CAPÍTULO III

Nuestros sentidos · Sentido de la atmósfera y del viento · Un tema difícil · Nuestros sentimientos sobre el viento · Inapropiadas ropas de la mujer · Vestidos en Oriente y Occidente · Pelea de una mujer con el viento · Una escena cómica que resultó hermosa · Un asunto histórico · Luz de las tinieblas · La esquila de ovejas · Biografía de un Santo · Elena en Noticias de ninguna parte · El viento en la literatura poética.

Indudablemente poseemos varios sentidos, además de los cinco de que creemos estar dotados —los cinco que podrían llamarse canónicos, los siete que nos acreditan actualmente algunas autoridades y los dos apócrifos o suplementarios, que son el sentido muscular y el del equilibrio. No se reconocen otros como sentidos, considerando que no tienen órganos; pero no quiero por ahora entrar en esta cuestión, pues al presente estamos tratando lo concerniente al viento y no deseo apartarme del asunto.

Para empezar debo decir que tenemos un sentido atmosférico y que el viento está incluido en él, como las nubes, el rocío, la lluvia, la nieve, la luz del sol y así sucesivamente; no obstante y aparte de todo esto, podemos reconocer, o pueden reconocerlo algunos solamente, que poseemos algo que puede llamarse un sentido del viento, considerando que éste tiene, o por lo menos así creo yo, un efecto sobre el cuerpo y la mente, de carácter absolutamente distinto a todos los demás efectos atmosféricos. Tenemos sólo las propias experiencias en que basarnos; este sentido puede ser común o raro —tan raro diría— como el sentido de la orientación en el hombre civilizado o el todavía más raro «sentido de la polaridad». ¡Tema difícil! El intento de mediar en esto es como querer agarrar el aire con la mano, y tal vez lo que más me convenga sea acercarme a él en forma indirecta con pequeños rastreos, saltos y manotones, como un gatito que trata de atrapar la falaz pelusa de cardo sobre el suelo barrido por el viento.

Un hombre de quien soy amigo y que es autor de varios libros, me dijo una vez: «Todo lo que yo sé del viento es que es un suplicio infernal». Indudablemente, éste es un punto de vista extremo para el hombre, pero es la opinión unánime de la mujer. El hombre común que trabaja a la intemperie, no se siente irritado por el viento, aunque él sabe cuándo sopla, como sabe cuándo el sol brilla o está detrás de una nube y cuándo llueve. Distinto es lo que ocurre al hombre que pasa la mayor pare del tiempo puertas adentro, cuya piel es fina y suave y sus nervios del tacto más sensibles.

E inclusive, en tal individuo, a pesar de la degeneración física causada por una existencia sedentaria y protegida, siempre se manifiesta una rápida y alegre reacción a la influencia de la naturaleza, un sentido de algo renovador, aún en sus más rudos ataques. El hombre solo o en compañía de otros hombres lo siente así, pero tan pronto entra en escena una mujer, se produce un cambio en él, una actitud diferente fuera de la pura simpatía. El viento la aflige y él se siente contagiado de ese sentimiento, el que, después de haber sido experimentado una docena o cien veces, llega a encontrarse permanentemente asociado con el viento y hasta con el mismo concepto de viento. Pero si usted explicara a un hombre que fuera amigo suyo, la razón por la que el viento le causa tal molestia, lo tomaría como una ofensa y nunca más le hablaría, considerando sus palabras como una especie de censura a su virilidad.

La antipatía que la mujer siente por el viento se debe sobre todo a su vestimenta o, mejor dicho, al hecho de que ella no ha encontrado todavía la manera de vestirse convenientemente para el trabajo y el ejercicio al aire libre.

Los bárbaros y los salvajes saben cómo hacerlo, pero como nuestra civilización ha progresado y nuestras mujeres quedaron cada vez más confinadas en la casa, se han vestido principalmente para esa circunstancia, consiguiendo, después de muchos miles de años de estudio y experimentación, que sus trajes sean tan hermosos como queremos que sean. Esto durará mientras se considere absolutamente necesario el vestirse; el error principal en las ropas está en que se usan en demasiada cantidad, aunque felizmente se ve hoy una tendencia a remediar esa falta. Indudablemente hay trajes orientales más hermosos, pero para nuestros ojos de europeos, esa belleza pertenece a una clase que no nos gustaría que se adoptara, desde que no estaría en armonía con nuestros sentimientos occidentales sobre la mujer, pareciéndonos diseñados para dar una seducción artificial o ficticia al encanto y el atractivo de un sexo inane.

