CONCLUSIONES
Dificultad de terminar esta historia sin fin · El arte como instinto universal · El arte plástico rastreado por una pisada · La primitiva expresión del sentido del color · Y del arte del actor y del charlatán · Crítica a Santayana · Insignificancia del arte con relación a la vida · Imagen de un cielo nublado · El grito que llama la atención hacia alguna cosa vista · Una aspiración eterna · El credo del artista · Un camino hacia algo mejor · Las credenciales del autor · «La música no sentimental» y el hombre vulgar · Escena contemplada en la adolescencia · El sentido de la belleza en una posesión universal · Definición del «Naturalista de Campo» · El perpetuo cambio de la teoría artística, signo de progreso más allá del arte · Una pregunta sin respuesta.
Siendo ésta una historia sin fin, me he dado cuenta constantemente de que no podía haber un propio descenso con el usual deslizamiento y planeo del pájaro y el leve toque de las patas pendientes sobre su tierra nativa. Un porrazo en cambio, y un incómodo tumbo en el suelo. Uno se rebela contra tal terminación y ni bien he dejado la pluma cuando vuelvo a tomarla de nuevo para añadir algo que podría o debería decir, y, así incidentalmente, suavizar la caída. La dificultad que tengo para concluir reside en que me he ido alejando de la Cierva del Parque de Richmond, con sus orejas en trompeta, y de la mente animal que era mi apoyo. Es claro que tendría que ir más lejos todavía, aún dentro de las materias especulativas, las que son peligrosas; y al seguir por el camino que he estado haciendo, obediente a la «sugestión de contigüidad», el tema del último capítulo tendría que haberse continuado, para seguirlo con el del arte en general y su significado. No el arte como lo ve el artista, sino el arte como se ve de afuera, como un impulso, un instinto, como un sentido que tenemos todos. Porque, aunque usamos la palabra en un sentido metafórico, cuando hablamos del sentido de la belleza, éste es en realidad un sentido, un tema tan propio al naturalista de campo como los sentidos del olfato, de la orientación, de la polaridad y de la migración. Pero tratarlo en su totalidad como aparece en mi mente, me llevaría más allá de los límites establecidos para este libro y lo más que puedo hacer ahora es indicar, tan brevemente como sea posible, el argumento que seguiría. Se refiere al significado del Arte, como he dicho, desde el punto de vista evolutivo del naturalista, fundado principalmente en la observación de las propias sensaciones y experiencias.
Vuelvo, pues, a la música: ciertos sonidos nos atraen y nos gustan a causa de su belleza intrínseca y de su novedad; más tarde atraen hacia ellos o llegan a estar mezclados con asociaciones, algunas resultantes de experiencias personales, otras probablemente heredadas, y la sensación que nos producen se confunde con el deseo de expresarlas justamente de esa manera —en sonidos—, El sonido no es sino una de las cosas que nos ocasiona esta clase de atracción. En la Patagonia encontré en algunos fragmentos de antiguos cacharros primitivos de barro cocido, una ornamentación realizada por la comprensión de la punta de los dados con las uñas curvadas sobre el barro húmedo; luego encontré otros fragmentos decorados en parte simétricamente con pequeñas marcas romboidales, y este decorado había sido efectuado por la comprensión de la caparazón segmentada del armadillo sobre el barro antes de cocer. Esto diría yo que fue el primer paso consciente hacia el arte plástico, después que la involuntaria impresión de un pie sobre la arena mojada hubo excitado el sentido de la belleza y del instinto creador.
Este esfuerzo artístico, sumamente primitivo de los antiguos patagones, representa una etapa de la cultura muy por debajo de aquella de los hombre de las cavernas de Europa, con sus cuadros gráficos de animales salvajes tallados en la piedra y el hueso. Pero podemos observar todas las primeras etapas en nuestros propios jóvenes bárbaros, juzgando en un charco de barro, avanzando desde la impresión del pie completo con todos sus pequeños dados, hasta el modelado de «pasteles de barro», y así sucesivamente hasta el período del dibujo de futuras humanas sobre, una pizarra —una O con dos puntos en el lugar de los ojos, representaba la cabeza; una recta y gruesa línea el cuerpo, dos líneas abajo para las piernas y dos arriba para los brazos. Así es cómo los groenlandeses y los samuyedos representan la forma humana. El viejo samoyedo y el niño civilizado de cinco años de edad se encuentran al mismo nivel en arte, mientras que ambos son en un sentido, contemporáneos de los salvajes patagónicos de hace mil años, y son mucho más antiguos que lo hombres de las cavernas de Europa, que probablemente perecieron de frío durante la época glacial.
