CAPÍTULO XVI

La música en los animales más inferiores · En los salvajes e hindúes · La música en la Edad de piedra · El caníbal Pan · El canto en los salvajes · Origen del canto · Diderot y Herbert Spencer · Los gritos de pasión · La música fundada en la pasión y el juego · La música es más antigua que el lenguaje · Origen del ritmo · El lenguaje apasionado del salvaje y del hombre civilizado · El canto en el lenguaje y el lenguaje en el canto · Teoría de Darwin · Teoría de la función de la música de Herbert Spencer · ¿Qué es la poesía? · Los sentidos espirituales · La música y la poesía hemanas en el arte · Extrema separación en las más grandes y proximidad en las inferiores.

Cuando declaré como conclusión del último capítulo, que el burro poseía la ejecución musical más elevada de los mamíferos que conozco, estuve tentado de incluir al hombre primitivo o salvaje; pero esto habría sido un juicio apresurado, establecido sobre lo que he oído de la música salvaje, que es muy pobre y poco o nada superior a las ejecuciones musicales de los rugientes animales. No es sólo en los salvajes que encontramos cantos de tan poco mérito, puesto que en la India tenemos un pueblo civilizado hace tanto tiempo que nadie puede decírnoslo; sabemos de todos modos que ellos poseían una civilización tan adelantada en la época de Alejandro el Grande como la que tienen hoy. Si embargo, su canto es de lo más primitivo, bárbaro y molesto para el oído europeo. A juzgar por lo poco que he escuchado, se parece al canto de los salvajes, pero resulta menos grato debido a una desagradable propiedad del tono, el timbre8.

Se puede decir entonces que los habitantes del Indostán no son músicos, o que su música no nos gusta a los europeos; hasta podemos ir más lejos y decir que la música se ha desarrollado intensamente sólo en Occidente; que comparada con la música europea, la de Asia, a pesar de sus antiguas civilizaciones sobrevivientes, es apenas de más consideración que la aborigen de América, África y Australasia. He dicho en un capítulo anterior , que el hombre paleolítico probablemente realizaba el crujido de los dientes , como ejecución musical; sabemos también que era capaz de cosas superiores y que tenía una mente artística; podemos tener en nuestras manos la fosilizada flauta de hueso con la que «dio voz a los suaves soplidos» no menos de mil siglos atrás. Y, antes de inventar la flauta de hueso, sin duda que él hizo sonar por siglos el caramillo de variadas formas, y probablemente en su conjunto tenía algo de un caníbal Pan.

Esa antiquísima música se ha perdido y no se podrá recuperar; la cuestión que nos interesa ahora es el origen de la música, especialmente en el hombre. El canto de los salvajes que he oído en las pampas y en la Patagonia resultaba monótono, pero no molesto al oído, puesto que la voz era generalmente agradable, aunque después de un rato producía tristeza y repulsión. He dicho que prefería escuchar el aullido de los caninos, que es bastante melodioso, especialmente en las nobles especies que se oyen en las desiertas tierras desamparadas —»el largo aullido del lobo de la costa de Oonalaska», por ejemplo—. La característica principal del canto de los salvajes es que lo reconocemos como una reproducción del lenguaje apasionado, hablado o cantado sin ardor, empleado como una diversión de la mente, con ligeras variaciones, habiéndose eliminado los sonidos más ásperos. Escuchándolo , cualquiera que haya oído hablar con pasión a los salvajes y aun a los hombres civilizados, se convence de la verdad de la idea de Diderot de que las cadencias usadas en el lenguaje emocional proporcionan los fundamentos de donde se ha desarrollado la música vocal. Sin embargo, yo me remontaría más lejos aún que Diderot y Herbert Spencer y diría que la música del hombre ha tenido origen en los sonidos emocionales emitidos por las especies humanas y semihumanas del Plioceno antes de que apareciera el lenguaje articulado. En otras palabras, la raíz es la misma en todos los mamíferos incluso el hombre. Como dice el poeta: primero la raíz, luego el tallo; más tenue después, las hojas; y por último, consumada la hermosa flor. Tenemos todo esto en nosotros, desde la raíz hasta la flor y podemos decir si queremos que los animales inferiores (mamíferos) se encuentran en la época del tallo, aunque algunos puedan sostener que han desarrollado hojas. Además, al escuchar la música inferior o más primitiva de Europa, en algunos de los cantos populares de todas las naciones, especialmente en las baladas de los campesinos vascos y en algunos de la más desarrollada música húngara, se recuerda vivamente la civilizada música asiática y la música bárbara y salvaje de América y África. La raíz en la cual toda ella se origina, es en sí misma un lenguaje variado, ya que expresa una gran diversidad de emociones: los gritos de guerra manifiestan el entusiasmo y la alegría de la batalla que acompaña al derramamiento de la sangre; todos los sonidos proferidos por el odio y la malignidad, la venganza y la cólera en todos los grados y matices; el miedo, la angustia, el temor y la desesperación; la furia y el dolor y todas las formas de desventura que expresan la desolación; y las emociones más suaves, sexuales y paternales, el amor y el afecto, la amistad , la camaradería y la lealtad; y también el sentido de lo sobrenatural-los vigilantes ojos invisibles, los continuos pasos perseguidores que no hacen ruido; los seres malignos que viven en la obscuridad—, el misterio, el asombro y, finalmente, la extraña introducción de los impulsos benéficos, de la ternura, de un comienzo del sentido de la belleza, de un aspecto variado de la naturaleza, de un sentido de mitigada comprensión emotiva de lo invisible, de compasión y de paternidad.