Este agradable traje de casa, es absolutamente inconveniente y hasta absurdo cuando se usa al aire libre, con tiempo ventoso, desapacible y lluvioso, tan común en esta «isla brumosa». El tocado que se hace para armonizar con el traje empeora la situación. ¿Por qué, pues, asombrarse, sí sobre cien mujeres a quienes se les pregunte su opinión sobre el viento, noventa y nueve responderán inmediatamente: «¡Lo odio!» Bastante común es el ridículo espectáculo que da la mujer frente a un fuerte viento, luchando con las polleras, el sombrero y el pelo, tratando de evitar que no se levanten los volados y de no perder al mismo tiempo la sombrilla y la cartera. Ridículo lo he llamado, pero es también chocante y doloroso, ya que nos lleva a la penosa realidad de la insensatez de la mujer; reímos o sonreímos con tristeza.

Una sola vez en mi vida he visto una cosa semejante y he admirado el espectáculo de una contienda, entre una mujer y su antiguo y odiado enemigo, el viento. Era una radiante mañana, y acababa yo de dejar Saint Ives detrás mío, para caminar hasta Zennor en la costa de Cornwall. El mar azul a mi izquierda brillaba con blanquísima espuma, mientras las nubes volaban sobre el intenso cielo azulado, y el fuerte viento, que con la claridad del sol hacía tan glorioso ese día, atraía a mi olfato el fresco y penetrante olor salado del mar mezclado con los aromáticos perfumes de la aulaga en floración. Llegué a un punto donde el camino se cortaba en ángulo recto por una senda angosta y pedregosa que corría desde una pequeña granja situada a la derecha, hacia el mar, hasta otra granja que quedaba tierra adentro, y en el momento en que yo llegaba a este punto pude ver una joven que iba de la primera casita a la segunda y como su figura resultaba un tanto extraña en ese rudo e inculto desierto de piedra y tojo, me detuve en el cruce de los caminos y esperé que se acercara para poder echarle una buena y satisfactoria mirada. Era la niña de regular estatura, aunque parecía más alta a causa de su delgadez. Su silueta era elegante y representaba más o menos entre diecisiete a dieciocho años. Vestía completamente de negro, llevaba una golilla de plumas y un trozo de crespón, también negro, sobre un transparente sombrero de grandes dimensiones, aunque casi invisible, pues parecía confeccionado con alguno de esos materiales inconsistentes como la pelusa del cardo o la tela de araña. Con la mano izquierda sostenía ansiosamente el ala del maravilloso sombrero que se agitaba sobre su revuelta cabellera, de un color que semejaba al oro pálido o a la miel de abeja. El sombrero se sacudía incesantemente, tratando de escapársele de la cabeza y de la mano para volar sobre las colinas para juguetear con el viento. En la mano derecha, extendida hacia adelante, llevaba un delicado vaso, construido de algo que brillaba al sol como si fuera plata blanca. Y a medida que descendía con pasos cuidadosos la áspera senda pedregosa, en dirección a donde yo me había detenido, caminaba con los ojos fijos en la copa, entre dos filas de arbustos de tojo, cubiertos de brillantes capullos amarillos y anaranjados. Fue un cuadro inolvidable, y cuanto más se acercaba, me apercibí mejor del gran fastidio que le causaba el viento, así como también de que el objeto que brillaba en su mano era una copa grande de cristal, llena hasta el borde de crema de Cornwall que, sin duda, había comprado en la pequeña granja cerca del farallón y que llevaba al lugar donde se albergaba. El rudo e incivil viento la fue mortificando todo lo que podía, agitando su volátil sombrero, dando vueltas las lindas puntas sueltas y ondulantes de su echarpe alrededor de la cabeza y envolviendo las polleras como una serpiente en torno de sus bonitas piernas. Y cada vez que se enroscaban, la joven se detenía, desenvolviéndolas lenta y prolijamente para dejarlas de nuevo libres, teniendo siempre asido el sombrero y los ojos fijos en el vaso, por temor de derramar la crema. Era verdaderamente una hermosa niña y esa fue mi recompensa, de pequeñas y delicadas facciones, con la tez como la rosa silvestre y los ojos de un color azul igual al cielo que se veía sobre ella.