Algo más he observado en el campo: niños en busca de frutas silvestres; primeramente los hijos de los salvajes patagones y más tarde los niños de las ciudades inglesas, y a los dos he visto reírse con placer al mirarse unos a otros manchados de rojo y púrpura mientras alegres y deliberadamente se frotaban la cara y las manos con jugos coloreados.
He aquí la primera expresión humana del amor al color. En los patagones esta expresión infantil continúa hasta el fin de la vida, y los hombres y mujeres se pintan la cara de color negro y carmesí. Pero esto no ha terminado allí, pues los ha conducido a descubrir e inventar duraderos tintes minerales con los que tiñen de amarillo brillante, rojo, negro o verde, el lado gastado de sus mantas de pieles con una diminuta plantilla de espina de arenque.
Sabemos cuán grande ha sido el desarrollo en este sentido de los pueblos del Oriente, y cuán perfecto su gusto, ejercitado durante diez mil años, en el uso de los colores brillantes. Esto ha hecho decir a un personaje inglés, que el arte oriental principia donde el nuestro termina —uno de tantos dichos tontos que acostumbramos a oír de nuestros grandes hombres y sabios. La verdad es que la mayor parte del arte del oriente se encuentra paralizado, cristalizado, en un estado semibárbaro.
Vemos también que los niños civilizados y salvajes, desde las regiones polares a los trópicos y sobre todo el mundo, donde quiera que se encuentren reunidos, charlan como estorninos y cotorras sobre las cosas que les interesan —cualquier cosa llama la atención a su sentido de la diversión, de la novedad, de lo grotesco, de lo hermoso. El niño que imita mejor a sus compañeros y a los mayores, o hace su narración de la manera más lucida e impresionante, excita más la risa y el interés de los otros, y pronto descubre que puede producir mayor interés si exagera e inventa. De aquí el arte del actor y del charlatán, y de nuestro Homero, Bocaccio, Cervantes, Swift y la multitud de novelistas de la época actual.
Y así sucede con todas las artes: Brotan de una raíz, un impulso; el sentido de la belleza que existe en cualquier mortal, lo que no es un desbordamiento del sentido sexual como algunos de nuestros filósofos imaginan. Y si miramos de más cerca lo encontramos también en los animales —el pájaro, el mamífero, el pescado y el insecto.
Santayana en su Sentido de la Belleza, dice: «Las artes deben estudiar sus ocasiones: deben quedar modestamente a un lado hasta que puedan meterse adecuadamente dentro de los intersticios de la vida». Bien dicho, pero no puedo seguirlo cuando describe este sentido de la belleza y su consecuencia en sus relaciones con las realidades de la vida, como las fresas silvestres y otros pequeños productos decorativos que buscan de las grietas de una montaña de granito. La montaña representa las realidades de la vida. Y agrega: «Este» (el insignificante resultado) «es la consecuencia de la estructura superficial en la que prosperan; las raíces, como hemos visto, no son profundas en el mundo, y aparecen sólo como inconstantes y sobreañadidas actividades y aplicaciones de nuestra libertad, después que el trabajo de la vida ha sido hecho y el terror de ello apaciguado».
Intencional o no, esto produce la idea de que el sentido de la belleza es un tardía desarrollo de la mente —una estructura superficial—, mientras que la verdad es que el espíritu, el sentido y el impulso, tienen sus raíces muy profundas en el mundo y existen en toda vida consciente, y para seguir su metáfora, es inherente al granito mismo y lo penetra como un fuego sutil.