A través de la «asociación heredada» todo eso vive en la música. El verso de Shakespeare «Nunca me siento alegre cuando oigo música dulce», encuentra un eco en todos, simplemente porque cada uno de nosotros hace su interpretación privada de «dulce», que quiere decir música que produce un dejo de melancolía, en otras palabras, música que llega a nuestros sentimientos más profundos.

Al mismo tiempo conocemos una música de carácter más ligero, música que no nos conmueve de la misma manera. Y ésta también es sentimental y derivada de las más vivas y alegres emociones del juego, instinto que es universal en los niños y que continúa en menor grado durante la vida del hombre y de los animales inferiores.

Podéis presenciar el efecto de la atención que despierta en los niños este género de música en cualquier momento en que suena cualquier animado aire de baile y la cara del pequeño comienza a resplandecer y sus pies y manos a moverse, para luego, si no es un niño cuyos instintos infantiles hayan sido reprimidos desde la cuna , estallar y comenzar a bailar o a girar a su alrededor. Esta música ligera atrae menos a los adultos que a los niños; porque las asociaciones heredadas de juego son más poderosas en nuestros primeros años.

Podemos decir, pues, que la música es esencialmente una expresión sutilizada y hermosa de todas las emociones comunes al hombre en las distintas épocas de su vida; que a causa de este origen su atracción es universal, y su influencia sobre nosotros tan poderosa. Beethoven, al hablar de su propia música, dice que los que la escuchaban sentíanse elevados sobre la tierra hacia esferas y estados más altos. Puede ser que así sea, no lo sé; pero sé que a mí me transporta al pasado; que tiene para mí una expresión que me sobrecoje y me domina, que es esencialmente la «Pasión del pasado» —no solamente del mío , mis propios estados emocionales, sino los de la raza, los recuerdos o asociaciones heredadas de su vida apasionada, en un período anterior tan remoto que no puede ser medido por años—. Terrible pasado, pero que se contempla tan distante como esas gigantescas montañas terroríficas que se columbran en la lejanía, con la angustiosa soledad de piedra y coronadas por un eterno invierno, suavizadas y glorificadas con el rosado y púrpura del atardecer ...

Así, pues, para empezar por el principio, podemos decir que el canto no deriva del lenguaje, o por lo menos, no enteramente; tampoco nació al mismo tiempo que éste, sino que existió antes en su estado elemental, y fue un precursor y pronosticador del lenguaje desde el momento en que se realizó el enlace entre el sonido y la emoción. Sabemos que esta unión existe tanto en los animales como en el hombre. La facultad o la invención del lenguaje, sin embargo, sirvió para desarrollar la música animal original hasta llevarla a lo que es en la actualidad. El ritmo, raro en la música animal, pero esencial en la humana, es el resultado del lenguaje emocional: aparece, podríamos decir, instintiva o automáticamente; es un alivio, un descanso en el que el apasionado orador cae naturalmente, que lo salva del agotamiento, y que tiene además el efecto de atraer la atención sobre los oyentes, agregándose así a la fuerza de la realización. Y no es solamente una ayuda en la oratoria emocional; se extiende a toda expresión vocal sostenida; existe; como lo he oído, en sonidos de canturreo y de murmullo con que la madre india hace dormir su niño; en los gemidos, lamentos y sollozos de punzante pesar, dolor y tristeza y más pronunciado aún en las lamentaciones por los muertos. Entre los salvajes de las pampas es costumbre cuando muere un hombre que las mujeres del pueblo lloren su pérdida durante toda la noche, dando vueltas en procesión alrededor del rancho en que yace el cadáver, lanzando interminables lamentaciones; y los sonidos aumentan su ritmo, aligerando así la terrorífica labore de las lloronas, si es que en realidad no llega a producirles positivo placer.

Para el que ha escuchado a los salvajes en su lenguaje ordinario y vehemente, así como en sus cantos, resulta interesante observar la supervivencia de sus tonos en el lenguaje y el canto civilizados. Se recuerda al salvaje cuando se escucha la oratoria vehemente de un hombre en Inglaterra; al mismo tiempo he comprobado que en la mayoría de los casos en que el parecido ha sido más notable, el orador era menos anglosajón que celta o ibero.