Justamente al cruzar el camino donde yo estaba, nuevamente el viento la sacudió obligándola a quedarse quieta por unos instantes. Luego, en forma lenta dio tres vueltas antes de proseguir su camino. «Es un trabajo algo dificultoso», observe benévolo, mirando al vaso. «Sí, es verdaderamente dificultoso», replicó, pero el tono apacible de su voz era serio y muy digno para persona tan joven. Ni siquiera levantó los ojos, que permanecían todavía fijos en el vaso de crema. Luego, lenta y cuidadosamente prosiguió su camino, mientras yo me felicitaba de haber sido testigo de realidad tan hermosa —una Delia en el campo—, mejor que la que pudiera pintar el burdo pincel de Morland. Era un tema que Whistler pudo haber ensayado; el bosquejo del color lo habría embriagado de gozo; la tenue y bella silueta de negro bajando ese pedazo de camino pedregoso entre muros de tojo verde obscuro, su ofuscación, tan negra casi como su traje cubierto con la llamarada amarilla de las flores, y como fondo el cielo azul y nubes blancas flotantes y más allá el profundo azul del mar, manchado con la blanca espuma de las ondas. Whistler hizo una vez algo que recordé en ese momento: una bonita muchacha vestida de riguroso luto, con una sombrilla negra en la mano y que se amparaba de una súbita tormenta bajo un castaño, entre el follaje amarillo oro y rojo otoñal. Pero allí tenía la tormenta como fondo y gotas de lluvia gris plata sobre todo el cuadro. Este otro era mucho más difícil de interpretar, tal vez imposible, por la intensa luz y el brillante azul del cielo. Este incidente tiene poca o ninguna relación con el objeto de la discusión y el único motivo que tengo para relatarlo es, el común deseo que todos tenemos de compartir con los demás todo lo maravilloso o bello que hemos visto.

Volviendo atrás: ¿Cuánto tiempo hace que existe este antagonismo entre la mujer y el viento? Supongo que será tanto como el que ha transcurrido desde que el traje adoptado sólo para usar en la casa empezaba a llevarse por el campo y las calles. Por casualidad se me presenta, sobre el tema en cuestión, un rayito de luz que viene desde los tiempos medioevales.

Cuando yo tenía diecinueve años, ocurriósele a un viejo e íntimo amigo mío pedirme que me hiciera cargo de la esquila, en una arruinada estancia que tenía en las Pampas. Mi amigo había emprendido el trabajo, pero carecía de tiempo y, en cambio, yo estaba sin ocupación en ese momento. De acuerdo, pues, fui y me instalé en la casa del mayordomo, especie de galpón construido con ladrillos de barro sin cocer y con techo de paja. No había un solo árbol, arbusto ni flor en su cercanía, estaba rodeado únicamente por alguna enramada y los corrales de las ovejas. En suma, era un lugar polvoriento y desolado.

Me establecí allí, consistiendo mi misión en llevar los libros, pesar la lana y pagar diariamente a los esquiladores, hombres o mujeres, pues los teníamos de ambos sexos, aunque la mujer nunca pasaba los cincuenta kilos por día, mientras que algunos hombres llegaban hasta cien y ciento veinte. Y así seguimos durante tres semanas más o menos, hasta que treinta y cinco o cuarenta mil animales quedaron pelados de sus vellones. Las siestas o los intervalos de ocio durante el día, así como por la noche, me resultaban aburrido en ese caluroso, polvoriento y lanífero lugar, ocurriéndoseme preguntar a mi huésped, si no tenía algún libro. «Oh, sí —me contestó alegre y orgullosamente—, tengo uno muy bueno y grande», y pasó al cuarto del lado para volver enseguida con el único que tenía, que era un inmenso folio en español, encuadernado en cuero grueso, ennegrecido por la acción del tiempo. Era la vida de Juan Gualberto, el grande y glorioso santo italiano, según se lo consideraba en el siglo once, pero que para la mente del siglo veinte, podríamos juzgarlo como un estúpido, un insano supersticioso, una especie de toro enfurecido en una tienda religiosa china. Hubiera preferido más bien un poema, una novela o por lo menos un libro fácil de manejar cuando me encontraba en la cama; pero era el único que había y tuve que leerlo siempre sentado, haciéndolo descansar sobre la mesa. En esa incómoda posición, leyendo unos pocos capítulos por vez, llegué al final del libro más insípido que en mi vida leí y sobre el sujeto más detestable con que se pueda tropezar, aún en las historias de los santos.