Contemplando el arte desde afuera, podemos decir que es insignificante en relación a las realidades de la vida. Para el artista, particularmente cuando contempla las que él considera obras inmortales en los principales genios, sin duda le parecen una gran cosa —la más elevada realización del hombre. Para la masa humana es algo sin importancia, insignificante. La razón está en que en las obras de arte el sentido universal de la belleza, el ardiente principio, un dulcificante de la vida y alegría eterna, nunca puede encontrar su expresión final completamente llena y libre. El artista mismo, a pesar de su desilusión, algunas veces lo confiesa. De este modo, podemos imaginar un Buonarotti, más grande que el Miguel Angel que conocemos, quien, además de esculpir el Moisés, de pintar el Juicio Final en San Pedro de Roma, y de escribir un volumen de poesías, sobresalió también en el tallado de la madera y el metal, así como en el esmaltado, y compuso asimismo grandes sinfonías y oratorios, y fue también ejecutante de varios instrumentos, deleitando al público con su representación escénicas, tanto en la comedia como en la tragedia; y después de haber realizado todas estas maravillas, examinándolas en su mente, dijo: «Todas fracasaron en darme una satisfacción completa, aunque encontré un cierto placer al ejecutarlas —sólo el placer instintivo anual que el trabajador tiene en su obra—. Pero no me han dado la plena expresión propia que yo buscaba. No podían hacerle en vista de que el sentimiento que yo deseaba significar era fundamentalmente uno y comprensivo, y la tierra y toda la vida sobre la tierra lo evocaba; mientras que en el arte sucede como si este sentimiento fueran muchos diferentes sentimientos, ocupando cada uno un compartimiento separado en la mente, para que se lo cuide como plantas raras y delicadas en vasos de vidrio. Ahora, después de haber protegido y ayudado hasta que florecieran muchas de estas plantas, creo que debe haber otra manera mejor —un medio de propia expresión—, que yo no he encontrado y a la que el hombre todavía no ha llegado».
También podemos cambiar este ejemplo por otro; en lugar de plantas, una nube de la tarde, una uniforme masa gris hacia donde la vista se pierde en el oeste, la que al ponerse el sol parece desmenuzarse en muchas nubes y nubecillas que flotan contra nubes más grandes, mostrando muchos colores brillantes diferentes. ¡Por qué había de estar concentrada la emoción que sea expresar en una nube particular o en una nubecilla, en su forma y color, si incluso cuando las contemplamos, el brillante color se esfuma y las nubes se hacen una sola y otra vez en un gris uniforme? En otras palabras, ¿por qué tendría el artista, encerrado en su estudio, que concentrarse en un bloque de mármol y afanarse durante meses con el cincel y el martillo para darle una semejanza de forma humana y expresión, oprimiendo incidentalmente o dejando morir todas las demás emociones, sólo para poder alimentar con exceso esta única? El imaginario artista descontento diría: «Oh, si; ella servirá a su propósito y hará suspirar al género humano con atónita administración y por un largo tiempo en el futuro; pero antes que la estatua y el cuadro y todas las demás grandes obras de arte, quisiera tener yo (y tienen que tener todos los hombres) medios más simples, más naturales, más espontáneos, de comunicar a los otros lo que hay dentro de mí».
No es meramente por la meditación o especulación que he llegado esta consecuencia de la que mis artísticos lectores reirán. Es puramente un resultado de la experiencia, de mis sentimientos personales sobre el arte y los cambios que el tiempo ha causado en el sentimiento.
El artista, después de haber reído, me explicará que mi caso no singular. «Usted no es un artita —diría—; sus intereses, actividades, placeres, están en otras inquietudes —materiales y mentales—; el lado artístico de su mente ha estado por mucho tiempo descuidado, con el resultado inevitable de que no ve más ni desea ver, ni siquiera creer en la existencia de todo lo que una vez lo atrajo y lo encantó».
Esto describe indudablemente un incidente bastante común —el corredor de bolsa, el carrerista y el fisiólogo nos proporcionan tres ejemplos sorprendentes—, sólo que no me sucede a mí, como voy a tratar de demostrar.
El arte, como yo lo considero —para repetir lo que ya se ha dicho—, es el resultado de ese sentido universal de la belleza —para decirlo en una palabra—, y del impuso que le acompaña para comunicar a otros la emoción experimentada. Este impuso en sí mismo, puede decirse de paso, tiene una antigua historia y comienza en los animales y el hombre, en un grito que llama la atención hacia algo que se ha visto, lo que eventualmente, cuando el animal humano puede articular, se representa en palabras: «Veo una cosa de importancia, ¡Vengan a verla!» De esta invitación para venir a mirar lo que se ha visto, nace el deseo de la exhibición, de comunicar un sentimiento a otros y, a la larga, resulta que tenemos el arte en una multiplicidad de formas, cada una de las cuales da una satisfacción parcial, nunca completa. Y nunca puede ser, desde que no es un fin en sí mismo sino un medio hacia un fin, una aspiración eterna y un esfuerzo tras de algo inasequible o no realizado todavía.