La pasión propia a todos se revela más o menos en el tono de acuerdo al temperamento racial,. En la oratoria francesa hay una tendencia a la música. De este modo al oír un apasionado discurso de sus más grandes oradores, el malogrado Jaurés, las tres cuartas partes me impresionaron como cadencias, encontrando recitativo y canto en la cuarta parte, pareciéndose a la oración frenética de un jefe salvaje, mejorada en forma y color, refinada y embellecida con las largas notas musicales con que finalizaba la sentencia. El salvaje no concluye sus sentencias con esta nota musical, ni en la oratoria ni en el lenguaje común; pero en algunas tribus la mujer lo hace cantando la última palabra o sílaba, algunas veces con dulzura. Aquí tenemos una transferencia, o un intercambio de tonos en dos formas distintas de expresión —el lenguaje y el canto—, tomando el lenguaje del canto algo original para sí y mejorándolo. Y de nuevo tenemos el proceso inverso cuando la música vuelve al recitativo y aun al lenguaje cadenciado, como por ejemplo en las óperas de Wagner. La misma diferencia que existe entre el gran orador francés y el jefe salvaje, se observa entre el recitativo de la ópera y el variable y apasionado lenguaje del salvaje; en la ópera el salvaje todavía sigue declamando pero con un mejoramiento, una voz más melodiosa y un más elevado sentido de la forma musical.

* * *

En todo lo que he dicho se puede comprender que en lo fundamental estoy en completo acuerdo con Herbert Spencer . A mi modo de ver esto es tan evidente que me habría parecido increíble que alguien pudiera no estas convencido de ello si no fuera porque Darwin, después de examinar la teoría, la rechazara deliberadamente. El mismo dice que había llegado a una conclusión exactamente opuesta. Es sorprendente ; pero se puede comprender el motivo. Darwin era afecto a su teoría de la selección natural , que representaba para él una hermosa amante, y la teoría suplementaria de la selección sexual resultaba una bella hija, aunque de salud delicada; pero a él no le gustaba que estas cosas se comentaran en esa forma, y la teoría de Herbert Spencer sobre el origen de la música, le resultó como un profético y desfavorable diagnóstico, y no queriendo apreciarla la rechazó, haciendo todavía un pequeño chiste sobre ella.

«Concluyo —dice— que las notas musicales y el ritmo fueron en su principio adquiridos por el macho y la hembra, progenitores del género humano, con el fin de encantar al sexo opuesto. De este modo los tonos musicales llegaron

a estar frecuentemente asociados con algunas de las más fuertes pasiones que es capaz de sentir el animal, y son usados por consiguiente instintivamente, o a través de la asociación cuando las fuertes emociones se expresan por medio del lenguaje. Mister Spencer no ofrece ninguna explicación, ni puedo darla yo tampoco, de por qué los tonos altos y los profundos serían la expresión de ciertas emociones en el hombre y los animales inferiores».

La explicación más simple está en que las notas altas y las profundas son la expresión de las pasiones más fuertes, y son los sonidos básicos de la música en sus más intensas disposiciones del ánimo.

También dice: «Pero si más adelante se preguntara por qué los tonos musicales en un cierto orden y ritmo producen placer al hombre y otros animales, no podríamos dar otra razón que por la agradabilidad de ciertos gustos y olores».

Al contrario, es muy fácil de explicar la causa, ya que ella se encuentra en la misma superficie. Lo que consideramos bueno, lo que nos produce bienestar y felicidad interior, cuando ha sido absorbido, resulta bueno al olfato y al gusto, y puedo añadir a la vista, de modo que un objeto feo —un ganso asado por ejemplo—, no solo huele bien, sino que hasta parece hermoso si nos sentimos con apetito.

Y además expresa: «Como ni el placer ni la aptitud de producir notas musicales son facultades de poca importancia para el hombre, con referencia a sus hábitos y costumbres diarias, ellas deben clasificarse entre las más misteriosas de las que está dotado».

Como la facultad y la capacidad se revelaron lo hemos visto bastante evidentemente, y respecto a su inutilidad no hay duda que son tan inútiles como muchas otras facultades y aptitudes que forman parte de nosotros, y no están en relación con la obtención del alimento y otras cosas, y, podemos añadir, tan útiles desde otro punto de vista. Tan inútiles (y tan útiles) como el instinto del juego por ejemplo, de correr, saltar, trepar, chapotear, nadar y zambullirse y de calentarse al sol, rodar sobre el pasto y gritar cuando no hay nada que gritar. O, digamos, de la sensación de bienestar, de alegría de vivir, de desbordante contento y los actos y sonidos que lo expresan. ¿Cuál es entonces el significado preciso de «misterio» en este caso? En un sentido todo es misterio —nuestra existencia, por ejemplo, el universo sin principio ni fin, y todo desde un átomo, un electrón, hasta el sol—. Tenemos conciencia de misterios más grandes aun que éstos, cuando la vasta, ilimitada perspectiva está situada delante nuestro, y ellos se nos aparecen como las nubes y sombras que descansan sobre aquella. Cuando un gran científico encuentra una dificultad, uno de los diez mil problemas que se presentan en torno nuestro desafiando nuestra atención, y después de contemplarlo deja caer la palabra «misterio», y lo pasa por alto, uno desearía saber si lo ha dicho para desalentar a los que siguen detrás suyo, como una advertencia de que contra eso fracasarán. Se puede solamente concluir que la palabra usada de este modo; sin explicación , es un obstáculo y un perjuicio para una obra científica. Volviendo al argumento de Darwin, dice más adelante:

Se supone generalmente, que las mujeres poseen voces más suaves que los hombres y en tanto esto pueda servirnos de guía, podemos inferir que ellas adquirieron primero su poder musical, con el fin de atraer al otro sexo. Pero si es así, esto debe haber ocurrido mucho tiempo atrás, antes de que nuestros ascendientes hubieran llegado a humanizarse lo suficiente, como para tratar y valorar sus mujeres meramente como esclavas útiles. Cuando el apasionado orador, bardo o músico, despierta con sus variados tonos y cadencias las más fuertes emociones en sus oyentes, tiene poca sospecha de que está usando los mismos medios por los cuales sus semihumanos antepasados provocaban hace mucho tiempo ardiente pasión entre sí durante su galanteo y rivalidad.

Este es un pasaje que da pena leer, porque fue escrito por Darwin y ...es ridículo: no solamente la frase del medio sino todo. En los animales inferiores, el amor y el galanteo es una excitación que ocurre una vez al año o con largos intervalos dura apenas poco tiempo y cuando pasa, otras excitaciones, en algunos casos tan violentas como ella, recobran su poder. Y los hombres primitivos a este respecto están realmente más cerca de los animales inferiores que del hombre civilizado. El amor en ellos es algo así como una súbita pasión, una furia, y la pasión del galanteo es propensa a ser breve y algo violenta. No existió jamás en la primitiva historia de la especie humana ninguna época en que la hembra cortejara al macho e inventase cantos para atraerlo.

Me imagino que cuando un filósofo moderno sugirió el sentido estético, el sentido de la belleza que existe en todas las cosas, no es sino un desbordamiento del sentido sexual, no fue todo ello una creación de su propio cerebro, sino que dio a la teoría de la selección sexual de Darwin la apreciación de este mismo y tomó el sentimiento del sexo como la raíz, en lugar de contemplarlo como uno de los muchos elementos distintos contenidos en ella.

En esta búsqueda de la verdad, la mente científica me recuerda al armiño cuando sigue la pista de su presa. Por rápida y escurridiza que sea ésta, además de haber salido con una buena ventaja, nada servirá para desviar o desanimar a su perseguidor que la acosa con constancia, pacientemente, sin prisa y sin descanso, con una resolución implacable y una fuerza sostenida que al fin tiene su recompensa. La diferencia está en que el armiño no comete errores, y el investigador que anda detrás de la verdad comete muchos.

Y esto fue lo que aconteció con Herbert Spencer, cuando, después de haber llevado su teoría del origen de la música a una conclusión triunfante, se puso a averiguar y exponer la función de la música . Esta segunda investigación la aborda con la misma disposición, el mismo celo frío e implacable que en la primera y del mismo modo la lleva a una conclusión victoriosa. A pesar de ello, la pista que seguía era imaginaria e ilusorio el conejo en que clavó los dientes y de cuyo corazón ficticio extrajo hasta la última gota de sangre. No había conejo porque no hay función. Una función, tal como entendemos la palabra y como la define el Diccionario de Oxford es «la clase especial de actividad propia a cualquier cosa: el modo de acción por el cual está llena su propósito». Así, pues, la función —el uso, el propósito— y la cosa —órgano o lo que sea—, son uno e indivisible como el ojo y la vista, el oído y la audición, las alas y el vuelo, etc. Indudablemente algunas veces la palabra se emplea en un sentido algo diferente o más amplio, y entonces significa el uso o el propósito que una cosa puede adquirir, y en tales casos, lo que se llama una función puede ser una de varias. Pero Herbert Spencer no usa la palabra en este sentido cuando trata la función que el cree haber descubierto, la que, como sucede en realidad, no es ni siquiera una de las funciones de la música.

Para dar un resumen de esta cuestión contenida en muchas páginas, él sostiene que el cultivo de la música debe realmente tener algún efecto sobre la mente, y siendo así, ¿ qué más natural que suponer que éste sea el desarrollo de nuestra percepción del significado de las inflexiones de la voz, lo que nos da un poder correspondientemente aumentado para usarlas? Mejor aún, para decirlo en nueve palabras: la música reacciona sobre nuestro lenguaje y lo mejora.

Aquí tenemos a Herbert Spencer en el peor momento, aun cuando lo tuvimos hace poco en el mejor. Pudo haber encontrado una docena de funciones para la música, y ninguna más lejos de la verdad que ésta. Es en efecto, lo contrario de la verdad...; ha colocado el carro delante del caballo.

