga le liberó a su hijo diciéndole que aquello le serviría de merecido para que olvidara a cualquier otra joven que no fuera la rica dama de la corte que él le había elegido.
Lord Drevius se mantuvo en silencio por unos segundos, esperando que Coral dijera algo, pero ésta tuvo que tragar saliva antes de poder hablar.
- Es…monstruoso -dijo ella-. Supongo que después de eso Moren intentaría asesinar a su padre a cualquier precio.
- No fue eso lo que hizo, sino algo a mi entender mucho más cruel. Durante los siguientes días Moren no intentó nada contra su padre, su comportamiento fue muy normal, demasiado normal, en opinión de algunos. Ocurrió entonces que una noche, Moren hizo salir a todos los habitantes de la Torre menos a su padre, que dormía en su habitación ajeno a lo que estaba ocurriendo. Cuentan las historias que había algo en el hijo de Mordaga aquella noche que impelía a la gente a obedecerle, por eso no se resistieron cuando él les exigió que se marcharan. Sea como sea a la mañana siguiente Mordaga se despertó y estaba solo en su Torre, tan solo su hijo le esperaba y llevaba un cuchillo en la mano.
- Mordaga pensó que su hijo iba a matarle –siguió diciendo-, pero no fue eso lo que sucedió, sin que el propio Moren se clavó el cuchillo en su corazón, diciéndole antes: Te maldigo a una eterna soledad como tú me has maldecido a mí, pues para mí estar sin ella es como estar solo en esta vida.
- Después de aquello la sangre de Moren regó el patio de la Torre de Mordaga, y una fuerza invisible la arrancó del suelo elevándola muy alto en el cielo, llevándose al propio Mordaga con ella. Tras esto el hombre vivió solo los siguientes años, presa de la maldición de su hijo. No pudo soportar eso y un día acabó de la única manera posible.
- ¿Cómo? -preguntó Coral, ansiosa por saber el final de aquella historia, y olvidando que estaba ante su mortal enemigo.
- Se lanzó al vacío, tal y como tú pretendiste hacer el primer día que llegaste aquí -explicó finalmente el Señor de la 141
Guerra-. No pudo aguantar la soledad, y ésta pudo con él. Se dice que solo hay una manera de romper la maldición que pesa sobre la Torre de Mordaga y hacer que ésta vuelva a la tierra, al lugar donde le pertenece.
- ¿Cuál es?
- De la única forma posible, princesa -contestó él-. Solo si la Torre vuelve a presenciar el amor verdadero entre dos personas.
Lord Drevius no dijo nada más retirándose al interior de la Torre, dejándola sola en la vastedad de la noche.
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