Esto, sin duda, se ha dicho a menudo, pero no se adapta al credo del artista. ¡Cuál es su credo, cuál es el significado del arte para él? Yo diría que para él no hay nada concebible más allá del arte como medio de la propia expresión que lo más que puede hacer es esforzarse para anular lo que otros han hecho durante miles de años —que el arte, de hecho, es un fin en sí mismo.
Aquí recuerdo la declaración de un gran pintor, un sobresaliente post-impresionista, creo que así lo llaman, que se destacó hacia el final del último siglo, tal como lo da a conocer en su Vida y Cartas. Afirmaba él su creencia en la inmortalidad y decía que aspiraba a una feliz eternidad para seguir su arte de paisajista en otros astros, ya que no podía concebir mayor felicidad, ni más alto destino.
Es una declaración extrema del sentimiento del artista, que es un entusiasta absorto en su arte; pero los artistas por regla general, crean o no en la inmortalidad miran el arte como la más alta realización de la mente humana.
Sin duda hay excepciones y encuentro una en un distinguido compositor de música vocal, quien dice que el lenguaje es infinitamente más hermoso que el canto. Es una verdad sabida de muchos que no son músicos, pero resulta sorprendente oírla a un profesor en ese arte. El único tintorero cuyas manos no se sometieron al material que trabajaban.
Volviendo al tema. Un medio y un camino, pues para algo mejor que el arte, o en todo caso más satisfactorio no sólo para las personas de mente artística y los que se especializan en alguna forma del arte, sino para la gente en general para cualquiera. Algo, puede añadirse, que inevitablemente llegará a su debido tiempo si el mundo y sus humanos habitantes continúan existiendo durante un período suficientemente largo sin los usuales retrocesos periódicos. Pero tal cambio nunca podría tomar al mundo por la violencia. Y aquí recuerdo las recientes especulaciones de Sir Arturo Keith sobre la evolución futura de la mente humana, y yo modificaría su declaración diciendo que es imposible prever ningún cambio futuro, ningún factor nuevo en la evolución del cerebro que puede ser inminente, aun así nos tomará por sorpresa.
Así también, respecto al arte, podríamos imaginar por cualquier cambio que pudiera sobrevenir (y pueden posiblemente aun ahora estarse produciendo) a nuestra mente como a sus designios, su valor y su verdadero lugar en nuestras vidas, llegarían lentamente y no a la clase humana en general. Sería en Occidente, en las razas que han desarrollado el inquieto, investigador y progresista espíritu, mientras que el Oriente quedaría inconmovible. Han tenido lugar algunas nuevas evoluciones durante los últimos pocos siglos que no han llegado como de sorpresa: no fueron sino unos pocos hombres los que en los siglos décimo sexto y décimo séptimo pudieron prever el valor que la ciencia habría de tener un par de siglos más tarde, y puede ser que existan pocos entre nosotros en la actualidad que pueden prever o aun imaginar cualquier gran cambio venidero en la apreciación que hoy se tiene por el arte. Pero no habrá sorpresa: tres generaciones —escasos cien años— es tiempo suficiente para acostumbrar a los hombres a algo nuevo en sus vidas. No hace todavía un siglo desde que la doctrina de la evolución fue aceptada por los principales pensadores de Europa.
Juntamente en la actualidad existe una poderosa inquietud en el mundo artístico —principalmente un pintura y música.—. Violentas revelaciones contra el arte del pasado —las antiguas y eternas normas y convenciones como los rebeldes las llaman—; nuevas escuelas, sociedades y grupos de artistas se ocupan de hacer las cosas viejas por métodos nuevos. Pero a menos que este fermento se pueda tomar como un signo de que los mismos artistas empiezan a sentir lo insatisfactorio del arte y en su subconciencia se vuelva antagónicos con él (lo que es difícil de creer), todo es nada, y los nuevos movimientos que «vienen como sombras, así mueren», y no vale la pena mencionarlos en una investigación de esta clase.
Si existen algunos signos de un cambio, estos están en la mente de los que se hallan fuera del mundo artístico. Y fuera del mundo científico también, desde que en ambos casos el efecto reflejo de su vocación sobre su mente es la de falsear el juicio. Me refiero sólo a aquellos que están fuera de ambos campos, cuyas facultades razonantes y estéticas están equilibradas, cuyo interés está en el conjunto de la vida y que han conseguido mantener la perfecta independencia de la mente en un rebaño en el que los que han tomado los primeros puestos dominan a los demás y les imponen sus pervertidos juicios10.