Para empezar, lo que él llama música es solamente la mitad inferior de ella, puesto que no incluye la música instrumental. Además, la música vocal es comparativamente no progresiva-necesariamente por cierto, ya que sólo concierne a ciertos aspectos de la vida-Por el contrario, el lenguaje progresa eternamente, puesto que está relacionado con la vida entera, y si hay algún adelanto en la música vocal, se debe a la influencia del lenguaje. El canto es un esparcimiento del que se gusta ocasionalmente o con largos intervalos, y no por todos. Donde se canta mucho, el canto es un poco más que el monótono de los salvajes; y a medida que nos elevamos se observa que el canto es cada vez menos común en los pueblos civilizados. Pero el lenguaje es continuo y todos lo usamos desde la infancia hasta la muerte —siendo ésta la única que puede parar el movimiento de la lengua—. Y el resultado de miles de años y de miles de siglos de práctica ha sido la maravillosa flexibilidad y variedad adquirida por el lenguaje, que incluye todas las emociones en todos los grados y matices, pudiéndose extraer en media hora de conversación con un inteligente joven de catorce años más tonos, inflexiones y modulaciones que de todos los cantos oídos en una vida entera.

* * *

Sería ocioso seguir con el tema; la luz de la naturaleza es suficiente para mostrarnos lo falsa y absurda que es la teoría de Herbert Spencer sobre lo que él llama magníficamente la función de la música. He de agregar aquí, que después de terminado este capítulo, cayó a mis manos La Música Primitiva de Wallaschek, libro casi olvidado, en el que descubro que el autor se había anticipado a algunas de mis críticas sobre las teorías de Darwin y de Spencer, pero acerca de la teoría de este último sobre la función de la música no tenía nada que decir. Algo, sin embargo, se debe recordar respecto al otro punto ya tratado sobre la amplitud del significado que algunas veces se da a la palabra. Supongamos que Herbert Spencer, en vez de estar irremediablemente equivocado, tuviera razón en lo que se refiere al progreso del lenguaje a través del canto; éste no habría sido la función de la música, sino simplemente un beneficio accidental, un provecho que se habría obtenido con el correr del tiempo, una de las innumerables posibilidades o prácticas accidentales producidas por otras facultades y artes, que pueden persistir o pueden pasar como sombras, y así desaparecer en la larga vida de la raza, pero que no son funciones propias a sus facultades o artes.

¿Cuál es, por ejemplo, la función de la pintura? Religiosa, histórica, decorativa... lo que se quiera; también se puede decir que es la de proveer a los ricos de hermosos cuadros con pesados marcos dorados para decorar sus casas; o, mejor todavía, que es la de elevar las clases inferiores del East End de Londres por medio de exposiciones.

Estas y todas las otras funciones posibles o incidentales que se pueden encontrar o imaginar, no serían la función de la pintura, y si uno la buscara no la encontraría, porque tal cosa no existe. Y si lo que digo pareciera temerario, yo preguntaría: ¿cuál es la función del desarrollo de un alma? —de la fe, esperanza y caridad, veneración-en una palabra, de la espiritualidad; del sentido de la belleza, el amor a la humanidad, el altruismo, la aspiración hacia un estado más placentero, más elevado, mejor:

El deseo de la polilla por la estrella,

De la noche por la mañana;

El fervor hacia algo más lejano

De la esfera de nuestro infortunio.

«La luz que nunca existió en el mar o en la tierra; la santificación y el sueño del poeta.»

Y ¿ cuál es, entre paréntesis, la función de la poesía? Preguntemos primero qué es poesía y entonces tal vez lo sabremos. Wordsworth dijo que «era la emoción recogida en la tranquilidad», la definición más famosa que se haya dado, pero equivocada. Pudo haber sido si la hubiera dado de la música, ya que la poesía es pensamiento, imaginación y emoción, mientras que la música es emoción pura —emoción recogida en la tranquilidad—, pasión purificada del dolor, sublimada, embellecida, glorificada, pero siempre pasión, pasión, pasión y nada más.

Shelley decía que era «algo divino», lo que puede decirse y se ha dicho de tantas cosas que no vale la pena repetirlo para la poesía. Carlyle la llamó «pensamiento musical», dicho que, en su esencia, es una trivialidad. Santayana dice::»que es un lenguaje para su propio placer y delicadeza», lo que es mucho menos de la mitad de la verdad. Mattheu Arnold la llamó una «Crítica de la vida», que es lo que precisamente se pudo esperar de Arnold; y el Doctor Johnson dijo que era la «esencia del sentido común», que también es precisamente lo que se pudo esperar del Doctor Johnson. Mejor aún era la definición de poesía que dio Sir Isaac Newton: «una ingeniosa manera de disparatar». Recuerdo que mi padre solía decir que la poesía era lo único que no podía comprender. Pero él no vituperaba a la poesía como Newton. Hombre de pensamiento modesto, confesaba su defecto, el punto ciego que le impedía ver lo que otros podían ver. Pero lo mejor que conozco es del autor anónimo de La facultad del lenguaje (1831), quien sostuvo que la poesía se origina en un defecto de la mente —su incapacidad para expresar lo que se quiere decir en lenguaje literal.