Después de la muerte del bienaventurado Gualberto, decía, se le erigió una estatua en un sitio público de la ciudad de su nacimiento, me parece, pues, he olvidado esto; y no bien fue levantada comenzaron los milagros en el lugar. Así, cuando llegaba algún mendigo y sacándose el sombrero caía de rodillas delante del santo, a los pocos minutos se le aparecía un objeto brillante entre el polvo en que se había arrodillado, que se convertía en una moneda de plata que le servía para comprarse comida y vino. Pero también se contaban milagros de género contrario, castigos para los que tenían el corazón duro e incrédulo y hablaban en forma despectiva del santo y sus obras. Tales sujetos se golpeaban las tibias contra algún obstáculo que no vieron o tropezaban y caían dando con la cara sobre el camino pedregoso. Un día pasaron dos mujeres y una, que era frívola y burlona, hizo una manifestación de menosprecio refiriéndose a San Juan Gualberto. No había terminado de hablar, cuando una súbita y violenta ráfaga de viento, tomándola desprevenida, levantóle la falda del vestido sobre su cabeza, haciéndola objeto de las risas y mofas de los espectadores, hasta que, corrida por la vergüenza, huyó del lugar.

Muchas de las pesadas biografías de los santos escritas por los monjes de la Edad Media, son tan desagradables como aquélla y, si queremos conservar nuestro sentimiento de devoción hacia ellos, debemos contentarnos con leer sus vidas en las mutiladas versiones modernas.

Pero volvamos al viento y borremos de nuestro cerebro el recuerdo de los santos y sus milagros, agradables o no. Sin duda, hay excepciones entre las mujeres, a esta antigua hostilidad para con el viento; se puede aún creer que la Elena de Noticias de ninguna parte, no fue completamente de-sarrollada, desde la conciencia interior del autor, cuando nos cuenta cómo ella puso su mano obscura y el brazo sobre el viejo muro de ladrillo cubierto de liquen de Kelmscott Manor, tal cual si fuera a abrazarlo, gritando: «¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cómo amo la tierra, las estaciones, el tiempo y todas las cosas que tratan de ella y que de ella provienen!» Yo mismo conozco una mujer que, sobre todo se deleita con largos paseos en un viento fuerte, usando un gorro y un traje apretado, modelo de vestido conveniente, sin ser feo, a todos los estados atmosféricos.

Tales mujeres son raras y es triste pensar que nuestro sistema de vida, la atracción que sentimos por el confort que crece día a día y sigue eternamente aumentando las atracciones de la vida encerrada, tiene el inevitable efecto de hacer que la Naturaleza nos resulte cada vez más extraña y hostil.

Y, a propósito, pienso en nuestra literatura poética: ¿Cómo han tratado, por ejemplo, este tema del viento nuestros poetas? T. E. Brown consideraba al mar «el gran provocador y promotor del canto». Esto parece bastante natural en un isleño, y la Isla del Hombre es aún más pequeña que Inglaterra. Swinburne no se sentía nunca más feliz que cuando chapoteaba en el océano y ofrecía cambiar su suerte con la gaviota, para darle sus cantos (los de Swinburne) de miel salvaje a cambio de los grandes y resplandecientes ojos del pájaro que buscan el mar, y las olas que nunca se cansan. Eso, decía, sería para su eterno bien. Pero, yo me aventuro a agregar, que no habría sido tan bueno para la gaviota.