Y ahora, no puedo volver a la cierva y sus sentidos: debo por lo tanto continuar con la música y los temas que se originan por la sugestión de contigüidad, tal como qué es el arte, lo que significa y lo que representa para nosotros y el lugar que ocupa en la vida. Pero ¿cuáles son mis credenciales? ¡Qué puedo decir para justificar lo que escribo? Confieso al empezar que soy tan ignorante del arte en general como lo he confesado de la música; sin embargo, no soy precisamente un crítico incompetente. Mis credenciales son las de un naturalista de campo que ha observado los hombres; todas sus acciones y su mentalidad. Pero, sobre todo, a sí mismo, porque para conocer a otros, un hombre debe conocerse a sí mismo. El psicólogo no tiene sino sus propias fuerzas mentales para construir. El no es un naturalista de campo; su campo no existe en el amplio mundo entero, sino en su cerebro y todo eso entra en ello: sus deseos, emociones, pensamientos.
Yo diría que las únicas personas capaces de ver las cosas como son en sus verdaderas relaciones y proporciones, son aquellas que no tienen profesión, ni vocación u oficio que, al seguirlos con entusiasmo, absorbe su atención. Uno, digamos, desligado, interesado intensamente en la vida y en todos sus aspecto y manifestaciones, no sólo en la vida humana, sino en toda la vida. Su enseñanza tendría que ser del mayor valor en un asunto como éste. Y sobre todo debe de ser del mayor valor en un asunto como éste. Y sobre todo debe de ser un hombre capaz de juzgar por sí mismo. También diría que existen muchos hombres de esta clase que son verdaderamente libres, perfectamente emancipados y son tal vez al mismo tiempo prudentemente recientes. Esta reticencia , sin embargo, no es para mí, y yo he encontrado realmente otros de mente parecida a la mía que no tienen miedo de hacer conocer sus pensamientos a cualquiera.
Es la esfera de actividad del observador lo que adiestra los sentidos y el cerebro. El peligro está en que pueda tomar una rama de la vida y dedicar toda su atención a ella. Especializarse es perder el alma. Especular es amar nuestra propia alma. Podría todavía decir mi crítico imaginario que demasiada actividad puede conducir al desarrollo de las facultades razonantes a expensas de la estética, que ésta puede decaer, y que en cualquier caso esa inquietud disminuye a medida que envejecemos. Puedo decir que en mi caso, lo contrario es exactamente la verdad, desde que no hay interés continuado en los fenómenos, sino el continuo crecimiento en la fuerza de la facultad estética que produce la declinación del interés en el arte en general, aunque no puedo decir en todas las artes, pues la música y la poesía quedan exceptuadas todavía.
Hay una moderna música orquestal que se dice no ser emocional, sino una reciente evolución más elevada del arte. Esta es una cuestión que no tiene cabida aquí, ya que solamente considero el origen de la música (en los sapos y otros seres tanto como en el hombre) y su evolución hasta que se eleva para ser un arte: y como es el resultado y la expresión embellecida de la emoción, «La música no emocional» suena como una contradicción en los términos, y uno pide por un términos, y uno pide por un término mejor que no sea meramente una negación para describirla. Porque «música no emocional» simplemente significa música desmusicalizada o castrada. El término medio de las personas comunes para quienes escribo, y a cuya categoría pertenezco, no puede penetrar en estas evoluciones más elevadas del arte. Así la música para mí significa justamente lo que significa para mis bisabuelos y para todos los hombres, anteriores o posteriores a ellos. Como Sir Tomas Browne, soy tal sensible a ella que puedo conmoverme hasta las lágrimas aun por la música vulgar de la taberna. Esto ocurre a muchos de nosotros, pero no lo decimos: pero Sir Tomas Browne pudo descubrirse con libertad, simplemente porque podía hacerlo en palabras tan encantadoras y con gestos tan divinos que, tanto los avezados a las cosas del mundo como los simples, temían reír de él por miedo que su risa fuera tomada por la de los tontos.