* * *

¿Es que no nos ha llevado, entonces, esta averiguación más cerca de la comprensión de lo que realmente es poesía, para no decir nada de su función? Sí y no. No: pero valió la pena hacerla, ya que incidentalmente nos ha proporcionado una buena diversión ante la sabiduría de nuestros más grandes sabios, que al pretender definir la poesía consiguieron tan sólo definirse a sí mismos. Sí; porque una vez estudiadas todas estas declaraciones, más otras cuarenta que una «industriosa mosca» pudiera recoger de los libros, si las mezcláramos y vigorosamente las batiéramos, como los diversos ingredientes de un pudín inglés, descubriríamos en el procedimiento y probando la mistura, que la poesía es precisamente lo que es para mí o para cualquiera que le guste; o, en otras palabras, que no recibimos sino lo que damos.

Aquí, tal vez el lector advertirá mentalmente, que voy más allá de mi fin, puesto que este libro pretende tratar los sentidos de los animales, inclusive el hombre. Así es; y digo que nuestros sentidos de belleza, admiración, veneración, de lo bueno y lo malo, y así sucesivamente, son sentidos en la acepción literal y restringida de la palabra —sentidos, con sus órganos especiales, así como los otros sentidos responden a estímulos de otro orden, como el sentido de la orientación, de la polaridad, de la telepatía, de la tierra, el aire y el agua, y muchos otros que reconocemos vagamente o solamente presumimos.

Tampoco puede decirse que estas elevadas facultades y cualidades de la mente se hayan desarrollado exclusivamente en el cerebro humano. Cuanto más escarban los psicólogos para llegar a las raíces de estas facultades, más profundamente las encuentran —mucho más profundas que el nivel más inferior del cerebro humano—. Lo que llamamos espiritualidad, no existe en nosotros por milagro; era inherente a nosotros desde el principio : la semilla germinó y las raíces y primeras hojas se formaron antes de que el hombre existiera como tal, y nos pertenecen por herencia. Ella crece y prospera junto a la razón, pero no progresa en la misma proporción. Esta planta, que es para nosotros la más hermosa que produce la mente, es como una frágil hierba que se levanta al amparo y protección de un vigoroso arbusto espinoso; y este mismo arbusto que le permite vivir, que la resguarda de ataques exteriores la priva, sin embargo, de la luz del sol y de la lluvia hasta el punto de que muy a menudo no nos parece una planta enfermiza y de floración rara. Eso mismo sucede con el hombre. Pero para reconocerla tal como es en los animales más inferiores, es necesario vivir con ellos y observarlos de cerca y con simpatía. Poco a poco se adquiere el conocimiento de que, no obstante la enorme diferencia entre el hombre y los animales, mentalmente es sólo cuestión de grado; todo lo que existe en nuestra mente existe también en la de ellos.

Aquí podríamos intercalar un capítulo entero con ejemplos del sentido de la belleza y del humor en los animales, así como de la conciencia y del altruismo, ejemplos tomados de mi propia observación y experiencia, pero no hay lugar y aún no hemos terminado con el tema de la música; y antes de concluir el capítulo volveré hablar de la música y de la poesía.

¿Cuál es su parentesco? Son, para mi modo de ver, las únicas hermanas en el arte, aunque a primera vista no parezcan estar más íntimamente relacionadas entre sí que a las otras artes.

Son dos criaturas diferentes, ambas mucho más hermosas que las demás, pero que difieren en el carácter, la expresión, la voz y la personalidad. Sin embargo, nacieron de la misma madre, hace millones de generaciones; fueron acunadas en una cueva, nutridas con los mismos pechos salvajes y durmieron en su cama de hojas secas, con los brazos entrelazados. En la niñez, mientras jugaban al sol, la tribu entera se juntaba para presenciar sus cabriolas, su maravillosa gracia y agilidad, y para oír sus agudas hermosas voces, sintiéndose tan entusiasmadas por la vista y los sonidos, que reían, lloraban y vitoreaban. Pero a medida que fueron creciendo se transformaron, aumentando en belleza, pero pareciéndose cada vez menos, olvidando su hermandad y alejándose tanto una de la otra hasta parecer dos extrañas; finalmente cada una en su propio trono, coronadas como reinas y diosas y adoradas por innumerables súbditos fervientes, viven en reinos completamente separados.

Ahora abandonaré la alegoría y la metáfora para volver al claro «lenguaje literal», que aún los puntos ciegos de la mente no pueden impedir a nadie entender.