El viento no ha sido tan afortunado. No es posible tener presente toda la poesía que uno ha leído durante la vida, pudiendo solamente recordar que el poeta del viento puede clasificarse en dos categorías, como si se tratara de dos distintas entidades. Uno es el cálido y suave viento acariciador, que sopla entre las flores, hurtando y dando perfumes, el viento de la primavera, siempre asociada con el sueño de los enamorados, y el otro es el recio, ruidoso, o estrepitoso viento, «el viento Euroclydon, el viento de la tormenta», el que aúlla como lobo hambriento alrededor de la casa o gime «en su extraña condena», como uno lo tiene a él; el viento que es imponente, fantasmagórico, pavoroso y que se encuentra asociado con el más sombrío estado de ánimo del poeta, con el desconsuelo de su alma, y claramente estimula sus impulsos suicidas. Todo parece como una convención que después de muchas centurias hubiera cesado de serlo. Me atrevo a decir que hay muchas excepciones, pero no puedo recordarlas ahora, con excepción de la maravillosa oda de Shelly.

Y otro —presente en mi memora porque fue escrito ayer—, el himno más conmovedor que conozco al viento y a las fuerzas elementales de la Naturaleza, fuerzas contra las que el hombre ha luchado desde los tiempos más remotos, el pasado incalculable hasta el presente, inclusive estos últimos cuatro años de sangrienta lucha1. Se titula Barbarry Camp (Campo de Barbarie) y fue escrito el año anterior a la guerra, por el capitán C.H. Sorley, uno de nuestros jóvenes poetas que dieron su vida por Inglaterra y Francia. No voy a citar más que una estrofa o dos. Se supone que hablan los hombres que murieron hace muchos, muchos años, miles de años atrás, que cavaban sus madrigueras noche y día y amontonaban la tierra a su alrededor, a lo que denominaban «trincheras».

Y aquí luchábamos y sentíamos cada vena

Envuelta en hielo, helados los pies heridos, en la noche interminable.

Y aquí manteníamos comunión con la lluvia

Que con sus latigazos castigaba nuestra virilidad,

Purificándonos por el dolor;

Y el viento nos visitaba y nos hacía fuertes.

Desde arriba a nuestro alrededor, multitudes sin nombre,

Hombres fuertes y desnudos, numerosos, sobre el otro lado

Presionándonos venían. Y el viento venía.

Y la cruel lluvia, tornando gris toda la tierra.

Ese era nuestro juego,

Pelear con los hombres y las tormentas, y eso era grandioso.

Muchos días peleamos con ello, y nuestro sudor

Regaba los pastos, haciéndolos reverdecer

Y florecer para nosotros. Y si el viento estaba húmedo

Nuestra sangre mojaba al viento, purificándolo

Con el odio

Y con la cólera y coraje que nuestra sangre tenía.

Así los combatientes y los vientos y las tempestades, fogosos

Con la alegría y el odio y la batalla anhelada, caíamos.

El viento que había soplado aquí incesantemente

Trayendo, si algún mortal puede entender,

Poder a los poderosos, libertad a los libres;

El viento que nos había cogido, purificándonos nos hizo grandes.

Viento que es nosotros,

Nosotros que somos hombres ... Hacemos hombres en toda esta tierra.

Es como el toque de una corneta para el que durante largo tiempo ha sido oyente de las dulces, emotivas y enervantes notas de cítaras y liras.

¿Si alguien puede entender? ¿Necesita realmente alguien entender, especialmente en esta época en que vivimos, envueltos en un sueño de paz ... , de perpetua paz en una confederación del mundo? Este es grande sin duda y no sólo es occidente; si pudiéramos echar una recelosa mirada a Asia y África, mientras hacemos girar el mapamundi con un toque del dedo, sería posible tener una fugaz visión de un millón, de millones de almas mestizas que anhelan y hacen esfuerzos por un mundo más abierto, un espacio más amplio para respirar, vivir y multiplicarse. ¡Multitudes sin nombre que rodean nuestros campos de barbarie, y nosotros en ellos! Dejemos pasar la horrible visión; caigamos otra vez en un sueño, como en aquellos hermosos días anteriores a la última gran erupción devastadora de los Hunos. Sueño de paz en la tierra, eterna paz, ya que entender es desesperarse, ¿no significa la misma aspiración, decadencia?