He dicho cuál fue el efecto de la música en mis primeros años. Igual sucedía con las otras artes y voy a dar un ejemplo: el efecto de una pintura cuando yo era muchacho y vi por primera vez un paisaje en grande. Se exhibía como la obra de un joven artista anglo-argentino que había ido a Europa a estudiar su arte y a la vuelta había ejecutado en gran tamaño este paisaje representando una escena en las dilatadas pampas, en las que se veía una lagunas con juncos y paja brava y un grupo de caballos cimarrones sobre la orilla en el primer plano. Esta expresión del mundo de que yo vivía me encantó tanto que la vida sin el poder que tales artes confieren a los que las siguen parecía difícilmente la vida absoluta. El efecto de este cuadro con esa escena familiar fue para mí más poderoso
De lo que podría describirlo con palabras. Ser un paisajista fue mi pensamiento de todo el día y de todos los días. Parecía que lo que tenía que hacer era expresa todo lo que sentía dentro de mí; por esta sola vida valía la pena vivir. Me obsesionó y resultó tan formidable dolor como el que había experimentado la primera vez que escuché la música.
Cuando Santayana en su Sentido de la belleza declara que ésta es una pequeña cosa en nuestras vidas, y que su desarrollo no es mas que las hierbas salvajes y hermosas que arraigan con las montañas de granito que representan las realidades de nuestra naturaleza, yo diento con él y su símil. La belleza no es un crecimiento casual, el resultado de una semilla caída desde Dios sabe dónde en la vida del hombre; es inherente el granito mismo, y otro resultado de esto es el desarrollo de un sentido e impuso en la totalidad de la vida. Está en nosotros todos desde el nacimiento a la muerte; de la hormiga a la raza de los hombres; en el más bajo y el más humilde de nosotros. Y existe en los animales, como nos damos cuenta por sus juegos y música. Toda mi larga e íntima observación me convence que tal sentido está bien desarrollado en el pájaro —especialmente en las familias del cuervo y de los loros— y en nuestro pero doméstico.
Sin duda dirá alguno de los que han seguido hasta aquí la argumentación, que yo no puedo ser libre para criticar a otros sobre este punto, desde que me he clasificado como un naturalista de campo en todo este libro y, por consiguiente, veo como los demás a través de una vocación, de un oficio, que debe pronto ensombrecer y desviar mi puntos de vista en general y me hace ver las cosas de una manera equivocada. No es así. M he denominado un naturalista de campo por conveniencia y especialmente porque yo no excluyo el mundo no humano de mi examen. Un naturalista de campo es un observador de todo lo que ve —desde un hombre hasta una hormiga o una planta.
Vemos que esta cuestión del arte está en perpetuo estado de cambio. Retrocediendo al último siglo observamos que Ruskin era considerado como uno de los más grandes críticos de arte, y hoy sus enseñanzas son casi universalmente rechazadas; que su teoría en falsa para la juventud. Vemos también que existe un revuelo de una cantidad de jóvenes artistas contra el arte de todos los que vivieron antes que ellos. Vemos grupos en rebelión contra lo
Que llaman arte convencional: el verdadero arte que uno conoce. Estas explosiones ocurren de tiempo en tiempo y tienden a hacerse más frecuentes. En poco tiempo mueren, y la generación que sigue se ríe de sus tonterías. Pero de nuevo otros salen a ocupar su lugar. Mirando hacia atrás, vemos que ellos no elevan ni pueden elevar el arte a un alto nivel. Vemos que el arte no puede adelantar; que sobre estas líneas y en aquel orden particular alcanzó su más alto nivel en épocas pasadas. Pero la única explicación de estos fútiles intentos es el sentido de descontento con el arte en general, que todos los individuos, jóvenes o viejos, que poseen una mente alerta y progresistas llegan a obtener en su propia vida. El revuelo contra el «arte convencional», aun cuando su resultado sea hacernos reír, es un signo de progreso hacia algo sobre las artes, que satisfará las fuerzas creadoras, el deseo de la propia expresión.
Entonces, ¿qué podría reemplazar al arte, estando todo el mundo hecho en un mismo molde, si el arte muriera? ¿cómo podría ser expresado al final el sentido de la belleza y el deseo de mostrar la emoción que lo crea? Esto es un asunto que directamente se presenta de pronto a la consideración, pero una vez mas se trata de un nuevo tema y la discusión seria larga, demasiado larga para este libro que llega a su fin. Tan pronto como e terminado un libro, como un inconstante, lo aborrezco: un instinto propio.