Milton estaba equivocado cuando se refirió o cantó a «la música, unida al verso inmortal», ya que el verso inmortal quiere decir la gran poesía y la gran poesía es grande por sí misma; su grandeza se disminuye, si es que no se rebaja por la unión con otro arte, por más brillante que éste pudiera ser. Del mismo modo la música máxima es independiente de la poesía. Cuando la gran música se funda en una historia, como en la ópera y el oratorio, las palabras, aunque retóricas, no son poéticas. Si lo fueran, la poesía no se tendría en cuenta. No tiene efecto como tal. Si hubiera algo que se pueda llamar poesía en tales óperas, digámoslo, como en Tristán e Isolda y yo le prestara atención, la ópera, como música, se disminuiría para mí, ya que la música dice más que la historia.

Podemos decir entonces, que la poesía y la música están bien separadas en su máxima representación; sin embargo, su parentesco se insinúa algunas veces en la gran poesía, pero nunca en la música. Esto sólo ocurre en la poesía, en la cual el pensamiento, por excelso que sea, se siente y se expresa con pasión —cuando pensamiento y pasión están unidos—. Así, en el Himno a la belleza intelectual y en su Oda al viento del Oeste, de Shelley, existe un sublime pensamiento, pero se ha fundido en el calor de la pasión del poeta y se ha unificado con ella, como una llama dentro de otra llama.

Un ejemplo más perfecto entre los antiguos poetas se ve en Todos se han ido a un mundo de luz de Vaughan. Algunos poemas de Keats también producen el efecto de la música, aunque la pasión sea menor que en Shelley y Vaughan. Igualmente puede encontrarse en Itylus, de Swinburne. Byron tiene un poema lírico que podría incluirse en esta categoría. Oh¡Arrebatada en la lozanía de la belleza. Dos o tres de los más cortos poemas de Cowper y dos o tres poemas líricos de Bake, tienen esta cualidad; que aparecen asímismo en algunos pocos versos algo crudos de Emilia Bronté como El jilguero en el rocoso vallecito, y uno o dos más. Hasta en E,B.Browning la podemos encontrar —el único que puedo releer—, en el mensaje de la esposa moribunda a Camoens, durante su ausencia . Hay ejemplos mucho más perfectos en Ulalume, Para Anita y Anabella Lee de Edgar Allan Poe. También en dos o tres poemas líricos de Tennyson. Lágrimas, lágrimas ociosas y Cruzando la Barra.

Parecería increíble que alguno de estos poemas y otros que producen efectos similares hubieran tentado a algún compositor para «poner música a las palabras». Quien intentara semejante cosa, por eminente que fuera en su propio arte de la música, querría decir que ignora el significado de la suma poesía. Lo que es perfecto, lo es, y no puede ser

mejorado. No se puede hacer valer más una estatua de Phidias vistiéndola con sedas y bordados.

Este mismo efecto de la gran música lo producen algunos pasajes del verso suelto, como aquel del Paraíso Perdido en que el sublime sueño del cielo y de la tierra nos impresiona menos que el grito del corazón del propio poeta-la revelación de una secreta amargura cuando él lamenta su ceguera—. Hay también pasajes que nos conmueven como la música sublime y solemne en Keats y Wordsworth, y en Las Estaciones de Thomson, aunque los Georgianoshan de censurar lo que digo. Y si desciendo me encuentro con una parte de Los Placeres de Akenside, que no son sino tormentos para la mayoría de los lectores modernos. Asimismo, sobrevive en mi memoria, como una música sublime, un episodio de un poeta tan inferior como Alejandro Smith.

También se encuentran en prosa pasajes semejantes, y no se puede menos de recordar el terrible sueño del Inglés fumador de opio con su inolvidable conclusión ... , sus retumbantes despedidas eternas, de las que el soñador despertó para gritar con toda su fuerza: No quiero dormir más.

Vuelvo al punto de partida: cuando realmente las dos separadas artes supremas de la poesía y la música se encuentran y se funden en una, es cuando ambas (como artes), se manifiestan más inferiores, cuando la música está cerca de la primitiva música, y la poesía es humilde, simple y cercana del lenguaje emocional. Es entonces solamente (para resumir la alegoría), cuando estas dos majestades, al recordar su pasada hermandad, se sacan las coronas y las púrpuras, y ataviadas pobremente salen a escondidas para encontrarse de nuevo en algún lugar desierto, allá en los límites remotos de sus respectivos reinos, para estar una con la otra como en los lejanos días cuando jugaban juntas al sol, y dormían en la caverna una en brazos de la otra, sobre el lecho de hojas secas.

Es en los cantos populares y primeras baladas, de las que han sobrevivido las melodías y las palabras, que encontramos esta unión de la música y la poesía. Este período murió antes de la época de una cultura más elevada y de la «lírica perfecta», de la poesía ingeniosa, pulida e intensamente artificial, en la que las emociones simples y naturales, comunes a toda la humanidad, poco se tomaban en cuenta o tal vez nada. En el siglo XVIII el labriego escocés y poeta de genio nos llevó a la naturaleza y a la pasión en sus canciones, en las que las palabras se ajustaban a las viejas melodías que encontró. Le siguieron otros, y quizás el ejemplo más perfecto de ésa y de cualquier otra época de nuestra historia relativa a la unión de las palabras y la música se puede observar en la balada de Auld Robin Gray. A pesar de todo, nos damos cuenta que después de siglo y medio no ha perdido todavía sus virtudes.

La razón de esta vitalidad no estriba solamente en la atracción universal de la leyenda —mil tan buenas han sido relatadas en verso—, sino principalmente en que las palabras y la melodía se ajustan admirablemente. Todas las emociones descriptas —el amor, la tediosa espera, el abandono de la esperanza, la aflicción sufrida y la triste resignación—, se expresan a la vez e igualmente por ambas; son descriptas en las palabras y repetidas en la melodía con sus quejumbrosas notas que simulan los verdaderos sonidos con las que esas emociones se expresan espontánea e instintivamente.

Tal vez la única canción de la misma época que se puede mencionar en el siglo XIX al lado de Auld Robin Gray sea Swanee River, olvidada hoy, pero que ha de volver más tarde a resonar en los oídos de todos los que en la tierra moren por un segundo período de setenta y cinco años, a menos que los poetas y compositores del siglo XX logren entre tanto darnos algo mejor.

No sé lo suficiente como para decir positivamente si esos perfectos ejemplos son o no tan raros como yo me imagino. Cada uno de los lectores recordará probablemente alguna canción que para él tenga este carácter, si no está seguro de ello, debido a tretas que en tales cuestiones la asociación juega sobre nuestra mente, puede comparar sus observaciones con otras. Pero hará muy bien en no dirigirse a los compositores o ejecutantes musicales para pedirles su opinión al respecto. Estos son malos jueces, simplemente porque no pueden escapar al efecto de deformante reflejo, sobre la mente, de la vocación de toda una vida. La música llega primero con el músico; cuando la música y la poesía se reúnen, la primera debe ser el socio predominante. No puedo tampoco decir si se encuentran o no más ejemplos en las canciones de otros países que en las de Inglaterra. He oído solamente una canción italiana y dos de los viejos cantos españoles de amor y dolor, en una llave menor, que me parecieron perfectos en la unión de las palabras y de la música; sólo que en los tres la poesía es menos simple, y está menos cerca del lenguaje emocional que en nuestros mejores ejemplos.

El ejemplo más perfecto que he oído, en todas las lenguas, fue un canto popular bretón: y aquí también, como en Auld Robin Gray, volvemos a los períodos del arte y nos encontramos más cerca del primitivo. El cantor era un paisano bretón, inmigrante en Sud América, que había sido arrastrado a la frontera Argentina y que era peón en el rancho que un hermano mío tenía en el desierto. Se trataba de un joven de buena voz y la canción expresaba el lamento de una muchacha enferma que sabía que su vida debía terminar pronto. Parada entre los árboles, en un resplandeciente día de otoño, contempla las hojas amarillentas que sacudidas por el viento, caen a su alrededor. Es su despedida de la Naturaleza y de la vida terrenal, porque ella no verá más las hojas amarillentas en el otoño ni en la primavera cuando ésta vuelva a la tierra con sus capullos, flores y el canto de los pájaros. Y como en Auld Robin Gray, la melodía y la expresión de las palabras se unifican; pero es superior, pues la pasión es triste y la melodía varía con el sentimiento hasta llegar en su colmo a un grito de exquisita angustia, al pensamiento de la dulzura y belleza de la vida tan rápidamente malograda, para luego sumirse de nuevo en la tristeza, en una resignación y una vaga esperanza.

Este cántico del paisano me obsesionó durante muchos días; sin embargo, no podía decir que era bueno su género, pues desconfiaba de mi juicio, pero mi hermano, amante de la música y con conocimientos de ésta que yo nunca había poseído, se sintió igualmente conmovido. El, como yo, había quedado cautivado.

Queda por preguntar si esta perfecta unión de la música y la poesía se encuentra alguna vez en los más elevados períodos de estas artes. Hemos visto que la música no está y no puede estar legítimamente enlazada al verso inmortal; pero la unión es posible y tal vez frecuente entre la gran música y la poesía simple que se encuentra más cerca del lenguaje emocional. Recuerdo como un buen ejemplo La lamentación de Eva, de King, y esto se me ocurre después de hablar del canto popular, porque el lamento en ambos casos se ha inspirado en un sentimiento similar. Las palabras y la poesía, acomodadas a la gran música, son bastante simples: «¡Debo dejarte, Paraíso!» y ese grito del corazón se encuentra tanto en las palabras como en la música, y se repite y aumenta hasta que en el último abandono del dolor, se eleva hasta la acongojada y penetrante nota final.

Ambos tratan el mismo tema —el eterno adiós al Paraíso en un caso, y a la tierra y a la vida en el otro—, pero se diferencian en que uno representa un arte rudimentario en sus primeros períodos, y el otro ya en su mayor desarrollo. El uno, más próximo a la tierra común en el estrecho parecido de las notas a los verdaderos sonidos del lamento con lágrimas; el otro con los mismos sonidos purificados de su sentido terrenal —sublimados .glorificados por un gran arte ...